viernes, 23 de agosto de 2024

Distorsiones, simplificaciones y mitos sobre el cerebro

La creciente relevancia de las neurociencias en la actualidad tiene sus raíces en la década de 1990, conocida como la "Década del Cerebro" debido al esfuerzo internacional para profundizar en el conocimiento del cerebro humano y mejorar el tratamiento de las enfermedades neurológicas. Desde entonces, se han publicado multitud de ensayos y documentos dirigidos tanto al público especializado como a personas interesadas que no tienen formación específica en este campo.

Este trabajo de divulgación ha dado lugar a que, hoy en día, el lenguaje neurológico y las teorías sobre el funcionamiento cerebral se hayan vuelto familiares y se empleen de manera habitual para explicar la vida mental y el comportamiento humano. Además, el prefijo "neuro" ha sustituido al anterior "bio" y se utiliza alegremente para definir o ampliar ámbitos de conocimiento como la neuroética, la neuroeducación o el neuromarketing, por citar algunos.

Sin embargo, la expansión de este conocimiento también ha ido de la mano y se ha visto afectada por fenómenos contemporáneos como la simplificación excesiva, la fabulación y la pseudociencia. La falta de rigor en la interpretación de trabajos científicos, la generalización, la psicología superficial y la presentación de prácticas como si fueran científicas, pero sin el suficiente respaldo metodológico, también forman parte activa de ese caudal de neuroconocimiento que impregna nuestra vida cotidiana y profesional.

La falta de profundización, el desconocimiento, la inercia, perseverar en afirmaciones populares y la adaptación fantasiosa de la dinámica cerebral para validar y dar cierto aire de cientifismo a algunos discursos y modelos profesionales populares, son responsables de fijar conceptos erróneos que, en algunos casos, se erigen como dogmas que disuaden de seguir indagando y actualizarse respecto a qué es el cerebro y cómo contribuye a nuestra vida mental y social. Veamos algunos de ellos.

HEMISFERIO DERECHO Y HEMISFERIO IZQUIERDO

La creencia de que los hemisferios cerebrales están estrictamente divididos en uno lógico (el izquierdo) y otro creativo (el derecho) es un mito popular que simplifica en exceso el conocimiento neurocientífico hasta llegar a distorsionarlo. Este concepto se remonta a una interpretación errónea de los estudios realizados en los años 60 con pacientes epilépticos a quienes se les había practicado una sección del cuerpo calloso para impedir la propagación de las convulsiones entre hemisferios. En esos experimentos, dirigidos por profesionales como Roger Sperry o Michael Gazzaniga, se observó que ciertas funciones cognitivas están lateralizadas, es decir, que tienden a concentrarse más en un hemisferio que en otro. Por ejemplo, en la mayoría de las personas, el hemisferio izquierdo está más involucrado en el lenguaje, mientras que el derecho suele asociarse con la percepción espacial y el reconocimiento de patrones.

Sin embargo, como señalaron estos autores, en tareas complejas se requiere la cooperación de ambos hemisferios. No existe un hemisferio "que habla" y otro "mudo"; el hemisferio derecho también desempeña un papel clave en la interpretación de la entonación y el contexto emocional del discurso. La cooperación es tal que, tras un traumatismo que afecta a una región específica de un hemisferio, la plasticidad cerebral permite que el área homóloga del otro hemisferio intente compensar la función perdida.

Sucede lo mismo con la clásica afirmación de un hemisferio lógico y otro creativo. Ambos hemisferios participan en todo tipo de procesos de manera integrada y no tan compartimentada como suele describirse en cierta literatura. La creatividad, por ejemplo, requiere tanto de la generación de ideas novedosas, asociada al hemisferio derecho, como la capacidad de evaluarlas y organizarlas, donde el hemisferio izquierdo juega un papel clave.

CEREBRO RACIONAL Y CEREBRO EMOCIONAL

La afirmación de que tenemos un "cerebro racional" y otro "emocional" proviene principalmente de Paul MacLean en los años 70, quien dividió el cerebro en tres partes superpuestas: el reptiliano relacionado con los instintos básicos, el sistema límbico o diencéfalo responsable de las emociones y el neocórtex asociado con el razonamiento. Sin embargo, esta división simplifica en exceso la complejidad de los procesos cerebrales y ha sido cuestionada por la neurociencia moderna.

En realidad, el cerebro no funciona de forma tan compartimentada. Las diferentes áreas y estructuras cerebrales están interconectadas incidiendo íntimamente las unas en las otras. Tal y como demostraron las investigaciones de Kahneman, las emociones influyen en nuestras decisiones racionales y nuestras decisiones afectan a nuestras emociones. Nuestra vida cognitiva está sembrada de sesgos, olvidos y recuerdos selectivos, así como de desvíos sistemáticos de pensamiento que intervienen de manera determinante en nuestra toma de decisiones y ponen de manifiesto la íntima interrelación entre razón y emoción. De hecho, este fenómeno es uno más de los disparadores de la controversia neuroética sobre la existencia del libre albedrío.

Antonio Damasio también ha desmentido esta dicotomía entre razón y emoción. En su obra "El error de Descartes", Damasio argumenta que nuestras decisiones racionales están profundamente influenciadas por procesos emocionales a través de lo que él llama "marcadores somáticos". En lugar de centrarnos en la clásica distinción entre cerebro racional y cerebro emocional, es más preciso hablar de la interacción entre las zonas anterior y posterior del cerebro. El lóbulo frontal, situado en la región anterior, se vincula con las funciones ejecutivas que permiten la adaptación al medio y la resolución de problemas, integrando diversas informaciones antes de tomar decisiones. Este lóbulo actúa como un dique que da una segunda oportunidad conteniendo el proceso de toma de decisiones y permitiendo considerar alternativas antes de actuar.

Más que un predominio de la razón sobre la emoción, debiéramos referirnos pues, a la capacidad de contención y espera que se ha desarrollado y que se posee para alinear nuestras decisiones con nuestros intereses y no solo con los impulsos del momento. Esta es, a mi entender, la gran lección que nos da tanto Damasio como Kahneman.

ACTIVIDAD CEREBRAL, MENTE Y CONSCIENCIA

A menudo se habla de actividad cerebral, mente o consciencia como si fueran sinónimos cuando, en realidad, son conceptos relacionados pero que conviene diferenciar.

La actividad cerebral abarca los procesos físicos que ocurren en el cerebro: la relación entre las neuronas y la interacción entre diferentes áreas cerebrales. Esta actividad es la base fisiológica de nuestras funciones mentales y puede medirse.

La mente se refiere a la interpretación, el procesamiento y la organización de la información a través de funciones cognitivas como el pensamiento, la memoria, las emociones y la percepción. La mente no se limita a lo meramente fisiológico, sino que conforma nuestra experiencia subjetiva. Utilizando una metáfora muy gráfica, el conjunto de señales, vehículos, individuos, vías y situaciones personales en movimiento serían el equivalente a la actividad cerebral de una población. El tráfico sería la mente, es decir, la consecuencia de todo lo anterior en interacción constante.

Finalmente, la consciencia es la percepción que tenemos de nosotros mismos en nuestro entorno. Es el estado en el que nos damos cuenta de lo que pensamos, sentimos y experimentamos. No todas las funciones mentales son conscientes. Existen procesos inconscientes que determinan en gran medida nuestras decisiones y comportamientos. Este tema ha sido también explorado por Antonio Damasio, quien en sus investigaciones sobre el "yo" y la consciencia argumenta que estas experiencias surgen de la interacción compleja entre diferentes niveles de actividad cerebral, tanto conscientes como inconscientes.

Hace más de 30 años que la palabra "Alzheimer" dejó de ser un término restringido al ámbito clínico para convertirse en la forma común con la que la mayoría de las personas denominan cualquier estado de demencia. La popularización de las neurociencias ha permitido que el conocimiento sobre la dinámica del cerebro llegue a un público más amplio, pero no ha logrado escapar de la tendencia a la simplificación y generalización, lo que genera malentendidos y contribuye a propagar una versión distorsionada de la realidad científica.

Comprender la complejidad del cerebro y su influencia en la mente y la conducta requiere un enfoque riguroso, actualizado y crítico que respete la riqueza de las investigaciones contemporáneas, al tiempo que desafíe las nociones simplificadas que aún persisten en nuestra cultura. Solo así podemos aspirar a una comprensión auténtica de lo que significa ser humano. Este debería ser el objetivo para quienes, desde distintos ámbitos como la psicoterapia, el coaching o la consultoría, están profesionalmente vinculados a la neurociencia.

Esto es lo que aprendí hace muchos años de Carmen Arasanz Latorre, pionera de la neuropsicología en nuestro país, mi mentora y amiga, que ha fallecido recientemente y a la que dedico este artículo con todo mi cariño y agradecimiento.

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Foto de Amel Uzunovic

viernes, 9 de agosto de 2024

Exocerebro

 


Una de las hipótesis principales con las que enfoco mis intervenciones – y mi vida en general – es que, como seres, formamos parte de un mismo ente. La metáfora que suelo utilizar es que las personas somos a la Humanidad lo que las neuronas al cerebro: unidades que encajamos en un tejido social interrelacionado donde cada uno de nosotros recibe y aporta al conjunto. Así como las neuronas contribuyen a la construcción de una consciencia y a nuestras decisiones como individuos, la conexión entre cada persona en este tejido social contribuye a una cultura compartida a lo largo del tiempo, que determina y condiciona nuestra cognición y nos trasciende.

En realidad, en mi hipótesis no estamos tan solo conectados entre los humanos, sino que esta conexión alcanzaría a cualquier entidad o partícula que, utilizando la terminología cuántica de John Henry Schwarz, vibre en el Universo. Pero, por el momento voy a limitarme a la conexión entre humanos para poner foco en lo importante del conjunto en la vida mental de cada individuo.

Esta hipótesis sobre la interrelación y la importancia de lo colectivo está presente en la narrativa contemporánea, pero paradójicamente choca con la mentalidad pragmática, individualista y competitiva que sustenta el actual sistema de estratificación social, producción y consumo. Un enfoque que pone al individuo en el centro, atribuyendo los logros al líder en lugar de reconocer al equipo en su conjunto [incluido el líder, por supuesto]. Este modelo, predominante en muchas de nuestras organizaciones, está promoviendo a líderes autoproclamados, pequeños reyezuelos, que creen que la inteligencia es directamente proporcional al poder que poseen, y que ésta justifica el que puedan imponer su visión privilegiada. Un modelo que ve la humildad como una palabra bonita, una virtud secundaria, casi ingenua, que solo puede permitirse quien ya ha alcanzado el éxito. ¿Realmente podemos prosperar como personas sin la red de conexiones que nos sostiene? ¿Qué tipo de toxina estamos liberando al priorizar el individualismo y el estrellato sobre la colaboración?

Este punto de vista está obsoleto y mantenerlo es una falacia. Ni para la especie, ni para nada que no sean los intereses de algunos pocos, tiene algún sentido este afán neoliberal individualista y competitivo, de superponernos u obviarnos los unos a los otros. Los seres humanos estamos interconectados indefectiblemente y esta conexión, lejos de ser superficial, constituye la esencia de nuestra existencia y la base de nuestra cultura compartida. Ello explica fenómenos muy concretos como el hecho de que el aislamiento sea un mecanismo de tortura o que la soledad absoluta conduzca a la enajenación mental si dura muchos años.

Afirmar, como he hecho al principio, que esta hipótesis es mía, sería entrar en colisión con el núcleo de la misma idea que estoy exponiendo. Las aportaciones de varios pensadores y pensadoras inspiran o refuerzan esta visión que subraya la importancia de lo colectivo en la actividad mental y en la formación de la consciencia.

Ana Carrasco, en su reciente ensayo sobre el impacto de la muerte en la colectividad, plantea que "somos nuestros vivos y nuestros muertos, somos lo que incorporamos del otro". Esta idea sugiere que nuestra identidad y existencia no son entidades aisladas, sino que se construyen a través de nuestras relaciones y conexiones con los demás. La muerte del otro no es simplemente una pérdida individual, sino un evento que transforma a la comunidad entera, revelando la profundidad de nuestra interdependencia.

Almudena Hernando refuerza esta visión. Según Hernando, concebirnos al margen de la comunidad es una fantasía, ya que dependemos de ella para todo lo que necesitamos. Esta perspectiva destaca que nuestra percepción de ser individuos autónomos es ilusoria; en realidad, nuestra identidad y bienestar están inextricablemente ligados a la red social en la que estamos inmersos y que muchas veces nos esforzamos en invisibilizar.

Steven Johnson, en su obra " Las buenas ideas: Una historia natural de la innovación", argumenta que la innovación y la creatividad emergen más fácilmente en entornos abiertos y colaborativos que en contextos aislados. Johnson sugiere que los entornos colectivos son fundamentales para el desarrollo de ideas, ya que facilitan la interacción y la diversidad de pensamientos. Esto respalda la idea de que nuestra capacidad para pensar, crear y evolucionar no es un proceso solitario, sino que se nutre de la colaboración y la interconexión con otros.

El antropólogo Roger Bartra, señala que la influencia de la cultura en la que estamos inmersos, en nuestra cognición y consciencia visibiliza esta interrelación. Para él, la cultura no es solo un entramado externo al cerebro, sino una extensión indispensable del mismo. Bartra sugiere que nuestra evolución, desarrollo y cotidianeidad como seres humanos dependen de un "exocerebro" cultural que alimenta nuestra cognición y moldea nuestra consciencia. En otras palabras, lo que nos hace humanos no se limita a nuestro cerebro físico, sino que incluye los símbolos, el lenguaje y las expresiones culturales que compartimos con otros.

En la misma línea, Robert A. Wilson plantea que la consciencia es un proceso extendido, sostenido por un andamiaje ambiental y cultural externo. Según Wilson, nuestra mente y consciencia no son fenómenos privados confinados dentro de nuestras cabezas, sino que están "empotrados" en un medio ambiente que las sostiene y define. Como en Bartra, esta visión desafía la concepción tradicional de la mente como una entidad aislada, proponiendo en cambio que nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos está inextricablemente ligada al entorno cultural en el que existimos.

También sostiene que la comunicación no es solo un medio para expresar pensamientos preexistentes, sino un proceso fundamental para la formación de nuestras ideas y consciencia. Si no comunicáramos nuestros pensamientos, no podríamos comprender plenamente lo que pensamos. Como seres humanos, no somos entidades aisladas; somos seres hablantes que construimos nuestra identidad y nuestra consciencia a través de la interacción constante con los demás.

Comprender e integrar esta interdependencia es clave para tomar clara consciencia del lugar que ocupamos y ser coherentes con el conjunto de la sociedad o del colectivo con el que interaccionamos y con nuestras propias vidas. Cada vez que hablamos con alguien, ya sea en una conversación cotidiana, en el marco de un diálogo profesional, una negociación, exponiendo nuestro punto de vista en una reunión o escribiendo un artículo o un libro dirigido a un público imaginario, activamos una dinámica cognitiva que trasciende nuestra individualidad. Esta dinámica integra elementos exocerebrales, como la cultura en la que estamos inmersos y que se actualiza constantemente, así como las personas con las que interactuamos, quienes, a través de su escucha y sus aportaciones, contribuyen activamente a la creación de nuestro propio discurso.

Reconocer y aceptar esta interdependencia es fundamental para construir comunidad y fomentar un sentido de pertenencia genuino. Ahí hay una clave para avanzar hacia un futuro en el que el bienestar individual esté en armonía con el colectivo, donde la colaboración y la empatía se valoren tanto como el logro personal, y donde el conocimiento sea un patrimonio compartido.


jueves, 11 de julio de 2024

Aceptación


Cuando una circunstancia se entromete en el curso deseado de las cosas, solemos decir que tenemos un problema. Un problema, en sí mismo, no posee una entidad propia. En el mundo natural, las cosas suceden porque hay algo que las genera sin necesidad de tener sentido alguno; nada de lo que acontece -ni las causas ni sus consecuencias- existe para que alguien pueda entenderlo. Los problemas son creaciones humanas, producto de una contradicción entre lo que sucede y lo que deseamos que suceda.

Nuestra falta de tolerancia a la incertidumbre, la necesidad de control sobre lo que nos rodea y, en definitiva, la exigencia de que el mundo gire a nuestra conveniencia, nos lleva a buscar continuamente soluciones a nuestros problemas. Un problema deja de serlo cuando ya no nos afecta, cuando está bajo control, cuando no nos genera ninguna contrariedad.

En el mundo de los problemas, los hay de todos los tamaños, desde los que ocasionan pequeñas molestias hasta los que pueden amenazar aspectos clave de nuestra vida, cuando no la vida misma. Pero todos los problemas, sean grandes o pequeños, superficiales o profundos, lo son porque se interponen en el devenir deseado de los acontecimientos y nos crean una necesidad que debemos resolver. En realidad, el problema no está en la cosa; lo que hace de algo un problema es la no aceptación de lo que está sucediendo y el deseo de que sea de otra manera.

La forma de abordar un problema es comprendiendo su estructura, ya que en los pliegues de su orografía suelen estar las claves para su solución. Esta comprensión debe abarcar tanto lo que sucede en el plano externo como las emociones que nos genera, ya que estas son las que suelen determinar, en realidad, la gravedad del problema. Un problema es más o menos grave dependiendo de la ansiedad que genera.

Cuando la persona desiste de resolver este conflicto y consiente en convivir con él, hablamos de resignación. Resignarse es claudicar. Es una rendición pasiva ante las circunstancias. Aceptar, en cambio, es comprender que, aunque no siempre podamos controlar estas circunstancias, sí podemos controlar nuestra respuesta a ellas. Así, la aceptación se convierte en una herramienta poderosa para desactivar o relativizar un problema, abriéndonos a abordarlo desde un estado de calma y claridad mental.

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Imagen de zhugher en Pixabay

viernes, 14 de junio de 2024

Dime cómo eres y te diré lo que hay


A menudo, los equipos o las organizaciones explican su forma de hacer y de funcionar a partir de sistemas, metodologías, procesos o estilos de dirección. Suelen acudir menos a presuntos valores organizativos y, por lo general, se escudan más en aspectos menos glamurosos y más cotidianos como la urgencia inherente a sus actuaciones o a la cantidad imposible de trabajo en la que suelen estar sepultados, que se utiliza para justificar los sistemas, metodologías y estilos de dirección mencionados al principio.

Qué duda cabe que todos estos factores, y otros, inciden en la forma en que se desenvuelven los equipos. Ahora bien, no son, ni de lejos, el factor principal. Creo que era Manfred Kets de Vries, allá por el año 84, quien no entendía por qué la psiquiatría se había quedado en la antesala de los modelos de dirección y no había penetrado en la comprensión de los modus operandi de las organizaciones.

Porque, veamos, si ahí arriba hay alguien con una personalidad paranoide, es decir, que ve miradas torcidas en los lugares más recónditos y se protege, de oficio, de cualquier amenaza contra su persona, no esperes encontrar en esta organización confianza ni libertad en las actuaciones. La personalidad de quien esté al mando impregnará la cultura del equipo, influirá en qué pensar sobre lo que sucede y en cómo actuar.

Si, por el contrario, coincides con una personalidad estable, alguien conocedor del equilibrio inherente a la diversidad humana y de la posibilidad e inevitabilidad del error en cualquier actuación, convencido del potencial intelectual y emocional que despiertan el bienestar, el respeto y la confianza, seguro que ves más posibilidades de hacer cosas nuevas o de simplemente ser tú mismo en el conjunto.

O puede ser que al mando tengas una personalidad obsesiva, es decir, una de esas personas que necesitan estar al corriente de todo como único antídoto para el miedo y la ansiedad que les produce la posibilidad de perder el control. Que han de conocer y revisar cada detalle, de lo más elevado a lo más concreto, para asegurarse de que nada se pierde, de que nadie se equivoca, que todo está bajo el único control en el que confían: el de su mirada. En una organización o en un equipo donde la dirección dependa de alguien así, es difícil que exista un atisbo de gestión del riesgo, que se innove, que se deleguen tareas, que se empodere a las personas o que se considere la autogestión como algo posible. Incluso, es probable que el trabajo híbrido se viva como una cruz que arranca a las personas de allá donde se las puede ver y controlar.

La personalidad de los cargos con responsabilidades directivas, con sus gustos, necesidades o ansiedades y las creencias que conforman su sistema comprensivo de lo que les rodea, impacta de manera formidable en la cultura de la organización o del equipo, determinando qué se puede o no se puede hacer, lo que está bien o mal, lo que es normal o anormal, lo que es serio o poco profesional. La manera de ser de estas personas incide directamente en las posibilidades de los equipos, en cómo las personas viven su trabajo y, en consecuencia, en el compromiso, la salud y la productividad.

Este tema parece tener algo de inevitable, pero es lo suficientemente importante como para que se aborde de una manera más efectiva que supeditándolo al efecto mágico y transformador de un curso selectivo o a la realización de un máster o entrenamiento en liderazgo. Hay que recordar que se forma o se entrena a alguien y que ese alguien es un combinado singular de rasgos de personalidad que filtran, aprovechan, interpretan, convierten y adaptan cualquier input a sus filias y fobias.

Es clave que las organizaciones adopten un enfoque más holístico en sus procesos de selección y formación, integrando, como ya hacen algunas, evaluaciones psicológicas que incluyan la valoración del coeficiente emocional y del sentido del humor, para identificar a aquellos líderes que no solo posean ambición, determinación o las habilidades técnicas necesarias, sino también la capacidad de inspirar y gestionar eficazmente a sus equipos. Solo así es posible contribuir a una cultura organizativa robusta y resiliente, a la altura de los retos que hay que afrontar.

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Foto de Polina Tankilevitch en Pexels

viernes, 31 de mayo de 2024

Mejorar la comunicación es transformador



“Mejorar la comunicación es transformador, tanto para mí como para mi entorno”, este es el comentario que, a modo de feedback, realizó alguien con quien estoy trabajando diseño comunicativo en situaciones, interpersonales, peculiares.

Definir el marco comunicativo para conseguir o conservar una calidad de relación determinada, decidiendo aspectos como: qué se quiere transmitir, qué se pretende obtener, qué sensaciones se han de generar, qué palabras, expresiones, qué campos semánticos estimular o evitar, cómo estructurar la oración, cuando callar, etc., es un ejercicio brutal de previsión empática, consciencia y autogobierno que nunca te dejan igual. 

Orientar el foco a cómo comunicas arroja luz a tus relaciones, al impacto que causas, a los resortes que condicionan la transacción con aquellas personas con las que tratas o con las que estás. Ser consciente del por qué y del cómo te comunicas relativiza los lazos que estableces, da perspectiva y aporta capacidad de decisión. En definitiva, coger el timón de la comunicación, es un ejercicio de empoderamiento extraordinario. 

El cambio en la relación que conlleva la atención y cuidado de la comunicación genera, también, cambios en la otra persona, no sólo en su relación contigo sino en las posibilidades que se le abren, en su propio entorno, a partir de una experiencia comunicativa singular que le permite recibir y la estimula a aportar de manera distinta. 

Mejorar la comunicación es transformador y también agotador. Supone un esfuerzo considerable, un trabajo de contención, una pausa para reflexionar, identificar los diferentes propósitos que se mezclan y confunden en la comunicación habitual, separar el grano de la paja y el mensaje principal de las toxinas emocionales que impregnan las relaciones. Es un detenerse, rehacer y aprender de nuevo a relacionarse.

 

Por otro lado, el esfuerzo invertido en mejorar nuestra comunicación se traduce en relaciones más auténticas y significativas, además del bienestar personal que aporta el efecto balsámico y sanador de una comunicación cuidada. Quizás sea sólo esto lo que determine que este trabajo valga cada momento dedicado a ello.

 

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Foto de Ivan Dostál en Unsplash