martes, 23 de abril de 2024

Una herencia envenenada




En un momento determinado de principios del siglo XX, hubo quien pensó que las personas no debían hacer de todo en su trabajo. Que quien sabía de todo, en realidad, no sabía bien de nada. Que, si las personas se dedicaban a hacer de manera repetida una tarea y se especializaban en ello, irían más deprisa, cada vez lo harían mejor y serían mucho más productivas. Y así nació la organización científica del trabajo. Un modelo caracterizado por una serie de principios que es difícil que no nos resulten familiares: 

  • La especialización en tareas específicas conduce a una mayor eficiencia y productividad. 
  • Es imprescindible que las funciones y obligaciones de cada persona estén claramente definidas.
  • La remuneración debe estar ligada directamente a la productividad y al esfuerzo individual de cada persona.
  • La estructura organizativa debe ser de tipo jerárquico para garantizar la claridad en la cadena de mando. Este principio se apoya en un control riguroso de cada miembro del equipo.

Y así nació el modelo en el que se basan la gran mayoría de nuestras organizaciones, un paradigma centenario que en muchos casos no ha variado en nada.

Con la organización científica del trabajo llega el organigrama, una representación gráfica de las estructuras de dependencia y subordinación, que explica los diferentes niveles de toma de decisiones y, consecuentemente, la distribución del poder en la organización.

El organigrama es el reflejo del momento en el que nació, un modelo comprensivo alineado con la racionalidad de la época, absolutamente convencida de la practicidad de ir por partes a la hora de entender y relacionarse con el entorno.

El momento actual está en las antípodas de esta forma de comprender el mundo o de afrontar los retos que se nos presentan. Hoy, pocas cosas se explican al margen de aquello con lo que interactúan y del contexto en el que se hallan. En ciencia, la mayoría de las aproximaciones comprensivas son holísticas y requieren de la intervención de equipos interdisciplinares que aborden las diferentes caras de una misma realidad que se nos presenta poliédrica. 

Es necesario un diálogo continuo entre las diferentes especializaciones que permita delimitar el perímetro de este poliedro para intuir sus dimensiones y sus características. Para que se de este dialogo es necesario que cada parte asuma como propio el mismo objetivo y que conozca, además, la existencia y contribución de las otras partes.

Lo mismo sucede en las organizaciones. La mayoría de los retos con los que se enfrentan exigen del compromiso conjunto y de la contribución coordinada de sus diferentes partes. Un tipo de colaboración que suele tomar la denominación de “trabajo transversal” y que suele darse de bruces con la realidad estática de nuestros modelos organizativos.

Las necesidades de coordinación inter o intradepartamental, la colaboración entre secciones e incluso entre los propios puestos de trabajo se encuentran con la realidad gráfica y sólida del organigrama, una herramienta que no sólo sirve para especificar claramente donde está cada cual, sino que también se utiliza para saber dónde no se está, que es lo mío y qué lo tuyo; cuáles son los límites, la parcela de responsabilidad que debe defenderse de cualquier intromisión, cuáles son los objetivos que se  reconocen a cada cual. Una concepción en la que, lo que es de todos, no es de nadie.

La terrible consecuencia es que, si el proyecto colectivo no implica que cada cual obtenga y se despliegue al máximo, no interesa. Esta es la herencia envenenada del modelo industrial con la que muchas de nuestras organizaciones pretenden enfrentar la complejidad del momento actual.

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Foto de Bernd 📷 Dittrich en Unsplash

martes, 9 de abril de 2024

La importancia del contacto en la transferencia de conocimiento

 

EL CONOCIMIENTO REALMENTE VALIOSO

En cualquier época, las personas, se han desvinculado de su organización, abandonado aquel puesto de trabajo en el que han acumulado experiencia y generado un conocimiento propio. “Propio” en el sentido de estar amasado con los ingredientes de su propia personalidad y particular forma de interpretar la realidad, aprendiendo de lo que hacen o perciben de su entorno.

No es necesario pensar en un tipo de conocimiento secundario o relacionado con actividades sofisticadas, cuando nos referimos a este conocimiento propio; en cualquier cadena de montaje, en un taller de costura, en un horno de pan o vendimiando, junto a la secuencia establecida para llevar a cabo una acción, las personas desarrollan, por ejemplo, una determinada manera de poner la mano a la hora de aplicar el estaño, de cortar la pieza, de amasar el pan o de separar el racimo de la vid que diferencia, cualitativa y cuantitativamente, al aprendiz del experto. Si esto es así en trabajos mecánicos y manuales, imagínate en aquellas profesiones menos lineales basadas en interrelaciones subjetivas.

Cuando hablamos de la pérdida de conocimiento que conlleva la desvinculación de una persona de la organización o del equipo, nos referimos básicamente a este tipo de conocimiento, no al lineal y susceptible de documentarse en un procedimiento, sino a aquel que se superpone a este y le confiere una calidad única a la acción.

LA DESVINCULACIÓN, UNA ESPADA DE DAMOCLES

Decía al principio que, desde siempre, las personas se han desvinculado en un momento u otro de su equipo u organización. Quizás, antaño, en la época de nuestros padres, este fenómeno se debiera fundamentalmente a la jubilación y, las trabajadoras y trabajadores, desarrollasen toda una vida profesional en aquella organización, pero, en la actualidad, la movilidad de las personas es mucho mayor y, además, totalmente impredecible.

Por ello, cuando hablamos de desvinculación, es absolutamente anacrónico que nos sigamos refiriendo tan sólo a la sombra tardía de la jubilación, ya que hoy en día, la descapitalización de desconocimiento suele deberse a muchas otras causas antes de que la persona se jubile. Incluso en la administración pública, el “concurso de traslado” suele ser una de las principales causas de la pérdida súbita de un saber propio, de un valor incalculable en términos de productividad, de eficiencia y de calidad.

El pensamiento lineal, heredado de la mecánica de procesos industrial, en el que andan todavía sumidas muchas organizaciones de todo tipo,  junto a la falta de actualización de conocimiento científico que padece, en general, nuestro sistema de trabajo, son probablemente los responsables de que las soluciones al reto que plantea la transferencia de conocimiento de una persona a otra siga abordándose de manera superficial y confiándose, principalmente, a la capacidad de documentarlo y almacenarlo para hacerlo accesible a quien lo pueda necesitar.

En muchos casos, esta documentación se realiza a partir de aportaciones directas que obvian o ignoran la heurística cerebral de una persona normal,  sometida  habitualmente a recuerdos y olvidos selectivos, a desvíos sistemáticos de pensamiento y, en definitiva, la responsable de que cada cual construya una narrativa personal en función de lo que quiere y cree que debe pensar.

Hay quien teniendo en cuenta este aspecto, sugiere contrastar este conocimiento para objetivarlo y no circunscribirlo tan sólo a un relato individual, pero en el caso del “conocimiento propio” es prácticamente imposible encontrar dos experiencias iguales aunque se trate de una misma situación, ya que cada persona tienen una vivencia distinta debido a sus sesgos perceptivos y a la forma de interpretarlos a partir de su particular sistema de creencias.

Por otro lado, confiar en gestionar el conocimiento experto a partir de su documentación viene a ser lo mismo que pretender transferir la relación de contactos de una persona haciendo entrega de su agenda, obviando el conocimiento que tiene su propietaria sobre el carácter, particularidades, gustos y rasgos personales de las personas allí relacionadas. Está claro que la agenda es necesaria, pero con ella no viaja todo este otro conocimiento tan importante para el correcto uso y utilidad de esta red de relaciones.

EL CONTACTO ES LA CLAVE

A finales de los 80, el lóbulo frontal dejó de ser un área muda conociéndose su importancia en la dinámica cerebral, directamente relacionada con la toma de decisiones y en el comportamiento en general. La “conducta de utilización” acuñada y descrita por el neurólogo francés François Lhermitte para referirse a un trastorno neuroconductual caracterizado por una dependencia exagerada del medio, era atribuida a una pérdida del control ejecutivo ocasionado por el desequilibrio entre el lóbulo frontal, responsable de guiar la actividad internamente, y el lóbulo parietal, relacionado con la respuesta a los estímulos externos. Este trastorno se describió junto a una conducta de “imitación”, en la que los pacientes frontales tampoco podían dejar de repetir e imitar aquellos gestos, emociones o comportamientos que entraban en su campo visual.

Paralelamente, en 1996, Giacomo Rizzolatti y su equipo identificaron una red neuronal que funciona como un espejo y era responsable tanto de las conductas de imitación como de la empatía.

Al parecer, las personas aprendemos unas de otras, de forma natural, por imitación desde la más tierna infancia y, al poco tiempo, añadimos a esta facultad, la capacidad empática de formular hipótesis sobre la vivencia de los demás, de las cuáles también aprendemos.

El contacto es fundamental y es el mecanismo principal de transferencia de conocimiento entre los seres humanos. Así ha sido reconocido a lo largo de los siglos hasta, quizás, la actualidad, donde la conjunción de variables como el individualismo creciente, la escasez crónica de tiempo y el atajo tecnológico, han creado el falso espejismo de creer que podemos "aprender a hacer" solos, mediante grageas documentales. El resultado es que este abordaje superficial no evita que sigamos descapitalizándonos de conocimiento muy valioso.

La falta de tiempo, la necesidad de acelerar el aprendizaje, la dependencia obsesiva a la métrica y al control desconfiado de lo que se transmite no deben determinar los mecanismos de transferencia del conocimiento y se han de procurar espacios relacionales de trabajo conjunto o colaborativo para favorecer la observación empática y el modelamiento entre las personas.

No es necesario esperar hasta el momento de la jubilación para abordar este tema. De hecho, puede resultar incluso contraproducente, ya que el temor a la desconexión puede generar una urgencia en acelerar los aprendizajes que lleve a un énfasis en compartir historias en lugar de conocimiento experto, priorizando el relato sobre la observación y los consejos sobre la supervisión de la práctica; muchos procesos del mal denominado “mentoraje”, son un ejemplo de ello.

Documentar es importante, qué duda cabe, pero no debe ocupar el espacio central en la transferencia de conocimiento. El enfoque colaborativo y relacional es fundamental para preservar el valioso conocimiento personal de nuestros entornos laborales. La solución no pasa por mecanismos cada vez más complejos y sofisticados de transferencia de conocimiento. La solución es simplificar y el reto está en la capacidad de desembarazarnos de complicaciones para recuperar la sencillez y el tiempo de los procesos naturales.

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Foto de Toa Heftiba en Unsplash

miércoles, 3 de abril de 2024

Tiempo contemplativo


Recientemente Julen Iturbe ha escrito sobre la necesidad de revisar nuestra conceptualización y uso del tiempo como clave decisiva para generar aspectos que vayan, por decirlo de alguna manera, a favor de la rotación de la Tierra y no en su contra. Literalmente dice en su artículo que “conviene educarnos en una lógica del tiempo en la que acelerar es solo una de las diferentes formas de gestión” y ahí se nos plantea un reto, el de saber cuándo acelerar y cuando no o, incluso, cuando frenar. Un reto muy nuevo y que nos coge con el paso cambiado, a juzgar por la torpeza con la que todavía actuamos al respecto.

En su artículo, Julen escoge como eje para su reflexión el “tiempo de respuesta”. Yo quisiera tratar, en este, sobre otro tiempo que requiere de atención: el tiempo para percibir lo inesperado, un tiempo al que denominaré: “tiempo contemplativo”.

Mirar y contemplar

Es muy importante diferenciar entre mirar y contemplar. Mirar es acercar el ojo a las cosas, mientras que contemplar es acercar las cosas al ojo. Se trata de acciones muy distintas, cuando se mira hay una intención de ver, se proyecta la mirada hacia algo en concreto para rastrearlo o analizarlo, el ojo captura y es capturado por el objeto que está mirando y la intencionalidad lleva consigo todos aquellos sesgos que reducen lo que se percibe a lo que se está dispuesto o se quiere ver.

En la contemplación, sin embargo, todo es relevante para el ojo porque no hay intención de ver nada en concreto, la percepción no se reduce a aquello que interesa ver, sino que está abierta a cualquier cosa que entre en su campo de visión, sin focalizaciones, ni sesgos cognitivos que la alteren, la realidad te asalta por sorpresa. Resumiendo, cuando se mira se encuentra, en cambio, contemplando se descubre.

Es fácil suponer que, en nuestra sociedad, “mirar” goza de mejor salud que “contemplar”, la necesidad de huir de la incertidumbre, la falta de capacidad de espera y la consecuente obsesión por obtener resultados concretos, relegan la contemplación al ámbito de las cosas pertenecientes al tiempo que se puede perder, un tiempo del que se carece de manera crónica.

Sin embargo, disponer de tiempo contemplativo es muy beneficioso, por no decir, inherente, a aspectos de calado de nuestras organizaciones y en la vida, en general. Analicemos algunos de ellos:

Tiempo contemplativo y perspectiva estratégica

Contemplar pone de relieve aspectos del presente que pueden pasar desapercibidos a la mirada habitual. Contrariamente a lo que se puede creer, buscar lleva consigo una ceguera perceptiva a cualquier cosa que no sea aquello que se tiene en mente y que se pretende encontrar. En cambio, cuando no se quiere ver nada en concreto, cualquier objeto aparece ante la mirada. Recuerdo un fragmento de un filme policíaco en el que, en el registro de un domicilio, el detective joven preguntaba qué era lo que estaban buscando, a lo que su compañero más experto respondió que no lo sabían, pero que lo reconocerían cuando lo encontraran.

Contemplar ofrece una integración holística de todos los elementos y, en consecuencia, una comprensión general del paisaje que estamos observando con lo que, la toma de decisiones que puede derivarse de ello, se enriquece notablemente. Cuando en una reflexión estratégica se está obcecado en el detalle y sólo se presta atención a las variables que se controlan, es más que probable que se invisibilicen otros aspectos importantes para poder comprender la realidad que se pretende gobernar. Utilizando otro símil policíaco, es importante disponer todos los detalles en el suelo o en la pared, retroceder unos pasos y contemplar el conjunto sin domesticar la mirada, entonces es posible que aparezca ante nuestros ojos aquello que necesitamos.

Tiempo contemplativo, autoconocimiento y autocontrol

Contemplar es, en realidad, evadirse por un momento de uno mismo para formar parte consustancial de aquello que se percibe. Contemplar es viajar y el viaje no sólo transporta hacia donde vamos, sino que también deja el rastro del lugar del que nos alejamos, aporta perspectiva, en este caso, como decíamos, de uno mismo.

Contemplar supone callar la vocecita interna, es silenciarse, vaciarse del barullo mental que captura nuestra atención para poder sumergirnos en el entorno, vaciarnos para llenarnos de él. El silencio mental es inherente a cualquier estado contemplativo. Silenciarse permite ver con claridad los resortes que gobiernan nuestra vida mental, comprender cómo interpretamos y respondemos a las contingencias de nuestra vida.

Contemplación y autoconocimiento están íntimamente relacionados, de ahí que, los estados contemplativos sean comunes a cualquier tradición mística que persiga la liberación de aquellas aflicciones derivadas de la vinculación mental a lo que es perecedero.

El autoconocimiento permite a la persona gobernar la manera de relacionarse con su entorno, permite distinguir, en la relación, entre aquello que le pertenece a uno y lo que es del otro. Es más, si el autoconocimiento es profundo, permite conocer que emociones de uno mismo son sensibles y proclives a manifestarse -que no generadas, ni producidas- por aquella persona con la que nos relacionamos y, esta revelación, libera automáticamente al otro de su responsabilidad sobre las emociones que nos genera y que, sabemos, son exclusivamente nuestras. Este aspecto es clave para el autocontrol genuino y no para aquel que se deriva de la simple contención emocional susceptible de estallar dependiendo del estado de humor en el que nos encontremos. Las implicaciones que tiene este detalle para la convivencia son evidentes.

Entrenar la contemplación

En un mundo totalmente ocupado por la impaciencia y la prisa por obtener resultados inmediatos, por el avanzar sin detenerse en pro de un objetivo concreto. Donde se anima a innovar por innovar, porque cualquier interés u objeto caduca antes de se materialice. Donde la atención está permanentemente capturada por microestímulos que se suceden y diversifican sin parar y, tener tiempo, pertenece al pasado por ser algo del que ya todos carecen, en este mundo, decía, contemplar no es fácil, pudiendo ser, incluso, una actividad de alto riesgo por ser sinónimo de no hacer nada, lo cual es literalmente inadmisible si no va parejo a estar ante una pantalla hipnotizado ante una sucesión interminable de reels.

Es posible que la capacidad para contemplar esté en nuestra naturaleza, pero como tantas otras cosas, la dinámica temporal en la que estamos inmersos está exenta de las pausas necesarias para facilitarla y llevarla a cabo de manera habitual. Quizás algún día, de vacaciones, ante un paisaje que nos impresione, converjan, en aquel instante, las condiciones necesarias para abducirnos y fundirnos con aquello que estamos viendo. Pero esto sucede en contadas ocasiones y viene a ser como la inspiración: impredecible e ingobernable.

Ponerse a contemplar, así por las buenas, puede ser algo muy difícil de llevar a cabo o, incluso, una actividad inquietante. Esperar a que no pase nada, no deja de ser esperar algo y este puede ser el disparador de un sentimiento de pérdida de tiempo, de soledad o de miedo, difíciles de soportar. Esta es una de las principales razones de la dificultad que algunas personas tienen para sentarse y permanecer un tiempo en meditación, siempre y cuando, claro está, esta no esté guiada por las indicaciones de alguien que llene  este vacío incómodo sustituyendo con su voz el silencio en el que creen estar instaladas.

El entrenamiento en la contemplación siempre consistirá en actividades que exijan dominar la impaciencia y recuperar una relación con el tiempo caracterizada por el dejar de hacer, silenciarse, y dejar de ser para fundirse en el todo. A nivel personal eso puede conseguirse mediante el ejercicio de la escucha dilatada y atenta, la lectura u otros métodos más sofisticados como pasear -no ver, ni visitar- habitualmente los museos, el dibujo o la pintura, la costura, la caligrafía, los baños de bosque,  la meditación sin objeto o actividades por el estilo que exijan silencio y soledad.

La contemplación, en nuestras organizaciones, es una capacidad que también se puede entrenar. Ello exige un cambio de mentalidad que permita habérselas con el tiempo acelerado que domina nuestro día a día y que impele a que cualquier actividad se concrete en algo que se pueda usar inmediatamente. Así pues, abrir espacios de conversación estratégica basada en la reflexión profunda y sin una agenda predefinida, promover la escucha activa y la atención plena en las reuniones o fomentar momentos de pausa y reflexión en medio de la actividad frenética, son algunas de las formas en que podemos entrenar a nuestras organizaciones en el tiempo contemplativo.

Además, es importante crear una cultura que valore la contemplación como una herramienta para la toma de decisiones más informada y para el desarrollo personal y profesional de los miembros del equipo. Esto puede implicar la inclusión de prácticas contemplativas en los programas de desarrollo de liderazgo y el reconocimiento y la celebración de los logros que surgen de haber otorgado tiempo a la contemplación y la reflexión profunda.

En un mundo que demanda acción constante, cultivar el tiempo contemplativo emerge como un acto de resistencia valioso, capaz de generar una comprensión más profunda de nosotros mismos y del entorno que habitamos. Al hacerlo, no solo fortalecemos nuestra capacidad para tomar decisiones informadas y estratégicas, sino que también cultivamos un entorno organizativo que pone en el centro el bienestar y el crecimiento integral de sus miembros, procurando una forma más equilibrada y significativa de vivir.

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Imagen de StockSnap en Pixabay

Este artículo ha sido publicado en el blog de la Red de Consultoría Artesana