Creo que fue
S. Freud quien dijo que
la neurosis consistía básicamente en no aceptarse a uno mismo. Claro que él situaba los motivos de esta
no-aceptación en el
inconsciente, lo cual concuerda con que, en la realidad, el número de neurótic@s n
o sea directamente proporcional a la capacidad de autoconsciencia que hay en la sociedad, sino que más bien nos remite a
la magnitud de la inconsciencia que pueden llegar a tener las personas sobre los verdaderos motivos de sus actos y manifestaciones.
Y es que la
autoconsciencia brilla por su ausencia en una proporción tan grande de la población que uno sospecha seriamente sobre su utilidad y su papel en este mundo, ya que las pruebas nos indican que, por muy valorada que esté esta competencia denominada “
emocional”, las personas que, al final, obtienen éxito social son
aquellas que demuestran abiertamente estar totalmente faltos de ella. Basta con echar un vistazo a los
prohombres y a las
promujeres que nos dirigen y lideran, o incluso a los países que marcan el rumbo y dictan la dirección hacia la que ha de rotar la Tierra, y hacer un cálculo [así, a ojo] sobre la posible cantidad de
autoconsciencia que pueden llegar a tener para que lleguemos fácilmente al acuerdo de que la cifra no exigiría demasiados dígitos. Porque, eso sí, nada tiene que ver la capacidad de
autoconsciencia con la capacidad de ser conscientes de la
auto-in-consciencia de los demás. Una competencia ésta, la de
juzgar a l@s otr@s, tan extendida como extinta parece estar la de
juzgarse a uno mismo.
Por lo que parece, la autoconsciencia, en el caso de manifestarse, nunca se da de una forma total en las persona, conviviendo siempre, en mayor o menor cantidad, con una proporción de inconsciencia que, en su mínima expresión, defiende su espacio como una burbuja de oxígeno en una botella de agua. Eso da que pensar ya que suena a dispositivo primigenio para poder llegar a ser alguien en el propio orden social, puesto que está ampliamente demostrado que existe una relación directa entre lo auto-in-consciente que es uno y lo flexibles que han de ser los demás para poder encajar en un sistema que funcione. Ya se sabe que la autoconsciencia es la fuente de la que bebe la autocrítica, la empatía y el verdadero motor del aprendizaje y del cambio personal, que no es otra cosa que aquello en lo que se basa lo de esperar a la montaña o ir hacia ella y, para qué engañarnos, ésta no deja de ser una sociedad montañosa que reivindica su derecho a no moverse por considerarlo sinónimo de coherencia, integridad, madurez y poder.
Aún así, por muy poco
autoconsciente que uno sea, en muchos casos, se hace verdaderamente incómoda la
auto-in-consciencia de los demás, sobre todo en aquellos aspectos que nos afectan directamente, siendo tan desagradable y desconcertante como estar ante aquellas personas que te hablan muy cerca ignorando su halitosis. Este es uno de los rasgos característicos del déficit de
autoconsciencia que la hace, en cierto sentido, similar a la
demencia y es que suelen sufrirla aquellos que rodean y se relacionan con la persona que la padece.
Quizás sea por esto que el déficit de autoconsciencia sea una de las principales causas de no resolución de conflictos, ya que exige, de una de las partes, que tolere y se adapte a aspectos y condiciones del otro que no aportan ningún valor, sin poder albergar, además, la esperanza de ser alguna vez reconocido por tamaño esfuerzo.
Y es que una autoconsciencia plena requiere del concurso de dos perspectivas: por un lado, el conocimiento de los valores y criterios por los que uno realmente se conduce y, por el otro, el efecto que causa en los demás la propia presencia, es decir, cómo repercuten en quienes nos rodean estos valores y criterios a través de las actuaciones que llevamos a cabo. No se puede ser autoconsciente sin conocer el propio volumen y los efectos que éste produce por ocupar un lugar en el escenario que nos ha tocado vivir. Por poco que se piense en la complejidad de desarrollar estos dos aspectos, es fácil comprender el índice tan bajo de autoconsciencia que existe y la consecuente necesidad de ajustar nuestras expectativas respecto a las potencialidades del prójimo. Un ejercicio que deberíamos realizar tod@s, ya que el grado de autoconsciencia que un@ posea no tiene nada que ver con el que un@ espera que tengan los demás, algo que hemos comprobado repetidamente en cualquier discusión o conflicto en el que nos hayamos visto implicados.
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La fotografía corresponde a una captura realizada en la proyección de
The Artist. Encuentro fascinante contemplar en la pantalla la expresión de estos rostros absortos también en otra pantalla. Me hace pensar en la cara que estaría poniendo yo... :-)