viernes, 23 de agosto de 2024

Distorsiones, simplificaciones y mitos sobre el cerebro

La creciente relevancia de las neurociencias en la actualidad tiene sus raíces en la década de 1990, conocida como la "Década del Cerebro" debido al esfuerzo internacional para profundizar en el conocimiento del cerebro humano y mejorar el tratamiento de las enfermedades neurológicas. Desde entonces, se han publicado multitud de ensayos y documentos dirigidos tanto al público especializado como a personas interesadas que no tienen formación específica en este campo.

Este trabajo de divulgación ha dado lugar a que, hoy en día, el lenguaje neurológico y las teorías sobre el funcionamiento cerebral se hayan vuelto familiares y se empleen de manera habitual para explicar la vida mental y el comportamiento humano. Además, el prefijo "neuro" ha sustituido al anterior "bio" y se utiliza alegremente para definir o ampliar ámbitos de conocimiento como la neuroética, la neuroeducación o el neuromarketing, por citar algunos.

Sin embargo, la expansión de este conocimiento también ha ido de la mano y se ha visto afectada por fenómenos contemporáneos como la simplificación excesiva, la fabulación y la pseudociencia. La falta de rigor en la interpretación de trabajos científicos, la generalización, la psicología superficial y la presentación de prácticas como si fueran científicas, pero sin el suficiente respaldo metodológico, también forman parte activa de ese caudal de neuroconocimiento que impregna nuestra vida cotidiana y profesional.

La falta de profundización, el desconocimiento, la inercia, perseverar en afirmaciones populares y la adaptación fantasiosa de la dinámica cerebral para validar y dar cierto aire de cientifismo a algunos discursos y modelos profesionales populares, son responsables de fijar conceptos erróneos que, en algunos casos, se erigen como dogmas que disuaden de seguir indagando y actualizarse respecto a qué es el cerebro y cómo contribuye a nuestra vida mental y social. Veamos algunos de ellos.

HEMISFERIO DERECHO Y HEMISFERIO IZQUIERDO

La creencia de que los hemisferios cerebrales están estrictamente divididos en uno lógico (el izquierdo) y otro creativo (el derecho) es un mito popular que simplifica en exceso el conocimiento neurocientífico hasta llegar a distorsionarlo. Este concepto se remonta a una interpretación errónea de los estudios realizados en los años 60 con pacientes epilépticos a quienes se les había practicado una sección del cuerpo calloso para impedir la propagación de las convulsiones entre hemisferios. En esos experimentos, dirigidos por profesionales como Roger Sperry o Michael Gazzaniga, se observó que ciertas funciones cognitivas están lateralizadas, es decir, que tienden a concentrarse más en un hemisferio que en otro. Por ejemplo, en la mayoría de las personas, el hemisferio izquierdo está más involucrado en el lenguaje, mientras que el derecho suele asociarse con la percepción espacial y el reconocimiento de patrones.

Sin embargo, como señalaron estos autores, en tareas complejas se requiere la cooperación de ambos hemisferios. No existe un hemisferio "que habla" y otro "mudo"; el hemisferio derecho también desempeña un papel clave en la interpretación de la entonación y el contexto emocional del discurso. La cooperación es tal que, tras un traumatismo que afecta a una región específica de un hemisferio, la plasticidad cerebral permite que el área homóloga del otro hemisferio intente compensar la función perdida.

Sucede lo mismo con la clásica afirmación de un hemisferio lógico y otro creativo. Ambos hemisferios participan en todo tipo de procesos de manera integrada y no tan compartimentada como suele describirse en cierta literatura. La creatividad, por ejemplo, requiere tanto de la generación de ideas novedosas, asociada al hemisferio derecho, como la capacidad de evaluarlas y organizarlas, donde el hemisferio izquierdo juega un papel clave.

CEREBRO RACIONAL Y CEREBRO EMOCIONAL

La afirmación de que tenemos un "cerebro racional" y otro "emocional" proviene principalmente de Paul MacLean en los años 70, quien dividió el cerebro en tres partes superpuestas: el reptiliano relacionado con los instintos básicos, el sistema límbico o diencéfalo responsable de las emociones y el neocórtex asociado con el razonamiento. Sin embargo, esta división simplifica en exceso la complejidad de los procesos cerebrales y ha sido cuestionada por la neurociencia moderna.

En realidad, el cerebro no funciona de forma tan compartimentada. Las diferentes áreas y estructuras cerebrales están interconectadas incidiendo íntimamente las unas en las otras. Tal y como demostraron las investigaciones de Kahneman, las emociones influyen en nuestras decisiones racionales y nuestras decisiones afectan a nuestras emociones. Nuestra vida cognitiva está sembrada de sesgos, olvidos y recuerdos selectivos, así como de desvíos sistemáticos de pensamiento que intervienen de manera determinante en nuestra toma de decisiones y ponen de manifiesto la íntima interrelación entre razón y emoción. De hecho, este fenómeno es uno más de los disparadores de la controversia neuroética sobre la existencia del libre albedrío.

Antonio Damasio también ha desmentido esta dicotomía entre razón y emoción. En su obra "El error de Descartes", Damasio argumenta que nuestras decisiones racionales están profundamente influenciadas por procesos emocionales a través de lo que él llama "marcadores somáticos". En lugar de centrarnos en la clásica distinción entre cerebro racional y cerebro emocional, es más preciso hablar de la interacción entre las zonas anterior y posterior del cerebro. El lóbulo frontal, situado en la región anterior, se vincula con las funciones ejecutivas que permiten la adaptación al medio y la resolución de problemas, integrando diversas informaciones antes de tomar decisiones. Este lóbulo actúa como un dique que da una segunda oportunidad conteniendo el proceso de toma de decisiones y permitiendo considerar alternativas antes de actuar.

Más que un predominio de la razón sobre la emoción, debiéramos referirnos pues, a la capacidad de contención y espera que se ha desarrollado y que se posee para alinear nuestras decisiones con nuestros intereses y no solo con los impulsos del momento. Esta es, a mi entender, la gran lección que nos da tanto Damasio como Kahneman.

ACTIVIDAD CEREBRAL, MENTE Y CONSCIENCIA

A menudo se habla de actividad cerebral, mente o consciencia como si fueran sinónimos cuando, en realidad, son conceptos relacionados pero que conviene diferenciar.

La actividad cerebral abarca los procesos físicos que ocurren en el cerebro: la relación entre las neuronas y la interacción entre diferentes áreas cerebrales. Esta actividad es la base fisiológica de nuestras funciones mentales y puede medirse.

La mente se refiere a la interpretación, el procesamiento y la organización de la información a través de funciones cognitivas como el pensamiento, la memoria, las emociones y la percepción. La mente no se limita a lo meramente fisiológico, sino que conforma nuestra experiencia subjetiva. Utilizando una metáfora muy gráfica, el conjunto de señales, vehículos, individuos, vías y situaciones personales en movimiento serían el equivalente a la actividad cerebral de una población. El tráfico sería la mente, es decir, la consecuencia de todo lo anterior en interacción constante.

Finalmente, la consciencia es la percepción que tenemos de nosotros mismos en nuestro entorno. Es el estado en el que nos damos cuenta de lo que pensamos, sentimos y experimentamos. No todas las funciones mentales son conscientes. Existen procesos inconscientes que determinan en gran medida nuestras decisiones y comportamientos. Este tema ha sido también explorado por Antonio Damasio, quien en sus investigaciones sobre el "yo" y la consciencia argumenta que estas experiencias surgen de la interacción compleja entre diferentes niveles de actividad cerebral, tanto conscientes como inconscientes.

Hace más de 30 años que la palabra "Alzheimer" dejó de ser un término restringido al ámbito clínico para convertirse en la forma común con la que la mayoría de las personas denominan cualquier estado de demencia. La popularización de las neurociencias ha permitido que el conocimiento sobre la dinámica del cerebro llegue a un público más amplio, pero no ha logrado escapar de la tendencia a la simplificación y generalización, lo que genera malentendidos y contribuye a propagar una versión distorsionada de la realidad científica.

Comprender la complejidad del cerebro y su influencia en la mente y la conducta requiere un enfoque riguroso, actualizado y crítico que respete la riqueza de las investigaciones contemporáneas, al tiempo que desafíe las nociones simplificadas que aún persisten en nuestra cultura. Solo así podemos aspirar a una comprensión auténtica de lo que significa ser humano. Este debería ser el objetivo para quienes, desde distintos ámbitos como la psicoterapia, el coaching o la consultoría, están profesionalmente vinculados a la neurociencia.

Esto es lo que aprendí hace muchos años de Carmen Arasanz Latorre, pionera de la neuropsicología en nuestro país, mi mentora y amiga, que ha fallecido recientemente y a la que dedico este artículo con todo mi cariño y agradecimiento.

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Foto de Amel Uzunovic

viernes, 9 de agosto de 2024

Exocerebro

 


Una de las hipótesis principales con las que enfoco mis intervenciones – y mi vida en general – es que, como seres, formamos parte de un mismo ente. La metáfora que suelo utilizar es que las personas somos a la Humanidad lo que las neuronas al cerebro: unidades que encajamos en un tejido social interrelacionado donde cada uno de nosotros recibe y aporta al conjunto. Así como las neuronas contribuyen a la construcción de una consciencia y a nuestras decisiones como individuos, la conexión entre cada persona en este tejido social contribuye a una cultura compartida a lo largo del tiempo, que determina y condiciona nuestra cognición y nos trasciende.

En realidad, en mi hipótesis no estamos tan solo conectados entre los humanos, sino que esta conexión alcanzaría a cualquier entidad o partícula que, utilizando la terminología cuántica de John Henry Schwarz, vibre en el Universo. Pero, por el momento voy a limitarme a la conexión entre humanos para poner foco en lo importante del conjunto en la vida mental de cada individuo.

Esta hipótesis sobre la interrelación y la importancia de lo colectivo está presente en la narrativa contemporánea, pero paradójicamente choca con la mentalidad pragmática, individualista y competitiva que sustenta el actual sistema de estratificación social, producción y consumo. Un enfoque que pone al individuo en el centro, atribuyendo los logros al líder en lugar de reconocer al equipo en su conjunto [incluido el líder, por supuesto]. Este modelo, predominante en muchas de nuestras organizaciones, está promoviendo a líderes autoproclamados, pequeños reyezuelos, que creen que la inteligencia es directamente proporcional al poder que poseen, y que ésta justifica el que puedan imponer su visión privilegiada. Un modelo que ve la humildad como una palabra bonita, una virtud secundaria, casi ingenua, que solo puede permitirse quien ya ha alcanzado el éxito. ¿Realmente podemos prosperar como personas sin la red de conexiones que nos sostiene? ¿Qué tipo de toxina estamos liberando al priorizar el individualismo y el estrellato sobre la colaboración?

Este punto de vista está obsoleto y mantenerlo es una falacia. Ni para la especie, ni para nada que no sean los intereses de algunos pocos, tiene algún sentido este afán neoliberal individualista y competitivo, de superponernos u obviarnos los unos a los otros. Los seres humanos estamos interconectados indefectiblemente y esta conexión, lejos de ser superficial, constituye la esencia de nuestra existencia y la base de nuestra cultura compartida. Ello explica fenómenos muy concretos como el hecho de que el aislamiento sea un mecanismo de tortura o que la soledad absoluta conduzca a la enajenación mental si dura muchos años.

Afirmar, como he hecho al principio, que esta hipótesis es mía, sería entrar en colisión con el núcleo de la misma idea que estoy exponiendo. Las aportaciones de varios pensadores y pensadoras inspiran o refuerzan esta visión que subraya la importancia de lo colectivo en la actividad mental y en la formación de la consciencia.

Ana Carrasco, en su reciente ensayo sobre el impacto de la muerte en la colectividad, plantea que "somos nuestros vivos y nuestros muertos, somos lo que incorporamos del otro". Esta idea sugiere que nuestra identidad y existencia no son entidades aisladas, sino que se construyen a través de nuestras relaciones y conexiones con los demás. La muerte del otro no es simplemente una pérdida individual, sino un evento que transforma a la comunidad entera, revelando la profundidad de nuestra interdependencia.

Almudena Hernando refuerza esta visión. Según Hernando, concebirnos al margen de la comunidad es una fantasía, ya que dependemos de ella para todo lo que necesitamos. Esta perspectiva destaca que nuestra percepción de ser individuos autónomos es ilusoria; en realidad, nuestra identidad y bienestar están inextricablemente ligados a la red social en la que estamos inmersos y que muchas veces nos esforzamos en invisibilizar.

Steven Johnson, en su obra " Las buenas ideas: Una historia natural de la innovación", argumenta que la innovación y la creatividad emergen más fácilmente en entornos abiertos y colaborativos que en contextos aislados. Johnson sugiere que los entornos colectivos son fundamentales para el desarrollo de ideas, ya que facilitan la interacción y la diversidad de pensamientos. Esto respalda la idea de que nuestra capacidad para pensar, crear y evolucionar no es un proceso solitario, sino que se nutre de la colaboración y la interconexión con otros.

El antropólogo Roger Bartra, señala que la influencia de la cultura en la que estamos inmersos, en nuestra cognición y consciencia visibiliza esta interrelación. Para él, la cultura no es solo un entramado externo al cerebro, sino una extensión indispensable del mismo. Bartra sugiere que nuestra evolución, desarrollo y cotidianeidad como seres humanos dependen de un "exocerebro" cultural que alimenta nuestra cognición y moldea nuestra consciencia. En otras palabras, lo que nos hace humanos no se limita a nuestro cerebro físico, sino que incluye los símbolos, el lenguaje y las expresiones culturales que compartimos con otros.

En la misma línea, Robert A. Wilson plantea que la consciencia es un proceso extendido, sostenido por un andamiaje ambiental y cultural externo. Según Wilson, nuestra mente y consciencia no son fenómenos privados confinados dentro de nuestras cabezas, sino que están "empotrados" en un medio ambiente que las sostiene y define. Como en Bartra, esta visión desafía la concepción tradicional de la mente como una entidad aislada, proponiendo en cambio que nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos está inextricablemente ligada al entorno cultural en el que existimos.

También sostiene que la comunicación no es solo un medio para expresar pensamientos preexistentes, sino un proceso fundamental para la formación de nuestras ideas y consciencia. Si no comunicáramos nuestros pensamientos, no podríamos comprender plenamente lo que pensamos. Como seres humanos, no somos entidades aisladas; somos seres hablantes que construimos nuestra identidad y nuestra consciencia a través de la interacción constante con los demás.

Comprender e integrar esta interdependencia es clave para tomar clara consciencia del lugar que ocupamos y ser coherentes con el conjunto de la sociedad o del colectivo con el que interaccionamos y con nuestras propias vidas. Cada vez que hablamos con alguien, ya sea en una conversación cotidiana, en el marco de un diálogo profesional, una negociación, exponiendo nuestro punto de vista en una reunión o escribiendo un artículo o un libro dirigido a un público imaginario, activamos una dinámica cognitiva que trasciende nuestra individualidad. Esta dinámica integra elementos exocerebrales, como la cultura en la que estamos inmersos y que se actualiza constantemente, así como las personas con las que interactuamos, quienes, a través de su escucha y sus aportaciones, contribuyen activamente a la creación de nuestro propio discurso.

Reconocer y aceptar esta interdependencia es fundamental para construir comunidad y fomentar un sentido de pertenencia genuino. Ahí hay una clave para avanzar hacia un futuro en el que el bienestar individual esté en armonía con el colectivo, donde la colaboración y la empatía se valoren tanto como el logro personal, y donde el conocimiento sea un patrimonio compartido.


jueves, 11 de julio de 2024

Aceptación


Cuando una circunstancia se entromete en el curso deseado de las cosas, solemos decir que tenemos un problema. Un problema, en sí mismo, no posee una entidad propia. En el mundo natural, las cosas suceden porque hay algo que las genera sin necesidad de tener sentido alguno; nada de lo que acontece -ni las causas ni sus consecuencias- existe para que alguien pueda entenderlo. Los problemas son creaciones humanas, producto de una contradicción entre lo que sucede y lo que deseamos que suceda.

Nuestra falta de tolerancia a la incertidumbre, la necesidad de control sobre lo que nos rodea y, en definitiva, la exigencia de que el mundo gire a nuestra conveniencia, nos lleva a buscar continuamente soluciones a nuestros problemas. Un problema deja de serlo cuando ya no nos afecta, cuando está bajo control, cuando no nos genera ninguna contrariedad.

En el mundo de los problemas, los hay de todos los tamaños, desde los que ocasionan pequeñas molestias hasta los que pueden amenazar aspectos clave de nuestra vida, cuando no la vida misma. Pero todos los problemas, sean grandes o pequeños, superficiales o profundos, lo son porque se interponen en el devenir deseado de los acontecimientos y nos crean una necesidad que debemos resolver. En realidad, el problema no está en la cosa; lo que hace de algo un problema es la no aceptación de lo que está sucediendo y el deseo de que sea de otra manera.

La forma de abordar un problema es comprendiendo su estructura, ya que en los pliegues de su orografía suelen estar las claves para su solución. Esta comprensión debe abarcar tanto lo que sucede en el plano externo como las emociones que nos genera, ya que estas son las que suelen determinar, en realidad, la gravedad del problema. Un problema es más o menos grave dependiendo de la ansiedad que genera.

Cuando la persona desiste de resolver este conflicto y consiente en convivir con él, hablamos de resignación. Resignarse es claudicar. Es una rendición pasiva ante las circunstancias. Aceptar, en cambio, es comprender que, aunque no siempre podamos controlar estas circunstancias, sí podemos controlar nuestra respuesta a ellas. Así, la aceptación se convierte en una herramienta poderosa para desactivar o relativizar un problema, abriéndonos a abordarlo desde un estado de calma y claridad mental.

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Imagen de zhugher en Pixabay

viernes, 14 de junio de 2024

Dime cómo eres y te diré lo que hay


A menudo, los equipos o las organizaciones explican su forma de hacer y de funcionar a partir de sistemas, metodologías, procesos o estilos de dirección. Suelen acudir menos a presuntos valores organizativos y, por lo general, se escudan más en aspectos menos glamurosos y más cotidianos como la urgencia inherente a sus actuaciones o a la cantidad imposible de trabajo en la que suelen estar sepultados, que se utiliza para justificar los sistemas, metodologías y estilos de dirección mencionados al principio.

Qué duda cabe que todos estos factores, y otros, inciden en la forma en que se desenvuelven los equipos. Ahora bien, no son, ni de lejos, el factor principal. Creo que era Manfred Kets de Vries, allá por el año 84, quien no entendía por qué la psiquiatría se había quedado en la antesala de los modelos de dirección y no había penetrado en la comprensión de los modus operandi de las organizaciones.

Porque, veamos, si ahí arriba hay alguien con una personalidad paranoide, es decir, que ve miradas torcidas en los lugares más recónditos y se protege, de oficio, de cualquier amenaza contra su persona, no esperes encontrar en esta organización confianza ni libertad en las actuaciones. La personalidad de quien esté al mando impregnará la cultura del equipo, influirá en qué pensar sobre lo que sucede y en cómo actuar.

Si, por el contrario, coincides con una personalidad estable, alguien conocedor del equilibrio inherente a la diversidad humana y de la posibilidad e inevitabilidad del error en cualquier actuación, convencido del potencial intelectual y emocional que despiertan el bienestar, el respeto y la confianza, seguro que ves más posibilidades de hacer cosas nuevas o de simplemente ser tú mismo en el conjunto.

O puede ser que al mando tengas una personalidad obsesiva, es decir, una de esas personas que necesitan estar al corriente de todo como único antídoto para el miedo y la ansiedad que les produce la posibilidad de perder el control. Que han de conocer y revisar cada detalle, de lo más elevado a lo más concreto, para asegurarse de que nada se pierde, de que nadie se equivoca, que todo está bajo el único control en el que confían: el de su mirada. En una organización o en un equipo donde la dirección dependa de alguien así, es difícil que exista un atisbo de gestión del riesgo, que se innove, que se deleguen tareas, que se empodere a las personas o que se considere la autogestión como algo posible. Incluso, es probable que el trabajo híbrido se viva como una cruz que arranca a las personas de allá donde se las puede ver y controlar.

La personalidad de los cargos con responsabilidades directivas, con sus gustos, necesidades o ansiedades y las creencias que conforman su sistema comprensivo de lo que les rodea, impacta de manera formidable en la cultura de la organización o del equipo, determinando qué se puede o no se puede hacer, lo que está bien o mal, lo que es normal o anormal, lo que es serio o poco profesional. La manera de ser de estas personas incide directamente en las posibilidades de los equipos, en cómo las personas viven su trabajo y, en consecuencia, en el compromiso, la salud y la productividad.

Este tema parece tener algo de inevitable, pero es lo suficientemente importante como para que se aborde de una manera más efectiva que supeditándolo al efecto mágico y transformador de un curso selectivo o a la realización de un máster o entrenamiento en liderazgo. Hay que recordar que se forma o se entrena a alguien y que ese alguien es un combinado singular de rasgos de personalidad que filtran, aprovechan, interpretan, convierten y adaptan cualquier input a sus filias y fobias.

Es clave que las organizaciones adopten un enfoque más holístico en sus procesos de selección y formación, integrando, como ya hacen algunas, evaluaciones psicológicas que incluyan la valoración del coeficiente emocional y del sentido del humor, para identificar a aquellos líderes que no solo posean ambición, determinación o las habilidades técnicas necesarias, sino también la capacidad de inspirar y gestionar eficazmente a sus equipos. Solo así es posible contribuir a una cultura organizativa robusta y resiliente, a la altura de los retos que hay que afrontar.

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Foto de Polina Tankilevitch en Pexels

viernes, 31 de mayo de 2024

Mejorar la comunicación es transformador



“Mejorar la comunicación es transformador, tanto para mí como para mi entorno”, este es el comentario que, a modo de feedback, realizó alguien con quien estoy trabajando diseño comunicativo en situaciones, interpersonales, peculiares.

Definir el marco comunicativo para conseguir o conservar una calidad de relación determinada, decidiendo aspectos como: qué se quiere transmitir, qué se pretende obtener, qué sensaciones se han de generar, qué palabras, expresiones, qué campos semánticos estimular o evitar, cómo estructurar la oración, cuando callar, etc., es un ejercicio brutal de previsión empática, consciencia y autogobierno que nunca te dejan igual. 

Orientar el foco a cómo comunicas arroja luz a tus relaciones, al impacto que causas, a los resortes que condicionan la transacción con aquellas personas con las que tratas o con las que estás. Ser consciente del por qué y del cómo te comunicas relativiza los lazos que estableces, da perspectiva y aporta capacidad de decisión. En definitiva, coger el timón de la comunicación, es un ejercicio de empoderamiento extraordinario. 

El cambio en la relación que conlleva la atención y cuidado de la comunicación genera, también, cambios en la otra persona, no sólo en su relación contigo sino en las posibilidades que se le abren, en su propio entorno, a partir de una experiencia comunicativa singular que le permite recibir y la estimula a aportar de manera distinta. 

Mejorar la comunicación es transformador y también agotador. Supone un esfuerzo considerable, un trabajo de contención, una pausa para reflexionar, identificar los diferentes propósitos que se mezclan y confunden en la comunicación habitual, separar el grano de la paja y el mensaje principal de las toxinas emocionales que impregnan las relaciones. Es un detenerse, rehacer y aprender de nuevo a relacionarse.

 

Por otro lado, el esfuerzo invertido en mejorar nuestra comunicación se traduce en relaciones más auténticas y significativas, además del bienestar personal que aporta el efecto balsámico y sanador de una comunicación cuidada. Quizás sea sólo esto lo que determine que este trabajo valga cada momento dedicado a ello.

 

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Foto de Ivan Dostál en Unsplash

lunes, 20 de mayo de 2024

El liderazgo invisible


Probablemente, la dificultad para impulsar liderazgos efectivos reside en la propia palabra “liderar”. Es difícil evitar que este término evoque imágenes relacionadas con personas visionarias, carismáticas, con un atractivo magnético y con una clara capacidad de poner ilusión donde antes había desesperanza, desilusión o nada.

Aunque un sinfín de artículos, libros, oradores y docentes se esmeren en acotar este término y en convertirlo en algo accesible a cualquiera que decida seguir un camino determinado, lo cierto es que sigue existiendo un marco mental rígido que relaciona al líder con alguien poseedor de unas cualidades excepcionales y diferentes del resto. Cualidades como la iniciativa, la innovación, la capacidad de compromiso, la clarividencia estratégica, la infalibilidad, la omnisciencia en su ámbito y la habilidad para manejar los resortes psicológicos de las personas más resistentes asocian, en el inconsciente colectivo, al líder con un héroe. De ahí surge la dificultad para que algunas personas se vean a sí mismas como líderes de sus equipos, y también la arrogancia de otras que, con o sin equipos, se creen líderes natos dotados de estas capacidades de forma natural.

El enfoque actual de algunas organizaciones de detectar y desarrollar líderes mediante formaciones exclusivas, accesibles solo superando filtros selectivos que identifican a los “mejores”, contribuye poderosamente a esta idea elitista del liderazgo.

Asimilar el liderazgo con la marca personal y con todo lo que conlleva de individualismo, personalismo y competitividad es un error. Poner foco y arrojar luz sobre la figura de quien tiene el rol de líder es dejar en la sombra al verdadero protagonista de la acción: el equipo y cada una de las personas que lo conforman. Si el líder existe es porque son necesarias las personas para el logro de los objetivos. Sin músicos, la batuta no tiene sentido.

El gran reto del liderazgo es definir y hacer atractivo un propósito hasta el punto de que cada miembro del equipo lo adopte y lo integre con sus propios objetivos. La clave está en iluminar las potencialidades de cada persona y en que cada cual identifique su propio lugar en la red para poder desarrollarlas. No se trata de admirar las actuaciones carismáticas de quien dirige, ni de seguir apasionada y ciegamente al flautista. El verdadero liderazgo logra que cada persona se convierta en la fuente de su propia motivación.

El liderazgo efectivo y duradero, el que desarrolla y genera equipos maduros, ha de ser invisible para diluirse en el equipo y ceder todo el protagonismo al verdadero actor de la acción.

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La imagen es de Piqsels

sábado, 4 de mayo de 2024

Piénsalo antes de decirlo


La relación es comunicación y la calidad de la comunicación suele ser determinante para la relación. Esto es importante: cuando te comuniques con alguien, piensa en cómo quieres relacionarte con esta persona, con que sensaciones quieres que te asocie. De ello dependerá lo que piense de ti, que te atienda, te tome en serio y sea receptiva a tu mensaje. También determinara el tipo de relación que tengas en el futuro y puede que, incluso, el futuro de esta relación. 

Este aspecto es fundamental en los entornos organizativos y vale tanto para la comunicación oral como para la escrita, ya sea esta un mail o un WhatsApp. Es más, puede que en este último caso sea más importante que prestes toda la atención, ya que serán sólo tus palabras las que hablarán de ti.

Antes de enviar este mail o este WhatsApp, detente un momento, lee tu mensaje, piensa en el impacto de lo que vas a decir. Para ello, puede que te sean útiles estas orientaciones:

EVITA DAR DEMASIADAS EXPLICACIONES:

Esto no significa que digas poco o que utilices un lenguaje telegráfico. Tan sólo quiere decir que no te vayas por las ramas, que cuides de no repetir la misma idea infinidad de veces, que no te entretengas en tus circunstancias, que te plantees si tienen el interés suficiente y justifican el espacio y tiempo que pretendes darles en esta comunicación. Que no canses ni des la impresión de ser una persona dispersa. Cuando esto ocurre por escrito te arriesgas a aburrir. Pero si sucede en el cara a cara, ya sabe que, llegado un momento, la persona desconecta y te observa más que te atiende. Es entonces cuando más te expones a un juicio de valor sobre tu personalidad.

NO TE APOYES EN EXCUSAS:

Existen diversidad de motivaciones por las que una persona tiene necesidad de justificarse. Las excusas a las que me refiero aquí son aquellas que suelen buscar que la otra persona empatice contigo y acepte una determinada situación sobrevenida: una cita a la que no puedes acudir, una fecha que has de cambiar, un trabajo que no vas a entregar en un plazo acordado, etc. 

Es importante considerar cómo comunicamos nuestras limitaciones o decisiones a los demás. Si bien dar excusas puede ser útil en ciertos casos para explicar nuestras acciones, es fundamental mantener la responsabilidad y buscar alternativas para abordarlas situaciones de manera constructiva. En lugar de enfocarse únicamente en dar excusas, es importante comunicarse de manera asertiva, mostrando empatía y buscando soluciones que beneficien a ambas partes en la relación.

NO RIÑAS

Existen personas que aprovechan cualquier oportunidad para corregir, amonestar, señalar errores o recordar a otros con un “ya te lo dije”. Aunque estas acciones suelen justificarse como un deseo altruista de enseñar, aconsejar o ayudar, en realidad, suelen estar motivadas por la necesidad personal de obtener reconocimiento a través de una relación de superioridad moral, profesional o técnica. Este tipo de micro reprimendas rara vez aportan valor alguno; más bien, generan incomodidad y lo que consiguen es infantilizar la relación.

AGRADECE

Agradecer es un indicador de humildad y consciencia de nuestras propias limitaciones, así como de reconocimiento hacia la contribución del otro a nuestras carencias. El agradecimiento, cuando se expresa de manera sincera y auténtica, sin ser excesivo ni superficial, realza el valor de la relación y la fortalece. Manifestar gratitud genera bienestar mutuo y contribuye positivamente a la conexión emocional entre las partes, fortaleciendo el vínculo. Sin embargo, es importante evitar exagerar en las expresiones de gratitud, ya que un exceso puede percibirse como artificial y distanciador, generando una disonancia entre el agradecimiento y su contexto, lo cual puede dar la impresión de falsedad.

EMPATIZA

Reconocer, valorar y validar aquello que puede estar determinando el estado de la otra persona, es reparador, genera confianza, favorece la predisposición y fortalece la relación. Un “entiendo lo que dices”, “reconozco esta situación” o “creo saber por lo que estas pasando” denota comprensión y confiere dignidad.

DEMUESTRA RESPETO

No emitas juicios o valoraciones sobre las aportaciones de la otra persona. Presta especial atención a dejar claro que respetas los motivos o razones que tenga para pensar, opinar o actuar de una manera que puede diferir de la tuya. En vez de juzgar, expón tu punto de vista sobre el tema y señala los puntos de contacto y donde ves las necesidades de acercamiento o de unificar criterios entre ambas perspectivas. 

 

Ten siempre en cuenta que tus palabras y acciones tienen un impacto duradero en los demás y que es tu responsabilidad fomentar un diálogo que no solo fortalezca la relación, sino que también contribuya al crecimiento mutuo y al bienestar emocional de todas las personas involucradas. Al detenerte y reflexionar sobre cómo te estás comunicando, tienes en tus manos la posibilidad de moldear el curso de tus relaciones y construir un entorno donde el respeto, la confianza, la empatía y el reconocimiento mutuo sean los pilares fundamentales. 

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Imagen de 晟宇  en Pixabay

martes, 23 de abril de 2024

Una herencia envenenada




En un momento determinado de principios del siglo XX, hubo quien pensó que las personas no debían hacer de todo en su trabajo. Que quien sabía de todo, en realidad, no sabía bien de nada. Que, si las personas se dedicaban a hacer de manera repetida una tarea y se especializaban en ello, irían más deprisa, cada vez lo harían mejor y serían mucho más productivas. Y así nació la organización científica del trabajo. Un modelo caracterizado por una serie de principios que es difícil que no nos resulten familiares: 

  • La especialización en tareas específicas conduce a una mayor eficiencia y productividad. 
  • Es imprescindible que las funciones y obligaciones de cada persona estén claramente definidas.
  • La remuneración debe estar ligada directamente a la productividad y al esfuerzo individual de cada persona.
  • La estructura organizativa debe ser de tipo jerárquico para garantizar la claridad en la cadena de mando. Este principio se apoya en un control riguroso de cada miembro del equipo.

Y así nació el modelo en el que se basan la gran mayoría de nuestras organizaciones, un paradigma centenario que en muchos casos no ha variado en nada.

Con la organización científica del trabajo llega el organigrama, una representación gráfica de las estructuras de dependencia y subordinación, que explica los diferentes niveles de toma de decisiones y, consecuentemente, la distribución del poder en la organización.

El organigrama es el reflejo del momento en el que nació, un modelo comprensivo alineado con la racionalidad de la época, absolutamente convencida de la practicidad de ir por partes a la hora de entender y relacionarse con el entorno.

El momento actual está en las antípodas de esta forma de comprender el mundo o de afrontar los retos que se nos presentan. Hoy, pocas cosas se explican al margen de aquello con lo que interactúan y del contexto en el que se hallan. En ciencia, la mayoría de las aproximaciones comprensivas son holísticas y requieren de la intervención de equipos interdisciplinares que aborden las diferentes caras de una misma realidad que se nos presenta poliédrica. 

Es necesario un diálogo continuo entre las diferentes especializaciones que permita delimitar el perímetro de este poliedro para intuir sus dimensiones y sus características. Para que se de este dialogo es necesario que cada parte asuma como propio el mismo objetivo y que conozca, además, la existencia y contribución de las otras partes.

Lo mismo sucede en las organizaciones. La mayoría de los retos con los que se enfrentan exigen del compromiso conjunto y de la contribución coordinada de sus diferentes partes. Un tipo de colaboración que suele tomar la denominación de “trabajo transversal” y que suele darse de bruces con la realidad estática de nuestros modelos organizativos.

Las necesidades de coordinación inter o intradepartamental, la colaboración entre secciones e incluso entre los propios puestos de trabajo se encuentran con la realidad gráfica y sólida del organigrama, una herramienta que no sólo sirve para especificar claramente donde está cada cual, sino que también se utiliza para saber dónde no se está, que es lo mío y qué lo tuyo; cuáles son los límites, la parcela de responsabilidad que debe defenderse de cualquier intromisión, cuáles son los objetivos que se  reconocen a cada cual. Una concepción en la que, lo que es de todos, no es de nadie.

La terrible consecuencia es que, si el proyecto colectivo no implica que cada cual obtenga y se despliegue al máximo, no interesa. Esta es la herencia envenenada del modelo industrial con la que muchas de nuestras organizaciones pretenden enfrentar la complejidad del momento actual.

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Foto de Bernd 📷 Dittrich en Unsplash

martes, 9 de abril de 2024

La importancia del contacto en la transferencia de conocimiento

 

EL CONOCIMIENTO REALMENTE VALIOSO

En cualquier época, las personas, se han desvinculado de su organización, abandonado aquel puesto de trabajo en el que han acumulado experiencia y generado un conocimiento propio. “Propio” en el sentido de estar amasado con los ingredientes de su propia personalidad y particular forma de interpretar la realidad, aprendiendo de lo que hacen o perciben de su entorno.

No es necesario pensar en un tipo de conocimiento secundario o relacionado con actividades sofisticadas, cuando nos referimos a este conocimiento propio; en cualquier cadena de montaje, en un taller de costura, en un horno de pan o vendimiando, junto a la secuencia establecida para llevar a cabo una acción, las personas desarrollan, por ejemplo, una determinada manera de poner la mano a la hora de aplicar el estaño, de cortar la pieza, de amasar el pan o de separar el racimo de la vid que diferencia, cualitativa y cuantitativamente, al aprendiz del experto. Si esto es así en trabajos mecánicos y manuales, imagínate en aquellas profesiones menos lineales basadas en interrelaciones subjetivas.

Cuando hablamos de la pérdida de conocimiento que conlleva la desvinculación de una persona de la organización o del equipo, nos referimos básicamente a este tipo de conocimiento, no al lineal y susceptible de documentarse en un procedimiento, sino a aquel que se superpone a este y le confiere una calidad única a la acción.

LA DESVINCULACIÓN, UNA ESPADA DE DAMOCLES

Decía al principio que, desde siempre, las personas se han desvinculado en un momento u otro de su equipo u organización. Quizás, antaño, en la época de nuestros padres, este fenómeno se debiera fundamentalmente a la jubilación y, las trabajadoras y trabajadores, desarrollasen toda una vida profesional en aquella organización, pero, en la actualidad, la movilidad de las personas es mucho mayor y, además, totalmente impredecible.

Por ello, cuando hablamos de desvinculación, es absolutamente anacrónico que nos sigamos refiriendo tan sólo a la sombra tardía de la jubilación, ya que hoy en día, la descapitalización de desconocimiento suele deberse a muchas otras causas antes de que la persona se jubile. Incluso en la administración pública, el “concurso de traslado” suele ser una de las principales causas de la pérdida súbita de un saber propio, de un valor incalculable en términos de productividad, de eficiencia y de calidad.

El pensamiento lineal, heredado de la mecánica de procesos industrial, en el que andan todavía sumidas muchas organizaciones de todo tipo,  junto a la falta de actualización de conocimiento científico que padece, en general, nuestro sistema de trabajo, son probablemente los responsables de que las soluciones al reto que plantea la transferencia de conocimiento de una persona a otra siga abordándose de manera superficial y confiándose, principalmente, a la capacidad de documentarlo y almacenarlo para hacerlo accesible a quien lo pueda necesitar.

En muchos casos, esta documentación se realiza a partir de aportaciones directas que obvian o ignoran la heurística cerebral de una persona normal,  sometida  habitualmente a recuerdos y olvidos selectivos, a desvíos sistemáticos de pensamiento y, en definitiva, la responsable de que cada cual construya una narrativa personal en función de lo que quiere y cree que debe pensar.

Hay quien teniendo en cuenta este aspecto, sugiere contrastar este conocimiento para objetivarlo y no circunscribirlo tan sólo a un relato individual, pero en el caso del “conocimiento propio” es prácticamente imposible encontrar dos experiencias iguales aunque se trate de una misma situación, ya que cada persona tienen una vivencia distinta debido a sus sesgos perceptivos y a la forma de interpretarlos a partir de su particular sistema de creencias.

Por otro lado, confiar en gestionar el conocimiento experto a partir de su documentación viene a ser lo mismo que pretender transferir la relación de contactos de una persona haciendo entrega de su agenda, obviando el conocimiento que tiene su propietaria sobre el carácter, particularidades, gustos y rasgos personales de las personas allí relacionadas. Está claro que la agenda es necesaria, pero con ella no viaja todo este otro conocimiento tan importante para el correcto uso y utilidad de esta red de relaciones.

EL CONTACTO ES LA CLAVE

A finales de los 80, el lóbulo frontal dejó de ser un área muda conociéndose su importancia en la dinámica cerebral, directamente relacionada con la toma de decisiones y en el comportamiento en general. La “conducta de utilización” acuñada y descrita por el neurólogo francés François Lhermitte para referirse a un trastorno neuroconductual caracterizado por una dependencia exagerada del medio, era atribuida a una pérdida del control ejecutivo ocasionado por el desequilibrio entre el lóbulo frontal, responsable de guiar la actividad internamente, y el lóbulo parietal, relacionado con la respuesta a los estímulos externos. Este trastorno se describió junto a una conducta de “imitación”, en la que los pacientes frontales tampoco podían dejar de repetir e imitar aquellos gestos, emociones o comportamientos que entraban en su campo visual.

Paralelamente, en 1996, Giacomo Rizzolatti y su equipo identificaron una red neuronal que funciona como un espejo y era responsable tanto de las conductas de imitación como de la empatía.

Al parecer, las personas aprendemos unas de otras, de forma natural, por imitación desde la más tierna infancia y, al poco tiempo, añadimos a esta facultad, la capacidad empática de formular hipótesis sobre la vivencia de los demás, de las cuáles también aprendemos.

El contacto es fundamental y es el mecanismo principal de transferencia de conocimiento entre los seres humanos. Así ha sido reconocido a lo largo de los siglos hasta, quizás, la actualidad, donde la conjunción de variables como el individualismo creciente, la escasez crónica de tiempo y el atajo tecnológico, han creado el falso espejismo de creer que podemos "aprender a hacer" solos, mediante grageas documentales. El resultado es que este abordaje superficial no evita que sigamos descapitalizándonos de conocimiento muy valioso.

La falta de tiempo, la necesidad de acelerar el aprendizaje, la dependencia obsesiva a la métrica y al control desconfiado de lo que se transmite no deben determinar los mecanismos de transferencia del conocimiento y se han de procurar espacios relacionales de trabajo conjunto o colaborativo para favorecer la observación empática y el modelamiento entre las personas.

No es necesario esperar hasta el momento de la jubilación para abordar este tema. De hecho, puede resultar incluso contraproducente, ya que el temor a la desconexión puede generar una urgencia en acelerar los aprendizajes que lleve a un énfasis en compartir historias en lugar de conocimiento experto, priorizando el relato sobre la observación y los consejos sobre la supervisión de la práctica; muchos procesos del mal denominado “mentoraje”, son un ejemplo de ello.

Documentar es importante, qué duda cabe, pero no debe ocupar el espacio central en la transferencia de conocimiento. El enfoque colaborativo y relacional es fundamental para preservar el valioso conocimiento personal de nuestros entornos laborales. La solución no pasa por mecanismos cada vez más complejos y sofisticados de transferencia de conocimiento. La solución es simplificar y el reto está en la capacidad de desembarazarnos de complicaciones para recuperar la sencillez y el tiempo de los procesos naturales.

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Foto de Toa Heftiba en Unsplash

miércoles, 3 de abril de 2024

Tiempo contemplativo


Recientemente Julen Iturbe ha escrito sobre la necesidad de revisar nuestra conceptualización y uso del tiempo como clave decisiva para generar aspectos que vayan, por decirlo de alguna manera, a favor de la rotación de la Tierra y no en su contra. Literalmente dice en su artículo que “conviene educarnos en una lógica del tiempo en la que acelerar es solo una de las diferentes formas de gestión” y ahí se nos plantea un reto, el de saber cuándo acelerar y cuando no o, incluso, cuando frenar. Un reto muy nuevo y que nos coge con el paso cambiado, a juzgar por la torpeza con la que todavía actuamos al respecto.

En su artículo, Julen escoge como eje para su reflexión el “tiempo de respuesta”. Yo quisiera tratar, en este, sobre otro tiempo que requiere de atención: el tiempo para percibir lo inesperado, un tiempo al que denominaré: “tiempo contemplativo”.

Mirar y contemplar

Es muy importante diferenciar entre mirar y contemplar. Mirar es acercar el ojo a las cosas, mientras que contemplar es acercar las cosas al ojo. Se trata de acciones muy distintas, cuando se mira hay una intención de ver, se proyecta la mirada hacia algo en concreto para rastrearlo o analizarlo, el ojo captura y es capturado por el objeto que está mirando y la intencionalidad lleva consigo todos aquellos sesgos que reducen lo que se percibe a lo que se está dispuesto o se quiere ver.

En la contemplación, sin embargo, todo es relevante para el ojo porque no hay intención de ver nada en concreto, la percepción no se reduce a aquello que interesa ver, sino que está abierta a cualquier cosa que entre en su campo de visión, sin focalizaciones, ni sesgos cognitivos que la alteren, la realidad te asalta por sorpresa. Resumiendo, cuando se mira se encuentra, en cambio, contemplando se descubre.

Es fácil suponer que, en nuestra sociedad, “mirar” goza de mejor salud que “contemplar”, la necesidad de huir de la incertidumbre, la falta de capacidad de espera y la consecuente obsesión por obtener resultados concretos, relegan la contemplación al ámbito de las cosas pertenecientes al tiempo que se puede perder, un tiempo del que se carece de manera crónica.

Sin embargo, disponer de tiempo contemplativo es muy beneficioso, por no decir, inherente, a aspectos de calado de nuestras organizaciones y en la vida, en general. Analicemos algunos de ellos:

Tiempo contemplativo y perspectiva estratégica

Contemplar pone de relieve aspectos del presente que pueden pasar desapercibidos a la mirada habitual. Contrariamente a lo que se puede creer, buscar lleva consigo una ceguera perceptiva a cualquier cosa que no sea aquello que se tiene en mente y que se pretende encontrar. En cambio, cuando no se quiere ver nada en concreto, cualquier objeto aparece ante la mirada. Recuerdo un fragmento de un filme policíaco en el que, en el registro de un domicilio, el detective joven preguntaba qué era lo que estaban buscando, a lo que su compañero más experto respondió que no lo sabían, pero que lo reconocerían cuando lo encontraran.

Contemplar ofrece una integración holística de todos los elementos y, en consecuencia, una comprensión general del paisaje que estamos observando con lo que, la toma de decisiones que puede derivarse de ello, se enriquece notablemente. Cuando en una reflexión estratégica se está obcecado en el detalle y sólo se presta atención a las variables que se controlan, es más que probable que se invisibilicen otros aspectos importantes para poder comprender la realidad que se pretende gobernar. Utilizando otro símil policíaco, es importante disponer todos los detalles en el suelo o en la pared, retroceder unos pasos y contemplar el conjunto sin domesticar la mirada, entonces es posible que aparezca ante nuestros ojos aquello que necesitamos.

Tiempo contemplativo, autoconocimiento y autocontrol

Contemplar es, en realidad, evadirse por un momento de uno mismo para formar parte consustancial de aquello que se percibe. Contemplar es viajar y el viaje no sólo transporta hacia donde vamos, sino que también deja el rastro del lugar del que nos alejamos, aporta perspectiva, en este caso, como decíamos, de uno mismo.

Contemplar supone callar la vocecita interna, es silenciarse, vaciarse del barullo mental que captura nuestra atención para poder sumergirnos en el entorno, vaciarnos para llenarnos de él. El silencio mental es inherente a cualquier estado contemplativo. Silenciarse permite ver con claridad los resortes que gobiernan nuestra vida mental, comprender cómo interpretamos y respondemos a las contingencias de nuestra vida.

Contemplación y autoconocimiento están íntimamente relacionados, de ahí que, los estados contemplativos sean comunes a cualquier tradición mística que persiga la liberación de aquellas aflicciones derivadas de la vinculación mental a lo que es perecedero.

El autoconocimiento permite a la persona gobernar la manera de relacionarse con su entorno, permite distinguir, en la relación, entre aquello que le pertenece a uno y lo que es del otro. Es más, si el autoconocimiento es profundo, permite conocer que emociones de uno mismo son sensibles y proclives a manifestarse -que no generadas, ni producidas- por aquella persona con la que nos relacionamos y, esta revelación, libera automáticamente al otro de su responsabilidad sobre las emociones que nos genera y que, sabemos, son exclusivamente nuestras. Este aspecto es clave para el autocontrol genuino y no para aquel que se deriva de la simple contención emocional susceptible de estallar dependiendo del estado de humor en el que nos encontremos. Las implicaciones que tiene este detalle para la convivencia son evidentes.

Entrenar la contemplación

En un mundo totalmente ocupado por la impaciencia y la prisa por obtener resultados inmediatos, por el avanzar sin detenerse en pro de un objetivo concreto. Donde se anima a innovar por innovar, porque cualquier interés u objeto caduca antes de se materialice. Donde la atención está permanentemente capturada por microestímulos que se suceden y diversifican sin parar y, tener tiempo, pertenece al pasado por ser algo del que ya todos carecen, en este mundo, decía, contemplar no es fácil, pudiendo ser, incluso, una actividad de alto riesgo por ser sinónimo de no hacer nada, lo cual es literalmente inadmisible si no va parejo a estar ante una pantalla hipnotizado ante una sucesión interminable de reels.

Es posible que la capacidad para contemplar esté en nuestra naturaleza, pero como tantas otras cosas, la dinámica temporal en la que estamos inmersos está exenta de las pausas necesarias para facilitarla y llevarla a cabo de manera habitual. Quizás algún día, de vacaciones, ante un paisaje que nos impresione, converjan, en aquel instante, las condiciones necesarias para abducirnos y fundirnos con aquello que estamos viendo. Pero esto sucede en contadas ocasiones y viene a ser como la inspiración: impredecible e ingobernable.

Ponerse a contemplar, así por las buenas, puede ser algo muy difícil de llevar a cabo o, incluso, una actividad inquietante. Esperar a que no pase nada, no deja de ser esperar algo y este puede ser el disparador de un sentimiento de pérdida de tiempo, de soledad o de miedo, difíciles de soportar. Esta es una de las principales razones de la dificultad que algunas personas tienen para sentarse y permanecer un tiempo en meditación, siempre y cuando, claro está, esta no esté guiada por las indicaciones de alguien que llene  este vacío incómodo sustituyendo con su voz el silencio en el que creen estar instaladas.

El entrenamiento en la contemplación siempre consistirá en actividades que exijan dominar la impaciencia y recuperar una relación con el tiempo caracterizada por el dejar de hacer, silenciarse, y dejar de ser para fundirse en el todo. A nivel personal eso puede conseguirse mediante el ejercicio de la escucha dilatada y atenta, la lectura u otros métodos más sofisticados como pasear -no ver, ni visitar- habitualmente los museos, el dibujo o la pintura, la costura, la caligrafía, los baños de bosque,  la meditación sin objeto o actividades por el estilo que exijan silencio y soledad.

La contemplación, en nuestras organizaciones, es una capacidad que también se puede entrenar. Ello exige un cambio de mentalidad que permita habérselas con el tiempo acelerado que domina nuestro día a día y que impele a que cualquier actividad se concrete en algo que se pueda usar inmediatamente. Así pues, abrir espacios de conversación estratégica basada en la reflexión profunda y sin una agenda predefinida, promover la escucha activa y la atención plena en las reuniones o fomentar momentos de pausa y reflexión en medio de la actividad frenética, son algunas de las formas en que podemos entrenar a nuestras organizaciones en el tiempo contemplativo.

Además, es importante crear una cultura que valore la contemplación como una herramienta para la toma de decisiones más informada y para el desarrollo personal y profesional de los miembros del equipo. Esto puede implicar la inclusión de prácticas contemplativas en los programas de desarrollo de liderazgo y el reconocimiento y la celebración de los logros que surgen de haber otorgado tiempo a la contemplación y la reflexión profunda.

En un mundo que demanda acción constante, cultivar el tiempo contemplativo emerge como un acto de resistencia valioso, capaz de generar una comprensión más profunda de nosotros mismos y del entorno que habitamos. Al hacerlo, no solo fortalecemos nuestra capacidad para tomar decisiones informadas y estratégicas, sino que también cultivamos un entorno organizativo que pone en el centro el bienestar y el crecimiento integral de sus miembros, procurando una forma más equilibrada y significativa de vivir.

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Imagen de StockSnap en Pixabay

Este artículo ha sido publicado en el blog de la Red de Consultoría Artesana