martes, 17 de diciembre de 2024

¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones?


La respuesta a esta pregunta parece sencilla: “el cambio siempre es posible. Claro está, siempre y cuando se den las condiciones necesarias para que pueda prosperar.”

Nos quedamos entonces tranquilos, pensando que solo es cuestión de crear esas condiciones. Nos viene a la mente la imagen del jardinero que prepara el terreno, siembra, fertiliza y riega con cuidado, confiando en que todo siga su curso natural. O, quizás, la del ingeniero que diseña un plan preciso: una secuencia lineal y coordinada en la que una diversidad de recursos converge hacia la construcción de algo nuevo.

Pueden existir otras imágenes, todas ellas con un patrón común: la figura del artífice del cambio. Como el jugador de billar, que calcula el ángulo, mide la fuerza y da el toque justo con el efecto preciso, logrando que las esferas —redondas, pulidas y ligeras— se deslicen suavemente para ocupar un nuevo lugar en el tablero. Una nueva disposición, llena de posibilidades, a la espera del próximo golpe de taco.

Esta imagen es la que da pie a tantos discursos sobre liderazgo: se habla de liderazgo transformador, inspirador, orientado al cambio. Se simplifica la ecuación y se apuesta todo a la capacidad del líder para generar un propósito que logre ser compartido y asumido por quienes deben hacerlo realidad. Y ¿qué duda cabe? para que el cambio sea efectivo, debe existir un propósito potente y, a la vez, compartido por aquellos que han de materializarlo. Para ello, lo más efectivo es invitar a las personas a participar en la construcción de este propósito, a dar su opinión, a aportar sus perspectivas. Y, de esta forma, se espera que las bolas se deslicen suavemente sobre la mesa impactando entre sí, encontrando su lugar y generando nuevas posiciones y posibilidades.

Hay mucha literatura y se siguen publicando numerosos artículos, ampliamente aplaudidos, que lo cifran todo, básicamente, en la capacidad del líder de la organización para alinear liderazgos hacia un propósito común, subrayando aspectos de indudable importancia como el ejemplo y la coherencia, la confianza, la empatía, el aprovechamiento del talento, la comunicación efectiva o la gestión de la incertidumbre, entre otros. Esto ha dado lugar a una proliferación de acciones formativas de todo tipo —másteres, acompañamientos, coaching, intercambios— que persiguen desarrollar estas competencias y dotar a los líderes de herramientas que les permitan enfrentar los retos actuales y futuros de las organizaciones con mayor eficacia y humanidad. 

Actualmente, la mayor parte de los esfuerzos y recursos destinados a gestionar el cambio se concentran en tres ámbitos principales: el comunicativo, el formativo y el tecnológico.

Pero, ¿está siendo efectivo este enfoque? ¿Existe una correspondencia directa entre la comunicación, la formación de lideres o la inversión tecnológica, y un cambio real en el porqué, en las maneras de hacer o en la vida cotidiana de las personas que integran los múltiples equipos, colectivos y grupos dentro de una organización?

Es cierto que no se puede negar su impacto. Por ejemplo, la tecnología actual y las posibilidades de teletrabajar han generado cambios incuestionables en las formas de trabajar, en la presencia física y en la calidad y cantidad de las relaciones profesionales. Sin embargo, resulta difícil afirmar categóricamente que estos esfuerzos sean suficientes. En gran medida, esto se debe a que son aún escasos las narrativas y las formaciones que logran penetrar de manera efectiva en el subsuelo productivo de la organización: ese espacio donde se forjan las dinámicas reales de trabajo, las creencias compartidas y las conductas cotidianas que sostienen —o frenan— cualquier proceso de cambio. 

En muchas organizaciones, especialmente en aquellas de gran tamaño, el plan estratégico parece tener vida únicamente en el ámbito supra-directivo. Los valores definidos, las líneas estratégicas, los objetivos generales, los esfuerzos en gestión del conocimiento, los procesos de acogida o desvinculación, el impulso de la innovación o incluso la importancia de las personas y el liderazgo en todo ello, suelen percibirse como algo lejano e irreal.

Se ignora —o se percibe como ajeno— todo aquello que no conecta directamente con la realidad cotidiana del puesto de trabajo, del equipo o del servicio. Para muchas personas, el Departamento o la Dirección se convierte en una realidad difusa, lejana, casi inexistente en su día a día. De este modo, conceptos fundamentales como liderazgo, valores u objetivos estratégicos se desdibujan y pierden su sentido práctico, quedando relegados a un ámbito abstracto que poco o nada impacta en la experiencia diaria del trabajo.

Para la mayoría de las personas de a pie, la vida de la organización se reduce a la dinámica de su pequeño equipo de trabajo: a la relación con sus compañeras y compañeros, a la que tiene con quien ejerce la función de dirección o mando y a cómo todo ello influye en su tiempo y en la organización y desarrollo de su labor diaria.

Sin embargo, estas relaciones tienden a perder flexibilidad con el tiempo debido a la solidificación de los roles que cada uno adopta o asume, a las inercias relacionales que le dan a cada cual un papel y un lugar. A medida que los roles se vuelven más rígidos, se limitan las posibilidades de adaptación y cambio, haciendo que la dinámica del equipo se vuelva cada vez más predecible y menos capaz de creer una posibilidad de cambio desde estas personas.

Esta es la realidad, sino de todos, sí de un sinfín de equipos que anidan en la gran colmena de estas organizaciones que se plantean el cambio en su cultura de trabajo. Se proponen conceptos tan brillantes como el liderazgo transformador, la autogestión responsable, el compromiso, la iniciativa y la generosidad en la creación e intercambio de conocimiento; la escucha activa, el respeto, la apertura a la diversidad de criterios y opiniones para favorecer la innovación, entre otros muchos ideales. Sin embargo, todos estos aspectos chocan irremediablemente contra el caparazón impenetrable de las rutinas, determinadas por el rol que cada persona ocupa. Un rol del que resulta difícil desprenderse porque está en constante actualización a través de la red de relaciones que lo sostiene y lo refuerza día a día.

Y volviendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones? La respuesta sigue siendo la misma: "El cambio siempre es posible, siempre y cuando se den las condiciones necesarias". Pero, ¿cuáles son entonces estas condiciones?

Por supuesto, un propósito con sentido compartido y las herramientas adecuadas para alcanzarlo continúan siendo elementos fundamentales. Pero no son suficientes. Es necesario quebrar la rigidez de los roles, esa estructura que captura y encadena a las personas en dinámicas relacionales perpetuas, sostenidas por expectativas inamovibles sobre sus capacidades y aspiraciones.

Liberar a las personas significa permitirles desplazarse con mayor libertad en el tablero del cambio: reinventarse, recolocarse y refrescarse cuando sea necesario. Pero esta libertad se ve truncada en organizaciones donde los puestos de dirección o mando se perpetúan, haciendo que una misma persona pueda ser responsable del mismo equipo durante gran parte de su vida laboral. Esta rigidez no solo limita la evolución individual, sino que también anquilosa las dinámicas colectivas, dificultando cualquier posibilidad de transformación real.

Si queremos quebrar estas inercias, existen herramientas que, aunque no sean centrales en este artículo, podrían facilitar el proceso. Medidas como sistemas de rotación interna que fomenten la flexibilidad, la creación de espacios de diálogo, asesoramiento mutuo y experimentación para revisar y redefinir el papel de directivos y mandos o el impulso de liderazgos temporales o distribuidos que eviten la concentración prolongada de poder en una misma persona, pueden ser un primer paso para oxigenar la organización y abrir vías hacia el cambio.

Siguiendo con la metáfora del billar, no se trata de meter la bola 8 —aquella que debe mantenerse siempre en equilibrio— en la tronera al final de la partida, sino al principio. Este movimiento inicial, tan disruptivo como necesario, despoja a las personas de su cotidianeidad, las obliga a reconectarse de nuevo con su realidad, a rearticular sus relaciones y a renovar su rol, experimentando en primera persona la necesidad y la posibilidad del cambio.

Es precisamente en esta dinámica viva y oxigenada donde los referentes cobran sentido y donde un plan estratégico, la formación o cualquier orientación externa tienen posibilidades de encontrar por fin tierra fértil en la que germinar.

--

Imagen de Luna4 en Pixabay

martes, 10 de diciembre de 2024

Lecciones de la relación entre cuerpo y mente en la práctica meditativa


La meditación, especialmente en retiros donde se mantiene la postura meditativa varias veces al día durante largos periodos (una hora o incluso hora y media, en cuatro sesiones diarias), puede traer consigo dolor en áreas como las rodillas, los empeines o la zona lumbar. Este malestar suele ser consecuencia de la falta de costumbre de sostener dicha postura por tanto tiempo, algo comparable a permanecer de rodillas y sentado sobre los talones durante un largo rato. Gran parte de esta incomodidad está ligada a los hábitos sedentarios del estilo de vida occidental. Sin embargo, con la práctica, el cuerpo se adapta: se producen los estiramientos necesarios, las caderas se abren, las tensiones musculares disminuyen y la postura se vuelve más relajada, natural y serena.

A pesar de ello, durante la meditación, el cuerpo sigue reaccionando a la agitación mental y a las preocupaciones que puedan surgir, provocando nuevos desequilibrios posturales y tensiones musculares. Meditar no es un ejercicio reflexivo orientado a una comprensión intelectual ni un viaje imaginativo para calmar el sufrimiento cotidiano. Es, más bien, un ejercicio de silencio, una práctica vivencial de uno mismo que parte de la autoconsciencia de estar justo aquí. Ni en lo que has hecho antes, ni en lo que vendrá después, sino en el momento presente.

La postura desempeña un papel esencial en la meditación. Sentarse en un cojín con las piernas cruzadas, las rodillas firmemente apoyadas en el suelo y la espalda erguida, como si se empujara el cielo con la coronilla, involucra activamente al cuerpo en el acto meditativo. Una postura demasiado cómoda, lejos de ser conveniente, puede favorecer el ensimismamiento, propiciar un estado de ensoñación o incluso inducir el sueño. La postura adecuada es exigente, ya que no solo mantiene al practicante alerta, sino que también le ancla al presente. Al estar aquí y ahora, el cuerpo asume un papel protagonista que, junto con la respiración consciente, ayuda a establecer una conexión profunda entre mente y cuerpo.

La atención en la postura es crucial, pues aleja a la mente de las distracciones generadas por la red neuronal por defecto, responsable de pensamientos automáticos, recuerdos y divagaciones mentales. Las exigencias físicas de la meditación contrarrestan estas distracciones, promoviendo una mayor atención y facilitando una experiencia más profunda. De esta forma, la postura no solo condiciona la calidad de la meditación, sino que también establece un marco perfecto para enfrentar la incomodidad física y las distracciones mentales.

Si el dolor aparece durante la meditación, se desencadena una dinámica cognitiva que puede apoderarse de la experiencia. La mente se focaliza en la incomodidad, surgen dudas sobre la necesidad del dolor, si no estaremos cayendo en un sufrimiento innecesario y se desea terminar la sesión. Estas preguntas forman parte de los mecanismos mentales para justificar el abandono de la postura en favor de una experiencia más cómoda. Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, la incomodidad también puede convertirse en un recurso para explorar la relación entre cuerpo y mente.

El dolor en la meditación nos lleva a un punto donde las distracciones mentales se intensifican, haciendo emerger pensamientos, emociones y deseos que en condiciones normales pasarían desapercibidos. En lugar de evitarlos, la práctica meditativa nos invita a observarlos y aceptarlos como parte de la experiencia, desarrollando la habilidad de no reaccionar automáticamente ante ellos.

La postura meditativa, con sus demandas físicas, se convierte en un marco ideal para enfrentar la agitación interna con mayor claridad. No se trata de eliminar el dolor, sino de transformar nuestra relación con él. Esta aceptación nos enseña a no huir ni reaccionar impulsivamente, una capacidad que constituye una de las lecciones más profundas de la meditación.

Lo que experimentamos durante la práctica meditativa, especialmente el dolor físico o la incomodidad, no difiere tanto de lo que enfrentamos en la vida cotidiana. Al igual que la postura meditativa nos desafía a no escapar de la incomodidad, el día a día nos confronta constantemente con retos emocionales y situaciones que preferiríamos evitar, como el estrés, las frustraciones o la incertidumbre. De la misma manera que la meditación nos enseña a observar el dolor físico sin reaccionar de forma impulsiva, podemos aplicar esa misma actitud ante las dificultades cotidianas. Ante el estrés o las emociones negativas, podemos hacer una pausa, tomar conciencia de lo que sentimos y, después, elegir de manera consciente cómo actuar, en lugar de dejarnos arrastrar por la inercia de nuestras emociones.

Este principio fundamental de la meditación es perfectamente aplicable a nuestra vida diaria: no siempre podemos cambiar las circunstancias que nos rodean, pero sí podemos transformar nuestra actitud frente a ellas.


--

Imagen de SnapwireSnaps en Pixabay


martes, 3 de diciembre de 2024

La certeza incierta: reflexión sobre “Los límites de la ciencia” de Javier Argüello




Existe una brecha enorme entre el conocimiento y las incertidumbres que caracterizan al pensamiento científico actual y las certezas con las que la mayoría de las personas interpretan, trabajan y se relacionan con el mundo. Esta distancia se debe a múltiples factores, entre ellos, la complejidad de los avances científicos y su limitada divulgación, así como a la resistencia humana a cuestionar creencias profundamente arraigadas.

Paradójicamente, mientras la ciencia avanza en la comprensión de los fenómenos que nos rodean y de nuestra propia naturaleza, gran parte de este conocimiento sigue siendo desconocido o incomprendido por la mayoría, que continúa aferrada a formas de comprensión del mundo propias del marco científico del siglo XVII. Esta desconexión no solo responde a la falta de acceso a información, sino también a la comodidad que ofrecen las explicaciones tradicionales, basadas en lógicas mecanicistas. Estas lógicas prometen una sensación de seguridad al plantear un mundo físico y tangible donde todo es medible, predecible y controlable, desde el nivel subatómico hasta las dinámicas del universo entero. 

Dentro de esta visión mecanicista, también se incluye, de manera reduccionista, la comprensión de la mente humana y la consciencia. Estos aspectos, profundamente complejos y aún rodeados de interrogantes para la ciencia, quedan atrapados en este intento de encajarlos dentro de esquemas lineales, materiales y deterministas.

Sin embargo, esta visión mecanicista choca con la realidad de un universo lleno de incertidumbre y complejidad, donde la predicción absoluta es una ilusión. La fantasía de poder anticipar cada comportamiento, cada reacción, queda constantemente desafiada por los descubrimientos científicos, que nos invitan a aceptar la incertidumbre y la subjetividad como parte inherente del conocimiento y la existencia. 

Para Javier Argüello, los límites de la ciencia se encuentran en aquellos caminos que, tras convertirse en cuellos de botella, terminan por revelarse como callejones sin salida. Estas situaciones plantean la necesidad de un cambio de paradigma, un cuestionamiento profundo sobre las hipótesis que buscamos validar y los métodos con los que lo hacemos. Hemos construido una cultura centrada en el análisis y la especialización como formas predominantes de comprensión, donde el conocimiento de las partes se asume como capaz de explicar el todo y donde todo debe ser abordado de manera evolutiva y lineal. Sin embargo, los avances en física desafían esta perspectiva al sugerir que el todo existe como una entidad independiente de las partes, y que estas no son más que constructos explicativos a través de los cuales se nos revela. Algo que ya intuían los antiguos y que es asumido como dogma por la mayoría de corrientes espirituales.

Este cambio de paradigma requiere una transformación en nuestra forma de entender el conocimiento, integrando la incertidumbre y la complejidad como principios fundamentales. Pero no es un proceso sencillo. Supone replantear no solo nuestra relación con el conocimiento, sino también cómo este se incorpora en nuestras prácticas cotidianas y en la visión que tenemos del mundo. Abrazar esta nueva forma de pensar implica soltar certezas, aceptar la riqueza de lo incompleto y avanzar hacia una comprensión más integral y conectada de la realidad.

Los límites de la ciencia” es un bombón que recomiendo encarecidamente a aquellas y aquellos que sienten que trabajan desde lo pequeño y necesitan desembarazarse de la estrechez de las certezas absolutas para abrirse a nuevas maneras de comprender y conectar ideas. Es un libro para quienes buscan salir del reduccionismo y abrazar la complejidad, para quienes sospechan que el conocimiento no solo se encuentra en lo que se mide y se prueba, sino también en aquello que se intuye y se experimenta. 

Este libro recoge la conferencia que Javier Argüello ofreció en noviembre de 2021 en San Sebastián. El evento, reunió a físicos, escritores, neurocientíficos y humanistas para explorar el papel de la belleza como faro en las distintas búsquedas humanas. Se trata de una obra breve pero profundamente inspiradora, que invita a repensar nuestras herramientas conceptuales y nuestras formas de aproximarnos al mundo.

--

En la imagen se muestran dos momentos distintos, pero profundamente conectados, en la búsqueda del conocimiento: a la derecha, Richard Feynman, en un seminario en el CERN tras haber recibido el Premio Nobel de Física, en 1965; a la izquierda, una representación clásica de las musas, hijas de la memoria y guardianas de la inspiración. Las musas, según la mitología, ofrecían verdades profundas a través de la belleza, ya que solo lo bello podía abrir el corazón humano al conocimiento eterno.