Cuando una circunstancia se entromete en el curso deseado de las cosas, solemos decir que tenemos un problema. Un problema, en sí mismo, no posee una entidad propia. En el mundo natural, las cosas suceden porque hay algo que las genera sin necesidad de tener sentido alguno; nada de lo que acontece -ni las causas ni sus consecuencias- existe para que alguien pueda entenderlo. Los problemas son creaciones humanas, producto de una contradicción entre lo que sucede y lo que deseamos que suceda.
Nuestra falta de tolerancia a la incertidumbre, la necesidad de control sobre lo que nos rodea y, en definitiva, la exigencia de que el mundo gire a nuestra conveniencia, nos lleva a buscar continuamente soluciones a nuestros problemas. Un problema deja de serlo cuando ya no nos afecta, cuando está bajo control, cuando no nos genera ninguna contrariedad.
En el mundo de los problemas, los hay de todos los tamaños, desde los que ocasionan pequeñas molestias hasta los que pueden amenazar aspectos clave de nuestra vida, cuando no la vida misma. Pero todos los problemas, sean grandes o pequeños, superficiales o profundos, lo son porque se interponen en el devenir deseado de los acontecimientos y nos crean una necesidad que debemos resolver. En realidad, el problema no está en la cosa; lo que hace de algo un problema es la no aceptación de lo que está sucediendo y el deseo de que sea de otra manera.
La forma de abordar un problema es comprendiendo su estructura, ya que en los pliegues de su orografía suelen estar las claves para su solución. Esta comprensión debe abarcar tanto lo que sucede en el plano externo como las emociones que nos genera, ya que estas son las que suelen determinar, en realidad, la gravedad del problema. Un problema es más o menos grave dependiendo de la ansiedad que genera.
Cuando la persona desiste de resolver este conflicto y consiente en convivir con él, hablamos de resignación. Resignarse es claudicar. Es una rendición pasiva ante las circunstancias. Aceptar, en cambio, es comprender que, aunque no siempre podamos controlar estas circunstancias, sí podemos controlar nuestra respuesta a ellas. Así, la aceptación se convierte en una herramienta poderosa para desactivar o relativizar un problema, abriéndonos a abordarlo desde un estado de calma y claridad mental.
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