martes, 24 de enero de 2012

La conversación en consultoría

Creo que ya he comentado alguna que otra vez, la importancia que para mí tiene el diálogo en la ordenación de mi pensamiento. Cuando la nebulosa imprecisa de lo que pienso converge en una conversación, las ideas acuden como los afluentes al cauce principal de un río, estructurándose melódicamente hasta el punto de comprender y llegar a aprender de mí mismo cosas que hasta aquel momento no sabía ni que imaginaba.

Lejos de pensar que ésta es una cualidad singular, creo que el diálogo, es decir, la conversación sensible en mantener y cautivar la atención del otro [no olvidemos que hay muchas personas que monologan en compañía…], es uno de los mejores instrumentos no tan sólo para transmitir sino para explicitar un conocimiento que hasta el momento se mantenía tácito.

Antes de que el coaching adquiriera un significado concreto en el ámbito de la consultoría y de que un puñado de personas se apropiase de ese significado y lo blindase construyendo y limitándolo a un marco teórico-conceptual que regulase su práctica, la conversación orientada a contener una preocupación más o menos difusa, desvelar posibles causas intrínsecas y extrínsecas al individuo, establecer hipótesis o marcos explicativos y apuntar las consecuencias de posibles orientaciones era la práctica que identificaba la profundidad de la relación de consultoría.

Es por todo esto que defiendo que, al margen de que haya quien considera que la relación de consultoría siempre se ha de contemplar en el marco de un proyecto que la justifique, es muy importante que el consultor establezca un hilo de conversación constante con aquellas personas con las que ha colaborado, por las siguientes razones:

1.- Mantener viva la relación mediante una acción de consultoría basal, orientada a dar soporte en el abordaje de sus preocupaciones, que avive oportunidades y que además oriente hacia posibles actuaciones futuras.

2.- Seguir destilando, a partir de la conversación, un marco conceptual propio que profundice y dote de sentido a nuestras experiencias e inspire el modelo de intervención y el tipo de profesional que queremos ser.

----

La imagen corresponde a Sherlock Holmes y el doctor John H. Watson en una ilustración para el Strand Magazine (1893).



lunes, 16 de enero de 2012

¿Qué tal te va?

Da como cosa preguntarle a alguien “¿qué tal le va?” ya que, mientras antes sólo te exponías a una respuesta retórica, hoy es muy probable recibir otra pincelada [o un brochazo, según el caso] que contribuya de una manera puntillista a darle forma a este cuadro con fuertes componentes apocalípticos que intenta reflejar la situación por la que estamos pasando.

Sin pretender quitar importancia a lo crudo del actual momento socioeconómico, el rebozarse continuamente en él se está convirtiendo en un rasgo característico de cualquier conversación, en un estar al día que actúa como indicador de esta consciencia que se le exige al adulto y que le distingue de la capacidad de ensoñación, futuro y posibilidades que se les suele imputar a los niños y la verdad es que, por más que lo pienso, no le encuentro a esta postura otra utilidad o sentido que no sea el de la morbosa sensación de compañía que genera el miedo compartido.

En el ámbito en el que algunos desarrollamos nuestra actividad, esta actitud es, a todas luces, contraproducente ya que este miedo, entre concreto y difuso, actúa como un virus que busca compulsivamente reproducirse y generar más miedo, expandiéndose e infectándolo todo, paralizando cualquier actuación y anulando cualquier posibilidad de desarrollo por la vivencia de un presente en fase terminal que no se parece a ningún pasado y al que, quizás por ello, no se le augura un futuro posible y deseable.

A esta situación considero importante anteponer las siguientes premisas:

> Las variables que definen nuestras circunstancias no son responsables de la actitud que tomamos ante ellas, la cual siempre depende absolutamente de nosotros y debiera estar bajo nuestro gobierno.

> La actitud que decidimos tomar hacia las incógnitas o dificultades que nos plantea un momento dado, incide de manera directa en la manera y la capacidad para resolverlas.

> Nuestra actitud es consecuencia y causa de nuestro estado de ánimo, se transmite e influye directamente en los estados de ánimo y en las actitudes de las personas que nos rodean.

> Los recursos de los que disponemos [el cómo] en un momento dado no son los que han de determinar aquello que hemos de perseguir [el qué], sino que hemos de pensar en aquellas maneras, quizás nuevas, que nos permitan alcanzar aquello que queremos.

> Hemos de encontrar el sentido a lo que hacemos en un futuro que nos ilusione y que vaya más allá del de superar las dificultades que nos plantea el momento.

> Elevar el presente a la categoría de frontera es dejar de pensar en el futuro y, consecuentemente, de trabajar en cómo hacerlo viable.

> Hemos de desplegar y contagiar un discurso dinámico que transmita movimiento y convierta el presente en un tránsito hacia un estado diferente y mejor.

----

Hace poco más de dos años, publiqué un post que estaba muy en sintonía con el espíritu de éste.

La foto corresponde a un olivo que se hallaba cerca de la Plaza Mayor de Vic y en el que la población colgaba de sus ramas los deseos para este año en el que estamos.


lunes, 9 de enero de 2012

Autoconsciencia

Creo que fue S. Freud quien dijo que la neurosis consistía básicamente en no aceptarse a uno mismo. Claro que él situaba los motivos de esta no-aceptación en el inconsciente, lo cual concuerda con que, en la realidad, el número de neurótic@s no sea directamente proporcional a la capacidad de autoconsciencia que hay en la sociedad, sino que más bien nos remite a la magnitud de la inconsciencia que pueden llegar a tener las personas sobre los verdaderos motivos de sus actos y manifestaciones.

Y es que la autoconsciencia brilla por su ausencia en una proporción tan grande de la población que uno sospecha seriamente sobre su utilidad y su papel en este mundo, ya que las pruebas nos indican que, por muy valorada que esté esta competencia denominada “emocional”, las personas que, al final, obtienen éxito social son aquellas que demuestran abiertamente estar totalmente faltos de ella. Basta con echar un vistazo a los prohombres y a las promujeres que nos dirigen y lideran, o incluso a los países que marcan el rumbo y dictan la dirección hacia la que ha de rotar la Tierra, y hacer un cálculo [así, a ojo] sobre la posible cantidad de autoconsciencia que pueden llegar a tener para que lleguemos fácilmente al acuerdo de que la cifra no exigiría demasiados dígitos. Porque, eso sí, nada tiene que ver la capacidad de autoconsciencia con la capacidad de ser conscientes de la auto-in-consciencia de los demás. Una competencia ésta, la de juzgar a l@s otr@s, tan extendida como extinta parece estar la de juzgarse a uno mismo.

Por lo que parece, la autoconsciencia, en el caso de manifestarse, nunca se da de una forma total en las persona, conviviendo siempre, en mayor o menor cantidad, con una proporción de inconsciencia que, en su mínima expresión, defiende su espacio como una burbuja de oxígeno en una botella de agua. Eso da que pensar ya que suena a dispositivo primigenio para poder llegar a ser alguien en el propio orden social, puesto que está ampliamente demostrado que existe una relación directa entre lo auto-in-consciente que es uno y lo flexibles que han de ser los demás para poder encajar en un sistema que funcione. Ya se sabe que la autoconsciencia es la fuente de la que bebe la autocrítica, la empatía y el verdadero motor del aprendizaje y del cambio personal, que no es otra cosa que aquello en lo que se basa lo de esperar a la montaña o ir hacia ella y, para qué engañarnos, ésta no deja de ser una sociedad montañosa que reivindica su derecho a no moverse por considerarlo sinónimo de coherencia, integridad, madurez y poder.

Aún así, por muy poco autoconsciente que uno sea, en muchos casos, se hace verdaderamente incómoda la auto-in-consciencia de los demás, sobre todo en aquellos aspectos que nos afectan directamente, siendo tan desagradable y desconcertante como estar ante aquellas personas que te hablan muy cerca ignorando su halitosis. Este es uno de los rasgos característicos del déficit de autoconsciencia que la hace, en cierto sentido, similar a la demencia y es que suelen sufrirla aquellos que rodean y se relacionan con la persona que la padece.

Quizás sea por esto que el déficit de autoconsciencia sea una de las principales causas de no resolución de conflictos, ya que exige, de una de las partes, que tolere y se adapte a aspectos y condiciones del otro que no aportan ningún valor, sin poder albergar, además, la esperanza de ser alguna vez reconocido por tamaño esfuerzo.

Y es que una autoconsciencia plena requiere del concurso de dos perspectivas: por un lado, el conocimiento de los valores y criterios por los que uno realmente se conduce y, por el otro, el efecto que causa en los demás la propia presencia, es decir, cómo repercuten en quienes nos rodean estos valores y criterios a través de las actuaciones que llevamos a cabo. No se puede ser autoconsciente sin conocer el propio volumen y los efectos que éste produce por ocupar un lugar en el escenario que nos ha tocado vivir. Por poco que se piense en la complejidad de desarrollar estos dos aspectos, es fácil comprender el índice tan bajo de autoconsciencia que existe y la consecuente necesidad de ajustar nuestras expectativas respecto a las potencialidades del prójimo. Un ejercicio que deberíamos realizar tod@s, ya que el grado de autoconsciencia que un@ posea no tiene nada que ver con el que un@ espera que tengan los demás, algo que hemos comprobado repetidamente en cualquier discusión o conflicto en el que nos hayamos visto implicados.

--

La fotografía corresponde a una captura realizada en la proyección de The Artist. Encuentro fascinante contemplar en la pantalla la expresión de estos rostros absortos también en otra pantalla. Me hace pensar en la cara que estaría poniendo yo... :-)



lunes, 2 de enero de 2012

La naturalidad

Seguro que estamos de acuerdo en la insistencia de la Humanidad en dejar una huella que destaque entre el orden natural de las cosas. Y digo “orden natural” para referirme a aquel orden que no tiene nada que ver con nuestra particular manera de ordenar las cosas que suele ser totalmente antinatural incluso en su mismo desorden.

Quizás se deba a que éramos demasiado jóvenes cuando nos enseñaron que “en cualquier sistema, todo tiende a la máxima entropía”, es decir, a aquel [des]orden natural que nos obsesiona y que compulsivamente intentamos remediar, ya que, en la práctica, es algo poco común que se tenga en cuenta esta enseñanza pudiéndose incluso vivir toda una vida sin llegar a ser conscientes de ella.

En nuestra soberbia no alcanzamos en su momento a aprovechar la utilidad de aquellos magníficos ejemplos que ilustraban este principio tan básico [el de la entropía], como aquél que decía que si agitamos un saco lleno de bolas blancas y bolas negras jamás quedaran las blancas a un lado y las negras al otro, o que si lanzamos un vaso de cristal al suelo lo más normal es que se rompa en mil pedazos que saldrán disparados hacia todas partes, mientras que lanzando trozos de cristal al suelo, podríamos fosilizarnos esperando a que se construya un vaso.

Sea como fuere no cuajó el concepto de “equilibrio” que se hallaba detrás de estas enseñanzas y seguimos empeñados en desviar el curso natural de todas las cosas, canalizándolas en alambicadas tuberías cuanto más laberínticas mejor y, muchas veces, sin responder a otra necesidad que la de manipular por transformar y así dejar constancia de que se ha hecho algo. Como si aquello que surge espontáneamente no mereciera nuestro respeto por ser tal y como es y, lo que es peor, sin llegar a considerar que es altamente probable que esté determinado por algo, que responda a una necesidad fundamental y que sea realmente útil.

En el campo de las organizaciones, la necesidad de control [suele llamársele también gestión] ha llevado a una tal manipulación de cualquier aspecto que realmente a veces se hace difícil que se entienda algo sin que antes no deba ser profusamente explicado. Sólo por eso debiera parecernos sospechoso.

Así pues, muchos cargos directivos despiertan, una vez nombrados, la necesidad de buscarles unas funciones e incluso un equipo que los justifique. La insistente y poco afortunada transformación de los seres humanos en “recursos” nos ha llevado al “ejemplo del vaso” pretendiendo que a partir de un conjunto de funciones, competencias, roles, estatus, sueldos y otras muchas cosas surja la persona en toda su capacidad y esplendor. Nuestros organigramas se guían más por criterios estéticos [proporción, simetría, etc.] que funcionales y solemos buscar en ellos el sentido de la Organización que es como pretender que en la mesa de disección se pueda entender toda la complejidad de una persona a partir del análisis de sus partes. Interpretamos el clima laboral en función de lo que preguntamos y no de lo que se respira. Elaboramos sistemas y mecanismos de interrelación [comunicación, colaboración, etc.] obviando las formas que las personas ya utilizan espontáneamente por ser, normalmente, eso, excesivamente naturales y espontáneas. Y podría haber un largo etcétera que nos indica, entre otros aspectos, que esta necesidad de renovación del management de la que tanto se habla últimamente requiere de más naturalidad en el hacer y de un profundo respeto y confianza por el [des]orden natural al que tienden, normalmente, las cosas.

De hecho, estoy por creer que un indicador de la madurez de una organización está en su capacidad para comportarse sin fingimiento mostrándose y desvelándose tal y como es en realidad…todo un reto tanto para sus directivos, equipos y personas como para los consultores que trabajamos con ellas.

----
La foto corresponde a El increíble hombre menguante.