jueves, 30 de junio de 2016

La necesidad de conversar

No todo son conversaciones, al menos para mí. De hecho, en mí día a día, lo que menos abunda son las conversaciones.

Puede darse el caso de hablar con una multitud de personas durante una jornada y que ninguno de estos intercambios haya sido realmente una conversación. Y quien dice una jornada, dice días o semanas.

Con esto no quiero decir que estos diálogos, discusiones, debates, negociaciones, puestas al día o lo que sea que se esté haciendo cuando no se conversa pero se habla con alguien, sea de poca calidad, negativo o que no valga la pena, no. Simplemente digo que no son conversaciones, que son otra cosa, porque la conversación tiene unos rasgos de identidad que le son propios y la hacen singular y distinta a cualquier otro tipo de intercambio.

Por ejemplo, en una conversación cobra un peso especial la relación, pero no como medio o condición sine qua non a partir del cual poder intercambiar contenidos, sino como un fin en sí misma. Casi podemos decir que no nos relacionamos para conversar sino que conversamos para relacionarnos y este factor hace de la conversación algo absolutamente distinto a cualquier otra modalidad de intercambio verbal donde, normalmente, lo que importa son los contenidos y la utilidad que se les da.

A esto último añadir que el carácter poco utilitario es lo que distingue a las mejores conversaciones, que son aquellas en las que se acaba hablando de muchas cosas, sin perseguir nada más que no sea el de compartir con aquella persona la satisfacción de estar hablando de aquello de lo que apetece hablar y que en definitiva es lo que motiva a cada uno a querer seguir conversando. Porque las conversaciones, las buenas, no terminan sino que se interrumpen.

Toda conversación genera cierto grado de bienestar entre las personas que la comparten y este factor delata y pone de manifiesto algunas de las reglas tácitas que siempre operan en ella, mecanismos que todas y todos conocemos como el respeto y el interés sincero por el otro y por su punto de vista, un conjunto de factores que hacen posible esa danza equilibrada de intervenciones en la que se convierte una conversación de verdad. Porque una cosa es clara, en una conversación se aporta, se escucha y siempre se tiene la absoluta convicción de ser escuchado.

Entre los rasgos más propios que distinguen las conversaciones, no podemos dejar de lado ese componente íntimo que todas tienen, no me refiero a que el tema en torno al cual se conversa deba de ser personal sino a la intimidad que se destila del carácter genuino de las ideas que se exponen. De ahí la privacidad que sugieren, la satisfacción que producen y su poderosa incidencia en tejer relaciones sólidas.


Pero de entre todas las características, la que me lleva a escribir este artículo es la importancia que tiene la conversación como mecanismo para generar conocimiento e ilusión.

De alguna manera no sabemos lo que sabemos hasta que lo relatamos. Parece que no es hasta que transformamos las ideas en palabras y las disponemos en una melodía narrativa que accedemos a lo que sabemos, lo comprendemos y lo convertimos en conocimiento.

Conversar, como escribir, es el marco ideal para construir nuestro conocimiento y una de las mejores oportunidades para aprender de nosotros mismos ya que nos invita a poner en orden nuestras ideas hasta que estas adquieren un sentido y cobran valor como para ser compartidas.

Hasta entonces el saber es algo difuso, indefinido, sin expresión, extraviable, ajeno a nuestra atención y, por ello, las más de las veces, inconsciente e incontrolable. “Sabemos pero no conocemos” y la conversación es uno de los mejores mecanismos que permiten resolver esta disociación, “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos”, dice Roger Bartra.

Las características de la conversación a las que me he referido, esto es, la libertad, el bienestar, la confianza, su carácter íntimo y la falta de orientación a un objetivo concreto son clave en ese fluir del saber por el alambique del conocimiento.

Un proceso que además de conveniente es aconsejable y, me atrevo a decir, necesario para descongestionar la mente, eliminar ruido y “liberar espacio”, una expresión que trasciende su carácter metafórico ya que es por todas y todos conocida la sensación de agilidad y liberación mental que se obtiene de una buena conversación. Como si la elaboración de esta melodía narrativa comprimiese [enzipase] la ideas en paquetes de conocimiento y, en consecuencia, liberase espacio que me he descubierto más de una vez rellenando inmediatamente de ilusión y ganas renovadas de hacer.

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En la fotografía: Bugaderes d’Horta [lavanderas de Horta] Barcelona.

De la pintura:  Ron Hicks's"Twilight Conversation" [detail]


sábado, 25 de junio de 2016

La organicidad del cambio

Uno de los aspectos que inciden de manera determinante en las expectativas depositadas ante la gestión del cambio organizativo es la linealidad de su concepción.

El cambio al que me refiero es aquel que afecta aspectos nucleares de la cultura y que, en consecuencia, implica una transformación poderosa de los valores, creencias y actitudes de las personas. Promover el trabajo colaborativo en una cultura heredera de valores individualistas y competitivos podría ser un ejemplo.

Por linealidad en la concepción me refiero a esta relación causa-efecto de corte ilustrado con la que se pretende comprender lo que sucede e incluso prever su evolución. Un enfoque basado en la traducción de cualquier aspecto sobre el que se pretenda incidir a una serie de variables objetivas, controlables y, a ser posible, manejables.

Decía pues que, este querer pensar que pulsando el botón correcto se pondrá en acción el juego de palancas que infaliblemente hará posible el cambio, es la máxima responsable de que, actualmente, se supedite la gestión del cambio a su diseño y que ese planteamiento suela traducirse en la forma de un proyecto, con su principio y su fin, en el cual se depositan todas las expectativas.

Desde mi punto de vista, esta concepción lineal del cambio organizativo es la responsable no tan sólo de la gran frustración que generan muchos proyectos sino también de la concepción resultante que se construye en muchas organizaciones sobre la naturaleza [valores, capacidades, propósitos…] de las personas que trabajan en ellas. La razón es sencilla: el cambio se hace patente en las personas, luego, la responsabilidad sobre cualquier alteración sobre el plan inicial suele atribuirse a la naturaleza de esas mismas personas.

No es de extrañar pues que el resultado sea, a menudo, una concepción del ser humano poco edificante que tiende a justificar la distancia, la desconfianza y los estilos tradicionales de dirección que seguramente ya existían pero que ahora se revalidan erigiéndose en la nueva y peor resistencia a la posibilidad de cualquier sueño futuro.

La concepción lineal lleva inevitablemente a un diseño del proceso de cambio basado en la construcción y ahí está la causa principal de su falta de efectividad y de la frustración que genera, ya que, cuando se trata de personas, el cambio no es lineal ni se construye, el cambio es orgánico y se cultiva.

Utilizo el concepto “orgánico” para subrayar el marcado carácter natural y vivo del cambio cuando este ha de darse en las personas, es necesario resaltar su complejidad poliédrica y la imprevisibilidad e incertidumbre que se deriva de la multitud de factores que inciden simultáneamente en él.

Pretender como se pretende capturar el cambio en un diseño y subordinarlo a la gestión y al control de un proyecto es de una simpleza tal que, incomprensiblemente, sigue pasando desapercibida en muchas organizaciones que dicen querer transformarse. La practicidad con la que se suele investir la concepción lineal de algunos procesos de cambio ha demostrado, una y otra vez, ser la aproximación menos práctica y el principal escollo al cambio pretendido.

Lisa Adams

El cambio no se construye y con ello no se infravalora ni se desdeña la importancia de diseñar el proceso de cambio o de, como suele decirse, elaborar una “arquitectura” para el cambio. Tan sólo se advierte de que el propósito de este diseño no debe ser el de construir, el de erigir un andamiaje sobre el que edificar, siguiendo concienzudamente las instrucciones del plano y valiéndose de las personas como operarias en la materialización del cambio.

El cambio se ha de cultivar, es decir, su diseño y arquitectura han de estar enfocadas a proveer del sustrato y crear las condiciones necesarias para que emerja de las propias personas. Cultivar es eso: preparar el terreno, sembrar, proveer de nutrientes y prestar mucha atención a aquellas variables que favorecen o, por el contrario, pueden entorpecen el proceso natural de desarrollo.

Como ya advierte el dicho, por mucho tirar de la planta esta no crecerá antes, cultivar conlleva dejar hacer y confianza en que si las condiciones son óptimas el proceso de transformación se desarrollará inevitablemente, a su tiempo. Cultivar supone capacidad de espera y paciencia.

Pero el cultivo también comporta una consciencia de las propias limitaciones, de que el cambio no depende sólo de quien lo proyecta sino que se muestra a través de los propósitos y actuaciones de aquellas personas que lo llevan a cabo y de que, por lo tanto, cualquier proceso de transformación llevará la impronta de esas personas.

La autoconsciencia, la comprensión y el respeto por la genética organizativa y la capacidad de integrarla en el diseño inicial forman parte también de la relación de capacidades que se requieren para gestionar el cambio.