domingo, 17 de noviembre de 2024

Cómo contribuir al cambio

He escogido esta imagen de un cubito de hielo desplazando con su volumen el agua de un vaso, para ilustrar la potencia de cambio de cualquier objeto que ocupa un espacio. Se trata de lo mismo que sucede en cualquiera de los entornos que normalmente ocupas, tu presencia tiene capacidad de cambio.

A menudo me encuentro con personas que se preguntan cómo podrían contribuir ellas solas a cambiar algo de sus lugares de trabajo. Lo hacen porque creen que su posición no posee suficiente influencia o porque la magnitud de las situaciones que identifican como necesitadas de cambio son demasiado grandes. En el momento actual, donde hay una cultura extractiva global que amenaza el equilibrio social y climático, esta sensación puede que sea conocida por todas aquellas personas que no negamos la magnitud del problema.

Esta manera impotente de percibirse ignora una verdad esencial: todas y todos somos elementos activos en los sistemas de los que formamos parte. Lo que decimos, lo que hacemos e incluso lo que dejamos de hacer, repercute en quienes nos rodean como cubitos de hielo en el agua.

Imagina por un momento que decides cambiar tu manera de comunicarte: evitar hacer juicios sobre alguien de tu entorno, formular una pregunta que nunca te habías atrevido a plantear en una reunión o sugerir una nueva forma de abordar una tarea, por pequeña que parezca. Cada una de estas acciones actúa como un hilo que tira de la compleja red de relaciones y dinámicas que conforman tu entorno. Su impacto inicial puede ser sutil, casi imperceptible, como un leve movimiento en la superficie de tu vaso de agua.

Sin embargo, esas pequeñas variaciones tienen el poder de desencadenar ajustes inesperados. A veces, estos cambios se limitan a alterar mínimamente las dinámicas inmediatas, generando una ligera tensión que pasa desapercibida. Otras veces, el efecto se amplifica, desencadenando una transformación más profunda y duradera, como el hielo que, al derretirse, enfría la temperatura de todo el vaso de agua.

La cuestión no es si tienes capacidad de influir en tu entorno, sino qué tipo de impacto quieres generar. Porque contribuir al cambio no requiere de grandes gestos, ni de liderar una revolución, sino de una consciencia sostenida sobre cómo tus acciones —y tu manera de ocupar espacio— interactúan con quienes te rodean. 

El filósofo mexicano Luciano Concheiro y el coreano Byung-Chul Han nos invitan a reflexionar sobre las formas de transformación posibles en un mundo marcado por la fragmentación de los colectivos humanos y la ausencia de un enemigo claro contra quien rebelarse. En este contexto, destacan una alternativa más accesible y refrescante: la revuelta.

La revuelta no aspira a una transformación total ni espera a que surjan condiciones ideales o líderes carismáticos. Es un acto espontáneo, localizado, nacido de la ética personal y de la voluntad de afirmar nuestra libertad. Se trata de actuar desde nuestros principios, sin delegar en otros la responsabilidad de crear el cambio. Es una postura personal, que desafía al orden establecido desde lo inmediato y lo posible.

Gandhi daba en la diana con la esencia de la revuelta con su frase: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. No se trata de transformar todo de golpe, sino de alinear nuestras acciones cotidianas con los valores que deseamos ver reflejados en el entorno. Desde un gesto aparentemente pequeño, como rechazar una injusticia, responder siempre a un mail o proponer una alternativa, podemos desencadenar ondas de cambio que, al final, repercuten más allá de lo que imaginamos o percibimos directamente. 

Es aquí donde entra en juego la capacidad de confiar en lo que no vemos, en el impacto invisible de nuestras acciones. No siempre somos testigos de las conexiones que se activan o de las transformaciones que ocurren en otros como resultado de nuestras acciones. Pero esto no hace menos real su efecto. Confiar en lo que no se ve significa abrazar la posibilidad de que nuestras acciones resuenen en formas que escapan a nuestra percepción o comprensión inmediata, pero que, con el tiempo, contribuyen a dar forma al entorno que deseamos.

Volviendo al principio de Arquímedes con el que empezaba este artículo ¿Te has preguntado alguna vez cuál es el "volumen" que estás desplazando con tu presencia cotidiana en tu entorno? ¿Qué impacto generan tus palabras, tus decisiones y hasta tus silencios en las dinámicas que te rodean? ¿Cuán distinto podría ser si eligieras intervenir de manera más intencionada, con una propósito claro y personal que guiara tus actuaciones? 

Puede que, pensar en ello, sea el primer paso para empezar a transformar tu espacio inmediato, si es que realmente quieres hacerlo.



miércoles, 13 de noviembre de 2024

No sirve cualquiera


La clave para que una organización funcione está en la fortaleza de su estructura directiva. Cualquier ámbito —ya sea innovación, producción o aspectos como la resiliencia y la capacidad de adaptación al cambio— depende en gran medida de la capacidad directiva de sus líderes. 

Está claro que el equivalente de un tumor en una organización estaría localizado en aquel punto donde existe una dirección incapaz de aportar valor. Una dirección mediocre o ausente suele actuar como un “núcleo tóxico” que propaga efectos negativos en cascada a lo largo de toda la estructura. Estos puntos negros no solo bloquean el crecimiento y el desarrollo de los equipos, sino que también generan una carga emocional y operativa extra. Los miembros del equipo pueden sentirse atrapados en dinámicas torpes, aburridas o poco productivas, lo que a menudo se traduce en altos niveles de estrés, desmotivación y agotamiento. 

Un directivo o mando incompetente, genera mucho trabajo extra porque su equipo termina enfrentando dos retos: el de cumplir con las exigencias de una gestión ineficaz y el de buscar sentido en su propio trabajo, intentando llenar los vacíos dejados por la falta de liderazgo. Esta situación es la que provoca un desgaste adicional, ya que se vive una desconexión entre el esfuerzo diario y el impacto o propósito real del trabajo. 

LA SELECCIÓN PARADÓGICA

La elección de líderes en puestos de dirección debería ser uno de los procesos más rigurosos en cualquier organización, ya que de ella depende, en gran medida, el éxito y la cohesión del equipo. Sin embargo, la realidad muestra que, paradójicamente, este proceso suele tratarse con una ligereza que contrasta con su relevancia. Con frecuencia, las prácticas de selección privilegian criterios superficiales —como la antigüedad, la productividad individual o una formación técnica específica—, sin valorar aspectos críticos como la capacidad de inspirar, gestionar conflictos o promover una cultura colaborativa. Esta falta de atención a las competencias clave para el liderazgo no solo limita el potencial de crecimiento del equipo, sino que compromete el desarrollo de la organización en su conjunto, perpetuando una estructura de mando más orientada al control que a la cooperación y el avance colectivo.

Cuando los criterios para la selección de directivos se reducen a cumplir con formalidades o logros puntuales, se corre el riesgo de colocar en posiciones de influencia a personas que, aunque competentes en tareas específicas, carecen de las habilidades para liderar y motivar a otros. Esta falta de rigor en la elección de líderes tiene efectos profundos: frena la innovación, genera ambientes de trabajo rígidos y, en definitiva, dificulta que la organización pueda adaptarse y responder de manera ágil a los desafíos del entorno. 

Además, parece haber una tendencia automatizada a perpetuar patrones de selección y promoción que se apoyan en sesgos organizacionales y en una mentalidad centrada en la jerarquía, en lugar de en el liderazgo y la cooperación. Así, aunque se reconoce que una dirección bien capacitada reduciría significativamente los problemas organizativos, a menudo se replica un sistema que, por diseño o inercia, prioriza principios alejados del liderazgo eficaz y de la creación de un entorno de trabajo saludable.

LA FORMULA MÁGICA DE LA FORMACIÓN

La formación suele ser la fórmula mágica a la que se acude para resolver la brecha competencial directiva que presentan muchas personas con esta responsabilidad. Esta solución puede ser realmente efectiva cuando va acompañada de una exigencia organizativa de aplicar los conocimientos adquiridos en la práctica diaria. Es decir, que vaya seguida de un sistema de seguimiento que garantice que las personas con responsabilidades de liderazgo sean evaluadas periódicamente en sus competencias directivas y en su impacto real en la organización. Sin embargo, esta integración es poco común. Los programas de formación directiva suelen ser permitidos y aprobados por la Dirección, pero rara vez cuentan con el respaldo sólido que necesitan los departamentos de Formación o Recursos Humanos, que son quienes generalmente impulsan y apuestan, hasta donde pueden, por estas iniciativas. 

Más bien, la formación suele ofrecerse como un recurso opcional, un instrumento al que los directivos pueden acceder en función de sus preferencias personales y siempre que les resulte cómodo y “tengan tiempo”, sin que ello vaya ligado a la exigencia de una verdadera obligación o integración en la cultura de la organización. Esta falta de compromiso organizacional limita el impacto de la formación y convierte lo que debería ser un potente mecanismo de cambio de cultura en una herramienta menor e infrautilizada.

LA VOLUNTAD (Y CAPACIDAD) DE APRENDER

Además, la formación en sí misma no garantiza el éxito del aprendizaje. Formar a alguien no es lo mismo que asegurar que esa persona aprenda. Para que la formación sea realmente efectiva, quienes la imparten deben considerar cuidadosamente todos los aspectos didácticos y pedagógicos que faciliten la asimilación y aplicación de los conocimientos por parte de los participantes. 

Pero con esto no es suficiente, es necesario que la persona que participa de esta formación tenga un propósito real de aprendizaje. Este compromiso con el cambio implica estar dispuesta o dispuesto a cuestionar hábitos arraigados y abrirse a nuevas perspectivas, manteniendo una actitud esperanzada y de mejora continua incluso cuando el proceso de aprendizaje es desafiante o incómodo. Es decir, la persona ha de querer aprender, sin esta predisposición al aprendizaje, cualquier esfuerzo de formación quedará vacío, sin resonancia ni efecto en la persona, en el equipo o en la organización.

Algunas personas consideran que el liderazgo está determinado por la personalidad e incluso creen que tiene una base genética, como un rasgo inherente, similar al color de los ojos o al timbre de la voz. En contraposición, están quienes sostienen que el liderazgo no es algo innato, sino que puede aprenderse y desarrollarse.

Personalmente, no me alineo con ninguno de estos extremos, aunque me inclino hacia la idea de que el liderazgo puede cultivarse, siempre y cuando la persona reúna ciertos elementos esenciales: existencia de mecanismos de autoconocimiento, una capacidad crítica hacia sí misma que no influya en su seguridad ni en su autoestima, flexibilidad cognitiva para valorar seriamente otros puntos de vista, una voluntad auténtica de mejorar y la habilidad de “cocinar el cambio”. Esto último implica dedicar a cada nuevo aprendizaje y experiencia el tiempo necesario para integrarlos de manera natural en el estilo de trabajo de la persona y en la dinámica del equipo. No es solo una cuestión de tiempo, sino de armonizar ingredientes con cuidado y paciencia, sin prisas, con táctica y pensando a medio y largo plazo.

Si te fijas bien, estas cualidades no solo permiten aprender a desenvolverse en un rol de dirección, sino que son las que, en última instancia, se hallan en la base del liderazgo.

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Imagen de JACKSON FK en Pixabay

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Dirigir personas: el arte de la interacción con cada una de ellas


En el momento actual, liderar personas debiera dejar de ser un ejercicio de control basado en reglas estáticas o simplificaciones teóricas. El conocimiento que tenemos sobre el funcionamiento del cerebro y la naturaleza humana, la creciente complejidad de las organizaciones y la diversidad de perfiles en los equipos demandan un liderazgo capaz de gestionar las particularidades de cada individuo. 

Aunque teorías tradicionales, como el liderazgo situacional o los modelos contextuales [liderazgo transformacional, de crisis o adaptativo] orienten sobre el tipo de liderazgo adecuado a cada nivel de madurez o a cada momento de la organización y que herramientas como el MBTI o Insights Discovery ayuden a clasificar perfiles de personalidad dando pautas de como interactuar con ellos, el verdadero desafío radica en liderar sin seguir formulas ni reducir a las personas a etiquetas diagnósticas para las que ya existen tratamientos predeterminados.

Liderar personas va mucho más allá de esquemas y estándares: exige escuchar a cada persona con su propia voz, comprender la esencia de sus actuaciones y responder a sus necesidades únicas. Un liderazgo auténtico requiere una comprensión profunda de las variables personales que determinan los comportamientos y esto exige que la persona que ocupa el rol de líder esté disponible para poner en juego una serie de capacidades.

LA CLAVE: COMPRENDER POR QUÉ LAS PERSONAS SE COMPORTANT TAL Y CÓMO LO HACEN

La manera con la que, cada persona, toma decisiones, se comporta y se relaciona no es caprichosa ni fortuita, sino que está sujeta a multitud de variables, de las cuales podemos atisbar e intuir solo unas pocas. Conocer estas variables es esencial para un liderazgo respetuoso y responsable. Veamos algunas:

Creencias y valores personales: Las creencias y valores personales actúan como filtros a través de los cuales cada individuo interpreta el mundo, influyendo profundamente en sus decisiones y comportamientos. Estas creencias, que se forman a lo largo de la vida mediante experiencias, educación y cultura, determinan cómo percibimos la realidad y reaccionamos ante ella. No es lo mismo lo que mueve y la desconfianza de quien interpreta las relaciones con el entorno desde una perspectiva extractiva, de la esperanza de quien lo hace desde un prisma generativo. Tampoco son lo mismo los valores que se desprenden de cada uno de estos puntos de vista. Comprender y respetar las convicciones de los miembros del equipo facilita el contacto, permite anticipar sus reacciones y posibilita gestionar de manera más efectiva las interacciones dentro del grupo.

Experiencias previas (éxitos y fracasos): Las experiencias, tanto positivas como negativas, crean patrones de comportamiento que condicionan cómo cada persona enfrenta situaciones futuras. Los éxitos refuerzan la confianza y la proactividad, mientras que los fracasos pueden fomentar el miedo, la cautela o la inseguridad. Las personas convierten en leyes universales la interpretación que hacen de su experiencia. Es importante tener en cuenta, cómo estos "moldes de comportamiento" impactan en la autoconfianza y la predisposición de una persona ante lo que se le propone o los desafíos a los que se enfrenta.

Expectativas, anhelos y objetivos: Todas las personas tienen aspiraciones que orientan sus esfuerzos y determinan sus prioridades. Las expectativas y anhelos actúan como brújulas internas, dando sentido y propósito a sus acciones. El grado de alineación entre estos objetivos personales y los del entorno explica la implicación y satisfacción que manifiesta la persona. 

Estilo y capacidad comunicativa: La forma en que cada persona se comunica impacta profundamente en las respuestas que recibe y, en consecuencia, en su manera de interactuar con el entorno. Un estilo comunicativo defensivo, seductor u ofensivo, por ejemplo, generan reacciones distintas en los demás, afectando la dinámica de las relaciones y las percepciones mutuas. Este fenómeno condiciona cómo cada persona se siente entendida, valorada o aceptada y moldea su comportamiento en función de las respuestas que ella misma provoca.

Situación personal: Las circunstancias personales, como las responsabilidades familiares, el estado de salud o los compromisos externos, influyen en el rendimiento y la disposición emocional de cada individuo. Estos factores condicionan cómo cada persona se presenta y actúa en el entorno laboral, afectando a su nivel de energía, sus prioridades, presencia y concentración. 

Motivación (intrínseca vs. extrínseca): Algunas personas se motivan más por incentivos externos, como el reconocimiento o las recompensas, mientras que otras prefieren la satisfacción personal de un trabajo bien hecho. Esta diferencia influye en cómo cada persona aborda sus responsabilidades y en la energía que invierte en ellas, determinando no solo su nivel de implicación, sino también su percepción del éxito y el esfuerzo en el entorno laboral.

Tolerancia al estrés y resiliencia: La tolerancia al estrés y la resiliencia son factores que explican cómo una persona enfrenta situaciones de crisis o incertidumbre. Las personas con alta tolerancia al estrés suelen mantener la calma y tomar decisiones con mayor claridad en momentos de presión, mientras que aquellas con menor tolerancia pueden experimentar más ansiedad o bloqueo. La resiliencia, por su parte, permite a las personas reponerse y adaptarse tras experiencias adversas, influyendo directamente en su capacidad de aprender de los contratiempos. Estas variables no solo afectan la respuesta inmediata ante situaciones complejas, sino que también moldean actitudes, comportamientos y expectativas frente a los desafíos diarios, haciendo que cada profesional afronte el entorno laboral de manera personal y única.

Nivel de autonomía e iniciativa: La capacidad de actuar de forma autónoma y tener iniciativa varía entre individuos y es un factor clave para comprender cómo cada persona se desenvuelve y contribuye a su entorno. Algunas personas se sienten cómodas cuando tienen la libertad de decidir y actuar por cuenta propia. Otras, en cambio, encuentran más seguridad con directrices claras y supervisión. Este nivel de autonomía, junto con la disposición a asumir la iniciativa, influye en la manera en que cada individuo asume sus funciones y se integra al equipo.

QUÉ CAPACIDADES DEBEN PONERSE EN JUEGO DESDE EL LIDERAZGO

Para gestionar eficazmente estas variables, el o la líder necesita cultivar ciertas capacidades que le permitan comprender y adaptarse a las particularidades de cada persona. Entre estas cualidades esenciales se destacan:

Autoconocimiento: Comprender nuestras fortalezas, limitaciones, la forma en que tomamos decisiones y los sesgos que influyen en ellas nos permite actuar de manera más objetiva y respetuosa, evitando proyectar nuestras percepciones en los demás. Aunque a simple vista el autoconocimiento parece sencillo, en realidad supone superar importantes barreras. Por un lado, existen barreras sociales en una cultura que subestima y no prioriza aquello que no se traduce en un beneficio tangible. Por otro, la inercia judeocristiana tiende a enfocar el autoanálisis en términos dualistas de "bueno" o "malo", lo que dificulta una comprensión libre de juicios sobre uno mismo.

Empatía y sensibilidad emocional: Empatizar implica la disposición a dejar de mirar al otro desde la propia perspectiva, liberarse del ego y abrirse a la vivencia que percibimos en la otra persona. Esta capacidad de conectar con los sentimientos y preocupaciones ajenas es fundamental para un liderazgo que adapta sus acciones a las necesidades reales de cada individuo, fomentando así una relación respetuosa.

Observación y escucha activa: La observación cuidadosa y la escucha activa permiten una comprensión profunda de la individualidad de cada persona. Al observar sin juzgar y escuchar con atención, se pueden captar matices únicos de las experiencias, motivaciones y comportamientos de los demás, lo que facilita una interacción más auténtica y acorde con la personalidad de cada individuo.

Flexibilidad cognitiva: La habilidad de adaptar la perspectiva y abrirse a nuevas maneras de pensar permite reconocer y valorar la diversidad de formas de ser y de pensar. Al ser flexible cognitivamente, se crean espacios para aceptar otras maneras de interpretar y enfrentar situaciones.

Observación objetiva: La capacidad de observar sin proyectar nuestras propias creencias, sesgos o experiencias en el otro nos permite conocer y entender de manera genuina las particularidades de su personalidad. Esta observación limpia y neutral hace posibles interacciones en las que cada persona se sienta cómoda y reconocida en su propia manera de ser y de hacer.

Aceptación y valoración de la diversidad: Aceptar y valorar la diversidad implica un reconocimiento profundo de que cada persona tiene su propio camino y estilo. Esta aceptación va más allá de la tolerancia y se convierte en una apreciación auténtica de lo que cada personalidad aporta, fomentando un entorno de respeto e intercambio de recursos y riqueza interpersonal.

Autocontrol: Mantener el control sobre nuestras propias reacciones y emociones es fundamental para interactuar de manera respetuosa y auténtica con los demás. El autocontrol permite gestionar impulsos y estados anímicos, evitando que influyan negativamente en las relaciones o distorsionen la percepción de las situaciones. Esta capacidad ayuda respetar el espacio personal y la expresión natural de cada individuo, promoviendo interacciones libres y equilibradas. 

Capacidad de adaptación: La habilidad de adaptarse va más allá de ajustar nuestras acciones a diferentes situaciones; implica una flexibilidad profunda para acoger y responder a la singularidad de cada persona. Adaptarse, en este sentido, significa reconocer y respetar las distintas formas de ser y de actuar, creando un entorno donde cada individuo pueda expresarse y contribuir como cree que debe hacerlo. 

Claridad y coherencia en la comunicación: Expresarse con claridad y coherencia implica transmitir mensajes de manera que sean comprensibles y fieles a la intención original, evitando malentendidos. La coherencia refuerza que lo que se comunica esté alineado con lo que se practica y con los valores propios, generando confianza y credibilidad. Esta capacidad permite que las personas se sientan escuchadas y respetadas, creando un ambiente donde cada individuo puede interpretar y responder a los mensajes con seguridad.

Neutralidad en las expectativas: Mantener la neutralidad en las expectativas implica liberarse de prejuicios y valoraciones previas creando un espacio sin presión, donde cada individuo puede expresarse libremente, facilitando una comprensión auténtica de su personalidad y la contribución única que aporta. Al no anticipar comportamientos ni resultados, se valora cada acción y logro en su justa medida, promoviendo un entorno de respeto y aceptación. 

Para concluir y a modo de resumen, es momento de abandonar la tendencia a crear categorías y fórmulas preestablecidas para liderar personas. Dirigir implica reconocer la riqueza y complejidad que cada individuo aporta al equipo y adaptar el liderazgo a esa diversidad. Las taxonomías son útiles en tanto ayudan a comprender la realidad, pero no representan la realidad en sí misma; son una simplificación que elimina la incertidumbre, ese elemento esencial que, aunque incómodo, es inherente a toda experiencia humana. Un liderazgo efectivo no se basa en esquemas rígidos, sino en un proceso de ajuste continuo que exige un profundo respeto por la singularidad de cada miembro del equipo. Es necesario insistir en ello en la formación de nuestros líderes.

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Para ilustrar este artículo he escogido la imagen de la directora de orquesta Inma Shara. Me fascina especialmente esta fotografía por la expresividad del gesto y el foco de la mirada. La imagen de esta directora resulta idónea para ilustrar este artículo, ya que simboliza a la perfección el equilibrio entre la dirección global del conjunto y la atención a cada músico individual, representado por los diferentes instrumentos.

En esta escena, Inma Shara sostiene con su batuta el tono general, manteniendo la cohesión de toda la orquesta, mientras que, con la mano izquierda, indica a una de las secciones un matiz específico o una entrada precisa. Es un ejemplo visual del arte de liderar, en el que se conjugan la visión estratégica del todo y el cuidado particular hacia cada uno de los integrantes, esenciales ambos para lograr una interpretación armónica y profunda.