sábado, 16 de septiembre de 2017

Valores


Los valores son los principios ideológicos o morales por los que se guían las personas y las sociedades.

Principio, moral” o “guiar” son componentes de la definición que delatan la importancia de los valores cuando se trata de explicar no tan sólo las actuaciones que las personas llevan a cabo sino también su estado de ánimo cuando estas actuaciones no se corresponden o son contrarias a sus principios morales.

Nuestros valores se hallan anidados en nuestra vida mental y actúan no sólo determinando los criterios a partir de los cuales decidimos nuestras actuaciones sino como parámetros a partir de los cuales nos sentimos más o menos satisfechos y orgullosos de nosotros mismos cuando tenemos la oportunidad de llevarlas a cabo.

El “actúa según tu consciencia” de nuestra niñez nos remetía directamente a estos valores y subvertirlos o traicionarlos comportaba el “remordimiento de consciencia” consecuente. Un estado de ánimo que determinaba el signo del día, si este era de satisfacción o, por el contrario, de malestar. Porque los valores son algo más que grandes conceptos y su importancia correlaciona directamente con las sensaciones y emociones que despiertan el seguirlos o ignorarlos.

Es común que las personas, a menos que se vean impelidas a hablar de ello, no sean conscientes de los valores que rigen sus decisiones o les cueste asociarlos con una palabra, pero esto no significa que no los tengan. Consciente o no, cada persona tiene sus valores y estos siempre están actuando, más o menos anónimamente, en el engranaje de su vida mental.

Aunque se relacione los valores con conceptos filosóficos, esto es, racionales y meticulosamente definidos, en la práctica suelen traducirse en criterios y pautas de actuación muy concretas y las más de las veces generalizables a la diversidad de situaciones ante las que se encuentra el individuo.

Los valores siempre tienen que ver con los principios que rigen la relación de la persona con su entorno, constituyen los parámetros sobre los que depositar las expectativas posibles sobre su comportamiento. De ahí la importancia que tiene para una comunidad transmitir e interiorizar los valores a la hora de asegurar un modo de hacer y reducir la incertidumbre sobre la manera de conducirse de sus individuos.

Todo lo dicho hasta ahora sobre los valores y su vivencia sirve en cualquier contexto humano, ya se trate del personal, del familiar del de un grupo de amigos, un equipo, una organización o una sociedad en la que sus miembros se reconozcan parecidos culturales.

Si un valor no influye en el concepto que las personas tienen de sí mismas y en cómo se sienten a partir de sus actuaciones, probablemente se trate de otra cosa, un querer ser, una fantasía o cualquier otra entelequia pero seguro que no nos hallamos ante un valor real. El valor es algo que se “valora” y, por lo tanto, ocupa un espacio psíquico importante en el autogobierno y el auto concepto de cualquier persona o comunidad.


Este tema es particularmente interesante en el caso de las organizaciones ya que los valores suelen estar descritos en sus webs como parte importante de su filosofía corporativa y, en teoría, orientan la actividad de la organización más allá de los objetivos que esta persigue.

Los valores debieran ser como los reflejos en el cuerpo y manifestarse ante cualquier estímulo, exudar de toda acción que se llevase a cabo por cualquier persona de cualquier punto de la estructura organizativa, ser determinantes en la toma de cualquier decisión, regular la relación entre las personas ya sean estas compañeras, proveedoras, clientas o usuarias, ser alta y sinceramente valorados y reconocidos por el conjunto de la organización porque se trata de eso, de lo que realmente se valora y se considera saludable, ético y coherente con lo que es y para lo que se está. Los valores debieran generar esa sensación de bienestar o de malestar que tan bien conocemos, a nivel personal, cuando somos coherentes o no y nos alejamos de lo que consideramos correcto.

Ante todo esto cabe preguntarse por la realidad de los valores en nuestros entornos organizativos, si realmente son “valores” y conectan con el hacer y el sentir de las personas o si, algunas veces, no van más allá de los documentos o páginas web en las que reposan sin aspirar a ser más que vallas publicitarias con las que vestir y camuflar el verdadero sistema de creencias de la organización, quizás menos innovador o vanguardista de lo que esta desea o considera conveniente aparentar.

Estas preguntas son tanto más pertinentes en la medida en que algunas realidades reflejan lo poco conocidos que son los valores por los miembros de la organización y no tan sólo por aquellas personas alejadas del foco estratégico pertenecientes a los estratos más operativos de la organización, no, sino incluso por sus cuadros directivos. Un tema, este, que debe ser tomado en especial consideración ya que la cultura organizativa se vehicula principalmente a través de la red arterial de todos aquellos cargos con influencia sobre el “por qué” y el “cómo” llevan a cabo y viven las personas su trabajo.

Respecto a los valores que queremos para nuestras organizaciones hay que decidir, tener y dejar claro si se trata de los que comparten la mayoría de las personas, es decir, que ya están integrados y rigen el sistema de decisiones para cualquier actuación que se lleva a cabo, tenga ésta el calado que tenga.

O bien si se trata de los valores que se quieren impulsar y, en un periodo más o menos largo de tiempo, han de constituir la guía a partir de la cual, cualquier miembro de la organización valora la adecuación de sus actuaciones y las de su entorno.

En este último caso deben establecerse mecanismos para activarlos y, de este modo, puedan orientar los propósitos de la organización, los criterios para la toma de cualquier decisión, el estilo de dirección, los mecanismos de reconocimiento, la manera de relacionarse tanto internamente como con el entorno y la valoración del grado de satisfacción de las personas respecto a su papel y participación en el mosaico de actuaciones, logros y percepciones que se desprenden de la actividad de la organización.

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La primera imagen corresponde a “Juana de Arco” de Jules Bastien-Lepage [1879]. Se trata de una obra enorme tanto por lo que suscita como por el tamaño [100 x 110 cm]. Tuve ocasión de admirarla en el Metropolitan Museum de Nueva York de la mano de Javier Zanón y Mònica Pagès. La llamada a abandonarlo todo para darse a la causa que se desprende de la mirada de “Juana” me ha rondado durante la escritura de este artículo y he decidido utilizarla para encabezarlo. Estoy satisfecho con la decisión.

En la segunda imagen el Ulysses And The Sirens de John William Waterhouse [1891]. Se podría abrir una buena conversación sobre los valores que se desprenden de tan poderosa imagen.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Ser sin anhelar


La obsesión por decidir lo que ha de ser el Mundo y transformarlo según nos parezca o convenga, viene de largo. Ya el principal texto del que brota la cultura judeocristiana en la que, con más o menos consciencia y acuerdo, estamos todos inmersos, explica que una de las primeras acciones que hizo el Hombre fue la de poner nombre a todos los animales. Y, por lo que se intuye en el texto, no parece que el Hombre, en toda su reciente y desnuda adultez, tuviera en cuenta el parecer de los solícitos animales de entonces, no. Da toda la pinta de que, en su flamante rol de taxonomista, lo que pretendía era comprender y con ello someterlo todo al dictado de su palabra. La cuestión es que, con esa actuación, el Hombre, dejó de pertenecer al Mundo como un miembro más para pasar a tomar, desde aquel momento, posesión sobre él.

El cambio, la mejora, la evolución, el desarrollo o la innovación son los términos con los que promovemos, alentamos y justificamos actualmente la actividad transformadora en la que continuamos inmersos. Como apunta François Jullien, la voluntad de alterar el curso natural de las cosas está en la base del modelo de planificación occidental y aquello en los que nos ocupamos suele ser la principal seña de identidad con la que nos damos conocer. No hace mucho, en un encuentro de carácter lúdico, las personas convocadas se presentaron aludiendo a su profesión aunque ésta no tuvieran nada que ver con el motivo por el que habían sido convocadas, el hecho fue considerado normal y todos se dieron por presentados de la manera más natural.

Transformar el Mundo, ya sea éste con mayúsculas o en las minúsculas del mundo de cada cual, es para muchas personas la única razón de existir y el factor con el que seguramente evalúan y se creen evaluadas, en términos de éxito o fracaso, a lo largo de una vida hasta el final de sus días.


Es una posibilidad en la que vivir, pero no la única. Volviendo al ejemplo bíblico del principio, se me ocurre que los niños, libres de la necesidad de proyectar la sombra de su Yo en el mundo, en sus primeros balbuceos, denominan a los animales imitando los sonidos con los que estos se expresan y así los perros son “guaus” y los gatos “miaus”, no hay imposición, hay aceptación.

Y es como si hubieran dos maneras de vivir una vida, aquella en la que derramamos nuestro Yo buscando transformarlo todo en aquello que deseamos y otra en la que esforzándonos por tomar consciencia de la maravilla que nos rodea, tan sólo aspiramos a inhalarla para ser el mundo en el que vivimos. Como concluye Pablo d'Ors: “No aspiro a contemplar, sino a ser contemplativo, que es tanto como ser sin anhelar”.


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La primera imagen corresponde a The Garden of Eden with the Fall of Man or The Earthly Paradise with the Fall of Adam and Eve [1617] de Peter Paul Rubens [las figuras] y de Jan Brueghel the Elder [la flora y la fauna].

La segunda imagen corresponde a una obra de Andrew Wyeth: “Wind from the Sea" [1947].