domingo, 30 de abril de 2017

La propiedad del cambio

Los que nos dedicamos a ello sabemos que la principal resistencia al cambio, cuando éste afecta a la cultura de la organización y a las actitudes de las personas, la suelen ofrecer aquellas personas que han de liderarlo.

Viene a ser algo muy parecido a lo que sucede en determinadas situaciones terapéuticas donde la persona que busca resolver un problema se resiste a ponérselo fácil al profesional al que, curiosamente, ha acudido en búsqueda de ayuda.

A nivel de la organización, la resistencia al cambio por parte de quien quiere impulsarlo activa resortes que resultan muy similares a estas situaciones paradójicas que se dan entre terapeuta y paciente, tenerlos en cuenta resulta determinante para el cambio mismo.

Una de las fuentes principales de resistencia al cambio la constituye la consciencia súbita, diáfana e indiscutible de una máxima que suele exhibirse con más alegría que convicción y que dice que “el cambio comienza por uno mismo”.

La necesidad de interiorizar primero los valores que se quieren impulsar, de traducirlos en actitudes y conductas que sean coherentes, estén armonizadas y modelen las actitudes y conductas que se quieren desarrollar, es algo que parece obvio pero con lo que, sorprendentemente, no se suele contar.

Se trata de aquello tan conocido del “que cambie todo menos yo”, que parece tan superado pero que se halla anidado en nuestro deseo más íntimo, posiblemente debido al confort que nuestro cerebro se esfuerza en ofrecer para evitar la ansiedad que produce la incertidumbre de salirse del guion de siempre y explorar nuevos territorios.

Otra de las causas de resistencia es la propiedad sobre el cambio mismo.

Que el cambio lo hacen posible las personas y que el grado de implicación de éstas determina la calidad y profundidad de este cambio, es algo que parece estar universalmente asumido y que explica la creciente proliferación de procesos participativos.

Pero también debiera serlo que el grado de implicación de una persona en un objetivo, un problema o un proyecto está directamente relacionado con lo propietaria que sea de este objetivo, problema o proyecto y que esto es, sin duda, lo más importante para que pueda darse el cambio mismo. Las personas se preocupan por aquello que las interpela directamente y que sienten como suyo. Es algo que no solo ocurre en las organizaciones y que podemos reconocer en nosotros mismos en cualquier otra faceta de nuestra vida.

Se suele decir que hay que hacer propietarias a las personas del cambio pero esta afirmación tan generosa no deja de generar algún problema cuando se trata de llevarla a la práctica. Hacer propietario a alguien supone ceder, aunque sea en parte, esta propiedad y esto no es fácil de asimilar y genera recelo en culturas organizativas verticales, donde la propiedad es un valor vinculado al estatus y se desconfía de la capacidad y utilización que pudiera hacer de ella cualquier persona que no sea quien lidera el cambio.

De ahí también lo limitado de muchos de los procesos participativos para el cambio, ya que vienen a ser como el conocido “siéntete como en tu casa” donde el énfasis está en ese “como” que te recuerda que en verdad no se trata de tu casa, que puedes opinar, ayudar, contribuir, asumir y disfrutar de las decisiones que se toman en ella, pero no cambiar nada, la propiedad es de otro.

Ceder la propiedad del cambio a las personas que han de instrumentalizarlo es, las más de las veces, el principal reto de trasformación personal al que debe enfrentarse el líder del cambio si es que realmente apuesta por este cambio.

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En la foto un muchacho austríaco recibe zapatos nuevos durante la Segunda Guerra Mundial.



domingo, 9 de abril de 2017

Estar a la altura de las propias ideas


Tener ideas está sobrevalorado. Las ideas, sobre todo si son buenas, puede que tengan valor pero el mérito que se le atribuye al hecho de tener ideas es exagerado.

La idea viene sin que nadie la traiga, como mucho aparece producto de una estimulación más o menos provocada en una mente excitable. Es cierto que puede ser indicador del grado de obertura, desinhibición, información o de la capacidad simbólica y de relación de la persona, todas estas características o capacidades ayudan pero no aseguran que se pueda tener una idea cuando se la necesita, las ideas aparecen sin saber muy bien cómo, espontáneas, diáfanas y seguidas de la correspondiente estela de endorfinas que las suele acompañar y les confiere este sabor festivo tan propio que las caracteriza.

En un humano, tener ideas es consustancial a su naturaleza, producto de su capacidad de interrelacionar y destilar el valor funcional o simbólico de lo que percibe. Es tan inherente e ingobernable como el color de los ojos o el latir del corazón.

Cualquier persona puede tener una idea si puede expresar lo que piensa y goza de la perspectiva necesaria como para poder escucharse. Del mismo modo, una idea es más o menos conocida en la medida en que este fenómeno –el de expresarse y escucharse- se da ante más o menos público. Quizás sea esta una de las razones por las que, en muchas organizaciones, suele asociarse la capacidad de tener ideas con personas que poseen el suficiente estatus como para exhibirlas [e imponerlas].

Nuestra dependencia de las ideas sobrevalora a quien las tiene como también sobrevaloramos ciertos atributos físicos sin que ello suponga mérito alguno por parte de la persona que los exhibe.

Lo que realmente tiene mérito y no es connatural a la persona es estar a la altura de sus propias ideas y esto va más allá de tenerlas, supone también la capacidad de contenerse para no sepultarlas y asfixiarlas en un alud creativo, poder singularizarlas y dotarlas del espacio suficiente como para que germinen y tengan la más mínima posibilidad de desarrollarse. Todavía hay quien se jacta de tener muchas ideas y confunde inteligencia con incontinencia.

Tener la idea no siempre va parejo con desarrollarla. Cuando las propias ideas las ha de desarrollar otra persona se ha de ser capaz de no agobiar al personal e invertir el tiempo necesario para fertilizar esa otra mente con la propia idea y esperar a que enraíce, enriquezca y crezca vigorosa con los nutrientes ideológicos que le aportará indefectiblemente quien haya de llevarla a cabo.

Estar a la altura de las propias ideas supone, también, ser capaz de compartir la propiedad con aquellas personas que contribuyen de manera definitiva a hacerlas posibles.