sábado, 17 de septiembre de 2016

La capacidad de aprender

Hubo un tiempo en que el aprendiz buscaba al maestro. De hecho, éste se definía como tal –como maestro- por aquella o aquellas personas que acudían a él para aprender lo que sabía hacer.

En nuestra imaginación anidan cientos de imágenes y secuencias entre aprendices y maestros colocadas ahí a través de los cuentos populares y películas que hemos visto.

En todas ellas la figura del aprendiz suele estar representada por alguien muy joven, generalmente un niño, transportándonos a un momento en que el aprendizaje de un oficio era la mejor manera de aprovechar la maleabilidad de la infancia. Al maestro, en cambio, se le podía representar como a alguien de mal carácter, desaliñado, huraño, solitario y esquivo. En algunos casos, era difícil establecer una relación directa entre la delicadeza de lo que se elaboraba en aquel taller y el carácter ruin, egoísta y mezquino de aquella persona, más interesada en el uso esclavo del aprendiz que en hacer de él alguien de provecho, capaz y autónomo.

Normalmente, de estas historias, se deducía que tan sólo la muerte del maestro determinaba la adultez y la capacidad del joven para valerse por sí mismo y poder establecer una transacción de igual a igual con el mundo en el que vivía, un esquema en el que resonaban los ecos freudianos de un mundo ordenado y mantenido a raya mediante el triunfo de la experiencia sobre la juventud, del deber sobre el placer y de la culpa sobre el instinto, previsiblemente uno de los aprendizajes que se esperaban de tales historias.

También tenemos otros ejemplos que hacen referencia a maestros menos extremos, incluso bondadosos, donde los aprendices se arremolinaban a su entorno para absorber su conocimiento o aprender sus sabias artes. En fin, el carácter del maestro era un factor más entre las circunstancias que acompañaban al discípulo en su proceso de aprendizaje.

Pero, en todos los casos, el verdadero interés por aprender emergía del alumno, un deseo tal que hacía que él mismo pusiera todo su empeño y fuera el único responsable de establecer los puentes entre sus ganas de aprender y la fuente donde se hallaba el conocimiento que buscaba, al margen del carácter, del trato o de la capacidad pedagógica que tuviera el maestro.

Estas imágenes contrastan con la sobreatención y la importancia que se le atribuye, en nuestras organizaciones, a las metodologías de formación y a las capacidades que han de tener los docentes para facilitar el aprendizaje. Metodologías y capacidades que incluyen, las más de las veces, la manera o la habilidad para despertar el mínimo interés del alumno, capturar su atención y envolverlo en una dinámica capaz de generar el clímax necesario para abrir todos sus poros al aprendizaje.

Y no es que no crea útil e incluso necesaria la capacidad de sensibilizar y seducir a la persona hacia el aprendizaje, no, sino que también cabe preguntarse dónde queda, en esta ecuación, la capacidad para aprender que poseen las personas a las que se dirige la formación y hasta qué punto se tiene en cuenta este factor en el éxito o el fracaso del impacto de una acción destinada al aprendizaje.


De alguna manera, más o menos explícitamente, todos sabemos que aprende quien realmente quiere aprender y que, como con todo, de poco sirven las acrobacias metodológicas o técnicas cuando no existe una voluntad sincera de asimilar algo nuevo o de cambiar.

Es cierto que las metodologías, tecnologías y las habilidades interpersonales de los docentes facilitan el aprendizaje en términos de eficacia y eficiencia pero también sabemos que están supeditadas a la voluntad por aprender que tenga el alumno y que ésta no es tan sólo una condición necesaria sino que incluso llega a ser, por ella misma, suficiente cuando la persona tiene la posibilidad de acceder directamente a la fuente de aprendizaje.

En el afán habitual por reducir a una ecuación operativa, simplificarlo e instrumentalizarlo todo, suele atribuirse la capacidad de aprender a factores tales como el tiempo del que se dispone, la calidad y atractivo de los contenidos, la capacidad analítica de la persona o su receptividad a nuevos enfoques, por poner algunos ejemplos. Pero estos factores adquieren sentido e incluso algunos pierden toda su relevancia cuando la persona quiere realmente aprender.

La capacidad de aprender está directamente relacionada con la consciencia que se tiene de uno mismo y con la capacidad autocrítica y la necesidad de cambio que se deriva de ella. De nada sirve enseñar a quien no cree necesitarlo. Aprende quien quiere incorporar a su haber algo que sabe que no tiene y que desea poseer. Sin una mínima consciencia de esta carencia y un deseo de solucionarla no es posible la permeabilidad y el gasto calórico inherente a todo aprendizaje. Aprender supone cambiar y para ello, uno ha de tener motivos, la autocrítica es la capacidad básica que permite activar el mecanismo íntimo que hace posible cualquier cambio.

Pero la autocrítica comprende un abanico de grados, a lo largo de los cuales se distribuyen todas las personas y que abarcan desde la sensibilidad para detectar y admitir un déficit en una habilidad instrumental hasta la capacidad para reconocer carencias fundamentales en el desarrollo de un rol interpersonal, social o profesional.

Normalmente los primeros niveles de autocrítica son comunes y se pueden hallar fácimente en cualquier persona. Es frecuente y sencillo reconocer poca habilidad en el manejo de una determinada herramienta, lo que no es tan evidente es suponerle a nadie los niveles más profundos de autocrítica como los que se requieren para reconocer poca capacidad de escucha, de empatía, de colaboración, de generosidad o de liderazgo, por citar algunas competencias profesionales consideradas clave en el momento actual.

Muscular la capacidad autocritica y elevarla a la categoría de valor en nuestras organizaciones, aquejadas todavía de la imperiosa necesidad de demostraciones de seguridad o infalibilidad profesional e inmersas, como están, en una cultura [organizativa y social] que sigue viendo en la duda, en la humildad o en el reconocimiento de las propias carencias, un signo de debilidad, debiera ser un reto para cualquier modelo de aprendizaje que se quiera impulsar. Y más cuando la formación suele ser, paradójicamente, la herramienta utilizada para vehiculizar el cambio.

--

  • La primera fotografía es de Arthur Tress y pertenece a su álbum: Transréalités.
  • La segunda imagen corresponde a una secuencia de la película Billy Elliot [2000], un ejemplo claro de lo que es capaz la voluntad de aprender en un entorno totamente adverso.


18 comentarios:

  1. Manel:
    Muy bueno el articulo. Solo me pregunto por que hablas de "capacidad de aprender" (que suena mucho a aPtitud) cuando me da la impresion que pones el acento en las "ganas de aprender", que es un tema de aCtitud. Lo que mas me gusta de tu post es precisamente que ponderes las ganas del aprendiz dentro de la ecuacion, porque es cierto que hoy se deposita en el maestro un exceso de presion por los resultados. Un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cierto, Amalio, este “aprende quien quiere” bien hubiera podido determinar el título, aunque en el enfoque que quiero darle a esta reflexión, la capacidad de aprender la relaciono directamente con otra capacidad, la de la autocrítica. La actitud sería, en este caso, una consecuencia. Muchas gracias por llamar la atención sobre este frágil equilibrio. Un abrazo, company :)

      Eliminar
  2. Se nos han trastocado los tiempos, al menos en lo que tiene que ver con la maestría/experiencia en el uso de las herramientas (tan tecnológicas casi todas ellas). Ahora hay que tomar como referencia la maestría de personas mucho más jóvenes y, mejor o peor, por ese aro sí vamos entrando pero, como dices en tu estupenda reflexión, la capacidad autocrítica y la consciencia sobre otro tipo de carencias parece que no es algo demasiado habitual. Como te he escuchado alguna vez, “sólo aprende quien cree que no sabe”.

    Tal vez deberíamos reconsiderar y recolocar algunos ingredientes que actúan sobre la capacidad de aprender. Tomándome una licencia al margen del ámbito de las organizaciones al que te refieres, pienso por ejemplo en los bebes (en general) y a menudo nos sorprende lo rápido que aprenden ahora, como si se estuvieran acelerando los ciclos. Y nos enorgullece que nuestras hijas e hijos sean tan “inteligentes”… Sin embargo, es muy perverso esto, ¿no estaremos sobre estimulando su natural curiosidad? ¿no serán demasiadas ventanas a un mundo demasiado grande que necesita su propio ritmo para ser procesado?

    Probablemente para los que nos hemos desarrollado en ese otro tiempo de proceso, este nuevo ritmo resulta paralizante. Y pienso por ejemplo en la enorme distancia entre lo que decía Fernando en su metáfora de la memoria y estas palabras de Benjamín Prado que rescataba no hace mucho Manuel Calvillo:

    "En estos tiempos líquidos en los que si tienes 10 minutos y un ordenador puedes conseguir casi cualquier cosa sin ir a buscarla a ninguna parte, porque basta con pulsar dos teclas para que Internet te ponga en la mano el disco, la noticia o la imagen que estuvieras buscando, parece que es más fácil desear las cosas que quererlas y que a fuerza de acumular titulares, citas y resúmenes nos arriesgamos a sustituir el conocimiento por la simple curiosidad, que es un buen punto de partida, pero un mal destino"

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cuando los valores cambian, los referentes también. No estoy muy seguro que este aprender de los jóvenes se deba tanto a la maestría que puedan o no poseer como al valor de la plasticidad, la capacidad de cambio, una piel fresca y la ilusión por un futuro en el que poder habitar que se les atribuye y que tanta importancia adquiere en cocinas tan de moda como pueden serlo la de la “innovación”, en cualquiera de sus vertientes. Que alguien más joven suele ser más ágil, plástico y aprende más rápido siempre se ha sabido pero no siempre ha sido un valor. De ahí quizás este trueque de maestrías al que tan agudamente te refieres.

      Respecto al segundo punto me has hecho pensar y no sé si -en el caso de los bebes- “nos sorprende lo rápido que aprenden ahora” o si es “ahora” cuando nos sorprende lo rápido que aprenden o también si, “habiéndonos dado cuenta de lo rápido que aprenden, les metemos información por un calzador”. Los dos últimos puntos muy relacionados y especialmente inquietantes si tenemos en cuenta que la capacidad de aprender y procesar información semielaborada, de manera continuada, es uno de los grandes valores neoliberales que se fomentan para construir ese mundo feliz de operarios estúpidamente felices e informados.

      En todo caso, este devaneo lleva al mismo camino y coincido contigo en la conclusión. Tal y como apunta Pablo d'Ors, no estamos preparados para asimilar información de manera rápida. Nuestros sistemas precisan de una digestión lenta y meditada.

      Preocupante el caso que se le hace a la advertencia de Benjamín Prado.

      Muchísimas gracias, Isabel, por ese apunte. Un abrazo.

      Eliminar
  3. Muy acertada tu reflexión, Manel. Especialmente en la grandes organizaciones, el concepto de Formación sienta a un grupo de personas con un mínimo interés por aprender durante varias horas o días frente a un consultor (maestro). El resultado es bastante incierto, por no decir otra cosa. Tu reflexión sobre la autocrítica es fundamental. Lamentablemente, la cantidad y calidad de autocrítica es inversamente proporcional a lo elevada que sea tu posición en la jerarquía de la organización. Creo que hasta se podría formular con una ecuación.
    Un gran abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Justo de esto estábamos hablando hace poco con un colega. Esta persona se refería al hecho de delegar en la formación aspectos que deben considerarse en la selección de determinados perfiles. Concretamente hizo referencia a cómo se escogen cargos directivos en función de determinados criterios que son ajenos, las más de las veces, a la dirección de equipos y personas y a la sensibilidad que se requiere para ello.

      Comentaba esta persona que luego se espera que, mediante un master, la persona pase a transformarse en un líder cuando, las más de las veces, se carece de la capacidad autocrítica necesaria como para replantearse aspectos fundamentales de las propias actuaciones.

      La conclusión era que se ahorraría muchísimo incluyendo en los criterios de selección esa predisposición activa y capacidad para aprender, es decir ser capaz de poner en duda la propia idoneidad [sin irnos a formatos depresivos, claro], de evaluarse y poner remedio a los puntos débiles.

      Coincido en esa correlación directa entre falta de autocrítica y nivel de dirección. Es más, creo que [como ya hemos hablado a veces] no se trata tanto de un problema de la persona como de un rasgo del sistema: a más arriba, más infalibilidad se exige. Sí, creo que se podría formular una ecuación.

      Un abrazo fuerte Javier, qué alegría verte por aquí ;)

      Eliminar
  4. Soberbio el post, maestro. Resulta realmente refrescante disfrutar de textos como este.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gràcias José Miguel! y para mi todo un orgullo y un incentivo que tu lo veas y me lo hagas ver así.

      Un abrazo!

      Eliminar
  5. Leyendo vuestras reflexiones me estaba trasladando a una experiencia personal de hace unos años. Un día participaba en un diálogo sobre aprendizaje, el facilitador dijo algo que se me quedó grabado: "vivir, amar y aprender son las tres necesidades vitales del ser humano". Rápidamente pensé en aquellas personas que en mí día a día me encontraba que no querían aprender ¿qué les había pasado? ¿Cómo habían dejado morir una necesidad tan vital como el deseo de aprender?
    Con el tiempo me di cuenta que ese deseo está presente pero no siempre se ve. Cuando trato de acercarme a esas personas que no quieren aprender veo que existen filtros que ocultan este deseo, ¿No es tarea del maestro ayudar a comprender qué sentido tienen esos filtros? ¿Para qué ocultan una necesidad tan vital?
    Otras veces este deseo no está visible porque no ha encontrado su lugar. Y como bien decís, este lugar no está en grandes declaraciones de intenciones, no está cursos y formaciones. Está en las prácticas de día a día. Sin embargo, cuanto nos cuesta encontrar estos escenarios cotidianos. ¿No es tarea del maestro encontrarlos? Quizá necesitamos aprender a mirar, algo tan sencillo y tan complejo a la vez.
    Gracias por el tiempo y el espacio. Maria.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola María, qué interesante tu comentario, no puedo más que estar de acuerdo contigo en el valor que el maestro puede aportar en visibilizar y gobernar esos filtros o en facilitar u orientar hacia estos escenarios de aprendizaje. Yo creo que este enfoque da para su propio debate.

      Es cierto que, afortunadamente, en los seres humanos, las cosas no son blancas o negras y que, en mayor o menor grado, todas las personas están abiertas al aprendizaje. También es cierto que la discusión de ¿quién fue antes, el maestro o el alumno? podría llevarnos a un debate inútil e infinito, ya que hay maestros hábiles en despertar el deseo de aprender en algunas personas y, como bien dices, los buenos maestros suelen avivar la llama de la curiosidad y el crecimiento. En definitiva, de la misma manera que el aprendiz escoge a su maestro, éste no se convierte en ello de manera pasiva, sino que también ha de asumir su rol para que pueda establecerse la transacción maestro-aprendiz y, asumir ese rol, conlleva lo de visibilizar filtros y facilitar escenarios que comentábamos al principio.

      Aun así y, volviendo al post, de toda esta enorme ecuación que desvelamos al tratar este tema, lo que me interesa resaltar es una sola variable, para mí una de las más descuidadas, y es que, para identificar los filtros o para aprovechar aquellos posibles escenarios de aprendizaje se requiere de la voluntad para hacerlo y el génesis de esa voluntad suele hallarse [trátese de aprender lo que sea] en la necesidad de transformación o cambio. Y esa necesidad correlaciona directamente con los escaneos a los que nos sometemos y, mediante los cuales, detectamos y reconocemos nuestras carencias o deseos, es decir, con la capacidad de autocrítica. Si no existe una mínima expresión u obertura a esta autocrítica es difícil que se den aprendizajes. Ya lo comenta Tom Young cuando distingue entre lecciones adquiridas y lecciones aprendidas. Él dice que una lección es “aprendida” cuando modifica comportamientos. De lo contrario se mantiene en otro nivel, más superficial: el de “lección adquirida”.

      Encantado con el uso que has hecho del espacio, María, agradecido por la riqueza que has aportado. Seguimos hablando :)

      Eliminar
  6. Gracias Manel por tu respuesta, la tomo con gusto para seguir reflexionando. Un placer. María

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A tí por la tuya, María, gracias a ella sigo ampliando la reflexión.

      Eliminar
  7. Gran reflexión, con la que coincido totalmente Manel.
    En muchas ocasiones me siento en la encrucijada (supongo que todos) de ser a la vez maestro y aprendiz. Y siempre me sorprende, teniendo tan presente la necesidad del aprendizaje contínuo y siendo la autocrítica de la que hablais una de mis condiciones naturales, el descubrir, com comenta Álvaro Suso cuantas personas hay a mi alrededor que han perdido esa necesidad de aprender.
    Me cuesta, en ocasiones, entender que haya personas para las que la autocrítica (que no es más que una herramienta que nos acerca al autoconocimiento) sea algo lejano, que solo afecta a los demás, personas que no cuestionan su alrededor ni se autocuestionan a si mismas y por lo tanto no se permiten cambiar mientras este mundo líquido y complejo en el que vivimos evoluciona a un ritmo acelerado.
    Tal vez, pienso, ¿no será que yo ejerzo demasiado la autocrítica?, ¿no será que esta necesidad de aprender y esta curiosidad que me mueve a a buscar respuestas, a entender me sumerge en ocasiones en una duda contínu? ¿no será que el "solo se que no se nada" me puede llegar a paralizar? No lo se... creo que seré aprendiz toda mi vida (y si lo pienso bien, no me desagrada la idea)
    Encontrar los límites siempre es difícil, y encontrar respuestas también, por eso tus reflexiones son tan refrescantes, gracias porque siempre me ayudas a poner cierto orden en mi caos particular.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y gran comentario el tuyo, Rosario. Bien mirado, la autocrítica no goza del abono suficiente en nuestro sistema como para que crezca libre y orgullosa de sí misma. Incluso en pequeñas dosis suele ser interpretada como un signo de debilidad y de derrota. Reconocer abiertamente aspectos a mejorar puede denotar vulnerabilidad. El culto al éxito o la mera existencia del concepto de fracaso, muy relacionado con la vivencia del ridículo social, no es el mejor gimnasio en el que muscular la autocrítica. Nuestra cultura social y organizativa no ayuda y tiende a podar la “yema terminal” [la autocrítica] que hace posible el crecimiento

      Desde mi punto de vista, la autocrítica [como pasa con todo] debe darse a lo largo de toda la vida y sólo es excesiva cuando es lesiva y atenta contra la felicidad y autonomía de la persona. Mientras no sea así, no es más que la expresión natural de nuestro carácter orgánico y el disparador que nos permite evolucionar permanentemente sintonizando nuestros propósitos y anhelos con los modelos que se nos ofrecen a diario. Sin autocrítica no hay crecimiento y quizás esta es una de las razones por las que haya tanto bonsái, muy aparente, sí, pero bonsái al fin y al cabo.

      Una delicia tenerte por aquí, un abrazo!

      Eliminar
  8. Me pregunto hasta qué punto esa predisposición a la sana duda y a la autocrítica puede ser compatible con organizaciones y sociedades claramente competitivas como las nuestras. No únicamente se ha de demostrar infalibilidad, sino que la tolerancia al error es mínima. Un deseo de aprendizaje que nace del individuo necesita espacios de pruebas con resultados inciertos. Pienso en mi tránsito personal por el mundo de la cocina y en las dificultades para conocer tiempos de cocción, proporción de ingredientes y dosis de sazonamiento. Únicamente la opción no punitiva al error permite corregir, ajustar, experimentar, generar confianza, incorporar experiencias, y, por qué no, ensayar nuevas recetas y estilos.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Absolutamente de acuerdo con tu reflexión, Elena. Comentaba con Rosario este factor inhibidor, reflejo de nuestra cultura social y organizativa. Exorcizar el fracaso y poner en valor el error es la receta, no tan sólo para el aprendizaje, sino también para impulsar esas culturas innovadoras de las que tanto se habla últimamente.

      Muy bueno el ejemplo de la cocina…

      Gracias por el comentario, un abrazo fuerte!

      Eliminar
  9. Llego muy tarde, maestro. Disculpe. Me he entretenido en el patio que es mi vida en estas primeras semanas de clase ;)

    Yo voy al aula a aprender. Quiero hacerlo, claro, y cuento cada día con 113 maestros desde los 16 hasta los 46 años, este curso. No utilizan metodologías especiales, pero eso no impide que me enreden cada día en esa espiral tan rica que es, en sí, el aprendizaje.

    A veces pienso que es todo cuestión de miradas.
    El aprendiz miraba al maestro y yo les miro a ellos.
    Les miro intentando leer entre líneas, enfoco y desenfoco y me acerco y me alejo tratando de llegar a ver aquello latente que crea las diferentes resistencias que les mantiene alejados de la posibilidad de aprender. Como los icebergs, como yo, como todos, sólo muestran una pequeña parte de sí mismos y la más grande queda oculta bajo el agua. Es invisible. Pero lo invisible existe precisamente por eso, porque no se ve.

    Ahí es donde laten sus anhelos, esperanzas, ilusiones, sueños, ... y son de un material tan frágil que los protegen con capas más duras que la piel que cuesta atravesar hasta por uno mismo.
    Por eso les miro. Con la misma mirada que me dedico a mí misma, intentando crear un espacio en el que sientan que pueden quebrar esas capas y mirar hacia dentro de una forma limpia y honesta para encontrar los huecos que desean llenar, las heridas que quieren curar, las cosas que ansían cambiar, ...

    La identidad de cada uno, ese relato que nos hacemos a nosotros mismos, permite borrones y tachaduras y debería estar en continua transformación para ir dibujando cada vez mejor el garabato que somos ... pero, como dices, hay que escucharse cuando nos lo contamos y no siempre tiene un final feliz.
    El proceso de aprendizaje, tal y como yo lo entiendo, va desde la piel a las tripas y eso genera incomodidad y algo de susto, así que me entretengo mucho estos días en la creación de ese espacio porque sé que sólo ahí se puede activar ese modo de mirar ... y mirarse.

    Cuando ocurre es algo casi mágico y siempre me envuelve una de las pocas certezas que me acompañan: una vez incorporado, el deseo de aprender les coge de la mano en esa parte del camino que cada uno debe recorrer solo .

    Gracias, Manel, por crear con tus palabras este espacio protegido.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Siempre me ha mharavillado el enfoque con el que proyectas tu rol en el aula y la transacción tan rica que se establece entre tod@s l@s que compartís en ella.

      Hace un par de años publiqué , en este blog, un post en el que hablaba sobre la importancia del propósito y decía:

      “…una de las causas principales que determinan la efectividad de una acción de formación se halla en el propósito que tenga el docente.

      Si el propósito es mostrarse, ya sea divirtiendo, exhibiendo el conocimiento que se posee o manifestando su infalibilidad en responder a aquellas preguntas que le puedan ser planteadas, el resultado será el de concentrar en su propia persona toda la atención de los participantes, los cuales permanecerán admirados, divertidos o, en todos los casos, ajenos a sí mismos. Se conseguirá, como máximo, enseñar.

      En cambio, si lo que se persigue es que aprendan, es decir, que se vean reflejados y tomen consciencia de su necesidad de cambio, entonces el propósito del docente no puede ser otro que el de invisibilizarse al máximo y convertirse en espejo.”


      Pues eso, que de tu comentario, y de lo que hemos hablado tantas otras veces, no me cabe la menor duda de que tus aulas son verdaderos salones de espejos donde os reflejáis los unos a los otros estimulándoos a mejorar la imagen que cada cual devuelve a quien se mira en él.

      Contento de esta visita, Martha :) Un abrazo fuerte.

      Eliminar