sábado, 24 de diciembre de 2016

Nuevos enfoques para la transformación de la organización


Cuando se trata de valores, el cambio en las organizaciones continúa siendo una quimera si estos valores chocan o son contrarios a los que imperan y llueven continuamente desde las nubes de nuestra cultura social, filtrándose por las junturas e intersticios de nuestras organizaciones y sumándose al torrente de nuestras culturas organizativas.

Aspectos de probada eficacia, necesarios o sencillamente obvios como pueden serlo las ventajas del trabajo colaborativo, el valor del conocimiento, el potencial de todas y cada una de las personas o los beneficios de la autogestión de los equipos no tienen nada que hacer cuando salen de la calidez del laboratorio conceptual de la innovación en el que han sido incubados para echarle un pulso a los musculados estilos de liderazgo y modus operandi de siempre, entrenados desde tiempos remotos, curtidos en el día a día y totalmente integrados en la manera que, tarde o temprano, se considera más “razonable” de hacer.

En el momento actual, cuando algunas organizaciones ya están haciendo balance de los logros obtenidos a lo largo de la última década en el desarrollo de programas innovadores de gestión del conocimiento, de empoderamiento de profesionales o de creación de redes inteligentes basadas en el trabajo colaborativo, tenemos información suficiente como para concluir que los enfoques y estrategias comúnmente utilizadas para provocar el cambio hacia estos modelos, ya han alcanzado gran parte de todo lo que podían ofrecer y los resultados obtenidos, aunque muy importantes, no llegan a ser suficientes como para estar seguros de haber dado con la manera de transformar nuestras organizaciones en el sentido en el que los tiempos y el sentir común lo reclaman.

De una manera u otra, tarde o temprano, el caudaloso y devastador torrente de la cultura organizativa arrasa con los tiernos brotes de los nuevos modelos enterrándolos en las espesas capas del lodo del realismo pragmático y utilitario “de siempre”.

Así pues, del mismo modo que el entorno habitual de un toxicómano suele ser el responsable de que este reincida una vez se ha desintoxicado, muchas personas convencidas – a través de proyectos o en acciones de formación- de las bondades de otras maneras de ver, pensar o hacer, vuelven a ser abducidas por la rutina y la costumbre desertando de su compromiso para con el cambio hacia formas alternativas de hacer o pensar. Las personas crean las culturas, es cierto, pero estas culturas transforman a su vez a las personas, revolcándolas en sus inercias y dificultando cualquier alteración importante del orden preestablecido.

¿Qué hacer al respecto?

Comenta Steven Johnson en su Historia natural de la innovación cómo muchas ideas mueren prematuramente por aparecer antes de que el terreno este abonado para que puedan germinar, pero que algunas otras permanecen hibernando y prosperan más tarde, cuando se dan las condiciones ambientales necesarias para que echen raíces y dispongan de los nutrientes necesarios para poder desarrollarse.

Este es, según mi parecer, el caso de la aportación que hace François Jullien en la Conferencia sobre la eficacia [2006], un ensayo que nos ofrece una comparativa entre los modelos occidental y chino de enfocar la estrategia y que traigo aquí ya que puede arrojar luz sobre cómo abordar ciertos procesos de cambio que se han hecho resistentes a las estrategias de siempre.

El autor aduce varias razones para escoger China, entre otras la de tratarse de una gran civilización que se desarrolló lingüística e históricamente al margen del pensamiento europeo y por estar fundamentada en principios y valores diametralmente opuestos a los nuestros.

Lo interesante de la aportación de Jullien es el hecho de contraponer al pensamiento estratégico occidental basado en la descripción de un modelo ideal [una visión] a la que llegar mediante la formulación de una serie de objetivos, el pensamiento chino basado en un no-actuar, aprovechando el potencial que ofrece la situación en la que nos hallamos y detectando los factores “facilitadores” para sacar el máximo provecho de ellos.

Un ejemplo sencillo que resume visualmente el espíritu de una de las ideas principales que nos quiere transmitir el autor es como si, a la hora de obtener manzanas, el pensamiento occidental se planteara la mejor manera de cogerlas del árbol mientras que el enfoque chino esperaría a que cayeran, eso sí, estando muy atento a recogerlas antes de que se echaran a perder.

Según el análisis de François Jullien, la manera occidental de diseñar la estrategia no acaba de casar con las irrupciones con las que nos regala el día a día y que normalmente nos llevan a que muchos planes acaben siendo esto, sólo planes.


Así pues, a la hora de plantearnos cómo vencer los bloqueos al cambio que se han hecho inmunes a nuestra manera habitual y lógica de abordarlos quizás sea oportuno echar mano de otro enfoque estratégico, analizar el potencial que ofrece el terreno en el que nos encontramos en este preciso momento y situarnos en él de tal manera que la inercia natural de las cosas juegue en nuestro propio provecho.

Desde esta perspectiva, quiero destacar una serie de aspectos que pueden sernos útiles a la hora de enfocar los procesos de cambio de cultura en nuestras organizaciones.

Por un lado, captar la atención hacia el renovado valor que está cobrando de nuevo la tesis con la que Viktor Frankl revolucionó la psiquiatría a mediados de los 40 del siglo XX: La búsqueda de sentido a su propia existencia es lo que mueve a la persona a lo largo de su vida y, contrariamente a lo pregonado por algunas escuelas de la psicología, va más allá de la búsqueda de placer o del poder. Determinadas esperanzas mueven y han movido a sacrificios personales ingentes, así como la falta de ellas han provocado estados átonos y sin acento que han desembocado en la depresión.

Una tesis que emerge enriquecida con la aparición en nuestra cultura del concepto de Ikigai, la expresión japonesa para denominar a “la razón que una persona tiene para levantarse por la mañana” y que se concreta, en gran medida, en la pertenencia y contribución que se realiza a la comunidad, la principal explicación que los habitantes de Ogimi [Okinawa] dan al hecho de que su aldea sea la que cuenta con la población más longeva de todo el mundo.

No especularé sobre los determinantes de este resurgir tan impetuoso de la “búsqueda de sentido” aunque resuene en nuestra imaginación su muy probable relación con la alta dosis de incertidumbre, los sacrificios y los retos que nos plantea el momento actual, un momento que confronta a las personas con quienes están siendo, con quien quieren ser y con lo que quieren hacer realmente con sus vidas. Pero sea por lo que sea, es una preocupación o un tema de interés muy vivo, que sateliza nuestras organizaciones y al que quizás no les prestamos la suficiente atención ni aprovechamos su potencial para inducir al cambio, ya que esta búsqueda de sentido incluye el valor con el que el trabajo contribuye a la autorrealización de la persona.


Es muy posible que todo esto esté también muy relacionado con la consolidación que la práctica del mindfulness está adquiriendo hoy en día, otro de los aspectos que podemos aprovechar a la hora de orientar los procesos de cambio en las organizaciones.

Conocidos experimentos llevados a cabo con el llamado hombre más feliz del mundo, Matthieu Ricard, demuestran cómo un determinado tipo de meditación implica y desarrolla el córtex prefrontal izquierdo, directamente relacionado con la sensación de felicidad y la consciencia del otro mientras que también disminuye la actividad del lóbulo derecho relacionada con la depresión. También disminuye la actividad de la amígdala relacionada con el miedo y la ira y, por otra parte, el nivel de atención y de tolerancia a la frustración es mucho más elevando. Al parecer, los efectos de esa práctica sobre el cerebro son poco menos que inmediatos y sus beneficios se dejan ver ya desde un principio por aquellos que se inician en esta práctica.

La meditación está íntimamente relacionada con el gobierno de la Red Neuronal por Defecto [RND]. Como es sabido, a finales de los 90, se descubrió que el cerebro, lejos de mantenerse al ralentí cuando no hay actividad consciente, lleva a cabo una alta actividad destinada al mantenimiento de las funciones basales y a la clasificación de contenidos, consolidación de aprendizajes o repaso de material mnémico y estímulos cognitivos residuales. Vaya, que la actividad cerebral es ininterrumpida y de ahí quizás el fenómeno que todos hemos experimentado de solucionar problemas u orientar decisiones mientras dormimos o la dificultad de mantener la mente en blanco.

En este contexto, la meditación se erige como una de las acciones más racionales que se pueden llevar a cabo ya que su finalidad última es interrumpir temporalmente el flujo cognitivo torrencial y constante de la Red Neuronal por Defecto, para abrir espacios de silencio mental que permitan adquirir consciencia de nosotros mismos y perspectiva sobre la tipología, calidad e impacto de estos contenidos en la interpretación que realizamos de forma inconsciente de la realidad.

La relación de estos mecanismos con el desbloqueo de las inercias cognitivas a las que conducen nuestras culturas corporativas es evidente, en este sentido es muy interesante revisar la experiencia de Kiran Bedi, Directora General del Servicio de Policía de la India y que además dirigió una de las cárceles más duras del país, donde empleó un nuevo enfoque de rehabilitación basado en la transferencia de conocimiento entre pares y la práctica diaria de la meditación.

Para finalizar, Pierre Laloux, en su reciente obra “Reinventar las organizaciones” demuestra como todo lo dicho en este artículo parece estar ya cobrando forma en una gran cantidad de organizaciones que son consideradas actualmente como modelos de excelencia. Estos nuevos modelos organizativos se caracterizan por el alto grado de responsabilidad y compromiso que las persona adquieren con la organización, unos rasgos que se desprenden de conectar el sentido de la organización con la “plenitud” de las personas, de culturas corporativas basadas en la confianza, del total empoderamiento de los equipos y la ausencia de mecanismos de control sobre las personas. Laloux también describe como estas organizaciones utilizan de manera habitual en sus procesos de toma de decisiones, técnicas de interrupción de pensamiento y mecanismos orientados a tomar consciencia del valor de cada una de las personas en el conjunto de la comunidad. Un bonito ejemplo de cómo reenfocar la estrategia para inducir a la transformación de la cultura y por ende, de la organización.




sábado, 26 de noviembre de 2016

El burnout en la moderación de comunidades


Uno de los significados que encierra el concepto de liderazgo es el de dotar de sentido a la acción. Este factor es clave para comprender el componente emocional que se espera del líder y su función eminentemente tractora hacia un propósito que se pretende común cuando se trata de más de una persona.

Normalmente, el liderazgo suele entenderse en el contexto de una relación donde existe alguien inspirado que ha de desplegar un repertorio de habilidades para transferir su inspiración a otra persona. De ahí que muchas escuelas de negocio centren la formación de líderes en entrenar aquellas capacidades de comunicación, influencia o persuasión que sirvan directamente para motivar a otros.

Pero no es necesario ahondar mucho para saber que esto no es del todo cierto, todos sabemos que hay propósitos que nos pertenecen a nosotros solos, que se hallan en el ámbito de lo individual y que hemos de liderar en la intimidad ya que suponen un plus intencional extra que ha de hacer posible afrontar la incertidumbre, la resignación o la abulia con la que nos seduce la rutina y el día a día. Hay un tipo de liderazgo de autoconsumo absolutamente necesario para que la persona pueda responder a los compromisos que establece con su entorno.

La coordinación, la mediación o la moderación en cambio, son funciones instrumentales que se llevan a cabo para facilitar, optimizar o amplificar las posibilidades del encuentro entre dos o más personas. Es muy importante tener en cuenta esta función “instrumental” ya que la coordinación, mediación o moderación son herramientas o catalizadores que utilizan dos o más personas para aumentar la eficacia y la eficiencia en el logro de un propósito determinado.

Desde el punto de vista de este análisis conceptual, la coordinación de una actividad o de un proyecto no comporta, necesariamente, el liderazgo y, a la inversa, liderar no conlleva la coordinación, tal y como nos muestra IDEO en su famoso proyecto Deep Dive, donde el rol de conducir la sesión de trabajo recae sobre alguien que simplemente es bueno llevando reuniones de trabajo.

Moderar y liderar no son lo mismo, en cambio, habitualmente suelen considerarse uno consecuencia natural del otro e incluso utilizarse como sinónimos en algunas ocasiones.

De hecho, gran parte de las expectativas que se le atribuyen a los grupos de trabajo colaborativo recaen sobre la figura del moderador, del cual se espera un rol tractor indispensable para mantener el pulso cardíaco y, en definitiva, la vida del equipo de trabajo y del proyecto. Hay quien se refiere incluso al papel de líder del moderador.

Moderar supone, en estos casos y en mayor o menor grado: tirar del carro, motivar, orientar al equipo hacia el tema, realizar aquellas tareas para las que nadie tiene tiempo y mendigar implicación y compromiso a lo largo de todo el proyecto. Funciones todas que suelen quedar invisibilizadas cuando se trata de valorar los resultados finales del proyecto pero que correlacionan sospechosamente con el agotamiento y el alto nivel de abandono de moderadores a la hora de asumir de nuevo este rol.

En las Comunidades de Practica [CoP] se da con el tiempo un verdadero fenómeno de burnout entre los moderadores que preocupa a aquellos profesionales que quieren seducir a la organización hacia este modelo de trabajo colaborativo y desplegar esta tipología de grupos sociales orientados a desarrollar conocimiento especializado.

Veamos, la esencia y la calidad de una Comunidad de Práctica se concentra en tres factores que pueden darse en mayor o menor grado y que suelen determinar la cultura, el clima y la profundidad del trabajo colaborativo:

En primer lugar se halla la propiedad que tienen las personas sobre el objetivo del proyecto. El grado de propiedad sobre una necesidad, un objetivo, un problema o un proyecto está directamente relacionado con el grado de implicación de la persona y sus expectativas sobre la calidad de los resultados que cabe esperar. Las personas suelen preocuparse y prestarle atención a aquello que les afecta directamente, a más propiedad más compromiso y, consecuentemente, más inversión de recursos propios en el logro de los objetivos.

Otro factor muy relacionado con el anterior es el de la voluntariedad. Las personas priorizan y abocan su atención en aquello que realmente quieren hacer. La subscripción es mucho más potente, a nivel de motivación, que la prescripción. El grado de voluntad con el que una persona se adscribe a una actividad es directamente proporcional a la responsabilidad con la que la aborda. Este es un factor que parece más sencillo de lo que realmente es ya que la “voluntariedad”, en la organización, suele estar muy influida por las repercusiones que tiene para la imagen de la persona y para su rol social la falta de presencia en determinadas actividades. No toda voluntariedad, por decirlo de manera sencilla, responde a una voluntad sincera de estar y ser allí.

Y para finalizar, pero no por ello menos importante, está la capacidad de autogestión. En la medida en que las personas deciden qué hacer, cómo y cuándo, el grado de propiedad se refuerza y con ello la responsabilidad y el compromiso.

La interconexión de estos tres factores es evidente, propiedad, voluntariedad y autogestión están íntimamente entrelazadas y determinan el nivel de la apuesta que la persona realiza en el proyecto, de las responsabilidades que asume y de su compromiso en el logro de los objetivos.

A más responsabilidad y compromiso por parte de cada uno de los integrantes del equipo menos relevante serán las expectativas de liderazgo que ha de asumir el moderador, pudiéndose ceñir a las funciones instrumentales de su verdadero rol.

De todo lo dicho se desprende que esa sobrecarga que, más tarde o más temprano, acaba fundiendo a aquellas personas que moderan Comunidades de Práctica se debe, básicamente, al grado de presencia de esta tríada de factores.


Uno de los posibles motivos de esta sobrecarga funcional que recae sobre la figura del moderador se debe a no dedicar el tiempo suficiente a construir el andamiaje a partir del cual se erigirá la Comunidad de Práctica, esto es: elaborar el setting, las condiciones, roles y normas que han de regir la vida del grupo de trabajo. Una omisión, por otro lado, de lo más habitual en nuestras culturas organizativas, estando como están orientadas a la prisa y a ese pragmatismo utilitario tan poco práctico que antepone la búsqueda de resultados a la estructuración y engrase del proceso que ha de permitir conseguirlos.

Pero no hacer este trabajo previo activa las inercias a partir de las cuales se identifica la moderación con el liderazgo de la Comunidad y a este liderazgo con la propiedad sobre los objetivos.

El liderazgo pertenece y debe ser asumido por todos y cada uno de los miembros a través de una actividad caracterizada por la reciprocidad, la iniciativa en la asunción de tareas y el equilibrio de las cargas de trabajo, confinando la función de moderar a su razón de ser originaria, es decir a la dirección del debate, a favorecer el diálogo y a interrelacionar ideas y personas.

Antes de entrar en la materia propia de la Comunidad de Práctica, ha de abrirse un momento “cero” dedicado a:
  • Anticipar el camino a recorrer y reflexionar sobre qué supone [presencia, dedicación, etc.] el proyecto al que se orienta la Comunidad de Práctica.
  • Valorar qué implica el desarrollo de esta actividad para cada uno de los miembros del grupo de trabajo.
Se trata de un ejercicio muy saludable orientado a centrar a las personas en la dimensión de la acción y a explicitar tanto las expectativas como el nivel de compromiso que se requiere de ellas. Vendría a ser un momento de noviazgo con el proyecto a partir del cual los pretendientes de la Comunidad de Práctica pueden decidir si realmente quieren o no participar en ella.

Algunas de las acciones a realizar en este momento cero pueden ser:
  • Debatir sobre la magnitud, necesidad, utilidad y dificultades que plantea el objetivo de la Comunidad de Práctica.
  • Elaborar una hipótesis sobre la posible carga de trabajo y la manera de interrelacionarse entre los miembros de la comunidad: número y periodicidad de las sesiones presenciales, qué se hará no presencialmente, qué plataforma de trabajo se utilizará, etc.
  • En función del punto anterior formularse las siguientes preguntas: ¿puede asumirse por parte de todas y todos los participantes? ¿Hace falta revisar y ajustar el objetivo a las posibilidades de los participantes? Visto lo visto ¿qué personas quieren comprometerse con esta Comunidad de Práctica?
  • Determinar de manera clara a qué se han de comprometer cada uno de los participantes para el correcto desarrollo y funcionamiento de la Comunidad de Práctica: asistencia, cumplimiento de los compromisos de trabajo, presencia en la plataforma, etc.
  • Explicitar el valor o los beneficios que, a título individual, espera conseguir cada una de las personas con su participación en la Comunidad de Práctica: ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué me hará sentir que ha valido la pena apostar por el proyecto?
  • Determinar el método y los períodos para el seguimiento, evaluación y toma de decisiones respecto del grado de cumplimiento de los compromisos adquiridos por los participantes para el buen funcionamiento de la Comunidad de Práctica.





sábado, 17 de septiembre de 2016

La capacidad de aprender

Hubo un tiempo en que el aprendiz buscaba al maestro. De hecho, éste se definía como tal –como maestro- por aquella o aquellas personas que acudían a él para aprender lo que sabía hacer.

En nuestra imaginación anidan cientos de imágenes y secuencias entre aprendices y maestros colocadas ahí a través de los cuentos populares y películas que hemos visto.

En todas ellas la figura del aprendiz suele estar representada por alguien muy joven, generalmente un niño, transportándonos a un momento en que el aprendizaje de un oficio era la mejor manera de aprovechar la maleabilidad de la infancia. Al maestro, en cambio, se le podía representar como a alguien de mal carácter, desaliñado, huraño, solitario y esquivo. En algunos casos, era difícil establecer una relación directa entre la delicadeza de lo que se elaboraba en aquel taller y el carácter ruin, egoísta y mezquino de aquella persona, más interesada en el uso esclavo del aprendiz que en hacer de él alguien de provecho, capaz y autónomo.

Normalmente, de estas historias, se deducía que tan sólo la muerte del maestro determinaba la adultez y la capacidad del joven para valerse por sí mismo y poder establecer una transacción de igual a igual con el mundo en el que vivía, un esquema en el que resonaban los ecos freudianos de un mundo ordenado y mantenido a raya mediante el triunfo de la experiencia sobre la juventud, del deber sobre el placer y de la culpa sobre el instinto, previsiblemente uno de los aprendizajes que se esperaban de tales historias.

También tenemos otros ejemplos que hacen referencia a maestros menos extremos, incluso bondadosos, donde los aprendices se arremolinaban a su entorno para absorber su conocimiento o aprender sus sabias artes. En fin, el carácter del maestro era un factor más entre las circunstancias que acompañaban al discípulo en su proceso de aprendizaje.

Pero, en todos los casos, el verdadero interés por aprender emergía del alumno, un deseo tal que hacía que él mismo pusiera todo su empeño y fuera el único responsable de establecer los puentes entre sus ganas de aprender y la fuente donde se hallaba el conocimiento que buscaba, al margen del carácter, del trato o de la capacidad pedagógica que tuviera el maestro.

Estas imágenes contrastan con la sobreatención y la importancia que se le atribuye, en nuestras organizaciones, a las metodologías de formación y a las capacidades que han de tener los docentes para facilitar el aprendizaje. Metodologías y capacidades que incluyen, las más de las veces, la manera o la habilidad para despertar el mínimo interés del alumno, capturar su atención y envolverlo en una dinámica capaz de generar el clímax necesario para abrir todos sus poros al aprendizaje.

Y no es que no crea útil e incluso necesaria la capacidad de sensibilizar y seducir a la persona hacia el aprendizaje, no, sino que también cabe preguntarse dónde queda, en esta ecuación, la capacidad para aprender que poseen las personas a las que se dirige la formación y hasta qué punto se tiene en cuenta este factor en el éxito o el fracaso del impacto de una acción destinada al aprendizaje.


De alguna manera, más o menos explícitamente, todos sabemos que aprende quien realmente quiere aprender y que, como con todo, de poco sirven las acrobacias metodológicas o técnicas cuando no existe una voluntad sincera de asimilar algo nuevo o de cambiar.

Es cierto que las metodologías, tecnologías y las habilidades interpersonales de los docentes facilitan el aprendizaje en términos de eficacia y eficiencia pero también sabemos que están supeditadas a la voluntad por aprender que tenga el alumno y que ésta no es tan sólo una condición necesaria sino que incluso llega a ser, por ella misma, suficiente cuando la persona tiene la posibilidad de acceder directamente a la fuente de aprendizaje.

En el afán habitual por reducir a una ecuación operativa, simplificarlo e instrumentalizarlo todo, suele atribuirse la capacidad de aprender a factores tales como el tiempo del que se dispone, la calidad y atractivo de los contenidos, la capacidad analítica de la persona o su receptividad a nuevos enfoques, por poner algunos ejemplos. Pero estos factores adquieren sentido e incluso algunos pierden toda su relevancia cuando la persona quiere realmente aprender.

La capacidad de aprender está directamente relacionada con la consciencia que se tiene de uno mismo y con la capacidad autocrítica y la necesidad de cambio que se deriva de ella. De nada sirve enseñar a quien no cree necesitarlo. Aprende quien quiere incorporar a su haber algo que sabe que no tiene y que desea poseer. Sin una mínima consciencia de esta carencia y un deseo de solucionarla no es posible la permeabilidad y el gasto calórico inherente a todo aprendizaje. Aprender supone cambiar y para ello, uno ha de tener motivos, la autocrítica es la capacidad básica que permite activar el mecanismo íntimo que hace posible cualquier cambio.

Pero la autocrítica comprende un abanico de grados, a lo largo de los cuales se distribuyen todas las personas y que abarcan desde la sensibilidad para detectar y admitir un déficit en una habilidad instrumental hasta la capacidad para reconocer carencias fundamentales en el desarrollo de un rol interpersonal, social o profesional.

Normalmente los primeros niveles de autocrítica son comunes y se pueden hallar fácimente en cualquier persona. Es frecuente y sencillo reconocer poca habilidad en el manejo de una determinada herramienta, lo que no es tan evidente es suponerle a nadie los niveles más profundos de autocrítica como los que se requieren para reconocer poca capacidad de escucha, de empatía, de colaboración, de generosidad o de liderazgo, por citar algunas competencias profesionales consideradas clave en el momento actual.

Muscular la capacidad autocritica y elevarla a la categoría de valor en nuestras organizaciones, aquejadas todavía de la imperiosa necesidad de demostraciones de seguridad o infalibilidad profesional e inmersas, como están, en una cultura [organizativa y social] que sigue viendo en la duda, en la humildad o en el reconocimiento de las propias carencias, un signo de debilidad, debiera ser un reto para cualquier modelo de aprendizaje que se quiera impulsar. Y más cuando la formación suele ser, paradójicamente, la herramienta utilizada para vehiculizar el cambio.

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  • La primera fotografía es de Arthur Tress y pertenece a su álbum: Transréalités.
  • La segunda imagen corresponde a una secuencia de la película Billy Elliot [2000], un ejemplo claro de lo que es capaz la voluntad de aprender en un entorno totamente adverso.


domingo, 31 de julio de 2016

La conveniencia de escribir

Para compartir se ha de poseer primero y eso supone ser consciente de lo que se tiene para poder ofrecerlo y ponerlo en relación. Si uno no es consciente de lo que tiene, poco puede ocurrírsele qué hacer con ello, como, por ejemplo, compartirlo.

Este matiz es especialmente importante en lo que se refiere al conocimiento ya que no necesariamente sabemos lo que sabemos. De hecho, y aunque resulte paradójico, ignoramos gran parte de lo que sabemos, el pensamiento se halla ahí, adentro, moviéndose en el interior de nuestra mente, asistiendo -con más o menos consciencia de ello- a la toma de decisiones continua que acaba siendo nuestra jornada y alimentando las atribuladas y múltiples reflexiones o ensoñaciones que pueblan nuestros días y nuestras noches. Pero pocas veces nos detenemos a averiguar qué sabemos ¿para qué íbamos a hacerlo? Lo sabemos y con esto ya es suficiente para resolver la gran mayoría de los retos que nos plantea el día a día.

El saber es algo difuso, indefinido, sin expresión, extraviable, ajeno a nuestra atención y, por ello, las más de las veces, inconsciente e incontrolable. Para poseerlo, es decir, para convertirlo en algo nítido, controlable, explicito, consciente y gestionable es preciso articular expresamente mecanismos para transformarlo en conocimiento y cualquiera de los mecanismos a los que se acuda para transformar el saber en conocimiento gira, fundamentalmente, en torno a la narración.

De alguna manera no sabemos lo que sabemos hasta que lo sistematizamos en un relato. No es hasta que necesitamos transformar las ideas en palabras o símbolos y las ordenamos en una melodía discursiva que accedemos a lo que pensamos para convertirlo en conocimiento. Como apunta Jorge Wagensberg el conocimiento es “pensamiento simplificado, codificado, listo para salir de la mente y capaz de atravesar la realidad para así tener la opción de tropezarse con otra mente que lo descodifique”, indicando a su vez que este “alguien” puede ser uno mismo ya que “para pensar basta con una mente pero para conocer se necesita como mínimo dos, aunque ambas mentes, la emisora y la receptora, sean la misma mente”.

Así pues, el relato, no es tan sólo un mecanismo para trasladar un pensamiento de una mente a otra sino que es el modo mediante el cual capturamos lo que sabemos y, al adquirir consciencia de ello, aprendemos de nosotros mismos.

Decía al principio de este artículo que, para compartir se ha de poseer primero y, en el caso del conocimiento, esto supone darle una expresión plástica, una melodía de significantes que apunten al concepto que flota de manera imprecisa y etérea en nuestra mente.

La manera más común de hacerlo es mediante la conversación. Roger Bartra en sus estudios sobre la consciencia y los procesos simbólicos nos recuerda que “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos”. El componente magnético y de motivación de la conversación, por lo que implica de atención y relación con el otro, es el mecanismo más natural que suelen utilizar las personas para comprimir lo que saben en paquetes de conocimiento. De ahí la importancia de establecer escenarios de relación y la relevancia que tiene actualmente el trabajo colaborativo en la gestión del conocimiento de las organizaciones.


Otro mecanismo es la escritura. Escribir comporta un plus de dificultad que no tiene el conversar. La escritura requiere de un dominio del vocabulario y de una técnica mediante la cual poder suplir la gestualidad, supuestos compartidos, espacios comunes o silencios con significado que normalmente enriquecen y facilitan el discurso oral. Pero no sólo eso, escribir comporta soledad, concentración y recogimiento, todos ellos aspectos que nos confrontan con nosotros mismos, que generan inquietud y de los que, más tarde o más temprano, se suele huir en busca del ruido y de aquel contacto con el entorno que nos hace sentir más seguros.

Escribir no es fácil y no surge de manera tan natural y espontánea como la conversación. La escritura es un mecanismo que requiere de la voluntad y disciplina capaz de remontar todas las resistencias que aparecen tan sólo con pasar del propósito al acto de ponerse a ello.

Pero escribir es el modo más intenso de explicitar el propio pensamiento ya que implica la conversación íntima con uno mismo, en soledad, lejos de la interferencia y de los sesgos que producen la relación, cotejando la alineación de cada palabra con las ideas que se quieren expresar, valorando la adecuación de cada frase, aprendiendo de lo que nos descubre cada línea escrita de aquello que pensamos. Escribir conlleva leerse, corregirse, matizarse y volverse a leer hasta decidir que lo escrito es lo que más se parece a lo que se pretende escribir.

Para la gestión del conocimiento de una organización, escribir es, junto al vídeo relato, una de las maneras más accesibles y potentes de indagar, hacer emerger, capturar y compartir el saber más contextual, el que suele mantenerse a la sombra, el que no recogen los procesos y no se vierte en las conversaciones “colaborativas”, aquel menos utilitario y funcional pero que incide de manera sutil y determinante en las creencias y criterios de las personas afectando de lleno en la opinión y las decisiones que estas toman.

Un tipo de saber que no suele emerger espontáneamente y que peligra de invisibilizarse, hasta perderse, si capturarlo no es un imperativo para las personas en el marco del sistema de gestión del conocimiento de la organización.

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En la primera imagen: una turista tomando anotaciones en una cafetería. La fotografía es mía.

En la segunda imagen: Marguerite Duras escribiendo [Jot Down, 2013]



jueves, 30 de junio de 2016

La necesidad de conversar

No todo son conversaciones, al menos para mí. De hecho, en mí día a día, lo que menos abunda son las conversaciones.

Puede darse el caso de hablar con una multitud de personas durante una jornada y que ninguno de estos intercambios haya sido realmente una conversación. Y quien dice una jornada, dice días o semanas.

Con esto no quiero decir que estos diálogos, discusiones, debates, negociaciones, puestas al día o lo que sea que se esté haciendo cuando no se conversa pero se habla con alguien, sea de poca calidad, negativo o que no valga la pena, no. Simplemente digo que no son conversaciones, que son otra cosa, porque la conversación tiene unos rasgos de identidad que le son propios y la hacen singular y distinta a cualquier otro tipo de intercambio.

Por ejemplo, en una conversación cobra un peso especial la relación, pero no como medio o condición sine qua non a partir del cual poder intercambiar contenidos, sino como un fin en sí misma. Casi podemos decir que no nos relacionamos para conversar sino que conversamos para relacionarnos y este factor hace de la conversación algo absolutamente distinto a cualquier otra modalidad de intercambio verbal donde, normalmente, lo que importa son los contenidos y la utilidad que se les da.

A esto último añadir que el carácter poco utilitario es lo que distingue a las mejores conversaciones, que son aquellas en las que se acaba hablando de muchas cosas, sin perseguir nada más que no sea el de compartir con aquella persona la satisfacción de estar hablando de aquello de lo que apetece hablar y que en definitiva es lo que motiva a cada uno a querer seguir conversando. Porque las conversaciones, las buenas, no terminan sino que se interrumpen.

Toda conversación genera cierto grado de bienestar entre las personas que la comparten y este factor delata y pone de manifiesto algunas de las reglas tácitas que siempre operan en ella, mecanismos que todas y todos conocemos como el respeto y el interés sincero por el otro y por su punto de vista, un conjunto de factores que hacen posible esa danza equilibrada de intervenciones en la que se convierte una conversación de verdad. Porque una cosa es clara, en una conversación se aporta, se escucha y siempre se tiene la absoluta convicción de ser escuchado.

Entre los rasgos más propios que distinguen las conversaciones, no podemos dejar de lado ese componente íntimo que todas tienen, no me refiero a que el tema en torno al cual se conversa deba de ser personal sino a la intimidad que se destila del carácter genuino de las ideas que se exponen. De ahí la privacidad que sugieren, la satisfacción que producen y su poderosa incidencia en tejer relaciones sólidas.


Pero de entre todas las características, la que me lleva a escribir este artículo es la importancia que tiene la conversación como mecanismo para generar conocimiento e ilusión.

De alguna manera no sabemos lo que sabemos hasta que lo relatamos. Parece que no es hasta que transformamos las ideas en palabras y las disponemos en una melodía narrativa que accedemos a lo que sabemos, lo comprendemos y lo convertimos en conocimiento.

Conversar, como escribir, es el marco ideal para construir nuestro conocimiento y una de las mejores oportunidades para aprender de nosotros mismos ya que nos invita a poner en orden nuestras ideas hasta que estas adquieren un sentido y cobran valor como para ser compartidas.

Hasta entonces el saber es algo difuso, indefinido, sin expresión, extraviable, ajeno a nuestra atención y, por ello, las más de las veces, inconsciente e incontrolable. “Sabemos pero no conocemos” y la conversación es uno de los mejores mecanismos que permiten resolver esta disociación, “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos”, dice Roger Bartra.

Las características de la conversación a las que me he referido, esto es, la libertad, el bienestar, la confianza, su carácter íntimo y la falta de orientación a un objetivo concreto son clave en ese fluir del saber por el alambique del conocimiento.

Un proceso que además de conveniente es aconsejable y, me atrevo a decir, necesario para descongestionar la mente, eliminar ruido y “liberar espacio”, una expresión que trasciende su carácter metafórico ya que es por todas y todos conocida la sensación de agilidad y liberación mental que se obtiene de una buena conversación. Como si la elaboración de esta melodía narrativa comprimiese [enzipase] la ideas en paquetes de conocimiento y, en consecuencia, liberase espacio que me he descubierto más de una vez rellenando inmediatamente de ilusión y ganas renovadas de hacer.

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En la fotografía: Bugaderes d’Horta [lavanderas de Horta] Barcelona.

De la pintura:  Ron Hicks's"Twilight Conversation" [detail]


sábado, 25 de junio de 2016

La organicidad del cambio

Uno de los aspectos que inciden de manera determinante en las expectativas depositadas ante la gestión del cambio organizativo es la linealidad de su concepción.

El cambio al que me refiero es aquel que afecta aspectos nucleares de la cultura y que, en consecuencia, implica una transformación poderosa de los valores, creencias y actitudes de las personas. Promover el trabajo colaborativo en una cultura heredera de valores individualistas y competitivos podría ser un ejemplo.

Por linealidad en la concepción me refiero a esta relación causa-efecto de corte ilustrado con la que se pretende comprender lo que sucede e incluso prever su evolución. Un enfoque basado en la traducción de cualquier aspecto sobre el que se pretenda incidir a una serie de variables objetivas, controlables y, a ser posible, manejables.

Decía pues que, este querer pensar que pulsando el botón correcto se pondrá en acción el juego de palancas que infaliblemente hará posible el cambio, es la máxima responsable de que, actualmente, se supedite la gestión del cambio a su diseño y que ese planteamiento suela traducirse en la forma de un proyecto, con su principio y su fin, en el cual se depositan todas las expectativas.

Desde mi punto de vista, esta concepción lineal del cambio organizativo es la responsable no tan sólo de la gran frustración que generan muchos proyectos sino también de la concepción resultante que se construye en muchas organizaciones sobre la naturaleza [valores, capacidades, propósitos…] de las personas que trabajan en ellas. La razón es sencilla: el cambio se hace patente en las personas, luego, la responsabilidad sobre cualquier alteración sobre el plan inicial suele atribuirse a la naturaleza de esas mismas personas.

No es de extrañar pues que el resultado sea, a menudo, una concepción del ser humano poco edificante que tiende a justificar la distancia, la desconfianza y los estilos tradicionales de dirección que seguramente ya existían pero que ahora se revalidan erigiéndose en la nueva y peor resistencia a la posibilidad de cualquier sueño futuro.

La concepción lineal lleva inevitablemente a un diseño del proceso de cambio basado en la construcción y ahí está la causa principal de su falta de efectividad y de la frustración que genera, ya que, cuando se trata de personas, el cambio no es lineal ni se construye, el cambio es orgánico y se cultiva.

Utilizo el concepto “orgánico” para subrayar el marcado carácter natural y vivo del cambio cuando este ha de darse en las personas, es necesario resaltar su complejidad poliédrica y la imprevisibilidad e incertidumbre que se deriva de la multitud de factores que inciden simultáneamente en él.

Pretender como se pretende capturar el cambio en un diseño y subordinarlo a la gestión y al control de un proyecto es de una simpleza tal que, incomprensiblemente, sigue pasando desapercibida en muchas organizaciones que dicen querer transformarse. La practicidad con la que se suele investir la concepción lineal de algunos procesos de cambio ha demostrado, una y otra vez, ser la aproximación menos práctica y el principal escollo al cambio pretendido.

Lisa Adams

El cambio no se construye y con ello no se infravalora ni se desdeña la importancia de diseñar el proceso de cambio o de, como suele decirse, elaborar una “arquitectura” para el cambio. Tan sólo se advierte de que el propósito de este diseño no debe ser el de construir, el de erigir un andamiaje sobre el que edificar, siguiendo concienzudamente las instrucciones del plano y valiéndose de las personas como operarias en la materialización del cambio.

El cambio se ha de cultivar, es decir, su diseño y arquitectura han de estar enfocadas a proveer del sustrato y crear las condiciones necesarias para que emerja de las propias personas. Cultivar es eso: preparar el terreno, sembrar, proveer de nutrientes y prestar mucha atención a aquellas variables que favorecen o, por el contrario, pueden entorpecen el proceso natural de desarrollo.

Como ya advierte el dicho, por mucho tirar de la planta esta no crecerá antes, cultivar conlleva dejar hacer y confianza en que si las condiciones son óptimas el proceso de transformación se desarrollará inevitablemente, a su tiempo. Cultivar supone capacidad de espera y paciencia.

Pero el cultivo también comporta una consciencia de las propias limitaciones, de que el cambio no depende sólo de quien lo proyecta sino que se muestra a través de los propósitos y actuaciones de aquellas personas que lo llevan a cabo y de que, por lo tanto, cualquier proceso de transformación llevará la impronta de esas personas.

La autoconsciencia, la comprensión y el respeto por la genética organizativa y la capacidad de integrarla en el diseño inicial forman parte también de la relación de capacidades que se requieren para gestionar el cambio.




sábado, 14 de mayo de 2016

Hacia una arquitectura del aprendizaje: el papel de los profesionales de la formación


La causa principal por la que las metodologías de aprendizaje autónomo e informal han demostrado, a lo largo de la historia, ser realmente más efectivas que cualquier otra es que las personas que las llevan a cabo lo hacen siempre porque les apetece hacerlo.

El motor de la voluntad, el querer aprender es, sin duda y con distancia, el factor clave del éxito en el aprendizaje, sea éste del tipo que sea, formal o informal. De hecho, como factor de éxito en cualquier ámbito, es tan importante que cuesta entender la distancia que todavía existe entre cómo se enfoca la gestión de las personas y esta realidad implacable.

En el planeamiento tradicional de la formación es habitual establecer una linealidad entre la necesidad y la voluntad. Se supone lógicamente que si la persona es consciente de que necesita algo, esta conciencia despertará su voluntad de buscar recursos para eliminar esta necesidad.

Esta relación entre necesidad y voluntad en la formación, aunque lógica, no responde del todo a la realidad que conocemos. Aunque se siga estableciendo una linealidad entre "voluntad y necesidad", sabemos por experiencia que esta correspondencia no se da de manera inequívoca, la motivación para satisfacer una necesidad o solucionar un problema suele ser directamente proporcional al grado de propiedad que se tiene sobre esa necesidad o ese problema.

El aprendizaje autónomo o informal lo es [autónomo o informal] porque es llevado a cabo por decisión de la persona a partir de su voluntad de hacerlo, responda esta voluntad a una necesidad o no.

Impulsar este tipo de aprendizaje sin considerar estas variables es condenar cualquier alternativa metodológica a los mismos resultados que ha obtenido la formación tradicional. Aprendizaje informal y aprendizaje autónomo implican, obviamente, informalidad y autonomía.

Así pues, la posibilidad de impulsar los nuevos modelos de aprendizaje viene dada por la capacidad de la organización de:

  • Pasar del análisis de necesidades formativas al análisis de "voluntades de aprendizaje" con lo que ello implica en cuanto a articular mecanismos de participación e implicación de las personas.
  • Hacer de la informalidad algo tan normal como la formalidad, bloqueando, en este caso, cualquier intento de limitarla y controlarla.
  • Pasar del cultivo de acciones de formación a generar el "sustrato" necesario para que estas puedan darse espontáneamente, cuando las personas quieran y decidan hacerlo.
  • Evaluar capacidades y empoderar a las personas de cómo adquirirlas, exigiendo resultados y responsabilizándolas de su aprendizaje.
Todo lo dicho implica algo más que un cambio de funciones de los profesionales de la formación, sugiere su transformación. Efectivamente, transitar de la cultura de la formación al paradigma del aprendizaje supone pasar de la gestión tradicional a una arquitectura del aprendizaje orientada a desarrollar espacios abiertos de transferencia de conocimiento pensados íntegramente desde las personas.

Este tránsito conlleva revisar el proceso tradicional de gestión de la formación, basado en la detección de necesidades, diseño, planificación, organización y evaluación de las acciones; y enriquecer el ciclo con otro rango de actuaciones, tales como:

  • Desvelar necesidades, aspiraciones y voluntades de las personas.
  • Localizar donde se encuentra el conocimiento en la organización.
  • Facilitar acciones de aprendizaje [conversaciones, colaboraciones, comunidades, etc.]
  • Evaluar las lecciones aprendidas, es decir, cómo ha cambiado la manera de hacer, los valores o los criterios con los que la persona aborda su actuación profesional, por el hecho de aplicar lo que ha aprendido.
Resumiendo y concretando, el cambio de rol de aquellas personas responsables de gestionar la formación y el desarrollo profesional en nuestras organizaciones puede traducirse en las siguientes actuaciones:

  • Conversar con las personas para conocer sus intereses, necesidades, aspiraciones y posibilidades.
  • Detectar iniciativas y dinámicas de aprendizaje informal que haya en la organización.
  • Visibilizar estas prácticas de aprendizaje informal para estimular, modelar y replicar prácticas similares en la organización.
  • Detectar el conocimiento experto de las personas y de los equipos.
  • Conectar personas con recursos de aprendizaje internos y externos a la organización.
  • Conectar personas con personas.
  • Generar espacios para estimular y favorecer la conexión, intercambio y colaboración entre las personas [ofrecer espacios de transferencia de conocimiento, Impulsar comunidades de intercambio profesional].
  • Acompañar, apoyar y ofrecer recursos a los directivos y los mandos para llevar a cabo su papel de facilitadores de aprendizaje de los equipos y de las personas que se encuentran en su ámbito de responsabilidad.
  • Integrar el paradigma del aprendizaje en el desarrollo de acciones de formación tradicional, ofreciendo recursos y apoyando al personal docente para hacerlo [formación de formadores].



Relacionado con el último punto y teniendo en cuenta que no se trata tanto de sustituir como complementar el modelo de formación tradicional, cabe destacar también el papel que juegan las personas que imparten la formación.

El papel que juega la impartición de la formación, tal y como la entendemos actualmente, es otro de los activos fundamentales a la hora de recorrer el camino hacia el nuevo paradigma del aprendizaje.

Si el objetivo de la formación es el desarrollo y el cambio, el propósito del docente no puede ser otro que el de invisibilizarse al máximo convirtiéndose en el espejo que permita a la persona identificar aquellos aspectos en los que ha de cambiar.
  
El formador debe fortalecer continuamente aquellas capacidades que hacen a las personas más autónomas y las convierten en agentes activos y responsables, tanto de su aprendizaje como del de las personas con las que entran en relación. A estas capacidades ya me he referido en un artículo anterior y son, entre otras, la iniciativa, la interactividad y la reciprocidad.

Llevar a cabo este nuevo rol de facilitador o facilitadora de aprendizajes supone:

  • Incluir mecanismos en las acciones de formación que integren e impliquen a los participantes en la formulación de los objetivos de aprendizaje, en los contenidos y en el desarrollo de la acción.
  • Ampliar los escenarios presenciales de formación con otros espacios que permitan crear, compartir y contrastar conocimientos en red.
  • Participar activamente en estos escenarios alternativos escuchando y aportando ideas, opiniones y contenidos.
  • Mostrar dónde están las fuentes o los canales priorizando la búsqueda activa de materiales a la entrega directa de información o de recursos.
  • Promover que el grupo de participantes se convierta en una comunidad de aprendizaje más allá de la acción de formación. 
  • Potenciar las conversaciones para facilitar que las personas puedan conocerse y, de este modo, inspirar la confianza previa que necesitan las relaciones de colaboración.

    En definitiva, un conjunto de actuaciones que muchos profesionales ya están llevando a cabo de manera espontánea, pero que debe potenciarse aún más desde la formación de los formadores y desde la comunicación clara de los valores que deben inspirar cualquier acción de formación en este nuevo paradigma del aprendizaje.

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    Este post forma parte de un artículo publicado y presentado en el IV Congreso Internacional EDO, celebrado en Barcelona en mayo de 2016.

    En la imagen inferior: When Teacher's Back Is Turned de Jacob Taanmann [1836-1923]



    lunes, 2 de mayo de 2016

    La esencia de una Comunidad de Práctica [CoP]


    Suele darse por supuesto que los problemas de la organización son los problemas de las personas que trabajan en ella. Como muchas suposiciones, ésta no siempre se corresponde con la realidad de lo que ocurre en nuestros entornos laborales. La identificación y vivencia por parte de las personas de un problema de la organización es directamente proporcional al grado de propiedad que tiene la persona sobre ese problema. Alguien puede reconocer que hay una disfunción pero del mismo modo concluir que el problema no es suyo y no involucrarse en su solución.

    De lo anterior se deduce que pueden distinguirse, al menos, dos tipos distintos de problemas, aquellos que son percibidos por la organización y los que pueden preocupar a las personas y no necesariamente son vistos como tales por ambas partes en todos los casos, a veces coinciden y a veces no.

    Cuando la preocupación es compartida por la organización, entonces el fenómeno adquiere la connotación de “problema” y tiene alguna posibilidad de que se orienten recursos a su análisis y solución.

    Algo distinto sucede cuando el problema es sólo percibido por parte de las personas ya que entonces no suele ser considerado como tal por la organización, con lo que pierde su carácter preeminente y, de considerase, puede ser tomado como “algo” que puede ser que se aborde cuando no haya nada prioritario que requiera de los recursos que la organización destina a aquello que considera importante. Está claro que en culturas atrapadas en lo inmediato, lo institucional y poco orientadas a las personas, este tipo de cosas siempre pueden esperar.

    Dígase como se diga, esto es una realidad y explica la distancia entre las preocupaciones de algunas organizaciones y el grado de compromiso y apoyo que obtiene de sus personas para resolverlas.

    Para la solución de sus problemas, la organización dispone de mecanismos específicos como las comisiones o los equipos de mejora. Como se sabe, estos recursos se estructuran y tienen metodologías propias de trabajo y todas ellas parten de aprovechar el conocimiento experto de sus integrantes orientándolo a la solución de un problema reconocido por la organización.

    Pero las comisiones o los equipos de mejora suelen ser grupos muy formales, son promovidos verticalmente, de arriba abajo, y las personas que los componen suelen estar designadas por la propia organización en función de su grado de relación con el problema tratado.

    Los equipos de mejora tienen, incluso, una metodología concreta de trabajo y un proceso muy pautado para definir y analizar el problema, buscar soluciones y priorizarlas, hasta el punto de que es posible prever una duración [de 4-5 sesiones de trabajo] y comprometerse con unos plazos y un calendario.

    Lo más importante que distingue este tipo de prácticas es pues el carácter claramente subsidiario a un problema que preocupa a la organización y su carácter formal tanto en el modo de organizarse y de estructurarse, como en la metodología que se utiliza.


    Suele ser común la dificultad en muchos entornos para comprender qué es una Comunidad de Práctica y en qué se diferencia de estos otros modelos de trabajo colaborativo.

    Cuando se define a una CoP como un “conjunto de personas que comparten conocimiento experto en torno a un interés común, un objetivo concreto o a un problema recurrente”, hay quien no ve diferencia alguna con las comisiones de trabajo, con los círculos de calidad o con los grupos de mejora. De hecho, hay algunas organizaciones que actualmente denominan “Comunidades de Práctica” a lo que antes llamaban de otra manera por aquello de amoldarse a los tiempos utilizando un vocabulario de actualidad.

    Evidentemente entre las CoP y cualquier modelo de trabajo colaborativo hay muchos puntos de contacto pero, sea cual sea el formato que adquiera, una Comunidad de Práctica se identifica por una serie de rasgos que son los que le dan su carácter propio y la hacen singular a cualquier otra práctica.

    > VOLUNTARIEDAD: De manera clara se puede afirmar que, a diferencia de otros grupos de trabajo colaborativo, cada uno de los miembros de la Comunidad de Práctica identifica y se siente propietario del área de interés o del objetivo que persigue la Comunidad. Este es el factor que da lugar a uno de los rasgos fundamentales de una CoP, esto es la adscripción voluntaria y autónoma de cada uno de sus miembros los cuales comparten, desde un primer momento y a título individual, el deseo de pertenecer a ella.

    > PROPIEDAD: De lo anterior y al hilo de lo que comentaba al principio se desprende que, en una Comunidad de Práctica, el tema o problema sobre el que gira su actividad ha de interesar o preocupar necesariamente a las personas y, por lo tanto, ha de partir o ser propuesto por ellas. El hecho de que el problema sólo preocupe a la organización y no se perciba igual de interesante por parte de las personas afecta de manera decisiva al sentido de pertenencia y, consecuentemente, al compromiso de los miembros con la Comunidad. Esto explica las dificultades de algunas comunidades para conseguir la implicación de sus integrantes así como el carácter tractor y fatigosamente dinamizador al que se ven abocados sus moderadores.

    > AUTONOMÍA: El grado de compromiso de las personas con una Comunidad está directamente relacionado con el grado de responsabilidad y capacidad de gestión que poseen sobre los aspectos que tienen que ver con su funcionamiento y con los recursos personales que pueden aportar. Desde los objetivos hasta el calendario, pasando por los escenarios, canales y frecuencia de los encuentros han de emerger y ser gestionados por la propia Comunidad. Cuando estos son más o menos amablemente impuestos por un agente externo, puede verse seriamente afectado el principal resorte del compromiso que no es otro que la confianza basal que las personas necesitan sentir sobre su capacidad y adultez para gestionar sus propios asuntos.

    La voluntariedad, la propiedad y la autonomía de las personas no son aspectos fáciles de integrar en determinadas culturas corporativas de ahí la dificultad que conlleva impulsar Comunidades de Práctica. La ausencia de alguna de ellas también explica la fabulosa diversidad de modalidades en las que pueden acabar traduciéndose y, en consecuencia, la dificultad para diferenciarlas de otras prácticas que tradicionalmente han encajado mejor con las prioridades, la capacidad de riesgo, la necesidad de control y, en definitiva, lo que la organización espera de las personas.

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    • Este post se inspira e integra aspectos de una agradable y nutritiva conversación mantenida con Daniel Giménez, responsable de Gestión del Conocimiento de la Agència de Salut Pública de Catalunya, mientras paseábamos, haciendo tiempo para volver a una reunión.
    • La primera imagen corresponde al andamiaje interno del templo de La Sagrada Familia [Barcelona], buscaba establecer una metáfora visual entre el capricho aparente de las formas modernistas y la solidez de las estructuras que las hacen posibles.
    • La segunda corresponde a Abend über Postdam y es de Lotte Laserstein’s [1930]



    viernes, 29 de abril de 2016

    El vacío necesario

    Periodo de práctica laboral ininterrumpida. Los proyectos se siguen y se encadenan sin apenas espacio para pensar en lo que estoy haciendo, para cristalizar impresiones, para conversar y convertir en conocimiento las sensaciones e ideas que se desprenden de las diversas experiencias a las que estoy expuesto.

    Seguro que está sucediendo, pero no tengo la sensación vívida de estar aprendiendo. Falta espacio para revisar las anotaciones que voy recogiendo. Para desarrollarlas hasta destilar de ellas el principio activo de esa revelación que me inspire a moldear la masa de barro con la que concibo mi conocimiento experto, el cual sólo adquiere una forma comprensible bajo la atenta supervisión de mi mirada.

    No tengo tiempo de mirar. El ocio se ha convertido en tiempo robado y temo que la paciente espera de mi intimidad sospeche de si alguna vez voy a acudir realmente a esa cita.

    En este contexto y como hecha a medida me llega, como una revelación, la aportación que me hizo mi buen amigo Iago.

    Iago me comentó que explicando el sentido de la pausa en sus películas, el director de cine de animación Hayao Miyazaqui decía que en japonés existe una palabra para definirlo, “ma”, el vacío y que está ahí a propósito. Para ejemplificarlo, Miyazaki aplaudía lentamente: “El espacio entre cada palmada es ma. Si tienes acción sin parar, sin tiempo para respirar, no consigues más que un lío. Pero si haces una pausa, la tensión que creas va tomando una nueva dimensión”.

    Y veo la necesidad de abrir este espacio entre cosa y cosa, un vacío que no conlleva ni mucho ni poco tiempo, sólo el necesario para separar las diferentes acciones en las que se desgrana el día. Puede ser un momento de quietud, una respiración pausada y contemplativa del entorno.

    Un punto de silencio, que como en la música, separe las frases y permita al violinista recuperar arco para poder ejecutar, detenidamente, una nueva melodía, desde el talón hasta la punta.

    Un espacio que singularice y le dé carácter y sentido propio a cada cosa que sucede. Un espacio ocupado de vacío, un vacío necesario.

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    Sobre la imagen: En música el silencio se considera como una nota que no se ejecuta y como tal también tiene su duración. La imagen corresponde a la figura musical con la que se indica un silencio de negra.