jueves, 19 de junio de 2025

Hoy, cuídate. Mañana también


Invade mi campo visual la campaña de sensibilización sobre el cáncer en la que colaboran los autobuses de mi ciudad. En su lateral, enormes carteles me interpelan con frases como: ¿Me echarán del trabajo si digo que tengo cáncer? Y entre semáforos y frenazos, ahí sigue la pregunta, cada vez más incrustada en la retina, cada vez más normalizada en el discurso urbano.

No puedo evitar conectar esa frase con la desconfianza que sentimos hacia las organizaciones, ese carácter extractivo que se les atribuye —y que tantas veces se ganan—, como si todo en ellas respondiera a una lógica fría: producir más, rendir siempre, que no falle la maquinaria. ¿Tienes cáncer? Qué mal. Pero no olvides que esto no es personal: simplemente, no nos sales a cuenta. La ciudad no lo dice así, pero lo delega en una campaña bienintencionada que, sin quererlo, pone el foco en el miedo y no en el derecho, en la amenaza y no en el cuidado.

Sigo avanzando entre volantazos, cavilando sobre esa frase que me acaban de normalizar, cuando otro autobús me ofrece alivio económico: “Cámbiate de compañía de luz, paga menos”. Un hombre sonriente sostiene una taza de café humeante, como si el ahorro fuera un gesto íntimo, cálido, una finalidad en sí mismo, la solución a tanta extracción. La ciudad me repite sus eslóganes, sus prioridades: gasta menos, produce más, compra ahora, rinde siempre. Todo se traduce, todo se mide. La eficiencia y la eficacia como horizontes, la ansiedad y el miedo como combustible.

Y entonces me entran ganas de desobedecer.

De tapizar las marquesinas y rotular los autobuses con otros lemas. No para vender nada, sino para reequilibrar el relato. Para recordarnos que la vida no es un Excel, ni un ciclo de consumo, ni una promesa de ahorro.

Reivindico eslóganes como:

·      Mira el cielo, lo bonito que está.

·      No te olvides de regar las plantas. 

·      No pasa nada si hoy no puedes con todo.

·      Tal y como está, ya está bien.

·      No somos perfectos

·      Hay cosas que no salen bien.

·      No tienes que estar bien todo el tiempo.

·      Deberías conocer mejor a esa persona.

·      No siempre hace falta ser fuerte.

·      Hay días que solo se pueden atravesar, no arreglar.

·      No te olvides de sonreír.

·      Qué tengas un buen día

·      Lo que sientes, tiene sentido.

·      A veces descansar es más urgente que resolver.

·      No te olvides de respirar

·      Date tiempo para escuchar.

·      Está bien no saber qué hacer.

·      También esto pasará, aunque ahora no lo parezca.

·      Lo imperfecto también tiene valor.

·      También se vive en lo incierto.

·      No huyas de lo que duele, escúchalo.

·      Puedes parar sin rendirte.

Lemas que no se valoran por su eficacia comercial. Sin retorno de inversión. Pero con sentido. Con humanidad. Con la fuerza suave de lo que no busca conquistar, solo acompañar. Que nos recuerden que hemos de cuidar y de cuidarnos. Que hay otra forma de habitar la ciudad, el cuerpo, el tiempo.

Qué distinto sería poder leer en la trasera de un autobús:

“No te obsesiones con producir. Hoy, cuídate. Mañana también.”

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Imagen ficticia para ilustrar este artículo. No corresponde a una campaña real.



miércoles, 11 de junio de 2025

Moverse en la frontera del conocimiento


Quizás no sea casualidad que el lema que escogí en mi juventud fuera una frase extraída de Los tres impostores, de Arthur Machen: Omnia exeunt in mysterium  [Todo desemboca en el misterio]

Me atrajo entonces, y aún me reconozco en ella ahora, porque apelaba a una verdad que no puede demostrarse pero sí habitarse: la realidad, por mucho que lleguemos a creer conocerla, nunca deja de proyectar una sombra de indefinición, una grieta que escapa a las palabras, a las fórmulas, a las clasificaciones cerradas. Todo lo que se explica con precisión acaba rozando un límite donde empieza a asomar el misterio.

Mis inicios en la neuropsicología abonaron, sin saberlo, ese terreno incierto en el que siempre me he sentido más cómodo: el de las preguntas que no se cierran, los sistemas que no responden a esquemas simples, los fenómenos que desafían cualquier lectura unívoca. La mente, con su actividad impredecible, su plasticidad silenciosa y su persistente falta de linealidad, me mostró pronto que el conocimiento no es nunca una conquista definitiva, sino una aproximación frágil, situada, provisional.

Fue en ese contexto donde oí por primera vez la palabra "holístico", un término -en aquellos años- extraño, importado del inglés, difícil de traducir y aún más de explicar en nuestra lengua. Pero sugerente. Hablaba de una forma de ver el mundo que no fragmenta, no diseca, no reduce la complejidad a partes intercambiables, sino que concibe los fenómenos como un todo vivo, interrelacionado, donde cada elemento resuena con los demás. Una mirada que no pretende controlar, sino comprender; no simplificar, sino escuchar lo que late más allá de lo evidente.

Quizás por eso, con el tiempo, este modo de pensar se ha filtrado también en mi forma de acompañar a personas, equipos y organizaciones. No abordo los encargos como si se tratara de aplicar recetas, ni busco confirmar lo que ya se cree saber, sino explorar lo que aún no se ha dicho, lo que no encaja del todo, lo que resiste a los mapas previos. Mi tarea, en ese sentido, no es tanto diagnosticar como sostener preguntas, abrir posibilidades, afinar la escucha. Y aunque a menudo eso no dé respuestas inmediatas, sí ayuda a que emerjan comprensiones más fértiles. De alguna manera, todas y todos intuimos que cada luz proyecta sus sombras.

Nunca me he sentido cómodo en el campo de las certezas ni he querido quedarme mucho tiempo allí. Me aburre enormemente el dogma, me incomoda la repetición. Y aunque busco constantemente actualizarme y comprender mejor, sé que cada conocimiento que incorporo, lejos de darme seguridad, me acerca aún más a la frontera de lo que ignoro. Es como si cada respuesta abriera nuevas preguntas, como si cada certeza provisional me recordara la inmensidad de lo que aún no sé. Me muevo entre hipótesis, intuiciones, indicios y signos que no siempre conducen a afirmaciones claras, pero sí a comprensiones más amplias. Y eso me exige una convivencia constante con la duda, no como renuncia, sino como una forma de respeto profundo por aquello que todavía no entendemos del todo. No me refiero solo al conocimiento científico o formal, sino también a la experiencia humana, a los vínculos, a la organización de la vida en común, a la forma en que las personas buscamos sentido en lo que hacemos y compartimos.

Convivir con lo que es cierto y con lo que es incierto a la vez, sin precipitarse hacia conclusiones tranquilizadoras, conduce a una forma de vivir la realidad como una posible irrealidad continua. No en el sentido de alejarse del mundo, sino en el de no darlo nunca por cerrado, de mirarlo como un texto provisional, un relato en borrador, siempre susceptible de ser reescrito, corregido, ampliado o leído de otra manera.

Esta frontera del conocimiento no es un límite, sino una franja viva, un espacio de fricción y fertilidad donde se encuentran la ciencia y la poesía, la lógica y la intuición, la teoría y la vivencia. Un lugar donde lo analítico no excluye lo afectivo, y donde la razón no desactiva la mirada simbólica. Es aquí, en este terreno entre lo que sabemos y lo que intuimos, donde me siento más cerca de la verdad —si es que esa palabra aún tiene algún valor que no sea el de mantenernos despiertos, atentos, disponibles.

Quizás moverse en la duda sea, al fin y al cabo, una forma de relacionarse con el conocimiento sin quedar esclavizado por él. Y quizás también sea una manera de recordarnos que, por muchas respuestas que busquemos, todo —absolutamente todo— acaba desembocando en misterio.

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Imagen de 춘성  en Pixabay