miércoles, 22 de julio de 2015

Lo sencillamente complicado de la gestión del conocimiento


El intercambio de conocimiento, como el comunicarse o el soñar, forma parte de la condición humana. Inevitablemente las personas se transfieren conocimiento las unas a las otras al margen de que alguien decida que se haga o no.

Se trata de un rasgo de supervivencia, ineludible, como el reflejo de succión en el niño, lo llevamos literalmente en nuestro ADN y, cuando no es así, suele ser la causa de graves disfunciones capaces de obstaculizar la posibilidad de desarrollarse de manera autónoma en nuestros entornos, como podemos comprobar si observamos las consecuencias que tienen para algunas personas ciertos rasgos de los trastornos que conforman el denominado espectro autista.

Compartir conocimiento de manera espontánea forma parte de la esencia del ser humano, tanto es así que contamos con ello de manera más o menos consciente al considerar el conocimiento que se halla en nuestro entorno como una extensión, una prótesis de nuestro propio conocimiento. Nadie se ve impelido a saberlo todo. Como una neurona, cualquier persona se sabe parte de un entramado de conocimiento al que sirve y del que se sirve de manera natural, permanente y, a menudo, inconscientemente.

No hace mucho, alguien de mi entorno certificaba mediante un estudio que más del 90% de los empleados de su organización [una universidad] habían aprendido a realizar su trabajo en el mismo puesto de trabajo, haciéndolo y que sus dudas habían sido resueltas sobre la marcha por personas, compañeras de trabajo, a las que había acudido por cercanía y confianza. El aprendizaje debido a otros mecanismos de transferencia de conocimiento menos espontáneos y más de diseño, como la formación académica, la formación tradicional que se imparte en las organizaciones o el asesoramiento experto ofrecido por servicios profesionales, se consideraba menos relevante en cuanto a su impacto y traducción a la vida cotidiana de la persona. Algo que, por otro lado, siempre hemos sabido aunque no sea formalmente reconocido por permanecer, como tantas otras cosas, invisibilizado en la normalidad del día a día.

Porque así como, ante algunas personas, a veces es necesario envolver los obsequios para que estos adquieran la categoría de regalos, es poco frecuente que el aprendizaje que se recibe de manera diaria por parte de otras personas compañeras de trabajo, contabilice mental y organizativamente como formación por no estar “envuelto” como tal. Sucede lo mismo con la descripción de cualquier puesto de trabajo en la que es poco probable encontrar la función de transferir conocimiento experto que se lleva a cabo de manera continuada por parte de cualquier persona y que suma, a lo largo de una vida profesional, no poco tiempo.

Compartir el conocimiento de manera natural, continuada y, por qué no, generosa es, en definitiva, lo que nos ha llevado a ser lo que somos y al lugar que ocupamos como especie y como personas.


Con lo dicho hasta ahora, consciente de los matices y ampliaciones que faltan, sólo pretendo dirigir la atención a una afirmación muy sencilla y es que cuando en una organización o en un equipo se habla de gestionar el conocimiento es conveniente tener en cuenta que no se trata tanto de crear nada que ya no exista sino que, de lo que en verdad se trata es, en primer lugar, de no bloquearlo, paralelamente de visibilizarlo y después de facilitarlo y ampliarlo.

En contra de lo que suele suponerse, tal y como sucede también cuando se quiere activar la comunicación o impulsar la iniciativa o la innovación, la verdadera dificultad está justo en lo primero, en no bloquear, en dejar hacer, ya que paradójicamente, todo el entramado de control en aras a la eficiencia y a la eficacia que conforman las culturas organizativas está orientado a limitar y cohibir la naturaleza expansiva que necesitan las relaciones entre las personas para que éstas adquieran la calidad suficiente como para que se produzcan conexiones poderosas. Normalmente este tipo de relación natural suele ser vista como un enemigo potencial de la tan cacareada productividad.

Comprobarlo es sencillo, de manera más o menos abierta y expresado de diversas formas, conversar [debería decir: hablar] en el trabajo sigue siendo mal visto siempre y cuando esta supuesta conversación no esté absolutamente enfocada a algo útil y claramente relacionado con lo que se espera que la persona hable en su puesto de trabajo. Y quizás haya quien piense que esta expectativa se halle en la organización y se exprese a través de sus equipos directivos, pero no es así, esta concepción de "lo que es trabajo y de lo que no lo es" la llevamos dentro, desde nuestros aprendizajes más precoces donde nos inocularon el concepto industrial de que trabajar es hacer y no es hablar.

El reto de desbloquear, de desactivar ese control, es lo que dota de complejidad a la gestión del conocimiento, ya que ello supone superar el sistema de creencias del propio gestor, remontar una cultura organizativa diseñada para lo contrario y substituir concepciones muy arraigadas en las personas y anidadas en conceptos tan potentes como son el de “profesionalidad”, “seriedad” o “productividad”.

Tener en cuenta este –aparentemente- inocuo factor es ya, de por sí, una clave para encarar la gestión del conocimiento en una organización estándar, sea ésta del tamaño que sea y del ámbito del que se trate. Pero no es suficiente.


No hace mucho, comentaba alguien con quien colaboro la dificultad para ubicar la gestión del conocimiento en la estructura de una organización. Esta duda suele estar muy determinada por la fragilidad que suele caracterizar a aquellas unidades organizativas encargadas de la “Gestión del Conocimiento”. Una labilidad debida, en gran medida, a la desconfianza y falta de reconocimiento más o menos exteriorizada a la que nos hemos referido con anterioridad. ¿Quién debiera responsabilizarse de este ámbito? ¿Ha de ser desde el departamento de RR.HH? ¿Debiera ser el Área de Organización? ¿Cuán arriba ha de estar ubicada esta función? ¿Dónde adquiere y se le reconoce la importancia que merece?

Acumular conocimiento como fin no tiene ningún sentido desde el punto de vista de un grupo humano organizado y, muy probablemente, tampoco desde el de cualquier persona entendida como sujeto individual. El propósito de conocer siempre ha de ser expansivo y conducir a la persona, grupo u organización a ser alguien distinto y mejor de lo que era para consigo mismo y para con su entorno. El conocimiento conlleva comprensión y ésta, a su vez, es determinante en cualquier actuación que lleve a cabo posteriormente el individuo o la organización.

El conocimiento y su gestión sólo adquieren sentido si lo calibramos desde la perspectiva del valor que aporta. En este sentido podemos identificar tres perspectivas desde la organización: la de su gobierno [la estrategia a seguir], la del aprendizaje y desarrollo de las personas y la de la innovación. En cualquiera de estos tres puntos NO podría sino que DEBIERA estar adscrita la “gestión” del conocimiento como función. Y esta “función” no debiera ser entendida como un "rol" sino como el conjunto de valores, formas de hacer y mecanismos que permiten llevarla a cabo.

Mi tesis es que mientras la Gestión del Conocimiento esté delegada y singularizada en un área única que adoctrine, capture y reparta seguirá siendo algo abstracto, difícil de entender y, en consecuencia, muy lábil. La clave la seguimos teniendo en nuestro cerebro dónde no hay un área especializada en conocer sino que todas se ocupan de ello en la medida que pueden transformar el conocimiento en un "activo", a la vez que desarrollan y mantienen aquellas conexiones que permiten compartirlo, aprovecharlo y optimizar el esfuerzo que supone tratar con algo tan dinámico y orgánico.

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La ilustracion del principio pertenece a la serie de collages de Chad Alburn.
Las otras dos que la siguen pertenecen a la obra de Jie Ma.



domingo, 5 de julio de 2015

Escuchar



Traigo a este blog una escena que me fascina de “Entre Copas” [Sideways, 2004] que es en la que mi admiración, por el guión y la interpretación de esta película, llega a su clímax.

Antes de comentarlo, recordar que el argumento gira alrededor del viaje "enológico" que Miles le regala a Jack en su despedida de soltero. Dos amigos que se hallan cada uno en las antípodas del otro, tanto en la forma de ser como en las expectativas que cada uno deposita en este viaje.

Por un lado, Miles, un escritor sin éxito, divorciado y solitario, que se gana la vida como profesor de literatura, espera pasar ese viaje junto a su amigo, mostrándole el universo del vino y jugando al golf en los espacios muertos. Jack, en cambio, un actor fracasado y seductor tiene por único objetivo gozar esos días de todo el sexo que cree que dejará de tener ante su inminente boda.

El pulso entre estas dos maneras de enfocar el viaje, la insistencia de Jack en transformar a su conveniencia el programa de Miles y la doble moral que exhibe el actor ante las llamadas de su futura esposa hacen mella en un Miles que no acaba de metabolizar su divorcio el cual regurgita amargamente ante la más mínima posibilidad de plantearse estar con otra mujer.

Una noche van a cenar con Stephanie, una somelier a la que han conocido aquella mañana y Maya, una estudiante de enología, que conoce a Miles por trabajar de camarera en un restaurant del que es cliente. Stephanie y Jack sintonizan rápidamente en una cena tensa que Miles, cada vez más ebrio, amenaza con echar a perder.

La escena que comparto sucede en casa de Stephanie, donde ésta ha propuesto terminar la velada. En este momento, Miles y Maya salen al porche impelidos por el crescendo sonoro de la impetuosa pasión surgida entre Stephanie y Jack y supuestamente incómodos por quedar en evidencia ante la fogosidad de la otra pareja. Es entonces cuando Maya formula su pregunta.

Este fragmento de la película es brillante, para mí el mejor. Me gusta por la forma de escuchar de Maya ante la pregunta que le hace a Miles. Una escucha única, personal y sincera, limpia, atemporal e intensa. No hay nada en su postura ni en la expresión de su cara que denote impaciencia o espera, nada indica que esté interpretando o valorando lo que Miles va exponiendo. Se halla totalmente presente, disponible y atenta a la narración que él va construyendo, como si el fluir de la reflexión de Miles sólo fuera posible y dependiera de la calma que suscita esta escucha. Una escucha admirable y difícil, acostumbrados como estamos a intercalar comentarios mientras creemos que escuchamos. Se trata de la escucha que sana, que cura, que repara, que conecta con los propios valores aunque sea mediante un metafórico circunloquio sobre las bondades de la variedad Pinot. Una escucha que sin ser activa no es, para nada, pasiva.

Muy interesante comprobar la transformación del personaje mientras habla y como su respuesta resuena en la mirada de ella hasta el punto de querer amortiguar ese eco intercambiando los papeles y preguntándole: “¿y tú, qué?” A lo que ella responde con un “¿Qué de qué?” Que denota la singularidad con la que hay que formular cada pregunta para generar la escucha que requiere una buena respuesta. Y, en este caso, su respuesta no tiene desperdicio…