Recientemente
Julen Iturbe ha escrito sobre la necesidad de revisar nuestra
conceptualización y uso del tiempo como clave decisiva para generar aspectos
que vayan, por decirlo de alguna manera, a favor de la rotación de la Tierra
y no en su contra. Literalmente dice en su artículo que “conviene educarnos
en una lógica del tiempo en la que acelerar es solo una de las diferentes
formas de gestión” y ahí se nos plantea un reto, el de saber cuándo acelerar y
cuando no o, incluso, cuando frenar. Un reto muy nuevo y que nos coge con el
paso cambiado, a juzgar por la torpeza con la que todavía actuamos al respecto.
En su
artículo, Julen escoge como eje para su reflexión el “tiempo de respuesta”. Yo
quisiera tratar, en este, sobre otro tiempo que requiere de atención: el tiempo
para percibir lo inesperado, un tiempo al que denominaré: “tiempo contemplativo”.
Mirar y contemplar
Es muy
importante diferenciar entre mirar y contemplar. Mirar es acercar el ojo a las
cosas, mientras que contemplar es acercar las cosas al ojo. Se trata de
acciones muy distintas, cuando se mira hay una intención de ver, se proyecta la
mirada hacia algo en concreto para rastrearlo o analizarlo, el ojo captura y es
capturado por el objeto que está mirando y la intencionalidad lleva consigo
todos aquellos sesgos que reducen lo que se percibe a lo que se está dispuesto
o se quiere ver.
En la
contemplación, sin embargo, todo es relevante para el ojo porque no hay
intención de ver nada en concreto, la percepción no se reduce a aquello que
interesa ver, sino que está abierta a cualquier cosa que entre en su campo de
visión, sin focalizaciones, ni sesgos cognitivos que la alteren, la realidad te
asalta por sorpresa. Resumiendo, cuando se mira se encuentra, en cambio, contemplando
se descubre.
Es fácil
suponer que, en nuestra sociedad, “mirar” goza de mejor salud que “contemplar”,
la necesidad de huir de la incertidumbre, la falta de capacidad de espera y la
consecuente obsesión por obtener resultados concretos, relegan la contemplación
al ámbito de las cosas pertenecientes al tiempo que se puede perder, un tiempo
del que se carece de manera crónica.
Sin
embargo, disponer de tiempo contemplativo es muy beneficioso, por no decir,
inherente, a aspectos de calado de nuestras organizaciones y en la vida, en
general. Analicemos algunos de ellos:
Tiempo contemplativo y perspectiva estratégica
Contemplar
pone de relieve aspectos del presente que pueden pasar desapercibidos a la
mirada habitual. Contrariamente a lo que se puede creer, buscar lleva consigo una
ceguera perceptiva a cualquier cosa que no sea aquello que se tiene en mente y
que se pretende encontrar. En cambio, cuando no se quiere ver nada en concreto,
cualquier objeto aparece ante la mirada. Recuerdo un fragmento de un filme
policíaco en el que, en el registro de un domicilio, el detective joven
preguntaba qué era lo que estaban buscando, a lo que su compañero más experto
respondió que no lo sabían, pero que lo reconocerían cuando lo encontraran.
Contemplar
ofrece una integración holística de todos los elementos y, en consecuencia, una
comprensión general del paisaje que estamos observando con lo que, la toma de
decisiones que puede derivarse de ello, se enriquece notablemente. Cuando en
una reflexión estratégica se está obcecado en el detalle y sólo se presta
atención a las variables que se controlan, es más que probable que se
invisibilicen otros aspectos importantes para poder comprender la realidad que
se pretende gobernar. Utilizando otro símil policíaco, es importante disponer
todos los detalles en el suelo o en la pared, retroceder unos pasos y
contemplar el conjunto sin domesticar la mirada, entonces es posible que
aparezca ante nuestros ojos aquello que necesitamos.
Tiempo contemplativo, autoconocimiento y autocontrol
Contemplar
es, en realidad, evadirse por un momento de uno mismo para formar parte
consustancial de aquello que se percibe. Contemplar es viajar y el viaje no
sólo transporta hacia donde vamos, sino que también deja el rastro del lugar
del que nos alejamos, aporta perspectiva, en este caso, como decíamos, de uno
mismo.
Contemplar
supone callar la vocecita interna, es silenciarse, vaciarse del barullo mental
que captura nuestra atención para poder sumergirnos en el entorno, vaciarnos
para llenarnos de él. El silencio mental es inherente a cualquier estado
contemplativo. Silenciarse permite ver con claridad los resortes que gobiernan
nuestra vida mental, comprender cómo interpretamos y respondemos a las
contingencias de nuestra vida.
Contemplación
y autoconocimiento están íntimamente relacionados, de ahí que, los estados
contemplativos sean comunes a cualquier tradición mística que persiga la
liberación de aquellas aflicciones derivadas de la vinculación mental a lo que
es perecedero.
El
autoconocimiento permite a la persona gobernar la manera de relacionarse con su
entorno, permite distinguir, en la relación, entre aquello que le pertenece a
uno y lo que es del otro. Es más, si el autoconocimiento es profundo, permite
conocer que emociones de uno mismo son sensibles y proclives a manifestarse
-que no generadas, ni producidas- por aquella persona con la que nos
relacionamos y, esta revelación, libera automáticamente al otro de su
responsabilidad sobre las emociones que nos genera y que, sabemos, son
exclusivamente nuestras. Este aspecto es clave para el autocontrol genuino y no
para aquel que se deriva de la simple contención emocional susceptible de
estallar dependiendo del estado de humor en el que nos encontremos. Las
implicaciones que tiene este detalle para la convivencia son evidentes.
Entrenar la contemplación
En un
mundo totalmente ocupado por la impaciencia y la prisa por obtener resultados
inmediatos, por el avanzar sin detenerse en pro de un objetivo concreto. Donde
se anima a innovar por innovar, porque cualquier interés u objeto caduca antes
de se materialice. Donde la atención está permanentemente capturada por microestímulos
que se suceden y diversifican sin parar y, tener tiempo, pertenece al pasado
por ser algo del que ya todos carecen, en este mundo, decía, contemplar no es
fácil, pudiendo ser, incluso, una actividad de alto riesgo por ser sinónimo de
no hacer nada, lo cual es literalmente inadmisible si no va parejo a estar ante
una pantalla hipnotizado ante una sucesión interminable de reels.
Es
posible que la capacidad para contemplar esté en nuestra naturaleza, pero como
tantas otras cosas, la dinámica temporal en la que estamos inmersos está exenta
de las pausas necesarias para facilitarla y llevarla a cabo de manera habitual.
Quizás algún día, de vacaciones, ante un paisaje que nos impresione, converjan,
en aquel instante, las condiciones necesarias para abducirnos y fundirnos con
aquello que estamos viendo. Pero esto sucede en contadas ocasiones y viene a
ser como la inspiración: impredecible e ingobernable.
Ponerse
a contemplar, así por las buenas, puede ser algo muy difícil de llevar a cabo o,
incluso, una actividad inquietante. Esperar a que no pase nada, no deja de ser esperar
algo y este puede ser el disparador de un sentimiento de pérdida de tiempo, de
soledad o de miedo, difíciles de soportar. Esta es una de las principales
razones de la dificultad que algunas personas tienen para sentarse y permanecer
un tiempo en meditación, siempre y cuando, claro está, esta no esté guiada por
las indicaciones de alguien que llene
este vacío incómodo sustituyendo con su voz el silencio en el que creen
estar instaladas.
El
entrenamiento en la contemplación siempre consistirá en actividades que exijan
dominar la impaciencia y recuperar una relación con el tiempo caracterizada por
el dejar de hacer, silenciarse, y dejar de ser para fundirse en el todo. A
nivel personal eso puede conseguirse mediante el ejercicio de la escucha
dilatada y atenta, la lectura u otros métodos más sofisticados como pasear -no
ver, ni visitar- habitualmente los museos, el dibujo o la pintura, la costura,
la caligrafía, los baños de bosque, la meditación sin objeto o actividades por el estilo que exijan silencio y
soledad.
La
contemplación, en nuestras organizaciones, es una capacidad que también se
puede entrenar. Ello exige un cambio de mentalidad que permita habérselas con
el tiempo acelerado que domina nuestro día a día y que impele a que cualquier
actividad se concrete en algo que se pueda usar inmediatamente. Así pues, abrir
espacios de conversación estratégica basada en la reflexión profunda y sin una
agenda predefinida, promover la escucha activa y la atención plena en las
reuniones o fomentar momentos de pausa y reflexión en medio de la actividad
frenética, son algunas de las formas en que podemos entrenar a nuestras
organizaciones en el tiempo contemplativo.
Además,
es importante crear una cultura que valore la contemplación como una
herramienta para la toma de decisiones más informada y para el desarrollo
personal y profesional de los miembros del equipo. Esto puede implicar la
inclusión de prácticas contemplativas en los programas de desarrollo de
liderazgo y el reconocimiento y la celebración de los logros que surgen de haber
otorgado tiempo a la contemplación y la reflexión profunda.
En un
mundo que demanda acción constante, cultivar el tiempo contemplativo emerge
como un acto de resistencia valioso, capaz de generar una comprensión
más profunda de nosotros mismos y del entorno que habitamos. Al hacerlo, no
solo fortalecemos nuestra capacidad para tomar decisiones informadas y
estratégicas, sino que también cultivamos un entorno organizativo que pone en
el centro el bienestar y el crecimiento integral de sus miembros, procurando una
forma más equilibrada y significativa de vivir.
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Este artículo ha sido publicado en el blog de la Red de Consultoría Artesana