lunes, 24 de julio de 2023

Envidia


La envidia es una emoción grave. Alguien me comentaba no hace mucho que este concepto lo relacionaba con el Caín bíblico, el primer homicida que mató a su hermano por la envidia que les despertaba la atención que le prodigaba Dios. 

La envidia se define como el sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee, también tenemos la envidia sana que se define como el deseo de hacer o tener lo que otra persona tiene, pero esta vez sin enojo ni tristeza, sino con alegría por el otro, pero con un “cachis” por el “yo también quiero” que se regurgita en aquel momento. Eso sí, en este segundo caso se ha de acompañar con un “pero sana ¿eh?” para dejar claro que se trata de una envidia blanca, no sea que no se entienda.

Porque ser tildado o tildada de persona envidiosa, es algo que incomoda, que no gusta, con lo que no queremos que se nos identifique, evoca algo despreciable, a haber ignorado una advertencia materna, a traspasar una línea roja trazada en nuestra más tierna infancia; en definitiva, ser envidioso es sinónimo de mala persona. Incluso para el catolicismo, la envidia es considerada como un pecado capital por hallarse en el origen de otros actos infames, como la mentira, la intriga, la traición, la calumnia, la difamación o, en el caso de Caín, del homicidio.

No obstante, a pesar de la antipatía que genera, la envidia está más presente en nuestras vidas y condiciona nuestras conductas más de lo que pensamos; al tener tan mala consideración se viste con multitud de disfraces y se desliza subterráneamente  en  diversidad de situaciones de nuestra vida cotidiana que consideramos absolutamente normales e inocuas: los chismes, la ironía o el sarcasmo suelen ser canales blanqueados a través de los cuales se expresa impunemente la envidia, a poco que lo pienses verás que, detrás de estas manifestaciones, se esconde el agrio propósito de erosionar la imagen de alguien o, en el caso de ir de frente, de hacerle sentir nuestra desagradable sensación por aquello suyo de lo que no participamos, ya se trate de su felicidad o de un reconocimiento.

Como decía, la envidia en nuestras organizaciones adopta mil y una caras y no siempre son zafias o grotescas, es más, no suelen serlo nunca, puede hallarse por ejemplo en la adulación exagerada, que no es otra cosa que una tipología de difamación  consistente en distorsionar tanto la imagen de una persona hasta llegar a generar dudas sobre la condición real y credibilidad de esta persona; quizás por eso, sentirse adulado excesivamente genera incomodidad, activa un punto de alarma y nos suele advertir sobre la desviación en la forma de mirarnos que tiene esta persona.

La envidia también puede disfrazarse de rectitud, de moral, como por ejemplo en la delación, donde, en algunos casos, quien acusa o denuncia a alguien siguiendo aparentes motivos morales, es realmente impulsado por la envidia, ya sea por qué no desea para nadie la felicidad o el bienestar que no se puede permitir uno mismo, por aprovechar la norma para deshacerse del objeto que le hace sentirse mal o por deshacerse de la persona y hacerse con aquello que se desea, como sabemos que ocurre y ha ocurrido a lo largo de la historia en casos de conflicto civil como guerras o caza de brujas, donde guiados por la envidia, unos vecinos han delatado a otros.

En la vida organizativa muchos juicios gratuitos y valoraciones personales que no vienen a cuento están motivadas por la envidia, por una envidia justificada, pensaran algunos, pero envidia al fin y al cabo, una emoción corrosiva y la mayor parte de las veces, sin ningún futuro e improductiva, ya que el malestar ajeno no siempre está relacionado con un bienestar propio sino que suele suponer, como máximo, un malestar conjunto, viene a ser un no desear para nadie lo que no  puede tener uno mismo.

La envidia es de mal tratar, no hay un remedio sencillo para eliminarla. La persona que experimenta envidia, no lo pasa bien y, de algún modo, aunque no lo confiese, reconoce estar poseído por esta emoción, aunque sea en una pequeña dosis; la envidia es como un veneno, la persona que la padece se considera también su víctima, a veces la única víctima cuando esta envidia no llega a concretarse en ningún comentario o actuación, cuando no se traduce en nada y sólo se sufre.

Quizás debería proponer alguna orientación para “gestionar” esta emoción pero no sabría qué decir, la envidia es un motor ancestral, uno de los demonios que cayó con Satanás, se transforma, blanquea y cuela en un sinfín de conductas que pueden llegar a considerarse respetables, sospecho que no hay manera de eliminarla, de extirparla.

Para mí que la único que se puede es neutralizarla reconociéndola detrás de su máscara, sea esta la que sea que ha escogido ponerse, ya sea la de la ironía, la de la necesidad de vehiculizar o hacerse eco de un chisme, la del juicio de valor moral, la de no reconocer el mérito donde lo hay, la del sentimiento de injusticia ante el reconocimiento ajeno, la del deseo de que aquella palabra hubiera sido tuya y así hasta infinitas situaciones que pasan por cotidianas y que normalizamos en complicidad con otras personas. 

Quizás, decía, lo único que se puede hacer es estar atento para reconocerla, no mirar hacia donde te invita sino darte la vuelta y mirarla directamente a los ojos, desvanecer su poder ahí mismo donde nace, comprobar que ella no eres tú, que tu vida tiene un recorrido propio, que el bienestar ajeno no impide el tuyo propio, que esto sólo te corresponde a ti, desalojando estos sentimientos sin necesidad de sustituirlos por nada, o quizás sí, tan sólo por tu respiración, la que te conecta con tu vida, tu único asunto

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La elección de Dios del sacrificio de Abel sobre el de Caín conduce al primer asesinato. [Imagen: Gustavo Dore/Dominio público]

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