sábado, 29 de septiembre de 2012

El viaje

Hay muchas maneras de viajar sólo, uno puede hacerlo en cuerpo, eso es, realmente “solo” o acompañado de sí mismo, en cuerpo y alma como se suele decir. También cabe contemplar aquellos viajes en los que sólo se traslada el alma, muy corrientes en alguien como yo, tan dado a la ensoñación y a la fantasía.

Sea como fuere, algunos sabemos que un viaje es muy distinto dependiendo de la variante de soledad con la que se realice, ya que ésta determina la densidad de la presencia y la intensidad del viaje.

Contaba mi buen amigo Javier Z., que de esto sabe mucho y parafraseando a no sé quién, que el alma viaja más lenta que el cuerpo, siendo ésta la razón de que suela llegar un poco más tarde cuando se viaja un poco rápido. Quizás sea éste el motivo de la somnolienta desanimación que ha marcado los últimos días y de que hoy, una semana después de un viajecito que me ha llevado a Bilbao y a Vitoria, me haya despertado con esa sensación estupenda y brillante de estar de nuevo en mí, totalmente presente, entero, aquí, escribiendo.

Me cuesta encontrar las palabras exactas con las que valorar este viaje. Tan sólo la inesperada y sincera calidez y la compañía con la que me envolvieron aquellos asuntos profesionales que me llevaron hasta allí, ya reportaron beneficios visibles a mi maltratado estado de ánimo. Soy yo una de estas personas con una mirada analítica y demoledora, de gran utilidad cuando se proyecta hacia fuera pero que puede hacerme añicos cuando la vuelvo hacia dentro. Estoy absolutamente convencido de que es la propia alegría, la animosa, aquella que se contagia a través del brillo de los ojos, la que fertiliza el entorno posibilitando proyectos y creando oportunidades. Sea como fuere, nada más llegar a Barcelona se activó una propuesta de trabajo que ya creía en un coma profundo. Me gusta, y no quiero evitar, que mi parte de pensamiento supersticioso elabore conexiones entre una cosa y otra.

Pero, al margen de estas cuestiones y de la belleza de estas ciudades, tan difícil de escindir de la cordialidad abierta de su gente y que, ya de por sí, imprime el signo de cualquier viaje sea éste profesional o no, quiero resaltar ciertos momentos que contribuyen de manera decisiva a la irrealidad onírica en la que se ha instalado este viaje:

Todo empezó con aquel “¡Manel Muntada!” inesperado, abaritonado, alegre y con aquel abrazo profundo, amplio y cordial con el que apareció de repente Asier Gallastegui al descubrirme casualmente, en plena calle, en mi formato más gris [desorientado, transpuesto, con maleta y buscando mi alojamiento] y en el que me ofreció, junto a su amigo Iñaki, una copa de vino con la que sumergirme y encontrar mi sitio en la cálida placenta de la ciudad.

Hay momentos en los que uno se siente confortablemente bien con uno mismo debido a la compañía con la que se encuentra y aquél fue uno de esos momentos. Una sensación que, como un bajo continuo, siguió pulsando, armonizando perfectamente con la jornada del día siguiente, hasta que pudimos reanudar, cenando en el Puerto viejo de Getxo y con el mejor servicio de mesa que cabe imaginar, la conversación en la que estamos embebidos con Asier desde hace ya unos años.

Otro de los momentos es el encuentro con Julen. Todavía lo recuerdo subiendo con paso decidido, zigzagueando entre las personas hacia la esquina en la que habíamos quedado. Me ocurre con Julen que es una de estas [pocas] personas con las que podría permanecer callado, relajado y sintiéndome en perfecta compañía. Aquellos que la conocen saben que se trata de una sensación muy cómoda y agradable de experimentar.

Los breves encuentros que he tenido con Julen siempre han supuesto un viaje exploratorio a mi propia orografía abisal. Aunque él realmente no se lo proponga, atender a su conversación tiene en mí el efecto de un sonar que me devuelve el eco de algunas de mis inquietudes basales. Intentando describir la magia de Julen se me ocurre, adaptando la clasificación que en su día hiciera Milan Kundera para los amantes, que se trata de un investigador/consultor lírico, de aquellos que persiguen, entre proyecto y proyecto, el hacer ideal que querrían acabar haciendo. Algo muy distinto de aquella consultoría épica que buscaría, en cada proyecto, el matiz que lo distinga metodológicamente de cualquier otro. Quizás sea esto lo que invite a sumergirme en esa duda inteligente continuamente renovada y de la que es afortunadamente tan difícil encontrar respuesta.

Por último, el paso por Vitoria me permitió poner voces y rostros a Emosfera, un equipo que está haciendo cosas muy interesantes en torno a las claves para elaborar la argamasa emocional imprescindible que vincula a las personas a un equipo y a aquellos retos que éste se proponga acometer.

Hace muy pocos años que he descubierto que a lo largo de la vida se abren como “portales” que delimitan un “antes y un después” y que, al cruzarlos, uno sale transformado, sintiéndose alguien realmente mejor. Pero no “mejor” en el sentido de que seas más como se supone que debes ser, no; sino mejor respecto a ti mismo, como si tuvieras la absoluta certeza de parecerte más a aquél que deberías acabar siendo para sintonizar con la rotación de la Tierra sobre su propio eje.

En mi caso eso me ha sucedido unas pocas veces y la última ha sido en este viaje el cual todo ha contribuido a llevarme ante el “portal” del encuentro con Pau, Anne, Marta y Luís [Emosfera] y del que he salido exultante, bañado de la cálida autenticidad de su compañía.

Porque, al final, buscamos [al menos yo], entre el inmenso bosque de rostros con el que nos cruzamos en nuestra vida, a aquellas personas capaces de hacernos sentir realmente grandes y orgullosos de nosotros mismos por confirmarnos, tan sólo, la sospecha de que el ser humano existe y es realmente bello.

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En la foto: nave para atravesar la densa Emosfera de Galarreta [Vitoria]. El secreto de su efectividad reside en el diseño estilizado y sencillo.


jueves, 20 de septiembre de 2012

El liderazgo itinerante

- Pero… ¡Bien que han de saber cómo se elabora un plan y cómo se formulan sus objetivos!

Defendía enérgicamente la responsable de Formación de una organización ante una afirmación mía, reconozco que un tanto radical y vehemente, sobre la inoperancia actual de la planificación estratégica y la importancia que todavía ocupa en los programas de formación para directivos.

- Aunque deje de tener sentido al cabo de un tiempo, es necesario tener siempre un plan.

Apostillaba el responsable de Recursos Humanos fundamentando la opinión de su compañera.

Y, por poco que se considere, llevaban toda la razón. Aunque hubiera un tiempo donde se planificara a unos cuantos años vista y la acuosidad del momento actual no permita hacerlo y empuje a muchos a un carpe diem desconfiado y ajeno a cualquier futuro posible, disponer de un plan da sentido a las actuaciones de la persona, de los equipos o de la organización. Conocer el a dónde vamos permite responder el porqué lo hacemos, desear llegar a alguna parte conlleva considerar el momento actual como un paso más y tener previsto el cómo hacerlo influye de manera determinante en la contención de la impaciencia y en cómo se interpretan y tolera la frustración por los resultados que se obtienen aquí y ahora. Sí, es recomendable disponer siempre de un plan, como mínimo…

Pero, a diferencia de los planes a los que estamos acostumbrados, no ha de ser un plan por el que vivir, que imponga una disciplina férrea respecto a cómo interpretar el entorno y que convierta cualquier contrariedad en una amenaza o cualquier coyuntura en una oportunidad, que inocule unos objetivos en otros más amplios subordinando éstos al análisis caduco de un entorno que se manifiesta altamente inestable y que disponga de unos plazos determinados antes de ser valorado respecto a su idoneidad.

Ha de ser un plan en el que vivir, fraguado en un "deseo de llegar a ser" ajeno y libre de aquellas cadenas con las que el presente se empeña en capturar cualquier futuro, que se traduzca en acciones cortas que permitan construir itinerarios maleables en función de la orografía que vaya mostrando el presente y que cuente con un sistema de revisión que, sin dejar de ser sistema, no se subordine a ningún período.

Pero quizás el error se halle en reclamar a las herramientas la perspectiva que debieran tener las personas al utilizarlas y contrariamente a lo que se suele argumentar, no sea tan prioritario obcecarse en rediseñar la metodología de planificación como desvelar las auténticas bases y los componentes de un liderazgo capaz de acomodar a un grupo humano a una situación de tránsito permanente, orientado al mejor de los destinos que pueda desear. Porque, mírese como se mire, el cambio ha dejado de ser circunstancial para convertirse en la verdadera zona de confort en la que personas, equipos y organizaciones deben instalarse para así poder aspirar y estar a la altura de unos deseos en continua evolución debido a un entorno que incorpora continuamente muchos matices y de manera muy rápida.

Es quizás que entonces las herramientas se hagan dúctiles a las manos que las manejan y se lleguen a tener aquellas metodologías que realmente se necesitan.

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Fotografía: [cumClavis]


viernes, 14 de septiembre de 2012

Autocrítica, honestidad y liderazgo

Capacidades como la autoconsciencia, la autocrítica y, en muchos casos, la empatía, tienen una curiosa característica en común y es que cualquier persona está convencida de poseerlas ya que, en la propia naturaleza de estas cualidades, anida la imposibilidad de darse cuenta cuando están bloqueadas o, sencillamente, no se tienen.

El autoconocimiento, esto es, la capacidad para dibujar el propio mapa interior localizando aquellos valores, inercias, criterios, pulsiones y resortes que determinan la interpretación y vivencia de todo aquello que acontece en la persona, está íntimamente relacionado con la capacidad de escucha y silencio que pueda guardar esta misma persona ante la marea de pensamientos, sensaciones y emociones que la invaden y que contribuyen, de manera decisiva, a ofrecerle la que será su singular interpretación de la realidad.

El convencimiento al que llegan, no pocas personas, de creerse “tal cual quieren llegar a ser” o “desean ser vistos”, es el principal hándicap que impide desplegar la actitud fundamental que se requiere para autoconocerse. Una de las causas principales de esta actitud la debemos hoy en día a la relevancia y derroteros que ha tomado el concepto de marca personal y a la peligrosa posibilidad, tristemente demostrada, de que algunas personas muten y no lleguen a distinguirse de la propia máscara que se han creado.

La autocrítica puede considerarse como una de las consecuencias naturales del conocerse a uno mismo y es una capacidad claramente orientada a la mejora personal, es decir, a afinar aquellas cuerdas o engrasar aquellos mecanismos personales que permitan acercarse al ideal de persona que se desea ser.

No voy a entrar en aquella supuesta autocrítica que se realiza al margen de cualquier autoconocimiento, en sus consecuencias ni en las obscuras finalidades que la motivan porque no contribuyen al objeto de este post, pero sí que es importante tener en cuenta que plantearse una mejora supone creer en la certeza de que se puede ir más allá y de que es esta convicción la que permite aspirar y suspirar por algo distinto de lo que ya se es y se hace. Es francamente difícil para aquella persona empecinada en demostrar que “está de vuelta de todo”, poder zafarse de los límites de su supuesta experiencia y aspirar a ser algo distinto de lo que se esfuerza en reivindicar.

Para cerrar este apartado conceptual, conviene recordar que la autocrítica es uno de los principales indicadores externos de la cantidad y calidad del autoconocimiento, un indicador nada fácil de detectar ya que suele estar enmascarado por los moldes de personalidad que “se llevan” en un momento determinado. Por ejemplo, en esa época nuestra que quiere caracterizarse por la COlaboración y por el COmpartir en red es posible disfrazar el autoDESconocimiento por una curiosidad insaciable y este aprendizaje continuado tan de moda. En resumen, no es extraño que muchas personas se exhiban en un estado de continua plasticidad y liquidez investigadora mientras ignoran los verdaderos resortes que condicionan su ansiedad. Y hasta aquí la contextualización de los conceptos.

Una de las teorías más consensuadas sobre el origen en los humanos de esta capacidad para la autoconsciencia y para la autocrítica se fundamenta, al igual que la empatía, en las extraordinarias ventajas que aporta a la sociabilización en general y a la calidad de las relaciones y de los resultados obtenidos por un equipo de personas en pro de un objetivo común, en particular. Yendo al grano y centrándonos en los equipos de trabajo, a nadie se le escapa que estas capacidades son la base a partir de la cual se pueden desarrollar otras competencias que son clave para los grupos de trabajo [y muchas para la vida en general] como por ejemplo: la flexibilidad, la comunicación, el autodesarrollo, el trabajo en equipo o el liderazgo.

En el caso del liderazgo y atendiendo a la importancia que, para llevarlo a cabo, tiene el comprender las inquietudes, deseos, motivaciones y todo aquello que en las personas incide de manera determinante en la calidad del trabajo en equipo, es sumamente importante que el líder reserve parte de su tiempo para auscultar y tomarle el pulso a sus principales motivaciones, anhelos, ambiciones, temores y frustraciones para, de este modo, conocer el auténtico origen de aquellas valoraciones y de las decisiones que toma sobre su equipo y sobre cada una de las personas que lo componen.

No es insólito encontrar juicios y dictámenes que, vestidos con los hábitos de la experiencia, de la voluntad de educar o de la equidad respecto a los demás miembros del equipo ocultan entre sus pliegues el duende de la soberbia, del resentimiento, de la envidia, del miedo o de los posibles celos que los originan. Una posible ética del liderazgo debería exigir honestidad por parte del líder a la hora de incluir su propia respiración en el total de oxígeno que consume su propio equipo.

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En la ilustración, Fugint de la crítica [Pere Borrell, 1874].


viernes, 7 de septiembre de 2012

Llevo ya…

…un par de borradores totalmente acabados de posts que, al final, he decidido no publicar.

En uno abordaba el tema de la utilidad de la formación para directivos desde el punto de vista de los escasos indicadores de su puesta en práctica y aplicación. Mi intención no era otra que cuestionar los programas formativos que se imparten en la actualidad desde la perspectiva de su impacto en las organizaciones.

¿Se puede hablar de un antes y un después en aquellas organizaciones, departamentos o unidades en las que su directivo, líder o como quiera denominársele, haya realizado uno de estos costosos cursos?

Una pregunta, no sé si muy original, pero con su jugo ya que podía mover a la reflexión sobre los diferentes objetivos y cuestiones metodológicas a tener en cuenta para abordar futuros programas formativos con más aplicabilidad a la realidad del momento y a la de nuestras organizaciones. Al final me ha salido un exabrupto en el que parece que cargue contra los profesionales de la dirección toda la responsabilidad por no aplicar un conjunto de contenidos que, por otro lado, estoy convencido que han quedado ya obsoletos. En total, unas novecientas palabras que no aportan nada nuevo bajo el sol y con un tonillo irónico que hasta a mí mismo me saca de quicio.

Aprendida la lección del fiasco de artículo anterior y centrándome en el papel que le toca a la mortaja de incertidumbre con la que nos envuelven estos tiempos, he querido plantear el tema desde otro punto de vista. En una sociedad presa de la impaciencia y fácilmente irritable cuando no se materializa al instante aquello que se desea, con el futuro capturado por el presente más inmediato y donde obtener resultados rápidos y resolver la urgencia a la que es elevado cualquier problema es el indicador de la eficacia por excelencia: ¿Tiene algún sentido seguir responsabilizando a nuestros directivos de la atonía actual y seguir bajando la testuz, insistiendo, dale que dale, en las consabidas capacidades para liderar, al margen de las dificultades del entorno para dar una oportunidad a que éstas tengan alguna posibilidad, sin que [toca respirar que la pregunta es larga] estos profesionales sean expulsados a patadas de sus puesto de trabajo por soñadores inoportunos e iluminados?

Y aquí me he puesto a disertar, inspirado por alguna que otra lecturilla de verano, de aquellas que llevan incorporada protección solar y que te dejan blanco por la dificultad minotáurica con la que plantean cualquier salida a la situación actual, y he acabado escribiendo cosas como ésta:

“Bajando en picado escalones en la pirámide de necesidades de Maslow, que me diga alguien cómo se puede motivar hacia la transcendencia [del servicio, equipo u organización] cuando no están satisfechas las necesidades de seguridad, una de las más básicas situadas en el segundo escalón del clásico esquema. Difícil, muy difícil promover la innovación o inocular herramientas de crecimiento personal y organizativo cuando pende peligrosamente una espada de Damocles incluso sobre aquellos puestos de trabajo que se consideraban, hasta ahora, los más seguros.”

En definitiva, cuando llevo ya unas quinientas palabras escritas me siento poseído como un monje dominico llamando a las cruzadas, sumergido en las tinieblas del apocalipsis e hipnotizado en un discurso que nada propone, nada añade, depresivo y ciego.

Total, que he decidido abordar este tema otro día, seguramente desde otra perspectiva y cuando tenga algo útil que aportar. Mientras, me vuelvo a sumergir en la refrescante lectura de Mal de escuela [Daniel Pennac], una deliciosa recomendación del amigo Asier, corriendo a subrayar y compartir un fragmento que, aunque parezca que no viene al caso, me parece ideal como colofón a este post:

“No pierdas la cabeza, nada ocurre como está previsto, es lo único que nos enseña el futuro al convertirse en pasado”
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En la fotografía: "esborranys" de [cumClavis]