lunes, 23 de septiembre de 2019

Impulsar la cultura del colaborar y del compartir



No hace mucho, en un evento, me preguntaron mi opinión sobre el porqué cuesta tanto que, en las organizaciones, las personas compartan su conocimiento.

En un principio, la inercia de la situación me llevó a dar por válida la afirmación que se da por supuesta en la misma formulación de la pregunta, pero me oí diciendo que quizás no era exactamente así, que si levantamos la alfombra de los procesos, metodologías y mecanismos formales de la organización, veremos cómo en las capas menos visibles se dan multitud de interrelaciones y podremos comprobar cómo las personas comparten conocimiento de manera espontánea, continuada, generosa y sin el más mínimo propósito de reconocimiento ni de contribuir expresamente a la gestión del conocimiento de la organización. Que lo que posiblemente está pasando es que las personas, se resisten a compartir conocimiento como se les dice que lo tienen que hacer.

Sucede lo mismo con la colaboración y con la comunicación, las personas colaboran abiertamente cuando se sienten interpeladas a hacerlo, esto es, cuando le encuentran un sentido, su propio sentido y, respecto a la comunicación, lo hacen a pesar de los mecanismos que suele disponer la organización, es decir, como pueden.

Esta opinión no nace del sesgo de una determinada manera de querer ver las cosas, a lo largo de mi vida profesional he contribuido a impulsar y he acompañado a centenares de equipos y comunidades profesionales siendo testigo del gran compromiso, implicación, humildad y generosidad genuina [es decir, sin esperar reconocimiento ni nutrientes para engrosar el ego] por parte de multitud de personas que han apostado e invertido mucho tiempo, energía y conocimiento propio en llevar a cabo proyectos colaborativos para la mejora de los servicios que presta la organización para la que trabajan, curiosamente, las más de las veces, capeando las resistencias de la propia organización y, casi siempre, renovando una y otra vez su confianza en el futuro y utilidad que se le va a dar a los resultados de este trabajo.

Pero, como se apuntaba al principio de este artículo, el escaso éxito de los mecanismos formales para colaborar y compartir extiende un velo sobre lo informal [ya de por sí bastante invisible] a la vez que genera regueros de tinta y reflexiones sobre lo de siempre, la conveniencia de desarrollar determinadas competencias en las personas y la necesidad de que aquellas personas con cargos de dirección hagan suyas, se impliquen e impulsen iniciativas relacionadas con potenciar la colaboración y la transferencia de conocimiento experto en sus equipos.

Personalmente no creo que la clave este en el desarrollo de capacidades de las personas ni en elaborar más metodologías o herramientas que faciliten la colaboración o la transferencia de conocimiento, ya que, quien más quien menos, colabora y comparte aunque tan sólo sea dentro de los límites de su entorno más personal y el problema de las herramientas no está en su diseño ni en la bondad de su propósito, sino en el sentido que tienen para el público al que se dirigen y, por ende, en la voluntad de las personas en utilizarlas.

El quid está en la cultura de la organización y uno de los principales determinantes de la cultura de una organización no es lo que aprueban, proponen o dicen impulsar sus equipos directivos, no, lo realmente determinante es lo que hacen realmente estos directivos, cómo se comportan, hasta qué punto tienen interiorizados y son realmente el modelo de los valores y actitudes que pretenden impulsar y esperan de sus equipos o de las personas que se hallan en su esfera de responsabilidad.


Hace ya unos años, Marjorie Kelly, propuso una primera clasificación de las tipologías de personas, políticas o empresas en función de su mentalidad. Así pues, identificaba lo que denominó “mentalidad extractiva”, esto es, aquella que invade y extrae sin medida y para beneficio propio lo máximo del entorno con el que se relaciona. Un tipo de proceder que, visto así, puede parecer alejado, antipático y extraño, pero que se halla más cerca de lo que parece de los valores que nos rodean, no tan sólo a nivel social o político, sino personal.

Por otro lado, Kelly hablaba de la “mentalidad generativa”, un planteamiento personal, social y económico que todavía no tiene entidad pero que asoma aquí y allá a través de enfoques profesionales e iniciativas empresariales orientadas a crear beneficios en lugar de resultados dañinos, que basan la relación en el valor que aportan, que son responsables con el entorno, que enarbolan la justicia social como valor principal y que, en suma, persiguen crear condiciones duraderas y pensadas para las personas y en aquellas generaciones que quedan por venir.

Es obvio que se trata de un punto de vista y que son dos categorías extremas, que no aglutinan a la totalidad de personas, empresas o políticas y que, entre estos dos polos, existe una gradación de grises entre los que nos distribuimos el resto de la Humanidad.

Pero, si tuvieras que clasificar la cultura de tu organización ¿Hacia que gris la colocarías? ¿Más de la banda extractiva o más del lado de la generativa? ¿Y tú? ¿qué pesa más en ti, en función de tus miedos y de lo que te importa? Tómate tu tiempo y valóralo íntima y ponderadamente, no cedas a lo que te gustaría creer, piensa en lo que se valora en tu entorno profesional o valoras realmente, en lo que se reconoce, en lo que se evidencia a partir de las actuaciones que se llevan a cabo.

Desde mi punto de vista y adoptando la perspectiva de este enfoque como manera rápida para el diagnóstico de culturas corporativas, las nuestras son en gran medida y salvo las omnipresentes excepciones, de un gris tirando a extractivo muy marcado y, por otra parte, muy lógico, debido a los valores que imperan en nuestro sistema social y que son, entre otras cosas, los responsables de la situación a la que hemos llevado al mundo y al planeta.

Pero los valores extractivos son contrarios a colaborar abiertamente o a compartir generosamente, de ahí incluso la falta de genuinidad de algunas colaboraciones o trasferencias de conocimiento que encubren un propósito más centrado en el reconocimiento o en la marca personal, que el deseo o la necesidad de contribuir generosamente al desarrollo del entorno.

Abordar este aspecto de la cultura corporativa es fundamental y, como decía, el papel de los equipos directivos y de aquellos promotores de la colaboración y la transferencia de conocimiento es determinante.

La clave no está en cómo toleran o promueven la participación, la colaboración o la transferencia de conocimiento, lo que es definitivo es hasta que punto, estas mismas personas que desarrollan un rol de dirección o de promoción de la colaboración, participan, colaboran y comparten su conocimiento entre ellos mismos, entre las propias personas que componen este equipo, siendo el ejemplo de lo que exigen a los otros.

Este es un tema muy importante y, probablemente, la piedra angular de la gestión del cambio en lo que respecta a impulsar la colaboración, la transferencia de conocimiento y, en general, cualquier valor de la organización.

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Las imágenes corresponden a obras de Giuseppe Pellizza da Volpedo (1868-1907).

Por si te ha pasado desapercibido por el atractivo visual del círculo, en la segunda imagen son interesantes los dos niveles de interrelación que aparecen en los diferentes planos de la pintura.


miércoles, 11 de septiembre de 2019

Las capacidades basales



¿Qué es realmente fundamental a la hora de hacer equipo? ¿Cuál es el rasgo al que le darías más importancia a la hora de integrar a alguien en tu organización? ¿Qué es lo que te hace sentir a gusto y bien cuando trabajas con alguien o con un grupo de personas? ¿Te irías con cualquiera de tus conocidas o conocidos a un viaje que implicara coordinación, adaptación mutua y compartir espacios?

Capacidades o competencias basales [también las denomino “abisales”] es una expresión que he acuñado y suelo utilizar a menudo para referirme a aquellas capacidades que no suelen estar en primera línea, por considerarse demasiado básicas o pertenecientes a la esfera de la personalidad, pero que en cambio son fundamentales y el componente imprescindible para adquirir otras competencias más sofisticadas y consideradas, probablemente, más glamurosas.

Por ejemplo, la capacidad de escucha es fundamental para desarrollar otra competencia como la de la comunicación, siempre más compleja trátese del tipo de comunicación del que se trate. Otro ejemplo podría ser el de la capacidad de atender y aprender de la diversidad, sea esta física, metodológica, ideológica, de hábitos, etc., está capacidad es uno de los principios activos imprescindibles de competencias tan en boga como la de colaboración o de trabajo en equipo.

Por aportar una imagen visual que arroje luz sobre este concepto, las competencias basales suelen ser aquellas que están en los estratos más profundos de la arquitectura competencial de una persona [de ahí lo de abisales] y por ello suelen ser difíciles de percibir aunque, como los cimientos de una casa, sabemos que están ahí, que son esenciales para que se puedan manifestar otras competencias y que se las echa mucho de menos cuando alguien carece de ellas en el marco de las relaciones interpersonales.

En los programas de desarrollo organizativo, las competencias basales suelen recibir muy poca atención y cabe suponer que las causas son, como con todo, diversas, recorriendo el clásico espectro que va desde el materialismo que las considera humo y sólo trata con aquello que puede medir, hasta la falta de reflexión sobre los fundamentos de nuestra propia conducta, pasando por aquellas personas que consideran que estas capacidades vienen de serie y las trae uno consigo desde no se sabe dónde, cuándo ni porqué.

Pero más o menos conscientemente, sabemos que esto no es cierto y que el grado de inconsciencia es el responsable de que no se comprendan, no se halle solución y se cronifiquen determinadas dificultades, normalmente muy críticas, con les que se encuentran algunos equipos.

La adquisición de competencias basales suele necesitar la cocción lenta y continuada del aprendizaje que parte de la vivencia, la autocrítica cognitiva y emocional y la interiorización de valores que den firmeza a estas capacidades estimulando su traducción espontánea en comportamientos habituales por parte de la persona. Por utilizar uno de los ejemplos de antes, la capacidad de atender y aprender de la diversidad, requiere interiorizar el "respeto hacia la alteridad", algo que también es necesario en la capacidad de escucha y que se adquiere, por ejemplo, conviviendo, colaborando o compartiendo de manera continuada con otras personas en un clima de interdependencia y soporte mutuo.

La necesidad de acudir a actividades poco relacionadas con el desempeño de las funciones del puesto de trabajo puede constituir otra dificultad para reconocer o asumir el desarrollo de este tipo de capacidades en el ámbito profesional, ya que los programas de formación-aprendizaje al uso no suelen ser los indicados para adquirir este tipo de competencias y se requiere de la confianza a fondo perdido en los beneficios que conlleva apostar por otro tipo de actividades muchas veces alejadas de lo considerado útil, organizativamente hablando.