sábado, 14 de noviembre de 2015

Antropomorfismo, conocimiento y cambio


I

Todos los órganos y sistemas de nuestro cuerpo son importantes para su supervivencia, cada uno en su función contribuye al conjunto en esa dinámica fabulosa que se concreta en una vida.

No obstante, coincidiremos en que, entre todos ellos, es el Sistema Nervioso el que dirige y gobierna todo el asunto, activándolo y relacionándolo con el entorno en el que se desenvuelve. Sí, el Sistema Nervioso es importante y en el caso de una vida humana no cabe duda de que es crucial para que ésta pueda desenvolverse mucho más allá de cualquier frontera compartida con cualquier otra vida animal que conozcamos.

Como ya se sabe, el Sistema Nervioso puede diferenciarse en Central y Periférico. El Sistema Nervioso Central comprende el encéfalo [el cerebro] y la médula espinal, que discurre a lo largo de nuestra columna vertebral. El Sistema Nervioso Periférico, en cambio, está formado por aquellas inervaciones que se extienden desde el Central hasta cada uno de nuestros órganos y miembros, abarcando cada milímetro de nuestra piel.

Llegados a este punto, vale la pena subrayar que el Sistema Nervioso Central es, por decirlo de algún modo, “ciego” ya que está encerrado en la oscuridad del cráneo y del canal que se abre entre nuestras vértebras a lo largo de la espina dorsal. Toda la información que recibe le viene dada por aquello que le comunica el Sistema Nervioso Periférico, el cual le transmite todo tipo de sensaciones a partir de la especialización que han adquirido la diversidad de células nerviosas que tenemos diseminadas por todo el cuerpo.

El sentido de que traiga todo esto aquí no es otro que el de cuestionar la preponderancia que, en la vida cotidiana, adquiere para nosotros el cerebro sobre todo el conjunto del Sistema Nervioso, una valoración que, sin pretender restarle importancia a este órgano, suele invisibilizar y no tener en cuenta el papel clave que juegan todas las vías nerviosas que le alimentan continuamente de la información necesaria para poder llevar a cabo hasta la más mínima de sus funciones.

Es cierto que un Sistema Nervioso sin Cerebro no nos permitiría aspirar a mucho más de lo que lleva a cabo el más primitivo de los organismos vivos, pero con un Cerebro sin Sistema Nervioso Periférico no se puede llegar ni a “ser” ya que hasta el mínimo de nuestros sueños no es más que el rastro errático de algo que hemos importado de la periferia. El cerebro, en su cráneo, desconectado, no sirve para nada.

Aun así, en nuestro imaginario, el cerebro enseñorea y capitaliza toda la importancia como si, por sí sólo, él fuera suficiente. Alerta, no digo que no sepamos que no es así, sino que lo obviamos hasta el punto de no ser conscientes de ello. Por decirlo con un ejemplo, creemos saber que estamos de pie o acostados sin necesidad de reconocer la implicación que en ello tiene el Sistema Vestibular, algo que por otra parte debe ser totalmente natural, ya que esta consciencia no afecta para nada a nuestra postura o a la capacidad para mantener el equilibrio. Pero es importante anotar que esa inconsciencia es, seguramente, una de las responsables del desconocimiento de estos órganos, de sus funciones y, en consecuencia, de la falta de atención y cuidado que le dedicamos, hasta que fallan.

II

El ser humano se ve a sí mismo como la medida de todo aquello que aspira a considerarse, en algún grado, inteligente. Aquellas creaciones con las que los seres humanos pretenden aumentar su influencia sobre su entorno conllevan, en mayor o menor grado, esa concepción antropocéntrica en su diseño.

Este aspecto no excluye la forma de organizarnos. A poco que nos fijemos, muchas de nuestras organizaciones obedecen, en su diseño, a esa concepción antropomorfa: hay una cabeza con un cerebro [la dirección] que sabe, piensa y decide y un resto del cuerpo que ejecuta lo que la cabeza resuelve.

En la práctica, esta concepción antropomorfa de la organización adolece de la misma falta de autoconsciencia y del consecuente sesgo en la interpretación de su funcionamiento que tenemos los humanos respecto a la complejidad de nuestro sistema nervioso, es decir, sobrevalora la independencia de la dirección en su funcionamiento, subordinando o invisibilizando la importancia que en ello tiene la información que le transmiten sus órganos y aquellos receptores que tienen contacto con el exterior, que suele ser el resto o gran parte de la estructura.


Dr. F.G. Benedict’s Latest Apparatus for Measuring Metabolism [1935]

Esto ha sido así desde la época industrial en la que, con voluntad de imprimir un carácter racional y pragmático al trabajo, se separó la cabeza de la mano [R. Sennet, 2008] y todo “saber” tenía valor en la medida en que se concretaba en un “hacer”. Al trabajador o trabajadora se le valoraba por lo que hacía, no por lo que sabía o pensaba, esto le correspondía y lo capitalizaba el "cerebro" de la organización, es decir, su dirección.

Al margen de que, en este momento de la lectura, sobrevuelen en nuestra cabeza imágenes en blanco y negro, con caras tiznadas y cadenas de montaje, esta concepción sigue siendo muy actual y reside, inalterable, en los pliegues de la cultura organizativa de muchas organizaciones, independientemente de aquello a lo que se dediquen.

Quizás alguien piense que los complejos balanced scorecard son el equivalente de esas inervaciones periféricas a las que me refería al principio del artículo pero, con todas las virtudes que conllevan, los cuadros de indicadores no dejan de ser una herramienta industrial para monitorizar rendimientos. No nos engañemos, desde la concepción antropomorfa de la organización, la dirección se siente y comporta como “cerebro” y el resto es algo distinto: funcional como los órganos o instrumental como las manos y los pies.

III

Vivimos tiempos agitados y de cambio continuo donde la adaptación ha de ser la constante y la innovación uno de sus principales mecanismos.

Se afirma constantemente que las organizaciones son cada vez más conscientes de la exigencia de sacar el máximo partido al conocimiento adquirido por la totalidad de su estructura y de la necesidad de volver a relacionar las manos de la persona con su cerebro, a los trabajadores entre sí y, de ese modo, conectar talentos, crear redes de conocimiento que enriquezcan la toma de decisiones y dotar a la organización de la agilidad que requieren los retos cambiantes que plantea el entorno.

Ante la limitación de la concepción antropomorfa para dar respuesta a esa necesidad se contrapone una concepción neural de la organización, inspirada en las redes cerebrales, en el que las personas equivalen a las neuronas y sus encuentros con otras personas a las conexiones nerviosas, donde cada estrato organizativo intercambia información y tiene una capacidad de decisión proporcional al impacto de ésta sobre el total de la organización.

John F. Vachon “Playground scene at Irwinville school” May 1938.

Pero transitar de una organización cuerpo a una organización red no es sencillo, siglos de concepción antropomorfa han dejado un lastre muy pesado que no conviene ignorar.

La concepción antropomorfa conlleva que, más o menos conscientemente, se haya identificado a las personas a partir del lugar que les corresponde en esta estructura somática. Consecuentemente, el grado de importancia, la relevancia y el reconocimiento que se le puede suponer a cualquier persona coincidirá con la importancia y relevancia que tiene el mismo lugar en su propio cuerpo. Hablando claro, ser parte del cerebro en la organización no es lo mismo y le hace a uno sentirse muy distinto [para consigo mismo y para con los demás] que ser considerado un pie. Es evidente que el sentimiento de propiedad, de responsabilidad y de compromiso de las personas sobre cualquier sueño o reto organizativo es muy distinto en un caso y en el otro. Algo, por cierto, muy útil y una de las claves para entender las fluctuaciones de la implicación y del interés, respecto a las grandes cuestiones de la organización, a medida que se desciende por los escalones de su estructura.

Los factores metodológicos que determinan el cambio de un modelo antropomórfico de la organización a uno neural son ya por todos conocidos y consisten en lo que algunos definen como wikificación de la organización [N.J. Foss, P. G. Klein, 2015]. Un concepto que, en el ámbito organizativo, hace referencia a buscar una estructura laxa donde el empoderamiento, las interacciones de igual a igual y la atención al desarrollo permanente de las personas se constituyan en sus rasgos principales.

Pero el ingrediente fundamental de la receta es la consciencia del modelo del que se parte y que el ejercicio de humildad que supone el reconocimiento de la contribución de cada uno en el conjunto se explicite claramente en una búsqueda del equilibrio perdido entre el rol que se lleva a cabo y los beneficios que se obtienen. Esa es una de las claves del cambio y, no pocas veces, donde radica una de sus mayores dificultades.



lunes, 2 de noviembre de 2015

Enfoques ante el cambio

A lo largo de mi actividad en proyectos relacionados con la gestión del cambio y el papel que en ello juegan los responsables de equipos, suelo encontrarme con directivas y directivos que ponen de manifiesto la dificultad que existe en sus organizaciones para hacer cosas nuevas que se salgan de lo establecido o de lo esperado.

Normalmente arguyen motivos relacionados con la cultura corporativa, con la falta de iniciativa y de ganas de las personas o con la reticencia y falta de flexibilidad de los altos estamentos de la organización. ¿Cómo -preguntan- es posible impulsar el cambio organizativo y hacer cosas nuevas cuando no se dan las condiciones de clima, de fertilidad del terreno y cuando los propietarios de la finca no están para experimentos, disrupciones varias o con la mirada vuelta hacia otras preocupaciones?

Nada se puede hacer y –concluyen- todo esfuerzo debiera ir dirigido a estos estratos más altos, ya que, sin la implicación directa, impulso y supervisión de la alta dirección es muy difícil, por no decir imposible, el cambio organizativo.

A menudo, el cambio se percibe a través de un enfoque latifundista que contempla necesariamente un terrateniente con voluntad de transformar su "hacienda" organizativa con la ayuda mercenaria de un puñado de capataces y jefes de grupos que pueden estar más o menos comprometidos con los deseos de su jefe e inclinados de manera diversa a llevarlos a cabo con esmero y celeridad.

Según este enfoque, el cambio es cosa de la organización, un concepto [el de organización], difuso, que suele concretarse en lo que la alta dirección decide y apoya, así como en su capacidad para imponer y hacer cumplir directrices.

Nada hay de extraño en ello ya que, exceptuando exóticas variaciones, nuestras organizaciones suelen concentrar de manera ascendente el saber y el sentido de lo que en ellas ocurre, siendo la propietaria de lo que sucede en cualquier ámbito aquella persona que se encuentra en el escalón inmediatamente superior de la pirámide de responsabilidad.

Esta percepción de propiedad, más o menos justificada, es una de las principales causas de la falta de iniciativa y de acción intraemprendedora en las organizaciones. Del enfoque latifundista se infiere que la tierra no es de quien la trabaja sino que pertenece a un amo y, por lo tanto, le corresponde a él decidir lo que sucede en ella.

Al margen de que la jerarquía existe y determina, lógicamente, el abasto y calado de las decisiones que se toman, el enfoque latifundista es más una percepción de abajo arriba que una realidad inspirada de arriba abajo.


By Robert and Shana ParkeHarrison
Me explico: es cierto que cada estrato organizativo suele ser muy celoso de su ámbito de decisión y admite con más o menos recelo toda sugerencia que impacte de lleno sobre este ámbito y más cuando ésta proviene de capas inferiores, pero también es verdad que cada cual es muy suyo en su propio ámbito y que, quien más, quien menos, dispone de un punto ciego al resto de la organización donde puede actuar con total autonomía según su criterio y buen hacer.

Así pues, al enfoque latifundista del cambio se contrapone el enfoque minifundista donde cada cual es responsable de desarrollar y hacer fértil su parcela dentro de los parámetros de autonomía y espacio personal que se dan en un contexto organizativo determinado. Como en el anterior, este enfoque no parte del diseño organizativo que, por otro lado y como ya he dicho, puede ser muy vertical y marcar unas reglas de juego muy concretas, sino de la capacidad y de los valores que determinan la ética profesional, el sentido del trabajo, el compromiso con su entorno y el ansia de crecimiento personal de quien gestiona este espacio.

Desde el enfoque minifundista, la pregunta no es tanto “qué me dejan o no hacer” sino si “ya hago todo lo que puedo hacer para potenciar al máximo las posibilidades que existen en mi parcela de autonomía”, sea éste un puesto de trabajo individual o la dirección de un equipo.

Cualquier persona con responsabilidades directivas dispone de un margen de actuación en el que puede articular, por pequeños o sencillos que sean, mecanismos para favorecer la iniciativa, gestionar el conocimiento o favorecer el desarrollo de las personas que forman parte de su equipo y es ahí donde reside la verdadera clave que hace posible y normalmente se constituye en el verdadero motor que inspira el cambio organizativo.