martes, 29 de diciembre de 2015

El valor de la memoria en la gestión del conocimiento


El conocimiento de una ciudad no se basa en los datos sino en los relatos ya que, en una ciudad, caben muchas ciudades, tantas como las que son capaces de evocar aquellas personas que viven en ella. Ésta podría ser la síntesis que inspira “de Mudanza", un proyecto que busca rescatar y hacer emerger diferentes fragmentos de A Coruña, a partir de las vivencias de personas corrientes que han sido y siguen siendo testimonios de su evolución y, con cada una de esas porciones, construir un relato que pueda ser utilizado para comprender su presente e inspirar un futuro en el que apetezca habitar y seguir construyendo.

Un proyecto complejo, de pura gestión del conocimiento, que conlleva la observación detallada de la orografía geosocial de la ciudad, perforar en su superficie, bombear, extraer su memoria y componer con ella una narración que devuelva a la ciudad la consciencia de sí misma, conecte con su ciudadanía y haga vibrar, en cada cual, aquella cuerda interior en la que resuenan identidad, emoción, responsabilidad y compromiso en la construcción de un futuro que apetezca recordar.

Al frente de este proyecto están Iago González e Isabel Iglesias, dos profesionales a los que sigo y con los que tengo contacto desde hace tiempo y a los que tuve oportunidad de ver actuar sobre el terreno y disfrutar en toda su dimensión -humana y profesional- en Julio de este año. Pasear y mirar la ciudad a través de su óptica, fue adquirir inmediata consciencia de la vida que palpita en las múltiples historias atrapadas en su suelo, en sus parques, en sus árboles, en sus edificios y en sus calles.

Isabel y Iago llevan a cabo una consultoría social y de ciudad, que responde a oportunidades o necesidades que muchas veces no han adquirido una forma definida o que no encuentran una voz que las vehicule y las transforme en una demanda concreta.

Visibilizar esas oportunidades, darles recorrido y encontrar esa voz forma parte de su trabajo, un tipo de consultoría proactiva, generosa, arriesgada y valiente que requiere de mucha visión, capacidad de conectar realidades dispares, mucha información, metodología, arriesgar e invertir recursos en anticipar materiales o en crear prototipos, maestría artesana y de un entusiasmo contagioso y vivificante capaz de iluminar el proyecto en todas sus dimensiones y posibilidades.

Es esta una consultoría poco común, muy difícil de articular [por las capacidades y complicidad implicada] y muy necesaria que hace las veces de un desfibrilador para nuestros entornos sociales, restableciendo ritmos cardíacos perdidos y facilitando que el corazón vuelva a impulsar, con fuerza, “sentido” a lo largo de todas sus arterias.


A continuación sigue una pequeña muestra de lo que estoy explicando, un fragmento de esa memoria excavada en la ciudad y que forma parte del proyecto “de Mudanza”.

Se trata de una pieza fascinante, dura tan sólo 9’ y 42”. He visto alguna versión más corta elaborada para dar respuesta y capear la impaciencia con la que solemos afrontar los tiempos; pero a mí me gusta la pieza entera, esa que comparto aquí y doy fe de que no sólo quita sino que, al contrario, aporta y añade tiempo, del vivido, del interior, de aquel en el que reposan y cristalizan las mejores sensaciones y del que solemos escasear.

El vídeo presenta un relato personal, la evocación de una vida laboral, con su ambiente y sus valores, muy alejada en el tiempo pero en el que se reconocen hitos con los que poder comparar el momento actual. No hay sobrevaloraciones ni excesos emocionales pero sí que hay satisfacción íntima en el recuerdo y una revelación que se desprende, serena, del relato y que parece arrojar luz al propio presente.

Toda esta percepción se condensa y se agolpa en una voz pausada, sencilla, que apetece oír y que va trenzándose en torno a la construcción de la maqueta de un semáforo para trenes. Dedos, soldador y estaño hacen las veces de punto hipnótico sobre el que la voz va desarrollando su relato. El pasado y el presente se hallan perfectamente integrados en cada punto de la soldadura.

Para mí el conjunto hace evidente el tratamiento del tiempo, como valor, como actitud, como canal de conocimiento, como indicador de maestría y como recurso imprescindible a cualquier construcción. Desde los gestos serenos y precisos del protagonista mientras manipula sus herramientas hasta “aquellas horas que también le gustaban” visitando las obras de la Catedral de Santiago, hay todo un despliegue de curiosidad y el tiempo aparece como una oportunidad para ocuparse de manera ajena a cualquier finalidad utilitarista, esencialmente espiritual y profundamente humanista.

La ciudad no aparece en un primer plano ni tan sólo se ve, sino que es el telón de fondo en el que se desarrolla la historia, quizás las ciudades sean sólo eso, el lienzo de nuestra rutina, aquel en el que pintamos de colores los fragmentos de quienes recordamos o creemos haber sido. La ciudad como el reflejo de las vidas que en ella se viven a cada instante.





--
La fotografía que encabeza el artículo es mía.

La fotografía de A Coruña la he tomado de la web de “de Mudanza”.


jueves, 17 de diciembre de 2015

Planificar o no, no es la cuestión

De joven, mis padres me regalaron una máquina de escribir, una Olivetti portátil con su estuche a juego. “Para toda la vida”, me dijeron, con lo que añadí a aquel estuche un trapito para retirar los rastros de tinta que se acumulaban en los tipos de las letras y, a la larga, tiznaba la impresión afeando el texto.

Porque en aquel entonces, las cosas, muchas que hoy serían impensables, solían ser para toda la vida. El largo plazo tenía sentido en un mundo que avanzaba poco a poco y los objetos eran sustituidos por otros más sofisticados tan sólo cuando se estropeaban y no había posibilidad de arreglo. Se trataba de un mundo donde había un zapatero en cada barrio y todos sabíamos dónde se encontraba.

Sin lugar a dudas, eran otros tiempos, los contratos indefinidos tenían sentido y era de lo más normal trabajar toda una vida en una misma empresa porque éstas se pensaban para durar siempre. La estabilidad era un valor, la previsibilidad era alta, el grado de incertidumbre muy bajo y las organizaciones planificaban muy a largo plazo. Denominar estratégico a algo concebido para ser alcanzado a los 4 o 5 años era ridículo, las estrategias se planteaban como mínimo a 10 años vista o más. Las ambiciones requerían tiempo y había tiempo; empresas como Sony se hallaban a medio camino de una visión planteada a cincuenta años vista en la que se proponía ser la primera empresa japonesa en invadir el mercado norteamericano con sus componentes y ya, por aquel entonces, hasta los pianos que se compraban en EEUU eran en su mayoría japoneses. Las cosas se conseguían con dedicación, tesón y esfuerzo.

Actualmente todo esto que expongo aquí, es pasado y se antoja muy antiguo. El mundo ha dado un vuelco y todo, nuestros objetos, relaciones, conocimiento o ambiciones se han vuelto líquidas; casi nada goza del tiempo necesario para cristalizar en algo duradero; pocas cosas son para toda la vida, la obsolescencia es programada, el nivel de incertidumbre respecto al futuro más inmediato es muy alto y el pasado reciente adquiere tiznes de remoto con más rapidez. La caducidad, como tal, se ha instalado en nuestra cultura, tanto es así que definir el momento actual como “momento” se hace extraño, ya que no parece tener nada de coyuntural: el cambio ininterrumpido ha dejado de ser una reacción a los acontecimientos para pasar a ser un valor y un fin en sí mismo.

Para el management tradicional, este nuevo período instalado en el cambio constante ha sido devastador y en estos últimos años se han replanteado principios, conceptos y métodos largamente calcificados que se creían robustos y consolidados. El de la planificación ha sido uno de ellos.

Efectivamente, la dinámica de los escenarios actuales ha llevado a dudar del sentido de seguir hablando de estrategia y planificación estratégica en un momento insondable en el que cualquier futuro está capturado por la intensa dinámica del presente y en el que éste sucumbe constantemente a la urgencia más inmediata [Innerarity, 2009]. En este contexto no son pocos los que ven en la Planificación una herramienta totalmente desfasada en un momento en el que se requiere estar atento a multitud de variables que emergen inesperadamente de ese entorno cambiante, transformando cualquier escenario, estimulando nuevos deseos, obligando a reformularse continuamente los propósitos y el modo de conseguirlos. Y, seguramente, no les falta razón.


Pero este desfase quizás no deba atribuirse a la Planificación como herramienta sino al propósito con el que ha sido utilizada, verdadero responsable de los métodos a partir de los cuales normalmente se desarrolla.

La capacidad del ser humano para elaborar teorías y avanzar acontecimientos se halla en la base de la ansiedad que a éste le produce la incertidumbre y en la consecuente necesidad de determinar un futuro en el que seguir viéndose. Un aspecto que parece estar atávicamente relacionado con la supervivencia y que se ha transferido de manera natural a cualquier ámbito ya sea este personal, interpersonal o grupal.

Desde cómo satisfacer nuestras necesidades más inmediatas como, por ejemplo, comer, hasta dónde queremos estar o hacer en nuestro futuro más remoto, cada cual se puede encontrar en este continuum, en un punto o a todo su largo. En este sentido, hacer planes, puede considerarse algo totalmente natural y el hecho de que éstos sean a corto o a largo plazo, como un aspecto mucho más cultural o de coyuntura.

La clave está en que la Planificación, como casi todo en estos tiempos, también debe cambiar y si su propósito es el de reducir la incertidumbre entonces ha de amoldarse, en su diseño, a la alta mutabilidad de este entorno tan dinámico, aumentando los mecanismos de vigilancia y flexibilizando la rigurosidad con la que hasta ahora se ha investido a los objetivos.

No es natural que nosotros envejezcamos ante el espejo y nuestros planes [en el mismo espejo] sigan teniendo siempre la misma apariencia. Un plan debe de ser orgánico y madurar en todas sus facetas reflejando en su piel el paso del tiempo. No son los planes los que han de cambiar sino los mecanismos de seguimiento y control que determinan los criterios y el modo para transformarlos.


Pero el valor de un plan no estriba en sus objetivos. Hay que recordar que planificar no es otra cosa que establecer la ruta a seguir entre una situación actual y una posición deseada. Los objetivos son el Cómo pero no el Por Qué. Ningunear el propósito del plan, este futuro deseado para centrarlo todo en los objetivos, es una de las herencias más tóxicas que nos han legado los ”viejos tiempos”; ha sido el responsable de la poca atención que se le ha prestado a establecer una Meta que dote de sentido a lo que se hace, aquello a lo que tenía que responder el concepto de Visión y que, en la práctica, ha acabado siendo una bonita frase, generalmente vaga y de dudosa utilidad.

El poder motivador, tractor de este Futuro Deseado, es el aspecto más importante de la planificación y el más indicado en un momento en el que la incertidumbre y el componente arbitrario que conlleva puede ahogar a las personas en sus propios miedos si éstas no encuentran algo a lo que asirse y que dote de sentido a su actividad y a sus vidas. No es una idea nueva, Viktor Emil Frankl lo expuso de manera elocuente al reflexionar sobre el determinante principal por el que algunas personas, en la misma situación y al margen de sus condiciones físicas, sobrevivían a entornos tan inciertos como los de un campo de concentración. Vale la pena revisar esta documentación.

Otro gran cambio que ha de experimentar la planificación es, pues, invertir los términos y dedicarle atención y tiempo a elaborar una Modelo de Futuro que incorpore aquello en lo que nos queremos convertir HOY como organización, en el que además podamos identificarnos como las personas o los profesionales que queremos llegar a ser y que [eso es importante] lleve incorporado un mecanismo para su transformación, por si MAÑANA cambiamos de opinión y nuestro deseo se desplaza hacia otros motivos, hasta ese momento, insospechados.


sábado, 14 de noviembre de 2015

Antropomorfismo, conocimiento y cambio


I

Todos los órganos y sistemas de nuestro cuerpo son importantes para su supervivencia, cada uno en su función contribuye al conjunto en esa dinámica fabulosa que se concreta en una vida.

No obstante, coincidiremos en que, entre todos ellos, es el Sistema Nervioso el que dirige y gobierna todo el asunto, activándolo y relacionándolo con el entorno en el que se desenvuelve. Sí, el Sistema Nervioso es importante y en el caso de una vida humana no cabe duda de que es crucial para que ésta pueda desenvolverse mucho más allá de cualquier frontera compartida con cualquier otra vida animal que conozcamos.

Como ya se sabe, el Sistema Nervioso puede diferenciarse en Central y Periférico. El Sistema Nervioso Central comprende el encéfalo [el cerebro] y la médula espinal, que discurre a lo largo de nuestra columna vertebral. El Sistema Nervioso Periférico, en cambio, está formado por aquellas inervaciones que se extienden desde el Central hasta cada uno de nuestros órganos y miembros, abarcando cada milímetro de nuestra piel.

Llegados a este punto, vale la pena subrayar que el Sistema Nervioso Central es, por decirlo de algún modo, “ciego” ya que está encerrado en la oscuridad del cráneo y del canal que se abre entre nuestras vértebras a lo largo de la espina dorsal. Toda la información que recibe le viene dada por aquello que le comunica el Sistema Nervioso Periférico, el cual le transmite todo tipo de sensaciones a partir de la especialización que han adquirido la diversidad de células nerviosas que tenemos diseminadas por todo el cuerpo.

El sentido de que traiga todo esto aquí no es otro que el de cuestionar la preponderancia que, en la vida cotidiana, adquiere para nosotros el cerebro sobre todo el conjunto del Sistema Nervioso, una valoración que, sin pretender restarle importancia a este órgano, suele invisibilizar y no tener en cuenta el papel clave que juegan todas las vías nerviosas que le alimentan continuamente de la información necesaria para poder llevar a cabo hasta la más mínima de sus funciones.

Es cierto que un Sistema Nervioso sin Cerebro no nos permitiría aspirar a mucho más de lo que lleva a cabo el más primitivo de los organismos vivos, pero con un Cerebro sin Sistema Nervioso Periférico no se puede llegar ni a “ser” ya que hasta el mínimo de nuestros sueños no es más que el rastro errático de algo que hemos importado de la periferia. El cerebro, en su cráneo, desconectado, no sirve para nada.

Aun así, en nuestro imaginario, el cerebro enseñorea y capitaliza toda la importancia como si, por sí sólo, él fuera suficiente. Alerta, no digo que no sepamos que no es así, sino que lo obviamos hasta el punto de no ser conscientes de ello. Por decirlo con un ejemplo, creemos saber que estamos de pie o acostados sin necesidad de reconocer la implicación que en ello tiene el Sistema Vestibular, algo que por otra parte debe ser totalmente natural, ya que esta consciencia no afecta para nada a nuestra postura o a la capacidad para mantener el equilibrio. Pero es importante anotar que esa inconsciencia es, seguramente, una de las responsables del desconocimiento de estos órganos, de sus funciones y, en consecuencia, de la falta de atención y cuidado que le dedicamos, hasta que fallan.

II

El ser humano se ve a sí mismo como la medida de todo aquello que aspira a considerarse, en algún grado, inteligente. Aquellas creaciones con las que los seres humanos pretenden aumentar su influencia sobre su entorno conllevan, en mayor o menor grado, esa concepción antropocéntrica en su diseño.

Este aspecto no excluye la forma de organizarnos. A poco que nos fijemos, muchas de nuestras organizaciones obedecen, en su diseño, a esa concepción antropomorfa: hay una cabeza con un cerebro [la dirección] que sabe, piensa y decide y un resto del cuerpo que ejecuta lo que la cabeza resuelve.

En la práctica, esta concepción antropomorfa de la organización adolece de la misma falta de autoconsciencia y del consecuente sesgo en la interpretación de su funcionamiento que tenemos los humanos respecto a la complejidad de nuestro sistema nervioso, es decir, sobrevalora la independencia de la dirección en su funcionamiento, subordinando o invisibilizando la importancia que en ello tiene la información que le transmiten sus órganos y aquellos receptores que tienen contacto con el exterior, que suele ser el resto o gran parte de la estructura.


Dr. F.G. Benedict’s Latest Apparatus for Measuring Metabolism [1935]

Esto ha sido así desde la época industrial en la que, con voluntad de imprimir un carácter racional y pragmático al trabajo, se separó la cabeza de la mano [R. Sennet, 2008] y todo “saber” tenía valor en la medida en que se concretaba en un “hacer”. Al trabajador o trabajadora se le valoraba por lo que hacía, no por lo que sabía o pensaba, esto le correspondía y lo capitalizaba el "cerebro" de la organización, es decir, su dirección.

Al margen de que, en este momento de la lectura, sobrevuelen en nuestra cabeza imágenes en blanco y negro, con caras tiznadas y cadenas de montaje, esta concepción sigue siendo muy actual y reside, inalterable, en los pliegues de la cultura organizativa de muchas organizaciones, independientemente de aquello a lo que se dediquen.

Quizás alguien piense que los complejos balanced scorecard son el equivalente de esas inervaciones periféricas a las que me refería al principio del artículo pero, con todas las virtudes que conllevan, los cuadros de indicadores no dejan de ser una herramienta industrial para monitorizar rendimientos. No nos engañemos, desde la concepción antropomorfa de la organización, la dirección se siente y comporta como “cerebro” y el resto es algo distinto: funcional como los órganos o instrumental como las manos y los pies.

III

Vivimos tiempos agitados y de cambio continuo donde la adaptación ha de ser la constante y la innovación uno de sus principales mecanismos.

Se afirma constantemente que las organizaciones son cada vez más conscientes de la exigencia de sacar el máximo partido al conocimiento adquirido por la totalidad de su estructura y de la necesidad de volver a relacionar las manos de la persona con su cerebro, a los trabajadores entre sí y, de ese modo, conectar talentos, crear redes de conocimiento que enriquezcan la toma de decisiones y dotar a la organización de la agilidad que requieren los retos cambiantes que plantea el entorno.

Ante la limitación de la concepción antropomorfa para dar respuesta a esa necesidad se contrapone una concepción neural de la organización, inspirada en las redes cerebrales, en el que las personas equivalen a las neuronas y sus encuentros con otras personas a las conexiones nerviosas, donde cada estrato organizativo intercambia información y tiene una capacidad de decisión proporcional al impacto de ésta sobre el total de la organización.

John F. Vachon “Playground scene at Irwinville school” May 1938.

Pero transitar de una organización cuerpo a una organización red no es sencillo, siglos de concepción antropomorfa han dejado un lastre muy pesado que no conviene ignorar.

La concepción antropomorfa conlleva que, más o menos conscientemente, se haya identificado a las personas a partir del lugar que les corresponde en esta estructura somática. Consecuentemente, el grado de importancia, la relevancia y el reconocimiento que se le puede suponer a cualquier persona coincidirá con la importancia y relevancia que tiene el mismo lugar en su propio cuerpo. Hablando claro, ser parte del cerebro en la organización no es lo mismo y le hace a uno sentirse muy distinto [para consigo mismo y para con los demás] que ser considerado un pie. Es evidente que el sentimiento de propiedad, de responsabilidad y de compromiso de las personas sobre cualquier sueño o reto organizativo es muy distinto en un caso y en el otro. Algo, por cierto, muy útil y una de las claves para entender las fluctuaciones de la implicación y del interés, respecto a las grandes cuestiones de la organización, a medida que se desciende por los escalones de su estructura.

Los factores metodológicos que determinan el cambio de un modelo antropomórfico de la organización a uno neural son ya por todos conocidos y consisten en lo que algunos definen como wikificación de la organización [N.J. Foss, P. G. Klein, 2015]. Un concepto que, en el ámbito organizativo, hace referencia a buscar una estructura laxa donde el empoderamiento, las interacciones de igual a igual y la atención al desarrollo permanente de las personas se constituyan en sus rasgos principales.

Pero el ingrediente fundamental de la receta es la consciencia del modelo del que se parte y que el ejercicio de humildad que supone el reconocimiento de la contribución de cada uno en el conjunto se explicite claramente en una búsqueda del equilibrio perdido entre el rol que se lleva a cabo y los beneficios que se obtienen. Esa es una de las claves del cambio y, no pocas veces, donde radica una de sus mayores dificultades.