domingo, 14 de julio de 2019

Ser comunidad de práctica



La palabra “comunidad” tiene algo de cálido que la hace especial, así como cuando hablamos de “equipo” resuenan roles y orquestaciones entre personas con la clara intención de lograr algo en concreto de manera eficiente y eficaz, cuando utilizamos el término “comunidad” el acento no cae en la acción sino en el vínculo que hay entre las personas por aquello que comparten, que tienen en común todas ellas.

Comunidad nos remite a la plácida idea de estar entre iguales, de compartir intereses, retos y dificultades, de ser un blanco fácil de la empatía de los otros, de respeto al lugar que ocupa cada cual al conjunto al que pertenecemos.

Existen poderosos indicadores sobre la relación que hay entre la pertenencia a una comunidad y la salud de las personas. A parte de los factores atribuibles al estilo de vida, aquellas personas que se hallan en las zonas azules de la tierra, es decir, en aquellos puntos donde se concentran las poblaciones más longevas, relacionan esta vitalidad con su pertenencia a la comunidad.

Y es que, formar comunidad y sentirse parte de ella ha sido, desde tiempos primigenios, la manera más efectiva con la que los humanos afrontan la incertidumbre. Reducir el miedo a la incertidumbre y, consecuentemente, el estrés que conlleva es un determinante clave para la salud y la calidad de vida de las personas, de ahí la importancia de “vivir en comunidad”.

La comunidad evoca horizontalidad, relaciones de igual a igual entre personas, vinculadas por aquello que poseen en común. De ser representada por una figura geométrica, casi seguro que a la mayoría, la comunidad nos sugiere el círculo donde todos los puntos convergen hacia un mismo centro compartido y, probablemente, ahí sea donde radica la fuerza de la comunidad, en el poder de ese círculo.

A pesar de los tibios aromas de horizontalidad que emanan del concepto, la palabra “comunidad” va adquiriendo una fuerza creciente en el frío vocabulario de gestión, donde normalmente se la relaciona con la creación y transmisión de conocimiento entre las personas mediante la conversación abierta, generosa y franca.

Este es el caso de las Comunidades de Práctica, donde el término “práctica” hace referencia al motivo que genera la creación de la comunidad, es decir, el de compartir el conocimiento adquirido en la práctica profesional de cada una de las personas que la integran, tal y como las definió Étienne Wenger.


La práctica profesional de la consultoría suele hallarse lejos del concepto de Comunidad de Práctica.

Paradójicamente y como en tantas otras cosas, desde la consultoría se ayuda y se contribuye al impulso de Comunidades de Práctica, pero, más allá de formar equipos de trabajo para disponer de una oferta de servicios más amplia y capaz, las personas que se dedican profesionalmente a la consultoría suelen ser poco dadas a impulsar sus propias Comunidades de Práctica con el propósito real y sincero de compartir conocimientos, recursos metodológicos y prácticas profesionales.

Probablemente, la cantidad de la oferta en un mercado limitado, es la responsable de que los profesionales de la consultoría sean reacios a abrir sus cocinas y compartir sus recetas, dudas y lecciones aprendidas con sus colegas y que, comprensiblemente, se ciñan a publicitar resultados y modelos con un propósito más centrado en afianzar la marca personal y el valor diferencial que tienen en el conjunto.

No obstante, las Comunidades de Práctica se revelan como un poderoso recurso con el que afrontar la soledad y las altas dosis de incertidumbre que conlleva el ejercicio de la consultoría, sobre todo cuando esta no se ciñe a colocar un producto determinado y se lleva a cabo desde una perspectiva “de autor”, recreándose continuamente por la necesidad de adaptarse al relieve de cada situación.

Poner en común visiones del momento, enfoques, modelos, metodologías de trabajo, tecnología o experiencias y empatizar con la diversidad de vivencias que ofrece la conversación entre iguales es, a la par de refrescante, un valioso recurso para la autoevaluación y el crecimiento de todas y todos aquellos que carecemos de otros escenarios formativos en la práctica profesional que no sean los que nos brindan nuestros propios proyectos.

Pero no por intercambiar práctica, se es comunidad y puede que haya Comunidades de Práctica que sean más “de Práctica” que “Comunidad” un factor que explica que la desconfianza no se desactive y que incida en que, la “práctica” compartida, sea de baja intensidad y poco relevante.

La fuerza radica en la Comunidad, así, con mayúsculas, ya que añade esa consciencia de Ser con los otros, de fortaleza en el dar, de la fuerza que se obtiene del conjunto para cada uno de los desafíos individuales, todo un reto, en el mejor de los casos, por el culto que nuestra cultura rinde a lo individual y por la creciente e imparable necesidad yoica de destacar y distinguirse del conjunto.

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Este artículo, forma parte de los post de presentación de la Red de Consultoría Artesana [REDCA] y fue primeramente publicado en el espacio web de esta red profesional.

Buscaba pinturas que representasen personas conversando en círculo para ilustrar el concepto de Comunidad, pero echaba de menos el vínculo entre ellas, tan necesario. Buscando, buscando he quedado capturado por la fuerza de estas dos imágenes. Quizás adolecen de la luz que se espera de la Comunidad, pero en cambio, en cada una de estas individualidades, vibra la energía del conjunto. En todo caso, son dos imágenes muy bellas.

La primera lleva por título “Hilanderas de lino en Laren” y es de Max Liebermann

La segunda corresponde a “Fishermen Trakker vod Skagen” y es de Michael Ancher


lunes, 8 de julio de 2019

Caligrafía



Entre mis propósitos para este año estaba el de recuperar la caligrafía de aquella época en la que se daban, a partes iguales, la importancia por la forma y por la función, es decir, no tan sólo anotaba ideas o tomaba apuntes, sino que, además buscaba hacerlo atento a la estética de una letra bonita, singular, equilibrada, precisa y armónica en su conjunto, un tipo de letra de la que llegué a sentirme orgulloso pero, por lo visto, no tanto como para impedir su lamentable deterioro en los años de la Facultad, donde la necesidad de coger apuntes de manera rápida me llevó a perder la forma primero, transformando mi letra en garabatos hasta, poco a poco, perder incluso la función, ya que estos garabatos han llegado a ser ininteligibles, hasta para mí mismo.

Dicho así, este querer recuperar la caligrafía invita a pensar que se debe al propósito de volver a tener una letra bonita y que, además, se entienda, pero no es así, hace ya tiempo que la tecnología me ha eximido de la necesidad de tener buena letra, de hecho, ahí radica uno de los problemas para conseguir mi propósito: no encontrar oportunidades suficientes para reeducar mi caligrafía.

No, escribir a mano y hacerlo bien, pretende ser el medio para recuperar algo mucho más importante que perdí junto a mi letra y es el tiempo del que disponía para aprehender la realidad, un tiempo en el que la construcción melódica de la grafía hacía la función de dique de contención para la información que me llovía del entorno, evitando que me invadiese y me saturase, un tiempo que era mío y servía a mi propósito de registrar e integrar la realidad quizás de manera más lenta y menos extensa que ahora, pero mucho más intensa y vivenciada.


Un tiempo interior que sigue menguando y amenaza con desintegrarse por completo por las posibilidades que conlleva un progreso tecnológico que invita seductoramente a atender a mucha más información por unidad de tiempo de la que soy capaz de asimilar.

Era necesario tomar cartas en el asunto y el ejercicio de recuperar la caligrafía, puede ser uno de aquellos actos sencillos que me acerque a las manecillas del reloj, poder asirme a ellas y, si no pararlo, lograr que el tiempo transcurra acorde con una respiración más pausada y entera.

Toda luz genera sus propias sombras y, progresar conlleva, más tarde que temprano, conocer y gestionar la dimensión de nuestros nuevos logros para que, los avances permitan plantearse nuevos retos o solventar carencias, pero sin que ello suponga, necesariamente, perder otros aspectos, realmente determinantes para que una Vida lo sea, así, con mayúsculas.

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La primera imagen ilustra el Shodo [textualmente “camino de la escritura] o caligrafía japonesa, un arte que trabaja el detenimiento a lo largo de la secuencia de construcción del grafismo, todo un ejercicio de tiempo interior.

La segunda imagen, es un clásico de los “Cuadernos Rubio” con los que algunos aprendimos caligrafía.