Lo que perseguimos puede que no sea lo que realmente necesitamos y lo que necesitamos no es siempre lo que más nos conviene.
Un ejemplo de lo primero lo tenemos en el afán de individualizarnos de la colectividad, en este progresar hacia la creación de ecosistemas singulares que conviertan cualquier presencia que no sea la propia en una alteridad que amenaza la valiosa intimidad con la que preferimos vivir nuestra preciada compañía.
Las posibilidades de individualización que nos inspira el vertiginoso avance tecnológico el cual puede llevar el aislamiento hasta el absurdo; la obsesión por el contagio y el peligro potencialmente contaminante que conlleva el contacto físico con otras personas; el ascenso simbólico en la escala social que supone satisfacer cualquier necesidad de manera individual, al margen de lo colectivo; todo ello es totalmente contrario a esa necesidad de muscular el trabajo colaborativo, a ese compartir, implicarnos y diluirnos en redes inteligentes que nos permitan construir y abordar colectivamente los importantes retos que se están planteando en nuestro entorno. Retos que no sólo se encuentran en el ámbito de lo organizativo sino que se hallan en la vida en comunidad y que exigen más que nunca y de manera urgente del contacto, la solidaridad y de la cooperación.
Perseguir la individualización a la vez que proclamar la necesidad de potenciar la colaboración, [algo que algunos ven posible y defienden en el plano teórico] en la práctica, se traduce en la fagocitosis de lo uno por lo otro. Mal que nos pese, aquello que ha de remontar la inercia del progreso y de los mercados es quien siempre lleva las de perder. Es lícito pues, preguntarse hasta qué punto el avance en la individualización frena y bloquea subrepticiamente esta necesidad de potenciar el contacto y la colaboración.
Otro ejemplo lo tenemos en el ascenso espumoso y en el engaste que está teniendo en nuestra manera de relacionarnos el concepto de transparencia.
No hay ninguna duda sobre los determinantes que han llevado este término a los principales titulares de los medios de comunicación, al discurso político, el institucional e incluso, quizás como resultado de todo ello, a la ética del management. La sobre estimulación informativa y la consecuente y súbita visión adquirida por la sociedad justifica de sobras esta exigencia de nitidez ante tanta opacidad sospechosa.
Pero la transparencia se ha instalado como algo más que como un factor higiénico en cualquier relación o en un derecho que legitime las decisiones que se toman desde la verticalidad de nuestras estructuras sociales.
La transparencia se ha alojado en el discurso de quien pide confianza cuando, paradójicamente, se trata de un dispositivo basado justamente en lo contrario, en la sospecha y en la desconfianza como los son los relojes de fichar o las cámaras en un supermercado.
Dicho de otra manera, la transparencia como condicionante de la relación no deja espacio para la confianza porque ésta ya no es necesaria cuando exige, para existir, estar refrendada. Cuando la transparencia es la condición de poco sirve la palabra dada.
A esto se le añade que, al ser la duda el principio activo de la desconfianza, ésta actúa como un ácido, corroyendo todo aquello con lo que entra en contacto y sospechándose inevitablemente de la nitidez de cualquiera de las declaraciones de transparencia que tanto abundan actualmente. Por lo que sabemos, la desconfianza no tiene capacidad para generar nada que no sea precaución, recelo y más desconfianza.
Ante esto, cabe preguntarse también hasta qué punto, este protagonismo sobreactuado que está adquiriendo la “transparencia” en todos los ámbitos y elevada, en muchas organizaciones, a la categoría de valor o de rasgo distintivo, es compatible con la confianza basal que tanto necesitamos reconstruir, en la que se apoya el compromiso de las personas y, en definitiva, la transformación de las relaciones que queremos impulsar en nuestros entornos de trabajo.
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En las fotografías, mármoles velados:
> La Pudicizia, Antonio Corradini [1688-1752]
> La virgen con velo Giovanni Strazza [1818-1875]
La primera frase es todo un reto. Es de las que necesito despiezar y ejemplificar para luego poder empezar a entenderla en el marco de una conversación.
ResponderEliminarImportante esa relación que señalas entre transparencia y verticalidad de las estructuras, suena a mal apaño en un esqueleto dañado e inservible. En lugar de mirar la enfermedad, maquillamos los síntomas para auto tranquilizarnos pensando que estamos haciendo algo. Muy acertado definirlo como “protagonismo sobreactuado” con apariencia de “valor o rasgo distintivo”.
Hay una expresión que me produce cierto desasosiego: “Diluirnos en redes inteligentes…”
Me pregunto si, en general, nos planteamos cómo nos relacionamos con el concepto de transparencia a nivel cotidiano. Igual es parte del problema de ese protagonismo sobreactuado.
Mucho para pensar… lo añado a mi cóctel :-)
Hola Isa,
EliminarMuy interesante lo que apuntas. Esta sobreactuación es a la que estamos asistiendo casi cotidianamente cada vez que un nuevo caso ilumina la opacidad real que existe en aquello que se autodefine como transparente, de nuevo ese gap entre lo que se dice y lo que se hace o lo que se es.
Quizás el desasosiego lo genere directamente la palabra diluir por aquello de que está muy cerca de “desaparecer”, “confundirse”. Es posible que no haya escogido bien el término, pero ya sabes que quiere hacer referencia a ese compartir el “yo” con el “nosotros”, cuando se trata reconocer la propia aportación como un elemento más de lo colectivo, algo que tiembla constantemente ante la importancia que realmente tienen las “marcas personales” en el conjunto.
El tema es complejo y ésta no deja de ser una reflexión-pregunta que no espera una respuesta. En mi caso he empezado a aconsejar que la “transparencia” no se incluya como “valor” sino que se asegure explícitamente, que sea tratada como algo higiénico, no como valor añadido, tal y como lo debería ser la honestidad, la humildad, etc.
Muchas gracias por tu aportación y compañía en este blog.
Lo que perseguimos no es siempre lo que necesitamos ... y no siempre perseguimos lo que necesitamos.
ResponderEliminarSiento empezar cambiándote la frase, mhago, pero me lo pide la vida.
Por la misma razón, no siento llegar tarde a tu casa, esa que siempre invita a recogerse frente a un buen fuego.
Transparento desde que tengo uso de razón. Desde las primeras miradas de la ama preguntando por mi olor a tabaco hasta las últimas lágrimas, ayer, con un mensaje compartido en casa de una alumna entusiasmada en prácticas en Portugal.
Ella también transparenta ... si supiera de mis lágrimas, brotarían las suyas, al tiempo. Ya nos ha pasado, hace no tanto.
Es una putada, Manel. O no.
Jode sentir cómo alguien cree entender lo que tu piel transmite en ese momento.
Jode no poder controlar esa piel y hacerla callar en algunos momentos, con algunas personas, ...
Jode lo que otros hacen con ello ...
Hasta que conoces la verdadera transparencia ...
Esa que sabe que hay un lado opaco en cada quién, un lado rico y privado que está presente en cada instante de ese ser, pero que comparte libremente cuando nadie se lo exige.
Tengo el maldito lujo de ver la verdadera transparencia en muchos seres con los que comparto y me asquea cuando alguien hace un mal uso de ella ...
La transparencia es un valor.
Yo lo tengo, a veces, a mi pesar.
Necesito mi lado "opaco" en mi vida para seguir siendo transparente en esos otros aspectos que, al parecer, son mis valores.
Rechazo esa transparencia que no exige, que no pide explicaciones, que se adhiere al papel, a la palabra mal dada, ...
Porque no lo es, realmente.
Transparentan tus palabras, aquí.
Transparentas tú, y es un acto de valeníìa cada vez que lo haces.
Zorionak, Manel
Ta muxu, laztana