martes, 23 de junio de 2015

Lo que llevas en las manos

Esta entrada está inspirada en una aportación de Jordi Güell, una de estas personas con las que la colaboración y la conversación suelen ir de la mano.

A propósito de las variables que determinaban el éxito y el fracaso en la utilización de una misma metodología de autoaprendizaje [el CoachingOurselves] por parte de dos grupos de directivos distintos, Jordi Güell comentaba, hace poco, que entre los factores que influyeron decisivamente en el resultado de estas experiencias, se encontraba el que, así como en uno de los grupos las personas llevaban problemas y dificultades en sus manos, en el otro grupo, lo que traían era posibilidades, experiencias, maneras de pensar y formas distintas de hacer las cosas.

Una vez más se hace evidente que el principal factor que incide en el cambio, sea este personal o de cualquier otra índole, es el deseo “real” de cambiar. Un factor que, a fuerza de obviarlo o darlo por hecho, invisibiliza la verdadera dificultad en el impulso y desarrollo de muchos proyectos. Y es que el rechazo al cambio puede permanecer oculto entre los pliegues de la consciencia incluso para aquellas personas que abogan y creen apostar por él.

Nuestra identidad y la imagen que deseamos proyectar, entendidas cada una de ellas como lo que somos y cómo pretendemos que nos vean, no tienen por qué ir de la mano, es más, pueden estar en las antípodas, a juzgar por lo que se suele observar tanto en procesos de cambio personal como organizativo. Ante una petición de colaboración para el cambio, a la pregunta ¿qué quieres cambiar?, no pocas veces se obtiene explícita o veladamente un “…nada…”, inquietante, paradójico y sordo. Es difícil, muy difícil, reconocer lo que realmente se desea. Lo natural es que, ante esta pregunta, se disparen todos los resortes de aquello políticamente correcto en lo que nos queremos reconocer aunque estemos lejos de querer actuar en consecuencia.

Impulsar el cambio significa subirse a lomos de él y ello exige, de manera incuestionable, querer fervorosamente hacerlo; ya que éste sigue una evolución próximo-distal, de dentro a fuera, empezando en el ámbito de lo imaginado y propagándose a los propósitos que se plantean, las actitudes y los propios comportamientos antes de incidir directamente en el entorno en el que nos hallamos y sobre el cual pretendemos intervenir.


Cualquier cambio supone de manera irremediable una renuncia y ésta es la razón de que sea conveniente alimentar de manera continuada el deseo de transformación, explorando las ventajas y estimulando que emerjan aquellas oportunidades que lo hagan posible.

Hacer lo contrario, es decir, detenerse en los obstáculos o invocar de manera continuada aquello que imposibilita al cambio es una de las formas más comunes de erigir barreras y construir argumentos que justifiquen la imposibilidad o inconveniencia de moverse de donde se está. A poco que observemos, en algunos procesos de cambio, veremos en la batería de cuestiones racionales y sesudas de algunas personas su incomodidad, falta de riesgo, miedo o pereza a emprender el camino hacia algún lugar muy distinto del que ya se encuentran.

La sobrevaloración del cambio a la que nos lleva el momento actual incide de manera determinante en esa confusión entre lo que se quiere y lo que se debe querer. Cambiar no es, en todos los casos, necesariamente mejor que no hacerlo. Cambiar es tan solo armonizar el lugar en el que se está con aquél, soñado, en el que se quiere estar. Si no hay un sueño es difícil articular grandes cambios.

De ahí que ante el cambio, y a modo de disolvente de todos aquellos espejismos que nos empujan a afirmar cosas en las que no creemos, sea útil -siguiendo la metáfora de Jordi- saber qué llevamos en las manos, ya que aquello con lo que acarreemos nos dirá lo que sinceramente queremos y a lo que realmente podemos optar.

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Las fotografías son de Masao Yamamoto


viernes, 12 de junio de 2015

Narrar historias

Esta pintura lleva por título Story of Golden Locks y el autor es Seymour Joseph Guy [1870].

En ella una joven está explicando el cuento de “Ricitos de oro y los tres osos” a unos niños antes de dormir.

Diferentes interpretaciones ponen el acento en esta muchacha y concretamente en su tránsito de la infancia a la madurez. La postura en la que está sentada, con los pies cruzados; el gesto de la mano que recuerda al de las representaciones de María cuando se muestra con el Niño, su rol de crear la ilusión en las mentes infantiles y la muñeca abandonada en la caja sobre la silla serían indicadores de esta transformación de niña en adulta.

A juzgar por el estado hipnótico, la expresión de la mirada de los niños y la ilustración del libro que descansa en el regazo de la narradora, el momento de la historia en el que nos encontramos es el del final del cuento.

Un momento terrible al que se nos invita mediante la sombra de la pared que se cierne amenazante sobre toda la escena y que no parece corresponderse con el dulce perfil de la muchacha que la proyecta.

El carácter onírico de conjunto se ve realzado en cuanto sucede entre los techos inclinados de una buhardilla, la parte más elevada del edificio y alejada de una cotidianeidad que imaginamos que sigue discurriendo en los pisos inferiores.

A mí, lo que me llama poderosamente la atención de esta pintura son los ojos desorbitados del niño, de los que sospecho que no ven nada que no sea lo que está ocurriendo en su imaginación al dictado de la joven.

La potencia del cuento hace que la narración cobre vida ante los ojos del oyente y éste empatice sin proponérselo con la situación, hasta el punto de tener la vivencia y el consecuente registro mnémico del mundo que está soñando.

Utilizo esta imagen para reivindicar la narración de historias [storytelling] a la hora de transferir conocimiento y provocar aprendizajes en cualquier contexto.

La infalibilidad y eficacia de la narración es tal que explicar cuentos ha sido, en todos los tiempos y en cualquier parte, una de las principales maneras con la que los humanos han transmitido y aprendido los principales valores y los criterios sobre los que orientar su comportamiento y conducirse en el entorno en el que viven.

Es ahí donde radica la potencia de algunas personas a la hora de compartir su conocimiento en el marco de una conversación, en una presentación o en el escenario de una sesión de formación, en su capacidad para “hacer un cuento”.

No hemos de olvidarnos de ello ni relegarlo a un momento de la vida pasado y lejano. En la sencillez de los mecanismos con los que nos hemos desarrollado están las claves para orientar los modelos que necesitamos para seguir aprendiendo.