lunes, 30 de diciembre de 2024

Lo que suelo echar de menos en los planteamientos de cambio organizativo.


A diferencia de lo que sostienen algunos respetados colegas, no tengo nada en contra de la planificación estratégica. Tampoco me inclino por defenderla a ultranza. Para mí, es simplemente una herramienta, y, como tal, su utilidad o inutilidad depende de cómo se utilice. Al hablar de la forma en que se usa, no me refiero únicamente a la metodología, sino también al propósito, al por qué o para qué se emplea. Y es en este último punto donde, en muchos casos, coincido con aquellos colegas que critican la eficacia limitada o incluso nula de ciertos planes estratégicos.

En cuanto al propósito, sabemos que la planificación estratégica no siempre persigue objetivos de adaptación, mejora, cambio o transformación de la organización. En muchos casos, estos planes no son más que documentos que cumplen un propósito de "acicalamiento organizativo", actuando como un guion que da contenido a un discurso político que se desea proyectar. Un claro indicador de este enfoque se encuentra en la falta de conocimiento que los propios miembros de la organización tienen sobre el plan estratégico. No son pocos los contextos donde se desconoce por completo la visión, misión o valores, e incluso los propios objetivos, que figuran en estos planes.

En cuanto al método, no es tanto la ortodoxia en la aplicación de la metodología lo que determina si un plan es una herramienta válida o no. La mayoría de los planes estratégicos son asesorados por empresas o profesionales de la consultoría, o incluso dirigidos por departamentos internos dedicados exclusivamente a ello y tienen una estructuración impecable. De hecho, lo que parece común en los planes actuales es que se asemejan a mecanismos de relojería, donde cada pieza encaja perfectamente en el engranaje de las demás, siendo cada una la causa que mueve a la siguiente. Un plan estratégico al uso, busca evocar simetría, erradicar la incertidumbre que genera el cambio, como si tuviera que cuadrar de forma precisa, como la contabilidad de la organización. Esa sensación monolítica, de lógica infalible, suele deberse precisamente a este planteamiento  racional del plan, donde lo cuantitativo debe determinar el sentido del fiel de la balanza y lo cualitativo suele servir como información de relleno, un toque de maquillaje para resaltar sensibilidad hacia lo subjetivo. 

Pero lo que realmente echo de menos en un plan estratégico concebido como una herramienta de cambio son varios elementos esenciales para que realmente cumpla su propósito de transformación organizacional.

SINCERIDAD Y CONVICCIÓN

El plan estratégico debe ser el reflejo de una decisión genuina de cambio, no un ejercicio superficial ni un simple programa de comunicación política. Cuando un plan se formula solo para cumplir con una obligación externa o para dar la apariencia de estar alineado con las tendencias de la moda organizativa, tiene poco futuro. El cambio debe ser una respuesta a una convicción interna profunda de la necesidad de transformación, un proceso que nazca de una reflexión sincera sobre el estado actual y las posibilidades futuras de la organización.

La convicción es el pilar fundamental de la sinceridad en el proceso de cambio. Un plan que no surge de una convicción profunda, respaldada por una comprensión clara de lo que se necesita transformar, está destinado a fracasar. Esta convicción no es simplemente una creencia abstracta, sino una certeza compartida que debe impregnar toda la organización, desde la alta dirección hasta el último miembro del equipo. La falta de convicción, o la falta de un propósito claro y compartido, es una de las principales razones por las que los planes estratégicos no logran el impacto deseado. Sin convicción, el cambio no es más que un mandato vacío, una orden que los demás perciben como algo ajeno o impuesto que afecta gravemente al compromiso.

La convicción tiene un impacto directo en la capacidad de asumir riesgos y en la tolerancia a la frustración. Los planes estratégicos que son percibidos como auténticos y respaldados por una convicción firme pueden abrir la puerta a la innovación y a la toma de riesgos necesarios para el cambio. Los riesgos son inherentes a todo proceso de transformación, pero la confianza en que ese cambio es el adecuado, y la certeza de que es lo que la organización necesita, permite que los líderes y los equipos se enfrenten a la incertidumbre con determinación. 

La potencia comunicativa de un plan también depende de esta sinceridad y convicción. La comunicación sobre el cambio no puede ser una mera difusión de información técnica o una explicación superficial de objetivos. Cuando el cambio es convencido, la comunicación se convierte en un acto de inspiración que conmueve a las personas. La comunicación efectiva de un plan sincero no solo informa, sino que también influye y conecta emocionalmente con los receptores. Un plan estratégico sincero y respaldado por una fuerte convicción tiene la capacidad de generar esta conexión. 

VITALIDAD

Uno de los errores más comunes es pensar que el cambio comienza con el plan. Se empieza a cambiar cuando se decide cambiar y esto hay que tenerlo claro para empezar a gestionar el cambio desde este primer momento. 

Sin embargo, en muchos casos, el cambio se embotella en los planes estratégicos que están impregnados de una ortodoxia mecanicista que los convierte en documentos fríos y estáticos. Esta falta de vitalidad es lo que, en gran medida, les impide evolucionar con coherencia y dinamismo. La mayoría de los planes estratégicos parecen ser frankensteins organizativos: siluetas y movimientos que no encajan, artificiales y ajenos al orden natural de las cosas. En lugar de inspirar cambio, parecen forzarlo desde fuera, como una estructura impuesta, que no responde a la realidad del contexto en el que se ejecuta.

A pesar de los rigurosos análisis, los gráficos detallados, la precisión de los datos y la obsesión por la compartimentación y la jerarquización de los objetivos, estos planes intentan dotarse de una lógica e infalibilidad que, en la práctica, se revelan completamente desconectadas de la realidad. La complejidad del cambio no puede ser contenida en cuadros rígidos ni en mediciones estrictas que buscan encontrar una respuesta lineal ante un fenómeno profundamente dinámico. Esta visión tan lineal del cambio ignora la naturaleza compleja de las organizaciones, que rara vez se ajustan a los movimientos predecibles de un engranaje. En lugar de un mecanismo perfectamente aceitado, las organizaciones son entidades vivas, multifacéticas, interdependientes, y su cambio es un proceso que no puede preverse de manera estricta ni controlarse con precisión.

El cambio organizacional, por su propia esencia, es un proceso mucho más complejo, impredecible y, sobre todo, profundamente humano. Es emocional, pasa por las percepciones, las resistencias, los impulsos y los compromisos de las personas involucradas. No puede ser reducido a un conjunto de indicadores que se siguen al pie de la letra. El cambio verdadero nace del interior de la organización, desde las personas que la componen, y tiene que ser acompañado de una energía viva que lo impulse, que lo haga sentir como una necesidad genuina y no como una imposición ajena.

Por pequeño que sea el cambio, su planteamiento debe ser como el de una gran ola que se forma con todo lo que la empuja y con todo lo que atrae, una ola que arrastra con fuerza todo lo que quiere cambiar. No es un proceso de simple corrección o ajuste, sino una transformación profunda que afecta todo lo que está a su paso. Esa ola no es rígida ni mecánica, sino fluida y dinámica, adaptándose constantemente a lo que encuentra en su camino y evolucionando conforme avanza. Esta es la vitalidad que un plan estratégico debe tener: no puede ser un conjunto de piezas inamovibles, sino una corriente de acción que se adapta a las circunstancias, que inspira, que tiene energía, que conmueve.

Es en esta vitalidad donde reside la coherencia del cambio. Un plan que no tiene esta chispa vital está destinado a quedar atrapado en la burocracia y el conformismo, sin lograr movilizar a las personas ni generar la energía necesaria para la transformación. La vitalidad es lo que convierte un plan en algo realmente transformador: un proceso dinámico que respira, que crece, que fluye de acuerdo con las necesidades y oportunidades del momento. Solo cuando el cambio se vive con esa vitalidad, como una ola que no se puede contener, es cuando realmente se producen resultados sostenibles y significativos.



LA CONEXIÓN EMOCIONAL CON LOS ACTORES DEL CAMBIO

El cambio solo tiene vitalidad cuando se percibe como propio. Para que este cambio sea efectivo, debe ser algo que las personas no solo acepten, sino que deseen activamente. Las personas deben sentir que el cambio vale la pena, no solo para los usuarios o los clientes, sino también para la organización como entidad y para quienes la componen. Esta conexión emocional no solo se trata de cómo se comunica el cambio, sino de cómo se vive dentro de la organización. El cambio no puede limitarse a una dinámica participativa superficial, a un cuestionario para el análisis DAFO o a una jornada de comunicación que se quede en lo simbólico. Si el proceso de cambio se reduce a estas herramientas sin un compromiso real de involucrar a las personas en su ejecución y en su propósito, pierde su capacidad de generar una transformación real en la organización.

Cuando las personas se sienten parte del cambio, el proceso de transformación deja de ser una imposición y se convierte en una decisión compartida. Este sentido de pertenencia y compromiso emocional es crucial para que el cambio se viva con autenticidad, no como una tarea más, sino como una oportunidad colectiva para crecer y mejorar. Esta conexión emocional es clave para vencer la resistencia natural al cambio, que suele estar generada por la incertidumbre. La incertidumbre crea miedo, y solo cuando se establece un lazo emocional fuerte entre el cambio y los individuos es posible que este miedo se transforme en motivación y acción. Este proceso no puede ser únicamente un ejercicio formal, sino que debe estar impregnado de un compromiso real, donde cada miembro se vea útil y necesario para el cambio.

EL LIDERAZGO ES UN RECURSO ESENCIAL

Para que esta conexión emocional sea efectiva, el liderazgo no puede localizarse exclusivamente en la cúpula. De nada sirve que solo alguien de ahí arriba crea en el cambio si no se logra impulsar esa creencia a través de toda la organización. Si el liderazgo se limita a una capa superior, corre el riesgo de no ser efectivo, ya que el cambio necesita ser vivido y entendido en cada nivel de la organización para generar un verdadero impacto. 

Los diferentes niveles estructurales no pueden ser un tapón en el proceso de cambio, ni puede continuar actuando como si nada sucediera, ajenos a las transformaciones que están ocurriendo a su alrededor. Cada directivo, directiva o mando tiene que creer en la necesidad del cambio y estar convencido o convencida de que su papel no es solo ejecutar y controlar, sino conectar emocionalmente a las personas de su equipo con ese cambio. 

El papel del liderazgo en el Plan Estratégico no debe limitarse a tímidas menciones a la programación de acciones de formación en habilidades denominadas "blandas" para el personal directivo y los mandos intermedios, sino que debe ocupar un apartado relevante o incluso propio y diferenciado. Los planes son ejecutados por las personas, no por planteamientos teóricos. Estas personas necesitan recursos adecuados para poder llevarlo a cabo. El liderazgo ha de abandonar su posición de privilegio estructural para ocupar su verdadero lugar como recurso esencial al servicio de las personas.

Para que un plan estratégico sea posible, es fundamental que ponga el foco en la implementación de mecanismos de soporte y acompañamiento a todos los niveles directivos y de mando, proporcionándoles las herramientas y el apoyo necesarios para desarrollar su capacidad de gestionar el cambio de manera efectiva. Esto incluye, claro está formación específica, pero también un entorno en el que puedan compartir experiencias, recibir feedback constante y estar acompañados en su propio proceso de cambio. 

La evaluación continua del estilo de liderazgo es clave. El liderazgo debe ser constantemente monitoreado para garantizar que está alineado con los objetivos del cambio y que está respondiendo adecuadamente a las necesidades del equipo. Igualmente, debe haber un sistema de corrección de desviaciones, que permita ajustar comportamientos, ofrecer apoyo adicional y, si es necesario, realizar cambios en los responsables para garantizar que el cambio siga su curso.

Solo así, el liderazgo podrá cumplir su verdadera misión: ser el motor que impulsa la transformación, asegurando que todos los miembros de la organización estén comprometidos, capacitados y motivados para hacer realidad los objetivos del cambio.

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La primera Imagen es de Kanenori en Pixabay

La segunda imagen corresponde a La gran ola de Kanagawa



martes, 17 de diciembre de 2024

¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones?


La respuesta a esta pregunta parece sencilla: “el cambio siempre es posible. Claro está, siempre y cuando se den las condiciones necesarias para que pueda prosperar.”

Nos quedamos entonces tranquilos, pensando que solo es cuestión de crear esas condiciones. Nos viene a la mente la imagen del jardinero que prepara el terreno, siembra, fertiliza y riega con cuidado, confiando en que todo siga su curso natural. O, quizás, la del ingeniero que diseña un plan preciso: una secuencia lineal y coordinada en la que una diversidad de recursos converge hacia la construcción de algo nuevo.

Pueden existir otras imágenes, todas ellas con un patrón común: la figura del artífice del cambio. Como el jugador de billar, que calcula el ángulo, mide la fuerza y da el toque justo con el efecto preciso, logrando que las esferas —redondas, pulidas y ligeras— se deslicen suavemente para ocupar un nuevo lugar en el tablero. Una nueva disposición, llena de posibilidades, a la espera del próximo golpe de taco.

Esta imagen es la que da pie a tantos discursos sobre liderazgo: se habla de liderazgo transformador, inspirador, orientado al cambio. Se simplifica la ecuación y se apuesta todo a la capacidad del líder para generar un propósito que logre ser compartido y asumido por quienes deben hacerlo realidad. Y ¿qué duda cabe? para que el cambio sea efectivo, debe existir un propósito potente y, a la vez, compartido por aquellos que han de materializarlo. Para ello, lo más efectivo es invitar a las personas a participar en la construcción de este propósito, a dar su opinión, a aportar sus perspectivas. Y, de esta forma, se espera que las bolas se deslicen suavemente sobre la mesa impactando entre sí, encontrando su lugar y generando nuevas posiciones y posibilidades.

Hay mucha literatura y se siguen publicando numerosos artículos, ampliamente aplaudidos, que lo cifran todo, básicamente, en la capacidad del líder de la organización para alinear liderazgos hacia un propósito común, subrayando aspectos de indudable importancia como el ejemplo y la coherencia, la confianza, la empatía, el aprovechamiento del talento, la comunicación efectiva o la gestión de la incertidumbre, entre otros. Esto ha dado lugar a una proliferación de acciones formativas de todo tipo —másteres, acompañamientos, coaching, intercambios— que persiguen desarrollar estas competencias y dotar a los líderes de herramientas que les permitan enfrentar los retos actuales y futuros de las organizaciones con mayor eficacia y humanidad. 

Actualmente, la mayor parte de los esfuerzos y recursos destinados a gestionar el cambio se concentran en tres ámbitos principales: el comunicativo, el formativo y el tecnológico.

Pero, ¿está siendo efectivo este enfoque? ¿Existe una correspondencia directa entre la comunicación, la formación de lideres o la inversión tecnológica, y un cambio real en el porqué, en las maneras de hacer o en la vida cotidiana de las personas que integran los múltiples equipos, colectivos y grupos dentro de una organización?

Es cierto que no se puede negar su impacto. Por ejemplo, la tecnología actual y las posibilidades de teletrabajar han generado cambios incuestionables en las formas de trabajar, en la presencia física y en la calidad y cantidad de las relaciones profesionales. Sin embargo, resulta difícil afirmar categóricamente que estos esfuerzos sean suficientes. En gran medida, esto se debe a que son aún escasos las narrativas y las formaciones que logran penetrar de manera efectiva en el subsuelo productivo de la organización: ese espacio donde se forjan las dinámicas reales de trabajo, las creencias compartidas y las conductas cotidianas que sostienen —o frenan— cualquier proceso de cambio. 

En muchas organizaciones, especialmente en aquellas de gran tamaño, el plan estratégico parece tener vida únicamente en el ámbito supra-directivo. Los valores definidos, las líneas estratégicas, los objetivos generales, los esfuerzos en gestión del conocimiento, los procesos de acogida o desvinculación, el impulso de la innovación o incluso la importancia de las personas y el liderazgo en todo ello, suelen percibirse como algo lejano e irreal.

Se ignora —o se percibe como ajeno— todo aquello que no conecta directamente con la realidad cotidiana del puesto de trabajo, del equipo o del servicio. Para muchas personas, el Departamento o la Dirección se convierte en una realidad difusa, lejana, casi inexistente en su día a día. De este modo, conceptos fundamentales como liderazgo, valores u objetivos estratégicos se desdibujan y pierden su sentido práctico, quedando relegados a un ámbito abstracto que poco o nada impacta en la experiencia diaria del trabajo.

Para la mayoría de las personas de a pie, la vida de la organización se reduce a la dinámica de su pequeño equipo de trabajo: a la relación con sus compañeras y compañeros, a la que tiene con quien ejerce la función de dirección o mando y a cómo todo ello influye en su tiempo y en la organización y desarrollo de su labor diaria.

Sin embargo, estas relaciones tienden a perder flexibilidad con el tiempo debido a la solidificación de los roles que cada uno adopta o asume, a las inercias relacionales que le dan a cada cual un papel y un lugar. A medida que los roles se vuelven más rígidos, se limitan las posibilidades de adaptación y cambio, haciendo que la dinámica del equipo se vuelva cada vez más predecible y menos capaz de creer una posibilidad de cambio desde estas personas.

Esta es la realidad, sino de todos, sí de un sinfín de equipos que anidan en la gran colmena de estas organizaciones que se plantean el cambio en su cultura de trabajo. Se proponen conceptos tan brillantes como el liderazgo transformador, la autogestión responsable, el compromiso, la iniciativa y la generosidad en la creación e intercambio de conocimiento; la escucha activa, el respeto, la apertura a la diversidad de criterios y opiniones para favorecer la innovación, entre otros muchos ideales. Sin embargo, todos estos aspectos chocan irremediablemente contra el caparazón impenetrable de las rutinas, determinadas por el rol que cada persona ocupa. Un rol del que resulta difícil desprenderse porque está en constante actualización a través de la red de relaciones que lo sostiene y lo refuerza día a día.

Y volviendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones? La respuesta sigue siendo la misma: "El cambio siempre es posible, siempre y cuando se den las condiciones necesarias". Pero, ¿cuáles son entonces estas condiciones?

Por supuesto, un propósito con sentido compartido y las herramientas adecuadas para alcanzarlo continúan siendo elementos fundamentales. Pero no son suficientes. Es necesario quebrar la rigidez de los roles, esa estructura que captura y encadena a las personas en dinámicas relacionales perpetuas, sostenidas por expectativas inamovibles sobre sus capacidades y aspiraciones.

Liberar a las personas significa permitirles desplazarse con mayor libertad en el tablero del cambio: reinventarse, recolocarse y refrescarse cuando sea necesario. Pero esta libertad se ve truncada en organizaciones donde los puestos de dirección o mando se perpetúan, haciendo que una misma persona pueda ser responsable del mismo equipo durante gran parte de su vida laboral. Esta rigidez no solo limita la evolución individual, sino que también anquilosa las dinámicas colectivas, dificultando cualquier posibilidad de transformación real.

Si queremos quebrar estas inercias, existen herramientas que, aunque no sean centrales en este artículo, podrían facilitar el proceso. Medidas como sistemas de rotación interna que fomenten la flexibilidad, la creación de espacios de diálogo, asesoramiento mutuo y experimentación para revisar y redefinir el papel de directivos y mandos o el impulso de liderazgos temporales o distribuidos que eviten la concentración prolongada de poder en una misma persona, pueden ser un primer paso para oxigenar la organización y abrir vías hacia el cambio.

Siguiendo con la metáfora del billar, no se trata de meter la bola 8 —aquella que debe mantenerse siempre en equilibrio— en la tronera al final de la partida, sino al principio. Este movimiento inicial, tan disruptivo como necesario, despoja a las personas de su cotidianeidad, las obliga a reconectarse de nuevo con su realidad, a rearticular sus relaciones y a renovar su rol, experimentando en primera persona la necesidad y la posibilidad del cambio.

Es precisamente en esta dinámica viva y oxigenada donde los referentes cobran sentido y donde un plan estratégico, la formación o cualquier orientación externa tienen posibilidades de encontrar por fin tierra fértil en la que germinar.

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Imagen de Luna4 en Pixabay

martes, 10 de diciembre de 2024

Lecciones de la relación entre cuerpo y mente en la práctica meditativa


La meditación, especialmente en retiros donde se mantiene la postura meditativa varias veces al día durante largos periodos (una hora o incluso hora y media, en cuatro sesiones diarias), puede traer consigo dolor en áreas como las rodillas, los empeines o la zona lumbar. Este malestar suele ser consecuencia de la falta de costumbre de sostener dicha postura por tanto tiempo, algo comparable a permanecer de rodillas y sentado sobre los talones durante un largo rato. Gran parte de esta incomodidad está ligada a los hábitos sedentarios del estilo de vida occidental. Sin embargo, con la práctica, el cuerpo se adapta: se producen los estiramientos necesarios, las caderas se abren, las tensiones musculares disminuyen y la postura se vuelve más relajada, natural y serena.

A pesar de ello, durante la meditación, el cuerpo sigue reaccionando a la agitación mental y a las preocupaciones que puedan surgir, provocando nuevos desequilibrios posturales y tensiones musculares. Meditar no es un ejercicio reflexivo orientado a una comprensión intelectual ni un viaje imaginativo para calmar el sufrimiento cotidiano. Es, más bien, un ejercicio de silencio, una práctica vivencial de uno mismo que parte de la autoconsciencia de estar justo aquí. Ni en lo que has hecho antes, ni en lo que vendrá después, sino en el momento presente.

La postura desempeña un papel esencial en la meditación. Sentarse en un cojín con las piernas cruzadas, las rodillas firmemente apoyadas en el suelo y la espalda erguida, como si se empujara el cielo con la coronilla, involucra activamente al cuerpo en el acto meditativo. Una postura demasiado cómoda, lejos de ser conveniente, puede favorecer el ensimismamiento, propiciar un estado de ensoñación o incluso inducir el sueño. La postura adecuada es exigente, ya que no solo mantiene al practicante alerta, sino que también le ancla al presente. Al estar aquí y ahora, el cuerpo asume un papel protagonista que, junto con la respiración consciente, ayuda a establecer una conexión profunda entre mente y cuerpo.

La atención en la postura es crucial, pues aleja a la mente de las distracciones generadas por la red neuronal por defecto, responsable de pensamientos automáticos, recuerdos y divagaciones mentales. Las exigencias físicas de la meditación contrarrestan estas distracciones, promoviendo una mayor atención y facilitando una experiencia más profunda. De esta forma, la postura no solo condiciona la calidad de la meditación, sino que también establece un marco perfecto para enfrentar la incomodidad física y las distracciones mentales.

Si el dolor aparece durante la meditación, se desencadena una dinámica cognitiva que puede apoderarse de la experiencia. La mente se focaliza en la incomodidad, surgen dudas sobre la necesidad del dolor, si no estaremos cayendo en un sufrimiento innecesario y se desea terminar la sesión. Estas preguntas forman parte de los mecanismos mentales para justificar el abandono de la postura en favor de una experiencia más cómoda. Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, la incomodidad también puede convertirse en un recurso para explorar la relación entre cuerpo y mente.

El dolor en la meditación nos lleva a un punto donde las distracciones mentales se intensifican, haciendo emerger pensamientos, emociones y deseos que en condiciones normales pasarían desapercibidos. En lugar de evitarlos, la práctica meditativa nos invita a observarlos y aceptarlos como parte de la experiencia, desarrollando la habilidad de no reaccionar automáticamente ante ellos.

La postura meditativa, con sus demandas físicas, se convierte en un marco ideal para enfrentar la agitación interna con mayor claridad. No se trata de eliminar el dolor, sino de transformar nuestra relación con él. Esta aceptación nos enseña a no huir ni reaccionar impulsivamente, una capacidad que constituye una de las lecciones más profundas de la meditación.

Lo que experimentamos durante la práctica meditativa, especialmente el dolor físico o la incomodidad, no difiere tanto de lo que enfrentamos en la vida cotidiana. Al igual que la postura meditativa nos desafía a no escapar de la incomodidad, el día a día nos confronta constantemente con retos emocionales y situaciones que preferiríamos evitar, como el estrés, las frustraciones o la incertidumbre. De la misma manera que la meditación nos enseña a observar el dolor físico sin reaccionar de forma impulsiva, podemos aplicar esa misma actitud ante las dificultades cotidianas. Ante el estrés o las emociones negativas, podemos hacer una pausa, tomar conciencia de lo que sentimos y, después, elegir de manera consciente cómo actuar, en lugar de dejarnos arrastrar por la inercia de nuestras emociones.

Este principio fundamental de la meditación es perfectamente aplicable a nuestra vida diaria: no siempre podemos cambiar las circunstancias que nos rodean, pero sí podemos transformar nuestra actitud frente a ellas.


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Imagen de SnapwireSnaps en Pixabay


martes, 3 de diciembre de 2024

La certeza incierta: reflexión sobre “Los límites de la ciencia” de Javier Argüello




Existe una brecha enorme entre el conocimiento y las incertidumbres que caracterizan al pensamiento científico actual y las certezas con las que la mayoría de las personas interpretan, trabajan y se relacionan con el mundo. Esta distancia se debe a múltiples factores, entre ellos, la complejidad de los avances científicos y su limitada divulgación, así como a la resistencia humana a cuestionar creencias profundamente arraigadas.

Paradójicamente, mientras la ciencia avanza en la comprensión de los fenómenos que nos rodean y de nuestra propia naturaleza, gran parte de este conocimiento sigue siendo desconocido o incomprendido por la mayoría, que continúa aferrada a formas de comprensión del mundo propias del marco científico del siglo XVII. Esta desconexión no solo responde a la falta de acceso a información, sino también a la comodidad que ofrecen las explicaciones tradicionales, basadas en lógicas mecanicistas. Estas lógicas prometen una sensación de seguridad al plantear un mundo físico y tangible donde todo es medible, predecible y controlable, desde el nivel subatómico hasta las dinámicas del universo entero. 

Dentro de esta visión mecanicista, también se incluye, de manera reduccionista, la comprensión de la mente humana y la consciencia. Estos aspectos, profundamente complejos y aún rodeados de interrogantes para la ciencia, quedan atrapados en este intento de encajarlos dentro de esquemas lineales, materiales y deterministas.

Sin embargo, esta visión mecanicista choca con la realidad de un universo lleno de incertidumbre y complejidad, donde la predicción absoluta es una ilusión. La fantasía de poder anticipar cada comportamiento, cada reacción, queda constantemente desafiada por los descubrimientos científicos, que nos invitan a aceptar la incertidumbre y la subjetividad como parte inherente del conocimiento y la existencia. 

Para Javier Argüello, los límites de la ciencia se encuentran en aquellos caminos que, tras convertirse en cuellos de botella, terminan por revelarse como callejones sin salida. Estas situaciones plantean la necesidad de un cambio de paradigma, un cuestionamiento profundo sobre las hipótesis que buscamos validar y los métodos con los que lo hacemos. Hemos construido una cultura centrada en el análisis y la especialización como formas predominantes de comprensión, donde el conocimiento de las partes se asume como capaz de explicar el todo y donde todo debe ser abordado de manera evolutiva y lineal. Sin embargo, los avances en física desafían esta perspectiva al sugerir que el todo existe como una entidad independiente de las partes, y que estas no son más que constructos explicativos a través de los cuales se nos revela. Algo que ya intuían los antiguos y que es asumido como dogma por la mayoría de corrientes espirituales.

Este cambio de paradigma requiere una transformación en nuestra forma de entender el conocimiento, integrando la incertidumbre y la complejidad como principios fundamentales. Pero no es un proceso sencillo. Supone replantear no solo nuestra relación con el conocimiento, sino también cómo este se incorpora en nuestras prácticas cotidianas y en la visión que tenemos del mundo. Abrazar esta nueva forma de pensar implica soltar certezas, aceptar la riqueza de lo incompleto y avanzar hacia una comprensión más integral y conectada de la realidad.

Los límites de la ciencia” es un bombón que recomiendo encarecidamente a aquellas y aquellos que sienten que trabajan desde lo pequeño y necesitan desembarazarse de la estrechez de las certezas absolutas para abrirse a nuevas maneras de comprender y conectar ideas. Es un libro para quienes buscan salir del reduccionismo y abrazar la complejidad, para quienes sospechan que el conocimiento no solo se encuentra en lo que se mide y se prueba, sino también en aquello que se intuye y se experimenta. 

Este libro recoge la conferencia que Javier Argüello ofreció en noviembre de 2021 en San Sebastián. El evento, reunió a físicos, escritores, neurocientíficos y humanistas para explorar el papel de la belleza como faro en las distintas búsquedas humanas. Se trata de una obra breve pero profundamente inspiradora, que invita a repensar nuestras herramientas conceptuales y nuestras formas de aproximarnos al mundo.

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En la imagen se muestran dos momentos distintos, pero profundamente conectados, en la búsqueda del conocimiento: a la derecha, Richard Feynman, en un seminario en el CERN tras haber recibido el Premio Nobel de Física, en 1965; a la izquierda, una representación clásica de las musas, hijas de la memoria y guardianas de la inspiración. Las musas, según la mitología, ofrecían verdades profundas a través de la belleza, ya que solo lo bello podía abrir el corazón humano al conocimiento eterno.

 


lunes, 25 de noviembre de 2024

Caja de herramientas [cumClavis] para un liderazgo efectivo


El liderazgo no es fruto del azar ni solo una habilidad innata que algunas personas poseen de forma natural. Es una capacidad que se puede desarrollar y perfeccionar a lo largo del tiempo. 

Es importante no olvidar que, en el núcleo de este liderazgo se encuentran las creencias y valores. Todo liderazgo auténtico se apoya sobre una creencia sólida en la capacidad de desarrollo, aprendizaje y transformación de las personas. Este enfoque no es ingenuo ni idealista, sino una postura consciente y estratégica que orienta cómo el líder toma decisiones y cómo establece relaciones con su equipo. 

Creer en el potencial de las personas significa aceptar que cada individuo tiene recursos internos que pueden ser activados y fortalecidos en el contexto adecuado. Esta convicción genera un entorno de confianza y respeto, pilares fundamentales para fomentar la motivación y el compromiso. Un líder que actúa desde esta base no solo inspira a su equipo, sino que también crea un espacio donde cada persona siente que puede contribuir con lo mejor de sí misma, alineando sus objetivos personales con las metas colectivas.

Sin embargo, estas creencias y valores necesitan expresarse y materializarse en las relaciones diarias. Aquí es donde entra en juego el arte de la interacción, una habilidad que convierte las creencias en acciones concretas. Liderar personas es mucho más que supervisar o delegar tareas; es un arte que requiere sensibilidad para leer las señales del entorno, empatía para comprender las emociones y motivaciones de los demás, y flexibilidad para adaptarse a la diversidad de personalidades y estilos. Este arte no consiste en imponer una dirección, sino de desarrollar un propósito compartido, es decir, crear un espacio donde las personas puedan encontrar su lugar, desarrollar su potencial y sentirse útiles contribuyendo mediante su talento.

Dirigir personas implica ser consciente de cómo los propios comportamientos y actitudes afectan directamente a las dinámicas del equipo. Esta perspectiva permite empoderar a las personas, ayudándolas a sentirse valoradas y motivadas para asumir nuevos retos. Además, la interacción efectiva fortalece los lazos entre los miembros del equipo, promoviendo una colaboración más fluida y efectiva.

No obstante, creer en el potencial de las personas y dominar el arte de la interacción no es suficiente para garantizar un liderazgo sostenible. La práctica del liderazgo también requiere de herramientas que estructuren y optimicen el trabajo diario, ofreciendo soporte tanto al líder como a su equipo. Estas herramientas actúan como puentes entre las convicciones y las actuaciones.

A continuación, presento algunas herramientas que considero altamente efectivas, sencillas y versátiles para su aplicación desde cualquier puesto de responsabilidad de dirección de equipos y personas. Se trata de instrumentos para los que, en su mayoría, he desarrollado orientaciones o metodologías concretas y abiertas para su uso. Estas herramientas no solo facilitan ejercer el liderazgo, sino que también promueven el desarrollo y la puesta en práctica de competencias clave en este ámbito:

ENTREVISTA DE DESARROLLO

La entrevista de desarrollo es un espacio estructurado para que el líder y la persona entrevistada reflexionen conjuntamente sobre su trayectoria, sus necesidades y sus perspectivas de futuro. Más allá de ser un diálogo formal, este encuentro busca desbloquear conflictos, identificar oportunidades de mejora y fomentar el compromiso mutuo.

Inspirada en la idea de que las organizaciones deben alinearse con las necesidades de desarrollo de las personas (y no solo al revés), esta herramienta permite detectar puntos de fricción y, sobre todo, generar rutas claras de acción. Consta de tres etapas clave: una exploración inicial de la situación actual, una definición de objetivos concretos y un cierre con compromisos mutuos, que incluyen acciones específicas tanto del líder como de la persona entrevistada. Este enfoque asegura que las decisiones tomadas durante la entrevista sean tangibles y generen valor tanto para el individuo como para la organización.

MOMENTO ZERO DEL TRABAJO COLABORATIVO

El “Momento Zero” es un paso esencial en la construcción de proyectos y equipos colaborativos. Se trata de un encuentro inicial en el que se sientan las bases de confianza, compromiso y claridad de roles que guiarán el trabajo conjunto. Este momento es crítico porque establece las reglas del juego y alinea las expectativas desde el principio, minimizando malentendidos y conflictos futuros.

El Momento Zero incluye la definición de objetivos compartidos, la identificación de recursos disponibles, la clarificación de roles y responsabilidades, y el establecimiento de normas de convivencia y trabajo. Además, fomenta la participación activa de todos los miembros del equipo, creando un espacio donde cada persona se siente propietaria del proceso. Este enfoque es especialmente valioso en proyectos interdepartamentales o en equipos que enfrentan retos complejos, ya que garantiza que todos los implicados partan de un entendimiento común y un compromiso real.

ÍNDICE DE ADHERENCIA AL EQUIPO (IAE)

El Índice de Adherencia al Equipo es una herramienta que mide el nivel de cohesión y compromiso dentro de un grupo. No se limita a evaluar la satisfacción de los miembros, sino que se centra en aspectos clave como la confianza mutua, el sentido de pertenencia, la claridad en los objetivos y la percepción de eficacia del equipo.

Este índice permite identificar áreas de mejora específicas que afectan la dinámica del grupo, como la necesidad de reforzar la comunicación, gestionar conflictos latentes o clarificar roles y responsabilidades. Los resultados obtenidos son una guía práctica para diseñar intervenciones que fortalezcan la adherencia al equipo, promoviendo una colaboración más efectiva y un clima de trabajo más positivo.

REUNIONES DE VALORACIÓN Y LECCIONES APRENDIDAS

Estas reuniones son un espacio para reflexionar sobre lo que ha funcionado bien y lo que podría mejorarse al final de un proyecto o etapa de trabajo. Su propósito no es solo mirar al pasado, sino extraer aprendizajes que puedan aplicarse en el futuro, convirtiendo los errores en oportunidades de mejora.

Para que estas reuniones sean efectivas, es esencial establecer un ambiente de confianza donde todos los participantes se sientan cómodos compartiendo sus opiniones. Además, deben estar estructuradas en torno a preguntas clave: ¿Qué funcionó bien? ¿Qué no funcionó y por qué? ¿Qué podemos hacer diferente la próxima vez? Las conclusiones extraídas deben sistematizarse y compartirse, asegurando que se conviertan en un recurso para futuros proyectos. Este enfoque fomenta una cultura organizativa de mejora continua y aprendizaje colectivo.

IMPULSO DE EQUIPOS MOTOR AUTOGESTIONADOS

Los equipos motor autogestionados son grupos de trabajo que operan con un alto grado de autonomía y responsabilidad compartida. Estos equipos son impulsados por líderes que facilitan los recursos y el apoyo necesario, pero que evitan la microgestión, permitiendo que los miembros del equipo tomen decisiones de forma independiente.

El desarrollo de estos equipos requiere crear lo que se denomina una "placenta organizativa", un entorno protector que les proporcione seguridad y recursos durante su desarrollo. Este espacio debe permitirles experimentar, aprender y consolidar su autonomía sin las presiones debidas a culturas organizativas de carácter vertical. Con el tiempo, estos equipos se convierten en motores de innovación y cambio dentro de la organización, promoviendo un liderazgo descentralizado, responsabilizador y resiliente.

ESPACIOS DE CONFIANZA PARA LA TRANSFERENCIA DE CONOCIMIENTO

La transferencia de conocimiento no ocurre de manera espontánea, especialmente cuando se trata de saberes críticos o tácitos. Crear espacios de confianza es fundamental para que las personas compartan su experiencia de forma abierta y genuina. Estos espacios se construyen mediante dinámicas que fomenten la confidencialidad, el respeto mutuo y la valorización del conocimiento individual.

Estos entornos no solo facilitan el intercambio de información, sino que también promueven la creación de relaciones sólidas entre los miembros del equipo. Al establecer conexiones más profundas, los equipos son capaces de compartir aprendizajes más significativos y adaptarlos a sus propias necesidades y contextos.

REFLEXIÓN SOBRE LA IDENTIDAD DE EQUIPO

Una herramienta clave para reforzar la cohesión y la efectividad de un equipo es la reflexión sobre su identidad. Este proceso implica analizar colectivamente cuáles son los valores, metas y desafíos que definen al grupo. Al hacerlo, se crea una narrativa compartida que fortalece el sentido de pertenencia y motiva a los miembros a alinear sus esfuerzos con los objetivos comunes.

La reflexión sobre la identidad también permite identificar barreras internas que pueden estar limitando el desempeño del equipo, como la falta de claridad en los roles o tensiones interpersonales. Al abordarlas de manera conjunta, el equipo no solo se fortalece, sino que también se convierte en un modelo de aprendizaje y mejora continua.


Recuerda que esta selección de herramientas facilita la implementación práctica y tangible del liderazgo, proporcionando un marco claro y sencillo para convertir las competencias directivas en acciones concretas y útiles, superando su habitual confinamiento del ámbito teórico en el que suelen estar ubicadas. 


 

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domingo, 17 de noviembre de 2024

Cómo contribuir al cambio

He escogido esta imagen de un cubito de hielo desplazando con su volumen el agua de un vaso, para ilustrar la potencia de cambio de cualquier objeto que ocupa un espacio. Se trata de lo mismo que sucede en cualquiera de los entornos que normalmente ocupas, tu presencia tiene capacidad de cambio.

A menudo me encuentro con personas que se preguntan cómo podrían contribuir ellas solas a cambiar algo de sus lugares de trabajo. Lo hacen porque creen que su posición no posee suficiente influencia o porque la magnitud de las situaciones que identifican como necesitadas de cambio son demasiado grandes. En el momento actual, donde hay una cultura extractiva global que amenaza el equilibrio social y climático, esta sensación puede que sea conocida por todas aquellas personas que no negamos la magnitud del problema.

Esta manera impotente de percibirse ignora una verdad esencial: todas y todos somos elementos activos en los sistemas de los que formamos parte. Lo que decimos, lo que hacemos e incluso lo que dejamos de hacer, repercute en quienes nos rodean como cubitos de hielo en el agua.

Imagina por un momento que decides cambiar tu manera de comunicarte: evitar hacer juicios sobre alguien de tu entorno, formular una pregunta que nunca te habías atrevido a plantear en una reunión o sugerir una nueva forma de abordar una tarea, por pequeña que parezca. Cada una de estas acciones actúa como un hilo que tira de la compleja red de relaciones y dinámicas que conforman tu entorno. Su impacto inicial puede ser sutil, casi imperceptible, como un leve movimiento en la superficie de tu vaso de agua.

Sin embargo, esas pequeñas variaciones tienen el poder de desencadenar ajustes inesperados. A veces, estos cambios se limitan a alterar mínimamente las dinámicas inmediatas, generando una ligera tensión que pasa desapercibida. Otras veces, el efecto se amplifica, desencadenando una transformación más profunda y duradera, como el hielo que, al derretirse, enfría la temperatura de todo el vaso de agua.

La cuestión no es si tienes capacidad de influir en tu entorno, sino qué tipo de impacto quieres generar. Porque contribuir al cambio no requiere de grandes gestos, ni de liderar una revolución, sino de una consciencia sostenida sobre cómo tus acciones —y tu manera de ocupar espacio— interactúan con quienes te rodean. 

El filósofo mexicano Luciano Concheiro y el coreano Byung-Chul Han nos invitan a reflexionar sobre las formas de transformación posibles en un mundo marcado por la fragmentación de los colectivos humanos y la ausencia de un enemigo claro contra quien rebelarse. En este contexto, destacan una alternativa más accesible y refrescante: la revuelta.

La revuelta no aspira a una transformación total ni espera a que surjan condiciones ideales o líderes carismáticos. Es un acto espontáneo, localizado, nacido de la ética personal y de la voluntad de afirmar nuestra libertad. Se trata de actuar desde nuestros principios, sin delegar en otros la responsabilidad de crear el cambio. Es una postura personal, que desafía al orden establecido desde lo inmediato y lo posible.

Gandhi daba en la diana con la esencia de la revuelta con su frase: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. No se trata de transformar todo de golpe, sino de alinear nuestras acciones cotidianas con los valores que deseamos ver reflejados en el entorno. Desde un gesto aparentemente pequeño, como rechazar una injusticia, responder siempre a un mail o proponer una alternativa, podemos desencadenar ondas de cambio que, al final, repercuten más allá de lo que imaginamos o percibimos directamente. 

Es aquí donde entra en juego la capacidad de confiar en lo que no vemos, en el impacto invisible de nuestras acciones. No siempre somos testigos de las conexiones que se activan o de las transformaciones que ocurren en otros como resultado de nuestras acciones. Pero esto no hace menos real su efecto. Confiar en lo que no se ve significa abrazar la posibilidad de que nuestras acciones resuenen en formas que escapan a nuestra percepción o comprensión inmediata, pero que, con el tiempo, contribuyen a dar forma al entorno que deseamos.

Volviendo al principio de Arquímedes con el que empezaba este artículo ¿Te has preguntado alguna vez cuál es el "volumen" que estás desplazando con tu presencia cotidiana en tu entorno? ¿Qué impacto generan tus palabras, tus decisiones y hasta tus silencios en las dinámicas que te rodean? ¿Cuán distinto podría ser si eligieras intervenir de manera más intencionada, con una propósito claro y personal que guiara tus actuaciones? 

Puede que, pensar en ello, sea el primer paso para empezar a transformar tu espacio inmediato, si es que realmente quieres hacerlo.



miércoles, 13 de noviembre de 2024

No sirve cualquiera


La clave para que una organización funcione está en la fortaleza de su estructura directiva. Cualquier ámbito —ya sea innovación, producción o aspectos como la resiliencia y la capacidad de adaptación al cambio— depende en gran medida de la capacidad directiva de sus líderes. 

Está claro que el equivalente de un tumor en una organización estaría localizado en aquel punto donde existe una dirección incapaz de aportar valor. Una dirección mediocre o ausente suele actuar como un “núcleo tóxico” que propaga efectos negativos en cascada a lo largo de toda la estructura. Estos puntos negros no solo bloquean el crecimiento y el desarrollo de los equipos, sino que también generan una carga emocional y operativa extra. Los miembros del equipo pueden sentirse atrapados en dinámicas torpes, aburridas o poco productivas, lo que a menudo se traduce en altos niveles de estrés, desmotivación y agotamiento. 

Un directivo o mando incompetente, genera mucho trabajo extra porque su equipo termina enfrentando dos retos: el de cumplir con las exigencias de una gestión ineficaz y el de buscar sentido en su propio trabajo, intentando llenar los vacíos dejados por la falta de liderazgo. Esta situación es la que provoca un desgaste adicional, ya que se vive una desconexión entre el esfuerzo diario y el impacto o propósito real del trabajo. 

LA SELECCIÓN PARADÓGICA

La elección de líderes en puestos de dirección debería ser uno de los procesos más rigurosos en cualquier organización, ya que de ella depende, en gran medida, el éxito y la cohesión del equipo. Sin embargo, la realidad muestra que, paradójicamente, este proceso suele tratarse con una ligereza que contrasta con su relevancia. Con frecuencia, las prácticas de selección privilegian criterios superficiales —como la antigüedad, la productividad individual o una formación técnica específica—, sin valorar aspectos críticos como la capacidad de inspirar, gestionar conflictos o promover una cultura colaborativa. Esta falta de atención a las competencias clave para el liderazgo no solo limita el potencial de crecimiento del equipo, sino que compromete el desarrollo de la organización en su conjunto, perpetuando una estructura de mando más orientada al control que a la cooperación y el avance colectivo.

Cuando los criterios para la selección de directivos se reducen a cumplir con formalidades o logros puntuales, se corre el riesgo de colocar en posiciones de influencia a personas que, aunque competentes en tareas específicas, carecen de las habilidades para liderar y motivar a otros. Esta falta de rigor en la elección de líderes tiene efectos profundos: frena la innovación, genera ambientes de trabajo rígidos y, en definitiva, dificulta que la organización pueda adaptarse y responder de manera ágil a los desafíos del entorno. 

Además, parece haber una tendencia automatizada a perpetuar patrones de selección y promoción que se apoyan en sesgos organizacionales y en una mentalidad centrada en la jerarquía, en lugar de en el liderazgo y la cooperación. Así, aunque se reconoce que una dirección bien capacitada reduciría significativamente los problemas organizativos, a menudo se replica un sistema que, por diseño o inercia, prioriza principios alejados del liderazgo eficaz y de la creación de un entorno de trabajo saludable.

LA FORMULA MÁGICA DE LA FORMACIÓN

La formación suele ser la fórmula mágica a la que se acude para resolver la brecha competencial directiva que presentan muchas personas con esta responsabilidad. Esta solución puede ser realmente efectiva cuando va acompañada de una exigencia organizativa de aplicar los conocimientos adquiridos en la práctica diaria. Es decir, que vaya seguida de un sistema de seguimiento que garantice que las personas con responsabilidades de liderazgo sean evaluadas periódicamente en sus competencias directivas y en su impacto real en la organización. Sin embargo, esta integración es poco común. Los programas de formación directiva suelen ser permitidos y aprobados por la Dirección, pero rara vez cuentan con el respaldo sólido que necesitan los departamentos de Formación o Recursos Humanos, que son quienes generalmente impulsan y apuestan, hasta donde pueden, por estas iniciativas. 

Más bien, la formación suele ofrecerse como un recurso opcional, un instrumento al que los directivos pueden acceder en función de sus preferencias personales y siempre que les resulte cómodo y “tengan tiempo”, sin que ello vaya ligado a la exigencia de una verdadera obligación o integración en la cultura de la organización. Esta falta de compromiso organizacional limita el impacto de la formación y convierte lo que debería ser un potente mecanismo de cambio de cultura en una herramienta menor e infrautilizada.

LA VOLUNTAD (Y CAPACIDAD) DE APRENDER

Además, la formación en sí misma no garantiza el éxito del aprendizaje. Formar a alguien no es lo mismo que asegurar que esa persona aprenda. Para que la formación sea realmente efectiva, quienes la imparten deben considerar cuidadosamente todos los aspectos didácticos y pedagógicos que faciliten la asimilación y aplicación de los conocimientos por parte de los participantes. 

Pero con esto no es suficiente, es necesario que la persona que participa de esta formación tenga un propósito real de aprendizaje. Este compromiso con el cambio implica estar dispuesta o dispuesto a cuestionar hábitos arraigados y abrirse a nuevas perspectivas, manteniendo una actitud esperanzada y de mejora continua incluso cuando el proceso de aprendizaje es desafiante o incómodo. Es decir, la persona ha de querer aprender, sin esta predisposición al aprendizaje, cualquier esfuerzo de formación quedará vacío, sin resonancia ni efecto en la persona, en el equipo o en la organización.

Algunas personas consideran que el liderazgo está determinado por la personalidad e incluso creen que tiene una base genética, como un rasgo inherente, similar al color de los ojos o al timbre de la voz. En contraposición, están quienes sostienen que el liderazgo no es algo innato, sino que puede aprenderse y desarrollarse.

Personalmente, no me alineo con ninguno de estos extremos, aunque me inclino hacia la idea de que el liderazgo puede cultivarse, siempre y cuando la persona reúna ciertos elementos esenciales: existencia de mecanismos de autoconocimiento, una capacidad crítica hacia sí misma que no influya en su seguridad ni en su autoestima, flexibilidad cognitiva para valorar seriamente otros puntos de vista, una voluntad auténtica de mejorar y la habilidad de “cocinar el cambio”. Esto último implica dedicar a cada nuevo aprendizaje y experiencia el tiempo necesario para integrarlos de manera natural en el estilo de trabajo de la persona y en la dinámica del equipo. No es solo una cuestión de tiempo, sino de armonizar ingredientes con cuidado y paciencia, sin prisas, con táctica y pensando a medio y largo plazo.

Si te fijas bien, estas cualidades no solo permiten aprender a desenvolverse en un rol de dirección, sino que son las que, en última instancia, se hallan en la base del liderazgo.

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Imagen de JACKSON FK en Pixabay

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Dirigir personas: el arte de la interacción con cada una de ellas


En el momento actual, liderar personas debiera dejar de ser un ejercicio de control basado en reglas estáticas o simplificaciones teóricas. El conocimiento que tenemos sobre el funcionamiento del cerebro y la naturaleza humana, la creciente complejidad de las organizaciones y la diversidad de perfiles en los equipos demandan un liderazgo capaz de gestionar las particularidades de cada individuo. 

Aunque teorías tradicionales, como el liderazgo situacional o los modelos contextuales [liderazgo transformacional, de crisis o adaptativo] orienten sobre el tipo de liderazgo adecuado a cada nivel de madurez o a cada momento de la organización y que herramientas como el MBTI o Insights Discovery ayuden a clasificar perfiles de personalidad dando pautas de como interactuar con ellos, el verdadero desafío radica en liderar sin seguir formulas ni reducir a las personas a etiquetas diagnósticas para las que ya existen tratamientos predeterminados.

Liderar personas va mucho más allá de esquemas y estándares: exige escuchar a cada persona con su propia voz, comprender la esencia de sus actuaciones y responder a sus necesidades únicas. Un liderazgo auténtico requiere una comprensión profunda de las variables personales que determinan los comportamientos y esto exige que la persona que ocupa el rol de líder esté disponible para poner en juego una serie de capacidades.

LA CLAVE: COMPRENDER POR QUÉ LAS PERSONAS SE COMPORTAN TAL Y CÓMO LO HACEN

La manera con la que, cada persona, toma decisiones, se comporta y se relaciona no es caprichosa ni fortuita, sino que está sujeta a multitud de variables, de las cuales podemos atisbar e intuir solo unas pocas. Conocer estas variables es esencial para un liderazgo respetuoso y responsable. Veamos algunas:

Creencias y valores personales: Las creencias y valores personales actúan como filtros a través de los cuales cada individuo interpreta el mundo, influyendo profundamente en sus decisiones y comportamientos. Estas creencias, que se forman a lo largo de la vida mediante experiencias, educación y cultura, determinan cómo percibimos la realidad y reaccionamos ante ella. No es lo mismo lo que mueve y la desconfianza de quien interpreta las relaciones con el entorno desde una perspectiva extractiva, de la esperanza de quien lo hace desde un prisma generativo. Tampoco son lo mismo los valores que se desprenden de cada uno de estos puntos de vista. Comprender y respetar las convicciones de los miembros del equipo facilita el contacto, permite anticipar sus reacciones y posibilita gestionar de manera más efectiva las interacciones dentro del grupo.

Experiencias previas (éxitos y fracasos): Las experiencias, tanto positivas como negativas, crean patrones de comportamiento que condicionan cómo cada persona enfrenta situaciones futuras. Los éxitos refuerzan la confianza y la proactividad, mientras que los fracasos pueden fomentar el miedo, la cautela o la inseguridad. Las personas convierten en leyes universales la interpretación que hacen de su experiencia. Es importante tener en cuenta, cómo estos "moldes de comportamiento" impactan en la autoconfianza y la predisposición de una persona ante lo que se le propone o los desafíos a los que se enfrenta.

Expectativas, anhelos y objetivos: Todas las personas tienen aspiraciones que orientan sus esfuerzos y determinan sus prioridades. Las expectativas y anhelos actúan como brújulas internas, dando sentido y propósito a sus acciones. El grado de alineación entre estos objetivos personales y los del entorno explica la implicación y satisfacción que manifiesta la persona. 

Estilo y capacidad comunicativa: La forma en que cada persona se comunica impacta profundamente en las respuestas que recibe y, en consecuencia, en su manera de interactuar con el entorno. Un estilo comunicativo defensivo, seductor u ofensivo, por ejemplo, generan reacciones distintas en los demás, afectando la dinámica de las relaciones y las percepciones mutuas. Este fenómeno condiciona cómo cada persona se siente entendida, valorada o aceptada y moldea su comportamiento en función de las respuestas que ella misma provoca.

Situación personal: Las circunstancias personales, como las responsabilidades familiares, el estado de salud o los compromisos externos, influyen en el rendimiento y la disposición emocional de cada individuo. Estos factores condicionan cómo cada persona se presenta y actúa en el entorno laboral, afectando a su nivel de energía, sus prioridades, presencia y concentración. 

Motivación (intrínseca vs. extrínseca): Algunas personas se motivan más por incentivos externos, como el reconocimiento o las recompensas, mientras que otras prefieren la satisfacción personal de un trabajo bien hecho. Esta diferencia influye en cómo cada persona aborda sus responsabilidades y en la energía que invierte en ellas, determinando no solo su nivel de implicación, sino también su percepción del éxito y el esfuerzo en el entorno laboral.

Tolerancia al estrés y resiliencia: La tolerancia al estrés y la resiliencia son factores que explican cómo una persona enfrenta situaciones de crisis o incertidumbre. Las personas con alta tolerancia al estrés suelen mantener la calma y tomar decisiones con mayor claridad en momentos de presión, mientras que aquellas con menor tolerancia pueden experimentar más ansiedad o bloqueo. La resiliencia, por su parte, permite a las personas reponerse y adaptarse tras experiencias adversas, influyendo directamente en su capacidad de aprender de los contratiempos. Estas variables no solo afectan la respuesta inmediata ante situaciones complejas, sino que también moldean actitudes, comportamientos y expectativas frente a los desafíos diarios, haciendo que cada profesional afronte el entorno laboral de manera personal y única.

Nivel de autonomía e iniciativa: La capacidad de actuar de forma autónoma y tener iniciativa varía entre individuos y es un factor clave para comprender cómo cada persona se desenvuelve y contribuye a su entorno. Algunas personas se sienten cómodas cuando tienen la libertad de decidir y actuar por cuenta propia. Otras, en cambio, encuentran más seguridad con directrices claras y supervisión. Este nivel de autonomía, junto con la disposición a asumir la iniciativa, influye en la manera en que cada individuo asume sus funciones y se integra al equipo.

QUÉ CAPACIDADES DEBEN PONERSE EN JUEGO DESDE EL LIDERAZGO

Para gestionar eficazmente estas variables, el o la líder necesita cultivar ciertas capacidades que le permitan comprender y adaptarse a las particularidades de cada persona. Entre estas cualidades esenciales se destacan:

Autoconocimiento: Comprender nuestras fortalezas, limitaciones, la forma en que tomamos decisiones y los sesgos que influyen en ellas nos permite actuar de manera más objetiva y respetuosa, evitando proyectar nuestras percepciones en los demás. Aunque a simple vista el autoconocimiento parece sencillo, en realidad supone superar importantes barreras. Por un lado, existen barreras sociales en una cultura que subestima y no prioriza aquello que no se traduce en un beneficio tangible. Por otro, la inercia judeocristiana tiende a enfocar el autoanálisis en términos dualistas de "bueno" o "malo", lo que dificulta una comprensión libre de juicios sobre uno mismo.

Empatía y sensibilidad emocional: Empatizar implica la disposición a dejar de mirar al otro desde la propia perspectiva, liberarse del ego y abrirse a la vivencia que percibimos en la otra persona. Esta capacidad de conectar con los sentimientos y preocupaciones ajenas es fundamental para un liderazgo que adapta sus acciones a las necesidades reales de cada individuo, fomentando así una relación respetuosa.

Observación y escucha activa: La observación cuidadosa y la escucha activa permiten una comprensión profunda de la individualidad de cada persona. Al observar sin juzgar y escuchar con atención, se pueden captar matices únicos de las experiencias, motivaciones y comportamientos de los demás, lo que facilita una interacción más auténtica y acorde con la personalidad de cada individuo.

Flexibilidad cognitiva: La habilidad de adaptar la perspectiva y abrirse a nuevas maneras de pensar permite reconocer y valorar la diversidad de formas de ser y de pensar. Al ser flexible cognitivamente, se crean espacios para aceptar otras maneras de interpretar y enfrentar situaciones.

Observación objetiva: La capacidad de observar sin proyectar nuestras propias creencias, sesgos o experiencias en el otro nos permite conocer y entender de manera genuina las particularidades de su personalidad. Esta observación limpia y neutral hace posibles interacciones en las que cada persona se sienta cómoda y reconocida en su propia manera de ser y de hacer.

Aceptación y valoración de la diversidad: Aceptar y valorar la diversidad implica un reconocimiento profundo de que cada persona tiene su propio camino y estilo. Esta aceptación va más allá de la tolerancia y se convierte en una apreciación auténtica de lo que cada personalidad aporta, fomentando un entorno de respeto e intercambio de recursos y riqueza interpersonal.

Autocontrol: Mantener el control sobre nuestras propias reacciones y emociones es fundamental para interactuar de manera respetuosa y auténtica con los demás. El autocontrol permite gestionar impulsos y estados anímicos, evitando que influyan negativamente en las relaciones o distorsionen la percepción de las situaciones. Esta capacidad ayuda respetar el espacio personal y la expresión natural de cada individuo, promoviendo interacciones libres y equilibradas. 

Capacidad de adaptación: La habilidad de adaptarse va más allá de ajustar nuestras acciones a diferentes situaciones; implica una flexibilidad profunda para acoger y responder a la singularidad de cada persona. Adaptarse, en este sentido, significa reconocer y respetar las distintas formas de ser y de actuar, creando un entorno donde cada individuo pueda expresarse y contribuir como cree que debe hacerlo. 

Claridad y coherencia en la comunicación: Expresarse con claridad y coherencia implica transmitir mensajes de manera que sean comprensibles y fieles a la intención original, evitando malentendidos. La coherencia refuerza que lo que se comunica esté alineado con lo que se practica y con los valores propios, generando confianza y credibilidad. Esta capacidad permite que las personas se sientan escuchadas y respetadas, creando un ambiente donde cada individuo puede interpretar y responder a los mensajes con seguridad.

Neutralidad en las expectativas: Mantener la neutralidad en las expectativas implica liberarse de prejuicios y valoraciones previas creando un espacio sin presión, donde cada individuo puede expresarse libremente, facilitando una comprensión auténtica de su personalidad y la contribución única que aporta. Al no anticipar comportamientos ni resultados, se valora cada acción y logro en su justa medida, promoviendo un entorno de respeto y aceptación. 

Para concluir y a modo de resumen, es momento de abandonar la tendencia a crear categorías y fórmulas preestablecidas para liderar personas. Dirigir implica reconocer la riqueza y complejidad que cada individuo aporta al equipo y adaptar el liderazgo a esa diversidad. Las taxonomías son útiles en tanto ayudan a comprender la realidad, pero no representan la realidad en sí misma; son una simplificación que elimina la incertidumbre, ese elemento esencial que, aunque incómodo, es inherente a toda experiencia humana. Un liderazgo efectivo no se basa en esquemas rígidos, sino en un proceso de ajuste continuo que exige un profundo respeto por la singularidad de cada miembro del equipo. Es necesario insistir en ello en la formación de nuestros líderes.

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Para ilustrar este artículo he escogido la imagen de la directora de orquesta Inma Shara. Me fascina especialmente esta fotografía por la expresividad del gesto y el foco de la mirada. La imagen de esta directora resulta idónea para ilustrar este artículo, ya que simboliza a la perfección el equilibrio entre la dirección global del conjunto y la atención a cada músico individual, representado por los diferentes instrumentos.

En esta escena, Inma Shara sostiene con su batuta el tono general, manteniendo la cohesión de toda la orquesta, mientras que, con la mano izquierda, indica a una de las secciones un matiz específico o una entrada precisa. Es un ejemplo visual del arte de liderar, en el que se conjugan la visión estratégica del todo y el cuidado particular hacia cada uno de los integrantes, esenciales ambos para lograr una interpretación armónica y profunda.

viernes, 25 de octubre de 2024

Qué define a una Comunidad de Práctica



Puede resultar extraño un artículo que se plantea definir las Comunidades de Práctica [CoPs] después de décadas de estar entre las metodologías comunes de creación de conocimiento. Sin embargo, es necesario realizar esta aclaración debido a la vasta oferta y creciente popularidad de los mecanismos de inteligencia colectiva y metodologías de trabajo colaborativo. Con la expansión de estos enfoques, las CoPs corren el riesgo de perder su esencia y confundir su forma y contenido si no se define claramente qué son y qué no son. 

Es crucial recuperar su distinción, no solo para mantener su relevancia, sino para generar expectativas claras y realistas sobre los derechos y obligaciones que implica formar parte de una CoP. Esta reflexión, tal como la planteaba Simone Weil, nos invita a mirar más allá de la mera pertenencia y a entender que, el compromiso con una CoP exige un equilibrio entre el derecho a recibir y la obligación de contribuir.

Weil, en su obra "L'Enracinement" (El enraizamiento o Echar raíces), publicada póstumamente en 1949, advertía de la preponderancia que estaba adquiriendo en la sociedad, los derechos de las personas frente a las obligaciones de estas para con los otros. Ella subrayó que los derechos solo adquieren verdadero sentido cuando se basan en las obligaciones fundamentales que los seres humanos tienen entre sí y con la sociedad. Para ella, las obligaciones preceden a los derechos y son universales. Este enfoque resuena profundamente en el contexto de las CoPs, ya que no solo aclara el rol de cada miembro dentro de la comunidad, sino que también asegura su efectividad, al basarse en principios de voluntariedad, compromiso y reciprocidad. En las CoPs, el derecho a aprender y compartir debe equilibrarse con la obligación de contribuir activamente al crecimiento colectivo.

De la certeza a la incertidumbre

La gestión del conocimiento ha sido tradicionalmente concebida como la transmisión de certezas. Se asume que existen saberes consolidados que deben comunicarse de forma clara y eficiente para asegurar la continuidad y el éxito de las prácticas laborales. Este enfoque ha sido crucial para que las buenas prácticas, los procedimientos estandarizados y las lecciones aprendidas se mantengan en las organizaciones, proporcionando a los profesionales un marco de seguridad y conocimiento previo. Actualmente la transferencia de conocimiento entre generaciones se basa completamente en este paradigma.

Sin embargo, esta transmisión de certezas, aunque necesaria, no es suficiente para enfrentar los desafíos complejos y cambiantes que surgen en el ámbito profesional. Aquí es donde las Comunidades de Práctica ofrecen un enfoque más amplio y dinámico. Aunque parten de conocimientos establecidos, no se limitan a transmitir certezas; estimulan a sus miembros a explorar terrenos inciertos. El proceso de creación de conocimiento en una CoP sigue un trayecto que parte de lo conocido hacia lo desconocido. Las personas, comparten sus certezas  con el propósito de responder a dudas y desafíos comunes para los cuáles no tienen respuesta. Es en esta frontera entre lo conocido y lo incierto donde la comunidad adquiere su mayor relevancia.

Un elemento clave que estructura la actividad de una CoP es lo que denomino “eje de actividad”, el cual se refiere a la producción de algo concreto que responda a una necesidad compartida o un problema común. Este eje no solo guía el intercambio de conocimientos, sino que también da un propósito claro a la colaboración, asegurando que el trabajo conjunto conduzca a un resultado tangible y útil. Al girar en torno a este eje, las CoPs mantienen el enfoque en la acción y en la creación de soluciones aplicables a los desafíos reales que enfrentan los miembros.

Las personas, al colaborar en la exploración de estas incertidumbres, no solo intercambian conocimientos ya establecidos, sino que también generan nuevo saber. La exploración conjunta es el núcleo del proceso. Lo que comienza como una transferencia de conocimiento evoluciona hacia un proceso creativo en el que el grupo genera respuestas a problemas que, de otra forma, habrían quedado sin resolver. Este proceso de creación colectiva permite a los miembros evolucionar en sus prácticas y avanzar en su desarrollo profesional.

Un espacio humano, no una herramienta organizativa

Es crucial comprender que una Comunidad de Práctica no es una herramienta organizativa diseñada desde las jerarquías tradicionales. No es un mecanismo controlado por una estructura formal, sino un entorno que nace y se mantiene gracias al compromiso y la participación activa de sus miembros. En su esencia, una CoP es un espacio de personas para personas, donde profesionales, movidos por intereses comunes, se agrupan voluntariamente para compartir y co-crear conocimiento.

El concepto de comunidad es clave aquí. Mientras una organización establece estructuras, reglas y procesos, una comunidad parte de la conexión humana, del deseo compartido de aprender, mejorar y enfrentar desafíos comunes. Las CoPs se construyen sobre relaciones de confianza y un fuerte sentido de pertenencia, donde la riqueza del intercambio proviene de la diversidad y la experiencia única que aporta cada miembro.

Los pilares de las Comunidades de Práctica

Uno de los pilares fundamentales de una CoP es la voluntariedad. Los miembros no están obligados a participar; lo hacen porque sienten que forman parte de algo que les beneficia tanto personal como profesionalmente. Esta voluntariedad es lo que da vida a la comunidad, asegurando un compromiso genuino. La participación nace del interés propio por mejorar y contribuir, convirtiendo a la CoP en un entorno dinámico y proactivo, libre de las imposiciones jerárquicas.

La autogestión es otra característica esencial. Las CoPs no dependen de estructuras jerárquicas formales para funcionar. No hay una cadena de mando que dicte el rumbo de las actividades o las decisiones. En su lugar, cada miembro asume la responsabilidad de contribuir y participar activamente. Aunque pueden existir roles dentro de la comunidad (como facilitadores o coordinadores), estos no implican poder jerárquico, sino una responsabilidad compartida. La autogestión permite que las CoPs sean flexibles y se adapten a las necesidades emergentes de los miembros, sin las restricciones de estructuras más rígidas.

En una CoP, todos los miembros son propietarios. Esto significa que cada persona tiene voz y voto en el funcionamiento y dirección de la comunidad. Esta propiedad compartida refuerza la idea de que la CoP es un espacio de colaboración horizontal, donde las contribuciones de cada individuo son igualmente valiosas. La ausencia de jerarquías fomenta un ambiente de igualdad y respeto, donde las ideas fluyen libremente y el conocimiento se genera de manera colectiva.

El hecho de que la comunidad no sea propiedad de la organización, sino de los profesionales que la integran, garantiza que las dinámicas internas estén guiadas por los intereses y necesidades concretas de sus miembros. Esto crea un entorno en el que las personas se sienten seguras para compartir dudas, explorar nuevas ideas y asumir riesgos sin temor a las repercusiones típicas de los entornos jerárquicos.

Innovación, pertenencia y desarrollo: los beneficios de las CoPs

Las CoPs ofrecen una serie de beneficios tanto para sus miembros como para las organizaciones que las acogen:

  1. Innovación: La diversidad de perspectivas y la colaboración continua generan soluciones creativas y nuevas ideas que difícilmente surgirían en entornos más estructurados y jerárquicos.
  2. Desarrollo profesional: Compartir y reflexionar sobre experiencias y conocimientos permite a los miembros mejorar competencias y ampliar su visión profesional.
  3. Sentido de pertenencia: Las CoPs crean un espacio donde los miembros se sienten valorados y reconocidos por sus contribuciones, fortaleciendo la adherencia a su colectivo profesional.
  4. Visibilidad y reconocimiento: A medida que los miembros participan activamente, ganan visibilidad dentro de la comunidad y en sus respectivos ámbitos, lo que puede generar nuevas oportunidades profesionales.
  5. Apoyo mutuo: Las CoPs actúan como un espacio de apoyo donde los miembros pueden compartir sus dudas, recibir retroalimentación y sentirse acompañados en la toma de decisiones.

La CoP como antídoto a la soledad profesional

Uno de los valores más importantes de las CoPs es su capacidad para contrarrestar la soledad profesional. En muchos entornos laborales, los profesionales enfrentan desafíos complejos en soledad, sin una red de apoyo que les permita compartir preocupaciones o buscar soluciones colaborativas. Las CoPs ofrecen un espacio seguro y confiable donde los profesionales pueden conectar con otros que enfrentan problemas similares.

Esta red de apoyo no solo facilita el intercambio de ideas, sino que también reduce la presión y el estrés asociados con la toma de decisiones en aislamiento. Saber que otros profesionales están dispuestos a escuchar y colaborar genera un entorno de confianza que potencia tanto el bienestar individual como el desarrollo colectivo.

En un mundo donde la incertidumbre y la complejidad son la constante, las CoPs ofrecen un espacio seguro para la exploración, la innovación, el aprendizaje y el desarrollo en compañía.

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Este artículo corresponde al marco introductorio con el que colaboré en la ponencia: Trabajar en Comunidades de Práctica o cómo combatir la soledad del archivero, con Mª del Mar Ibáñez Camacho, de la Asociación de Archiveros de Andalucía y coordinadora de la Comunidad de Práctica VALORA. Presentada en el I Congreso Nacional de Archivos, celebrado en Pamplona los días 23, 24 y 25 de octubre de 2024.

La imagen corresponde al momento de nuestra intervención en la que Isabel Medrano también anunciaría el despegue de la Comunidad de Práctica: DESAFÍO TPD [Transparencia y Protección de Datos]