sábado, 30 de noviembre de 2019

Un antídoto a la comunicación violenta



Personalmente no me siento a gusto en aquellas situaciones en las que he de relacionarme con alguien que se jacta de no tener “filtros” a la hora de decir las cosas, me incomoda la incertidumbre a la que me aboca lo que me puede llegar de estas personas, activando mis ganas de interrumpir la relación y zafarme de una situación que se augura desagradable.

Esto no significa que no agradezca la sinceridad, no, simplemente que decir la verdad no es incompatible con filtrar las toxinas de las palabras que se utilizan y ordenar lo que se quiere decir en un mensaje limpio, claro y digerible para el otro, porque filtrar va de esto, va de evitar manchar a otros salpicándolos con aquellos aspectos amargos derivados de la vida de cada uno y que sólo pertenecen a la forma de interpretar la propia realidad de cada cual. Vaya, que se filtra no por camuflar la verdad sino para no hacer daño.

Durante mucho tiempo se ha gestado la creencia social de que lo honesto es llevar a la boca lo que sale del corazón legitimando, de este modo, la incapacidad de algunas personas para contener una agresividad difusa, adherida a su propia trayectoria vital y que, normalmente a través de un lenguaje demasiado directo, íntimo, áspero, evaluativo, sarcástico, comprometedor o irónico, la esparce a su alrededor algunas veces indiscriminadamente y otras designando a algún incauto como diana expiatoria de su particular sentido de la sinceridad.

Es curioso que este tipo de comunicación haya llegado a ser considerada como un valor social ya que, en realidad, es molesta, improductiva y emocionalmente devastadora, se trata de un tipo de comunicación que seguramente no nos es ajena y que suele ser difícil de erradicar por dos motivos fundamentales: la inhibición del entorno para evitar entrar en conflicto y la falta de consciencia de trastorno por parte de las personas que la exhiben, un rasgo, este último, característico en aquellas personas que destacan por la ausencia de competencias de relación interpersonal.

En la vida de las organizaciones, la comunicación violenta es, con mucha probabilidad, una de las causas principales de malestar, falta de compromiso y, en consecuencia, de baja productividad.

La tipología de comunicación al que me he referido hasta ahora es una de las muchas maneras en las que puede manifestarse esta comunicación violenta y no es precisamente la más frecuente, sólo hay que estar un poco atento a los mensajes verbales y no verbales que van y vienen en cualquier reunión de trabajo para comprobar que la violencia en la comunicación es una constante en nuestros entornos de trabajo diario.

Pero cuando se habla de violencia, no es necesario buscar algo llamativo a base de gritos o insultos, sino que, normalmente, se trata de una violencia de baja intensidad, prácticamente invisible, que se concreta en micro frustraciones que, con mayor o menor consciencia, las personas se dedican las unas a las otras, alimentando, poco a poco, un malestar creciente que suele culminar en una animadversión personal que se imputa a la “mala química” o a la tan de moda “toxicidad del otro”.

El resultado es que, probablemente, la violencia comunicativa constituya uno de los estresores más importantes y generalizados de nuestro panorama organizativo, de hecho, el abatimiento o el dolor de cervicales que acompaña a una jornada de trabajo, es muy posible que no sea deba tanto al esfuerzo productivo realizado como a la tensión resultante de relacionarse.

Así pues, en una reunión tipo, es relativamente fácil comprobar cómo las personas no escuchan o ponen caras de desaprobación, sorna o desdén ante lo que intenta decir otra persona sin preocuparse de que esta persona les esté viendo; emiten juicios sobre lo que hacen otras personas o sobre las personas mismas, dan consejos que no se han solicitado, interrumpen impacientemente el discurso de otro, se sienten con el derecho de utilizar todo el tiempo que necesitan para exponer su idea sin caer en la cuenta de que, ese tiempo, ¡es el único tiempo con el que cuentan todos!; el vocabulario está lleno de elementos obstructivos, ofensivos o conclusivos como “discrepo”, “no estoy de acuerdo”, “si pero”, “esto es así y punto” y, en general, las discusiones y debates consisten en una aburrida esgrima verbal orientada al propio ego y ajena a cualquier afán constructivo.

Se trata, en definitiva, de un tema tan importante que debería preocupar muy seriamente la escasez de recursos que se están dedicando a algo tan básico, destructivo y contrario a los intereses de las organizaciones y de las mismas personas.

De momento, la solución que emerge con más facilidad es la de articular acciones de formación y desarrollo en habilidades comunicativas no violentas que, sin restarle la importancia que sin duda tienen, suelen ser poco esperanzadoras al corto-medio plazo por estar inmersos, en una cultura social y organizativa que alimenta lo contrario y no favorece la existencia de una autocrítica que explica por qué, quien más lo necesita es, precisamente, quien menos acude a este tipo de formaciones.



Detenerse, distanciarse, observar y observarse

Pero resignarse y esperar a que la organización tome cartas en el asunto y se plantee en serio el desarrollo de capacidades comunicativas no es lo único que se puede hacer por parte de aquella persona que quiera inmunizarse de los efectos que causa esta comunicación violenta y contribuir, de paso, con su grano de arena, a neutralizar estos comportamientos.

Cada cual puede elaborar su propio antídoto a la violencia comunicativa de su entorno a la vez que, indirectamente libera la respuesta idónea para desactivar, paulatinamente, este tipo de comportamientos, ya que, es importante tener en cuenta que, la comunicación, por naturaleza, es sensible y depende absolutamente, en su contenido y estilo, del feedback que recibe.

Para hacer uso de los poderosos efectos de este feedback sobre nuestros interlocutores es necesario, como sabemos, no caer en los patrones tradicionales de comunicación violenta del tipo de los descritos anteriormente. Filtrar nuestras palabras, gestos y tono, evitando rebozar nuestro mensaje de todo contenido potencialmente desconsiderado, invasivo o irrespetuoso tiene el poder de ejercer un efecto balsámico en cualquier conversación, a la vez que se erige como un espejo capaz de poner de relieve aquellos estilos o estados emotivos desproporcionados.

Pero también sabemos que esto es muy difícil de llevar a cabo ante la potencia arrasadora que tiene el contexto si no existe una convicción potente que compense la falta de logros inmediatos.

Es por esta razón que la clave está en detenerse, distanciarse observar y observarse atentamente. Se trata de aislar a las personas de lo que dicen y de cómo lo dicen, el quien de lo qué hace, cuesta mantenerse sereno y estable ante alguien que es percibido a través del sesgo de lo que proyecta, el impulso, en estos casos, es reaccionar. Este es el punto desde el que hay que partir para querer hacer algo con alguien y bloquear cualquier animosidad que nos someta al dictado de la situación.

Pero observar al otro no es suficiente si no va de la mano de la observación de uno mismo ante este tipo de situaciones. Se trata de tomar aquella distancia que nos permita diferenciarnos del ego con el que nos proyectamos ante los demás, con el que, las más de las veces, nos confundimos y la razón por la cual nos tomamos personalmente aquello que impacta contra él, sea bueno o malo.

Hay que ser como Saturno, el planeta, ya que no se trata de negar ni rechazar nuestras circunstancias, motivaciones o deseos, sino todo lo contrario, aceptarlos como propios, como anillos que nos circunvalan, pero a los que no estamos pegados. Este factor es clave para emanciparnos de aquellas esclavitudes auto impuestas que no permiten tomar decisiones con la libertad suficiente y que nos ofrecen una imagen del otro entelada por nuestros prejuicios.

Detenerse, distanciarse, observar y observarse es algo que debiera realizarse a menudo, en cualquier situación cotidiana y, a ser posible, sin tener que esperar aquellos momentos cargados emocionalmente que lo hacen, a la práctica, más difícil de llevar a cabo. Se trata de recursos muy sencillos que son lo suficientemente poderosos como para dar un vuelco a la forma con la que abordamos nuestras situaciones interpersonales y que, con un poco de entrenamiento, están al alcance de cada mano, aunque, como dice Pablo D’Ors en su Biografía del Silencio: la dificultad no está en cómo hacerlo, lo difícil es [querer] hacerlo.

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Este artículo está muy relacionado con otro reciente que también trata sobre los aspectos basales de la comunicación.

La primera imagen es de Devin Leonardi [1981-2014] y es un detalle de una obra que lleva por título: Two Friends on the Shore of Long Island [2009]

La segunda es un detalle de una obra de Edward Hopper, Room in New York [1932]

lunes, 25 de noviembre de 2019

Franqueza

Hace unos cuantos años, cuando propusimos la franqueza como uno de los valores que debía caracterizar nuestro modelo de consultoría, algunos pensábamos que se trataba realmente de un rasgo distintivo frente a la oferta común, en general más opaca y orientada a los propios intereses de los profesionales.

Ahora creo que a veces nos dejamos llevar por tópicos y prejuicios sociales, aunque no correlacionen con nuestra experiencia o, incluso, tengamos evidencias de lo contrario. Personalmente han pasado años hasta que me ha salido espontáneamente el afirmar que lo que abunda realmente es la gente honesta o que por norma las personas se comportan de manera responsable en sus puestos de trabajo, que cada cual intenta hacerlo tal y como sabe hacerlo, que nadie se ve a sí mismo como un palo en una rueda.

Es más, ahora creo que este es el punto desde el que hay que partir siempre, si se pretende avanzar en cualquier proyecto de desarrollo organizativo y, en general, en cualquier faceta de la vida. ¿Qué siempre hay alguien que no sigue este canon? Seguro, en alguna parte, pero es poco probable y no es tan frecuente como para crear una cultura paranoica donde se vaya desconfiando por defecto, es demasiado cansado y totalmente innecesario.

Con la consultoría sucede los mismo, continuas asociaciones a la “venta de humo” o al “recorta y pega” han creado un tópico que, como todos los estereotipos, se exhiben incluso al margen de la experiencia de quien los difunde y convergen en una visión extractiva de la profesión, en la que se pinta al consultor como alguien que, al final, lo que busca es umbilicarse a la organización para subsistir a costa de ella, al margen de sus necesidades reales.

Pero, desde mi experiencia, la gran mayoría de aquellos profesionales de la consultoría que he conocido o de los que he podido ver su trabajo y al margen de que coincida o no con ellos en aspectos metodológicos o de foco, éticamente no se ajustan en absoluto a este cliché, sino que se esfuerzan por hacerlo bien y se sienten tan profesionales como el que más, tan sólo que, como sucede en todas aquellas profesiones que no venden productos concretos sino que ofrecen servicios intangibles, la calidad de su trabajo está totalmente subordinada a aspectos subjetivos relacionados con la percepción del cliente y ya se sabe que, “para gustos hay colores”.

Pero, es posible que, hace unos años, algunos como yo mismo, todavía pensábamos en blanco y negro, en buenos y malos y, más o menos conscientemente, nos hicimos eco de esta fama, asumimos el tópico y creímos necesario presentarnos con un rasgo con el que nos identificábamos para distinguir un tipo consultoría sincera y confiable que, analizando las necesidades del cliente y valorando la viabilidad y utilidad del potencial proyecto, anteponía su conveniencia a la posibilidad de generar negocio.

Por eso, cabe preguntarse si la franqueza es un valor distintivo en consultoría. Si realmente podemos hablar de una consultoría franca y de otra que no lo es, como si fueran dos opciones que ocupan un mismo mercado.

Ya digo que, personalmente, creo que no, que como con todo hay buenos profesionales y profesionales cuyas intenciones son éticamente sospechosas, que seguro que de haberlos haylos pero, como decía hace un momento, en mi entorno no he conocido a nadie que no se esmere en ofrecer una solución a las demandas que recibe, no tanto para poder vivir de su trabajo [que también] como por la voluntad de dar respuesta y permanecer activo en su entorno profesional.

Otra pregunta que me formulo es la de si la franqueza ¿es realmente un valor “valioso” a tener en cuenta en el ámbito de la consultoría? Es decir, algo que sea reconocido explícitamente, que comporte un salto cuantitativo y cualitativo para quien la ejerce por cómo impacta en su trabajo.

Me imagino que ante esta pregunta lo primero que sale es decir que “¡claro! ¿Cómo no iba a ser la franqueza un valor en cualquier parte? Que cómo puede haber alguien que no exija franqueza de cualquier relación, sea esta profesional o no y, consecuentemente, la valore en su justa medida”. Y muy posiblemente sea cierto, que la franqueza es una exigencia en cualquier transacción y que, en el plano racional, es difícil encontrar o hacerse a la idea de lo contrario.


No obstante, en un plano más vivencial, mi experiencia me dice que no siempre es así, en la vida en general y, por lo tanto, también en la consultoría, no siempre apetece que alguien exprese lo que piensa o siente con sinceridad y claridad si lo que va a decir no está alineado con solucionar la demanda en los términos o según los criterios que se exigen, así pues, una respuesta franca a determinadas demandas de un planteamiento que se sospecha éticamente dudoso, que se creen que están mal enfocadas o que técnicamente son imposibles [que las hay] puede que no sean siempre bien recibidas, generen frustración y la carga de agresividad consecuente impacte más o menos en la imagen del consultor.

Además, mal que nos pese, entre pragmatismos y cientifismos, convive el pensamiento mágico a partir del cual, ante una demanda imposible, existe la esperanza de que alguien te digan que SÍ y que la persona se lo crea porqué sí, simplemente porque necesita creérselo, aunque sea por dejar de preocuparse por haber traspasado y desprendido del problema.

Tal y cómo lo planteo, quizás parezca que, por un motivo u otro no esté de acuerdo en incluir la franqueza entre los valores de la consultoría, pero no es así, hoy por hoy continúo creyendo que la franqueza es un gran valor en la medida en que se sea capaz de hacer que esta franqueza sea, en sí misma, una respuesta útil para el cliente en el marco de la relación de consultoría.

De este modo, una respuesta franca que integre los elementos claves que determinan la percepción del profesional puede contribuir a reenfocar el problema o la necesidad y por ello puede ser, en sí misma, una respuesta a la demanda además de una magnífica oportunidad de fortalecer la relación. De hecho, esta es la razón por la que todavía suscribiría la franqueza como un valor para el cliente.

Pero donde la franqueza aporta aun mucho mas valor es al profesional de la consultoría, ya que la sinceridad puede despertar todo tipo de emociones en la otra persona, pero lo que es seguro es que, el efecto en uno mismo, siempre es liberador por ser clave para no acabar comprometiéndose con aquello que no acaba de convencer, algo que tarde o temprano suele agradecerse.

También abre una magnífica oportunidad para definir el propio espacio haciendo explícito nuestro punto de vista y permitiendo reafirmarnos en nuestros valores, nuestro enfoque, nuestras capacidades o nuestras condiciones para establecer una relación de colaboración, vaya que permite visibilizar aquellos rasgos con los que queremos que nos asocien y facilitar el tránsito de lo que podría ser una relación servicial a lo que debe ser la consultoría: una relación de servicio.

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  • Este artículo, forma parte de los post de presentación de la Red de Consultoría Artesana [REDCA] y fué primeramente publicado en el espacio web de esta red profesional.
  • Buscando imágenes relacionadas con la sinceridad he encontrado la primera imagen que lleva por título La Verdad saliendo de un pozo y la Mentira [Édouard Debat-Ponsan, 1898] me parece de un contenido simbólico impresionante.
  • La segunda imagen es un detalle de los Jugadores de Cartas de Paul Cézanne[1890], por aquello de ocultar o poner las cartas sobre la mesa.