lunes, 17 de febrero de 2025

¿En realidad importa el liderazgo tanto como se dice?

 

En una de sus charlas, Simon Sinek expone cómo los navy seals eligen a sus líderes. No buscan únicamente a quienes obtienen el mejor rendimiento individual, sino a quienes generan más confianza dentro del equipo. Prefieren a alguien con un desempeño medio pero altamente fiable, antes que a alguien que nadie quiere tener cerca en una situación de riesgo. Para ellos, el liderazgo no se mide sólo por las habilidades técnicas, sino principalmente por la capacidad de inspirar, cohesionar y fortalecer al equipo.

Sin embargo, en muchas organizaciones, especialmente en el ámbito público, la selección de personas con responsabilidades directivas no suele basarse en su capacidad de liderazgo ni en su habilidad para gestionar equipos. En lugar de ello, los criterios de selección responden a una lógica diversa y, en algunos casos, arbitraria: la antigüedad, el dominio de conocimientos técnicos específicos o, simplemente, la confianza que generan en su superior inmediato por su aparente capacidad de garantizar estabilidad, evitar conflictos y asegurar la obtención de resultados con el mínimo ruido posible.

Esta realidad provoca una paradoja organizativa: quienes deberían inspirar, cohesionar y potenciar el talento de sus equipos son elegidos sin que se evalúe su capacidad real para generar confianza, fomentar el compromiso o gestionar la diversidad de estilos y motivaciones dentro del grupo. La falta de mecanismos formales para medir estas competencias agrava el problema, ya que la idoneidad de una persona para el liderazgo queda, en el mejor de los casos, supeditada a la intuición de quien conduce el proceso de selección.

A menudo, es el futuro superior jerárquico quien tiene la última palabra en la elección de los directivos intermedios. Sin embargo, este criterio introduce un nuevo sesgo: el de la afinidad personal o el llamado “olfato” del seleccionador, que no necesariamente responde a criterios objetivos ni a las verdaderas necesidades del equipo que será liderado. Además, nada garantiza que quien toma la decisión posea, a su vez, las competencias necesarias para evaluar el liderazgo en otros. De este modo, el proceso de selección de directivos termina reproduciendo dinámicas de confort, redes de confianza personal y esquemas de autoridad que priorizan la estabilidad por encima del desarrollo organizativo y del bienestar de los equipos.

Esto no significa que todas las personas que ocupan estos cargos carezcan de la capacidad para liderar. Como en todo, hay de todo. Existen equipos que cuentan con responsables realmente comprometidos, que se autoevalúan, se exigen mejorar y asumen su rol con una vocación clara de servir al equipo. Sin embargo, el problema radica en que este tipo de liderazgo no suele ser reconocido ni incentivado dentro de la organización. Estas personas no son necesariamente vistas como referentes ni son seleccionadas como modelos a seguir dentro de la estructura directiva.

En realidad, el estilo directivo no responde a un criterio organizativo definido, sino a la sensibilidad, el propósito y la orientación ideológica de la persona que ocupa el cargo. Esto implica que la calidad del liderazgo dentro de una organización puede depender más del azar —de quién accede a cada puesto— que de un diseño intencionado para garantizar que los equipos cuenten con líderes capacitados y comprometidos con su desarrollo.

Cuando se habla de este problema, normalmente en conversaciones informales, existe un consenso generalizado sobre su impacto devastador. Se reconoce que la falta de criterios claros en la selección de directivos y la ausencia de una cultura que valore el liderazgo generan ineficiencia, desmotivación, malestar y pérdida de talento. Sin embargo, cuando este tema logra llegar al seno de la organización —si es que llega—, rara vez se aborda como un asunto estratégico y urgente. Nadie parece sentirse con la capacidad o la voluntad de ponerle el cascabel al gato y, los altos cargos, absorbidos por sus propios intereses políticos y por una agenda repleta de urgencias, suelen estar demasiado alejados de las dinámicas reales de los equipos como para concederle importancia o siquiera parte de su valioso tiempo. En lugar de ser tratado como una prioridad organizativa, se acepta como una variable estructural con la que simplemente hay que aprender a convivir.

A lo sumo, la mayoría de organizaciones destinan recursos para aquellas personas que consideran que necesitan reforzar sus capacidades de liderazgo. Estos recursos suelen adoptar la forma de cursos, másteres costosos o, en algunos casos, sesiones de coaching y otras fórmulas de acompañamiento con nombres sofisticados. Pero aquí surge una paradoja: las personas que se acercan a estos recursos de manera voluntaria suelen ser precisamente las más sensibles al tema, las que ya poseen una inquietud real por mejorar su capacidad de liderazgo. En cambio, aquellos cargos que consideran que estas cuestiones son secundarias o incluso irrelevantes tienden a ignorarlas por completo.

El resultado es un círculo vicioso: se refuerzan las competencias de quienes ya tenían sensibilidad y predisposición para mejorar, mientras que los perfiles que más necesitarían desarrollar habilidades de liderazgo simplemente evitan hacerlo. Así, la organización perpetúa una estructura donde la excelencia en la dirección de equipos sigue dependiendo más de la voluntad individual que de un diseño intencional para garantizar que quienes lideran realmente sepan hacerlo.

Aunque necesaria, la formación no es la panacea que acaba con la deficiencia de estilos, comportamientos y actitudes directivas . Se trata sólo de un recurso más y mucho me temo que no de los más importantes a la hora de poner orden y enfocar este aspecto tan importante para el desarrollo funcional de una organización que aspire a ser eficaz, eficiente y gozar de unas cotas de bienestar que aseguren el compromiso, el bienestar y la calidad en la prestación de servicio de las personas que colaboran en ella.

Hacia una dirección intencionada

Para revertir esta situación, es imprescindible adoptar un enfoque estructurado que garantice que las personas en posiciones de liderazgo realmente cumplan con su papel. Algunas acciones clave son las siguientes:

1.  Definir expectativas claras sobre el liderazgo: Es fundamental dejar en negro sobre blanco qué se espera de quienes ocupan cargos de responsabilidad, ya sean directivos, mandos intermedios o jefes de proyecto. No basta con exigir resultados o tener determinados puntos; es necesario definir qué comportamientos, actitudes y valores deben guiar su actuación. Estas expectativas deben ser claras, es decir: comprensibles, concretas y no sujetas a interpretaciones ambiguas.

2. Basar la selección en estas expectativas: Los procesos de selección deben sustentarse en criterios alineados con las expectativas de liderazgo. No se trata solo de evaluar competencias técnicas, sino de valorar la capacidad de liderar equipos, generar confianza, fomentar el compromiso, comunicar y gestionar la diversidad. Para ello, es crucial profesionalizar la selección y disponer de herramientas de evaluación -que las hay- que permitan identificar estas habilidades.

3. Desarrollar programas de formación y acompañamiento continuos: El liderazgo no es una habilidad estática ni un conocimiento adquirido de una vez y para siempre. Más allá de la formación inicial, es necesario ofrecer recursos permanentes de desarrollo, como talleres, sesiones de buenas prácticas, asesoramiento y espacios de codesarrollo entre directivos. El aprendizaje en liderazgo debe integrarse en la dinámica organizativa, facilitando la reflexión sobre la propia práctica y el aprendizaje entre pares. Un liderazgo efectivo requiere de una cultura organizativa que haga evidente la importancia que le concede a la dirección consciente de los equipos.

4. Evaluar el liderazgo de manera periódica: Es imprescindible realizar un seguimiento sistemático del desempeño directivo para verificar su alineación con los criterios organizativos. Esta evaluación no debe ser un trámite burocrático ni una simple revisión de indicadores de rendimiento, sino un proceso continuo que permita identificar tanto buenas prácticas como áreas de mejora. Las evaluaciones 360°, las encuestas de clima organizacional y el análisis de indicadores de bienestar y desempeño de los equipos pueden ser herramientas indicadas para ello.

5. Intervenir en casos disfuncionales: No todas las personas en posiciones de liderazgo cumplen con los estándares esperados, y la organización debe contar con mecanismos para abordar estos casos. Es necesario establecer procedimientos claros para intervenir cuando una dirección es perjudicial para el equipo, ya sea mediante un refuerzo formativo, acompañamiento especializado o, si es necesario, la sustitución de la persona que ocupa el cargo directivo. No se trata de sancionar el error, sino de garantizar que los equipos cuenten con profesionales de la dirección que realmente contribuyan a su desarrollo y bienestar. En última instancia, proteger a los equipos del impacto de una dirección ineficaz es una responsabilidad que ninguna organización debiera eludir.

El desafío, por tanto, no es menor. Si se quiere contar con directivas y directivos capaces de potenciar a sus equipos, es imprescindible redefinir los criterios de selección, diseñar metodologías específicas para evaluar la capacidad de liderazgo y establecer sistemas que garanticen que quienes ocupan posiciones de responsabilidad no solo sean técnicamente competentes, sino también hábiles en la gestión de personas y en la construcción de confianza.

De lo contrario, se perpetuarán estructuras jerárquicas ineficaces, donde el liderazgo seguirá dependiendo del azar, la inercia o los intereses particulares. Y mientras esto ocurra, la organización se verá atrapada en un ciclo donde el talento seguirá abandonando los equipos y la desmotivación y la falta de compromiso continuarán minando la productividad, el compromiso y haciendo que las personas deseen que se acabe la jornada cuanto antes.

 

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Imagen de Jose Antonio Alba en Pixabay


viernes, 31 de enero de 2025

Un poema realmente revelador

 
A lo largo de mi vida profesional, he ido analizando diversas sensaciones que, poco a poco, se han cristalizado en muchos de los artículos de este blog. Una de las más recurrentes es la sensación de irrealidad que parece envolver a las organizaciones, atrapadas en el sistema de creencias, mayoritariamente de raíz industrial, que define sus culturas.

Este sistema de creencias promueve la idea de que una organización debe seguir el modelo de una máquina perfectamente engrasada: un conjunto de dispositivos organizados que, de manera lógica, secuencial, predecible y controlable, transforman una energía determinada en algo útil para quienes las gestionan.

Nada de malo tiene tomar este modelo como paradigma organizativo, siempre que se recuerde que las organizaciones, a diferencia de las máquinas, están vivas. Y que, por lo tanto, su gestión debe tener en cuenta, además, las variables inherentes a la naturaleza humana de sus estructuras.

Es por esta razón que quiero compartir en este blog, por primera vez, un texto completo de otra autora. Se trata de un poema de Wisława Szymborska que expresa, de manera sencilla y bella, cómo esta simplificación exagerada de la naturaleza humana puede reducirla a la de un simple engranaje.

Wisława Szymborska [1923-2012], fue la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1996. La traducción ha sido realizada por Ana María Moix y Jerzy Wojciech Stawomirski, quienes lograron captar la esencia de su estilo y sentido del humor. Szymborska expresó en diversas ocasiones su gratitud por el trabajo de ambos traductores. Esta traducción ha sido publicada por Lumen y la edición es absolutamente recomendable.

 

ESCRIBIENDO EL CURRÍCULUM 


¿Qué hay que hacer?

Presentar una instancia

y adjuntar el currículum.

 

Sea cual fuere el tiempo de una vida

el currículum debe ser breve.

 

Se ruega ser conciso y seleccionar los datos,

convertir paisajes en direcciones

y recuerdos confusos en fechas concretas.

 

De todos los amores basta con el conyugal,

los hijos: sólo los nacidos.

 

Importa quién te conoce, no a quiénes conozcas.

Viajes, sólo al extranjero.

Militancia en qué, pero no por qué.

Condecoraciones sin mencionar a qué méritos.

 

Escribe como si jamás hubieras dialogado contigo mismo

y hubieras impuesto entre tú y tú la debida distancia.

 

Deja en blanco perros, gatos y pájaros,

bagatelas cargadas de recuerdos, amigos y sueños.

 

Importa el precio, no el valor.

Interesa el título, no el contenido.

El número del calzado, no hacia dónde va

quien se supone que eres.

Adjuntar una fotografía con la oreja visible:

lo que cuenta es su forma, no lo que oye.

¿Qué oye?

El fragor de las trituradoras de papel.

 

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Imagen de Phil Burrows en Pixabay

miércoles, 15 de enero de 2025

La importancia de saber escuchar en consultoría

Entre la diversidad de habilidades necesarias en consultoría, la capacidad de escuchar es una de las más importantes. Una de las razones es que escuchar hace posible una comprensión más rica y profunda, ya que permite captar los matices de lo que se comunica y crear conexiones que a menudo van más allá de lo evidente. Otra razón igualmente importante es que escuchar constituye, en sí mismo, un servicio. Sentirse escuchado o escuchada, especialmente en entornos profesionales donde predominan la presión, la individualidad y el ruido comunicativo, genera alivio y bienestar, estableciendo una base de confianza que resulta beneficiosa para el cliente y esencial para la relación de consultoría.

Aunque parece sencillo, escuchar de verdad no es fácil, y esta dificultad tiene sus causas tanto en factores sociales como personales. A nivel social, vivimos en una cultura que asocia hablar con autoridad y conocimiento, una percepción que en el ámbito de la consultoría puede magnificarse. Se espera, de manera implícita o explícita, que el consultor o la consultora adivinen, interpreten o incluso solucionen problemas sin que sea necesario explicarlos en detalle. Esto refuerza la idea de que escuchar es una actividad secundaria, subordinada a la acción y al discurso del experto.

En el plano personal, las barreras son igualmente significativas. La necesidad de corroborar constantemente el propio punto de vista, de imponer un marco de comprensión propio o de responder con rapidez ante cualquier discrepancia que se viva como una amenaza al propio discurso o, incluso, como una oportunidad para lucirse, puede entorpecer la capacidad de escuchar de manera genuina. La falta de contención, la baja tolerancia a la frustración y el impulso narcisista de demostrar conocimiento contribuyen a una dinámica que dificulta alcanzar una escucha auténtica y verdaderamente eficaz.

Escuchar es un acto de apertura; requiere una disposición diferente, más cercana a la contemplación que al acto de mirar. Mientras que mirar implica dirigir intencionadamente los sentidos hacia algo, contemplar supone permitir que las cosas lleguen a nosotros sin una intención concreta, abriéndonos a lo que emerge. Esta actitud contemplativa exige un olvido temporal de uno mismo, similar a lo que ocurre cuando nos sumergimos en una película donde nuestra realidad se desvanece y nos dejamos llevar completamente por el relato. En la consultoría, la escucha contemplativa tiene ese mismo objetivo: ceder espacio a la narrativa del otro sin interferencias ni protagonismo personal.

Para desarrollar esta capacidad, es fundamental trabajar tres ejes principales:

LA CONTENCIÓN: Entendida como la capacidad de frenar las prisas por demostrar conocimiento o comprensión. Contener implica renunciar al impulso de interrumpir o de adelantar conclusiones, permitiendo que el interlocutor despliegue su mensaje completamente. Este acto no solo enriquece la escucha, sino que también genera un espacio de respeto y confianza mutuos.

AUTOCONOCIMIENTO EMOCIONAL: Que nos invita a identificar nuestras propias emociones como reacciones internas que surgen en nosotros ante lo que escuchamos. Estas emociones no son inherentes a lo que se nos comunica, sino respuestas individuales que debemos asumir como propias. Reconocerlas nos ayuda a evitar proyectarlas en el discurso del otro y a mantener una perspectiva más objetiva y receptiva durante la interacción.

SUSPENSIÓN DEL JUICIO: No juzgar es crucial para escuchar sin que nuestras creencias, interpretaciones o expectativas previas filtren lo que oímos. Suspender el juicio implica renunciar temporalmente a nuestras categorías mentales y prejuicios. Esto no significa anular nuestras opiniones, sino postergar cualquier valoración o conclusión hasta haber escuchado y comprendido completamente lo que se nos está diciendo. Al hacer esto, dejamos espacio para que emerjan nuevas ideas y conexiones que de otro modo quedarían ocultas bajo el peso de nuestra interpretación inicial. Este eje está estrechamente relacionado con el autoconocimiento emocional, ya que valores, emociones y creencias están interconectados. Al aprender a identificar nuestras emociones, resulta más sencillo aislar también nuestras creencias y neutralizarlas, logrando así una escucha más limpia y desprovista de prejuicios.

La capacidad de escucha, no debe darse nunca por supuesta, ha de entrenarse y muscularse continuamente. Por más experiencia que se acumule, esta habilidad requiere una actualización constante para mantenerse efectiva. De hecho, cuanto mayor es la experiencia, mayor es la necesidad de renovación, ya que el conocimiento acumulado puede convertirse en un obstáculo. Este bagaje, si no se gestiona adecuadamente, tiende a generar patrones de pensamiento automatizados que dificultan la apertura y la receptividad. Además, suele venir acompañado de una menor tolerancia y de una impaciencia característica de quienes tienen la necesidad de demostrar su condición de expertos con rapidez porque no toleran la mínima duda al respecto.

Para entrenar la contención, el autoconocimiento emocional y la suspensión del juicio necesarios para desarrollar la capacidad de escucha, es útil:

EJERCITARSE EN EL ARTE DE LA PAUSA

Desarrollar la capacidad de pausar antes de responder es esencial para fortalecer nuestra capacidad de escuchar. La pausa nos da el tiempo necesario para reconocer nuestras reacciones internas, procesarlas y evitar proyectarlas en el interlocutor, creando un espacio de reflexión que permite responder de manera más consciente y adecuada a la situación. Este ejercicio también amplía nuestra receptividad para captar los matices emocionales y contextuales del mensaje.

Para profundizar en esta práctica, resulta especialmente recomendable el libro de Robert Poynton: Pausa. En este pequeño ensayo, el autor explora cómo las pausas conscientes pueden integrarse en nuestra vida profesional y personal. Y cómo estas nos permiten tomar mejores decisiones, escuchar con mayor profundidad y responder con mayor claridad. Poynton subraya que pausar no es solo un acto de detención, sino una herramienta activa para dar espacio a lo que realmente importa.

INCORPORAR EL HÁBITO DE MEDITAR

Practicar la atención plena es el ejercicio por excelencia para reducir distracciones, tanto internas como externas y que nos permite escuchar no solo las palabras, sino también los matices emocionales que enriquecen la comunicación. En este sentido, la meditación es una práctica de higiene mental especialmente útil para cualquier profesional de la consultoría. Dedicar unos minutos diarios a permanecer en silencio, siendo consciente de los ruidos internos, es un ejercicio potente que ofrece resultados tangibles y rápidos en términos de autoconsciencia y claridad mental.

No obstante, reconozco que no todas las personas encuentran fácil esta práctica. Algunos la rechazan por asociarla a temas esotéricos, mientras que otros desconocen que requiere una técnica específica que debe aprenderse y ejercitarse. Muchas personas abandonan porque sienten impaciencia ante el propio silencio o al intentar infructuosamente sofocar el ruido interior cuando persiguen el objetivo imposible de poner la mente en blanco. Justamente en estos casos recomiendo perseverar, porque esa incomodidad indica la necesidad de profundizar en este trabajo interior. Es difícil escuchar cuando uno mismo se convierte en una fuente constante de ruido emocional, sesgos y prejuicios. Si resulta complicado hacerlo de manera autónoma, buscar el apoyo de una persona experta en estas técnicas puede ser clave para superar las barreras iniciales y disfrutar de los beneficios que aporta, no solo a la escucha, sino también a la calidad general de la práctica profesional y de la vida personal. Incluso el historiador y pensador Yuval Noah Harari dedica el último capítulo de su libro 21 lecciones para el siglo XXI a resaltar el valor de esta práctica.

La meditación es una herramienta excepcional que incide directamente en la contención, el autoconocimiento emocional y la capacidad de suspender el juicio. Esta práctica entrena la mente para observar pensamientos, emociones o sensaciones sin identificarnos con ellos ni reaccionar automáticamente. Meditar implica reconocer que nuestras interpretaciones o prejuicios no son verdades absolutas, sino construcciones internas. Este hábito mental fomenta una mayor apertura hacia las perspectivas y realidades de los demás, ayudándonos a postergar cualquier valoración o conclusión hasta haber comprendido plenamente lo que el otro nos está comunicando.

En fin, escuchar no es una capacidad innata que viene de serie, sino una habilidad que se desarrolla y se fortalece con la práctica consciente y la reflexión constante sobre la calidad de nuestras interacciones. Con el tiempo, el hábito de escuchar trasciende su función como herramienta técnica para convertirse en una actitud identitaria profesional y personal que otorga valor al silencio, que reconoce al otro en su singularidad y que aporta calidad a la relación.

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En la imagen, un detalle de Twilight Conversation de Ron Hicks.

Este post ha sido publicado anteriormente en el blog de la Red de Consultoría Artesana.

lunes, 30 de diciembre de 2024

Lo que suelo echar de menos en los planteamientos de cambio organizativo.


A diferencia de lo que sostienen algunos respetados colegas, no tengo nada en contra de la planificación estratégica. Tampoco me inclino por defenderla a ultranza. Para mí, es simplemente una herramienta, y, como tal, su utilidad o inutilidad depende de cómo se utilice. Al hablar de la forma en que se usa, no me refiero únicamente a la metodología, sino también al propósito, al por qué o para qué se emplea. Y es en este último punto donde, en muchos casos, coincido con aquellos colegas que critican la eficacia limitada o incluso nula de ciertos planes estratégicos.

En cuanto al propósito, sabemos que la planificación estratégica no siempre persigue objetivos de adaptación, mejora, cambio o transformación de la organización. En muchos casos, estos planes no son más que documentos que cumplen un propósito de "acicalamiento organizativo", actuando como un guion que da contenido a un discurso político que se desea proyectar. Un claro indicador de este enfoque se encuentra en la falta de conocimiento que los propios miembros de la organización tienen sobre el plan estratégico. No son pocos los contextos donde se desconoce por completo la visión, misión o valores, e incluso los propios objetivos, que figuran en estos planes.

En cuanto al método, no es tanto la ortodoxia en la aplicación de la metodología lo que determina si un plan es una herramienta válida o no. La mayoría de los planes estratégicos son asesorados por empresas o profesionales de la consultoría, o incluso dirigidos por departamentos internos dedicados exclusivamente a ello y tienen una estructuración impecable. De hecho, lo que parece común en los planes actuales es que se asemejan a mecanismos de relojería, donde cada pieza encaja perfectamente en el engranaje de las demás, siendo cada una la causa que mueve a la siguiente. Un plan estratégico al uso, busca evocar simetría, erradicar la incertidumbre que genera el cambio, como si tuviera que cuadrar de forma precisa, como la contabilidad de la organización. Esa sensación monolítica, de lógica infalible, suele deberse precisamente a este planteamiento  racional del plan, donde lo cuantitativo debe determinar el sentido del fiel de la balanza y lo cualitativo suele servir como información de relleno, un toque de maquillaje para resaltar sensibilidad hacia lo subjetivo. 

Pero lo que realmente echo de menos en un plan estratégico concebido como una herramienta de cambio son varios elementos esenciales para que realmente cumpla su propósito de transformación organizacional.

SINCERIDAD Y CONVICCIÓN

El plan estratégico debe ser el reflejo de una decisión genuina de cambio, no un ejercicio superficial ni un simple programa de comunicación política. Cuando un plan se formula solo para cumplir con una obligación externa o para dar la apariencia de estar alineado con las tendencias de la moda organizativa, tiene poco futuro. El cambio debe ser una respuesta a una convicción interna profunda de la necesidad de transformación, un proceso que nazca de una reflexión sincera sobre el estado actual y las posibilidades futuras de la organización.

La convicción es el pilar fundamental de la sinceridad en el proceso de cambio. Un plan que no surge de una convicción profunda, respaldada por una comprensión clara de lo que se necesita transformar, está destinado a fracasar. Esta convicción no es simplemente una creencia abstracta, sino una certeza compartida que debe impregnar toda la organización, desde la alta dirección hasta el último miembro del equipo. La falta de convicción, o la falta de un propósito claro y compartido, es una de las principales razones por las que los planes estratégicos no logran el impacto deseado. Sin convicción, el cambio no es más que un mandato vacío, una orden que los demás perciben como algo ajeno o impuesto que afecta gravemente al compromiso.

La convicción tiene un impacto directo en la capacidad de asumir riesgos y en la tolerancia a la frustración. Los planes estratégicos que son percibidos como auténticos y respaldados por una convicción firme pueden abrir la puerta a la innovación y a la toma de riesgos necesarios para el cambio. Los riesgos son inherentes a todo proceso de transformación, pero la confianza en que ese cambio es el adecuado, y la certeza de que es lo que la organización necesita, permite que los líderes y los equipos se enfrenten a la incertidumbre con determinación. 

La potencia comunicativa de un plan también depende de esta sinceridad y convicción. La comunicación sobre el cambio no puede ser una mera difusión de información técnica o una explicación superficial de objetivos. Cuando el cambio es convencido, la comunicación se convierte en un acto de inspiración que conmueve a las personas. La comunicación efectiva de un plan sincero no solo informa, sino que también influye y conecta emocionalmente con los receptores. Un plan estratégico sincero y respaldado por una fuerte convicción tiene la capacidad de generar esta conexión. 

VITALIDAD

Uno de los errores más comunes es pensar que el cambio comienza con el plan. Se empieza a cambiar cuando se decide cambiar y esto hay que tenerlo claro para empezar a gestionar el cambio desde este primer momento. 

Sin embargo, en muchos casos, el cambio se embotella en los planes estratégicos que están impregnados de una ortodoxia mecanicista que los convierte en documentos fríos y estáticos. Esta falta de vitalidad es lo que, en gran medida, les impide evolucionar con coherencia y dinamismo. La mayoría de los planes estratégicos parecen ser frankensteins organizativos: siluetas y movimientos que no encajan, artificiales y ajenos al orden natural de las cosas. En lugar de inspirar cambio, parecen forzarlo desde fuera, como una estructura impuesta, que no responde a la realidad del contexto en el que se ejecuta.

A pesar de los rigurosos análisis, los gráficos detallados, la precisión de los datos y la obsesión por la compartimentación y la jerarquización de los objetivos, estos planes intentan dotarse de una lógica e infalibilidad que, en la práctica, se revelan completamente desconectadas de la realidad. La complejidad del cambio no puede ser contenida en cuadros rígidos ni en mediciones estrictas que buscan encontrar una respuesta lineal ante un fenómeno profundamente dinámico. Esta visión tan lineal del cambio ignora la naturaleza compleja de las organizaciones, que rara vez se ajustan a los movimientos predecibles de un engranaje. En lugar de un mecanismo perfectamente aceitado, las organizaciones son entidades vivas, multifacéticas, interdependientes, y su cambio es un proceso que no puede preverse de manera estricta ni controlarse con precisión.

El cambio organizacional, por su propia esencia, es un proceso mucho más complejo, impredecible y, sobre todo, profundamente humano. Es emocional, pasa por las percepciones, las resistencias, los impulsos y los compromisos de las personas involucradas. No puede ser reducido a un conjunto de indicadores que se siguen al pie de la letra. El cambio verdadero nace del interior de la organización, desde las personas que la componen, y tiene que ser acompañado de una energía viva que lo impulse, que lo haga sentir como una necesidad genuina y no como una imposición ajena.

Por pequeño que sea el cambio, su planteamiento debe ser como el de una gran ola que se forma con todo lo que la empuja y con todo lo que atrae, una ola que arrastra con fuerza todo lo que quiere cambiar. No es un proceso de simple corrección o ajuste, sino una transformación profunda que afecta todo lo que está a su paso. Esa ola no es rígida ni mecánica, sino fluida y dinámica, adaptándose constantemente a lo que encuentra en su camino y evolucionando conforme avanza. Esta es la vitalidad que un plan estratégico debe tener: no puede ser un conjunto de piezas inamovibles, sino una corriente de acción que se adapta a las circunstancias, que inspira, que tiene energía, que conmueve.

Es en esta vitalidad donde reside la coherencia del cambio. Un plan que no tiene esta chispa vital está destinado a quedar atrapado en la burocracia y el conformismo, sin lograr movilizar a las personas ni generar la energía necesaria para la transformación. La vitalidad es lo que convierte un plan en algo realmente transformador: un proceso dinámico que respira, que crece, que fluye de acuerdo con las necesidades y oportunidades del momento. Solo cuando el cambio se vive con esa vitalidad, como una ola que no se puede contener, es cuando realmente se producen resultados sostenibles y significativos.



LA CONEXIÓN EMOCIONAL CON LOS ACTORES DEL CAMBIO

El cambio solo tiene vitalidad cuando se percibe como propio. Para que este cambio sea efectivo, debe ser algo que las personas no solo acepten, sino que deseen activamente. Las personas deben sentir que el cambio vale la pena, no solo para los usuarios o los clientes, sino también para la organización como entidad y para quienes la componen. Esta conexión emocional no solo se trata de cómo se comunica el cambio, sino de cómo se vive dentro de la organización. El cambio no puede limitarse a una dinámica participativa superficial, a un cuestionario para el análisis DAFO o a una jornada de comunicación que se quede en lo simbólico. Si el proceso de cambio se reduce a estas herramientas sin un compromiso real de involucrar a las personas en su ejecución y en su propósito, pierde su capacidad de generar una transformación real en la organización.

Cuando las personas se sienten parte del cambio, el proceso de transformación deja de ser una imposición y se convierte en una decisión compartida. Este sentido de pertenencia y compromiso emocional es crucial para que el cambio se viva con autenticidad, no como una tarea más, sino como una oportunidad colectiva para crecer y mejorar. Esta conexión emocional es clave para vencer la resistencia natural al cambio, que suele estar generada por la incertidumbre. La incertidumbre crea miedo, y solo cuando se establece un lazo emocional fuerte entre el cambio y los individuos es posible que este miedo se transforme en motivación y acción. Este proceso no puede ser únicamente un ejercicio formal, sino que debe estar impregnado de un compromiso real, donde cada miembro se vea útil y necesario para el cambio.

EL LIDERAZGO ES UN RECURSO ESENCIAL

Para que esta conexión emocional sea efectiva, el liderazgo no puede localizarse exclusivamente en la cúpula. De nada sirve que solo alguien de ahí arriba crea en el cambio si no se logra impulsar esa creencia a través de toda la organización. Si el liderazgo se limita a una capa superior, corre el riesgo de no ser efectivo, ya que el cambio necesita ser vivido y entendido en cada nivel de la organización para generar un verdadero impacto. 

Los diferentes niveles estructurales no pueden ser un tapón en el proceso de cambio, ni puede continuar actuando como si nada sucediera, ajenos a las transformaciones que están ocurriendo a su alrededor. Cada directivo, directiva o mando tiene que creer en la necesidad del cambio y estar convencido o convencida de que su papel no es solo ejecutar y controlar, sino conectar emocionalmente a las personas de su equipo con ese cambio. 

El papel del liderazgo en el Plan Estratégico no debe limitarse a tímidas menciones a la programación de acciones de formación en habilidades denominadas "blandas" para el personal directivo y los mandos intermedios, sino que debe ocupar un apartado relevante o incluso propio y diferenciado. Los planes son ejecutados por las personas, no por planteamientos teóricos. Estas personas necesitan recursos adecuados para poder llevarlo a cabo. El liderazgo ha de abandonar su posición de privilegio estructural para ocupar su verdadero lugar como recurso esencial al servicio de las personas.

Para que un plan estratégico sea posible, es fundamental que ponga el foco en la implementación de mecanismos de soporte y acompañamiento a todos los niveles directivos y de mando, proporcionándoles las herramientas y el apoyo necesarios para desarrollar su capacidad de gestionar el cambio de manera efectiva. Esto incluye, claro está formación específica, pero también un entorno en el que puedan compartir experiencias, recibir feedback constante y estar acompañados en su propio proceso de cambio. 

La evaluación continua del estilo de liderazgo es clave. El liderazgo debe ser constantemente monitoreado para garantizar que está alineado con los objetivos del cambio y que está respondiendo adecuadamente a las necesidades del equipo. Igualmente, debe haber un sistema de corrección de desviaciones, que permita ajustar comportamientos, ofrecer apoyo adicional y, si es necesario, realizar cambios en los responsables para garantizar que el cambio siga su curso.

Solo así, el liderazgo podrá cumplir su verdadera misión: ser el motor que impulsa la transformación, asegurando que todos los miembros de la organización estén comprometidos, capacitados y motivados para hacer realidad los objetivos del cambio.

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La primera Imagen es de Kanenori en Pixabay

La segunda imagen corresponde a La gran ola de Kanagawa



martes, 17 de diciembre de 2024

¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones?


La respuesta a esta pregunta parece sencilla: “el cambio siempre es posible. Claro está, siempre y cuando se den las condiciones necesarias para que pueda prosperar.”

Nos quedamos entonces tranquilos, pensando que solo es cuestión de crear esas condiciones. Nos viene a la mente la imagen del jardinero que prepara el terreno, siembra, fertiliza y riega con cuidado, confiando en que todo siga su curso natural. O, quizás, la del ingeniero que diseña un plan preciso: una secuencia lineal y coordinada en la que una diversidad de recursos converge hacia la construcción de algo nuevo.

Pueden existir otras imágenes, todas ellas con un patrón común: la figura del artífice del cambio. Como el jugador de billar, que calcula el ángulo, mide la fuerza y da el toque justo con el efecto preciso, logrando que las esferas —redondas, pulidas y ligeras— se deslicen suavemente para ocupar un nuevo lugar en el tablero. Una nueva disposición, llena de posibilidades, a la espera del próximo golpe de taco.

Esta imagen es la que da pie a tantos discursos sobre liderazgo: se habla de liderazgo transformador, inspirador, orientado al cambio. Se simplifica la ecuación y se apuesta todo a la capacidad del líder para generar un propósito que logre ser compartido y asumido por quienes deben hacerlo realidad. Y ¿qué duda cabe? para que el cambio sea efectivo, debe existir un propósito potente y, a la vez, compartido por aquellos que han de materializarlo. Para ello, lo más efectivo es invitar a las personas a participar en la construcción de este propósito, a dar su opinión, a aportar sus perspectivas. Y, de esta forma, se espera que las bolas se deslicen suavemente sobre la mesa impactando entre sí, encontrando su lugar y generando nuevas posiciones y posibilidades.

Hay mucha literatura y se siguen publicando numerosos artículos, ampliamente aplaudidos, que lo cifran todo, básicamente, en la capacidad del líder de la organización para alinear liderazgos hacia un propósito común, subrayando aspectos de indudable importancia como el ejemplo y la coherencia, la confianza, la empatía, el aprovechamiento del talento, la comunicación efectiva o la gestión de la incertidumbre, entre otros. Esto ha dado lugar a una proliferación de acciones formativas de todo tipo —másteres, acompañamientos, coaching, intercambios— que persiguen desarrollar estas competencias y dotar a los líderes de herramientas que les permitan enfrentar los retos actuales y futuros de las organizaciones con mayor eficacia y humanidad. 

Actualmente, la mayor parte de los esfuerzos y recursos destinados a gestionar el cambio se concentran en tres ámbitos principales: el comunicativo, el formativo y el tecnológico.

Pero, ¿está siendo efectivo este enfoque? ¿Existe una correspondencia directa entre la comunicación, la formación de lideres o la inversión tecnológica, y un cambio real en el porqué, en las maneras de hacer o en la vida cotidiana de las personas que integran los múltiples equipos, colectivos y grupos dentro de una organización?

Es cierto que no se puede negar su impacto. Por ejemplo, la tecnología actual y las posibilidades de teletrabajar han generado cambios incuestionables en las formas de trabajar, en la presencia física y en la calidad y cantidad de las relaciones profesionales. Sin embargo, resulta difícil afirmar categóricamente que estos esfuerzos sean suficientes. En gran medida, esto se debe a que son aún escasos las narrativas y las formaciones que logran penetrar de manera efectiva en el subsuelo productivo de la organización: ese espacio donde se forjan las dinámicas reales de trabajo, las creencias compartidas y las conductas cotidianas que sostienen —o frenan— cualquier proceso de cambio. 

En muchas organizaciones, especialmente en aquellas de gran tamaño, el plan estratégico parece tener vida únicamente en el ámbito supra-directivo. Los valores definidos, las líneas estratégicas, los objetivos generales, los esfuerzos en gestión del conocimiento, los procesos de acogida o desvinculación, el impulso de la innovación o incluso la importancia de las personas y el liderazgo en todo ello, suelen percibirse como algo lejano e irreal.

Se ignora —o se percibe como ajeno— todo aquello que no conecta directamente con la realidad cotidiana del puesto de trabajo, del equipo o del servicio. Para muchas personas, el Departamento o la Dirección se convierte en una realidad difusa, lejana, casi inexistente en su día a día. De este modo, conceptos fundamentales como liderazgo, valores u objetivos estratégicos se desdibujan y pierden su sentido práctico, quedando relegados a un ámbito abstracto que poco o nada impacta en la experiencia diaria del trabajo.

Para la mayoría de las personas de a pie, la vida de la organización se reduce a la dinámica de su pequeño equipo de trabajo: a la relación con sus compañeras y compañeros, a la que tiene con quien ejerce la función de dirección o mando y a cómo todo ello influye en su tiempo y en la organización y desarrollo de su labor diaria.

Sin embargo, estas relaciones tienden a perder flexibilidad con el tiempo debido a la solidificación de los roles que cada uno adopta o asume, a las inercias relacionales que le dan a cada cual un papel y un lugar. A medida que los roles se vuelven más rígidos, se limitan las posibilidades de adaptación y cambio, haciendo que la dinámica del equipo se vuelva cada vez más predecible y menos capaz de creer una posibilidad de cambio desde estas personas.

Esta es la realidad, sino de todos, sí de un sinfín de equipos que anidan en la gran colmena de estas organizaciones que se plantean el cambio en su cultura de trabajo. Se proponen conceptos tan brillantes como el liderazgo transformador, la autogestión responsable, el compromiso, la iniciativa y la generosidad en la creación e intercambio de conocimiento; la escucha activa, el respeto, la apertura a la diversidad de criterios y opiniones para favorecer la innovación, entre otros muchos ideales. Sin embargo, todos estos aspectos chocan irremediablemente contra el caparazón impenetrable de las rutinas, determinadas por el rol que cada persona ocupa. Un rol del que resulta difícil desprenderse porque está en constante actualización a través de la red de relaciones que lo sostiene y lo refuerza día a día.

Y volviendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones? La respuesta sigue siendo la misma: "El cambio siempre es posible, siempre y cuando se den las condiciones necesarias". Pero, ¿cuáles son entonces estas condiciones?

Por supuesto, un propósito con sentido compartido y las herramientas adecuadas para alcanzarlo continúan siendo elementos fundamentales. Pero no son suficientes. Es necesario quebrar la rigidez de los roles, esa estructura que captura y encadena a las personas en dinámicas relacionales perpetuas, sostenidas por expectativas inamovibles sobre sus capacidades y aspiraciones.

Liberar a las personas significa permitirles desplazarse con mayor libertad en el tablero del cambio: reinventarse, recolocarse y refrescarse cuando sea necesario. Pero esta libertad se ve truncada en organizaciones donde los puestos de dirección o mando se perpetúan, haciendo que una misma persona pueda ser responsable del mismo equipo durante gran parte de su vida laboral. Esta rigidez no solo limita la evolución individual, sino que también anquilosa las dinámicas colectivas, dificultando cualquier posibilidad de transformación real.

Si queremos quebrar estas inercias, existen herramientas que, aunque no sean centrales en este artículo, podrían facilitar el proceso. Medidas como sistemas de rotación interna que fomenten la flexibilidad, la creación de espacios de diálogo, asesoramiento mutuo y experimentación para revisar y redefinir el papel de directivos y mandos o el impulso de liderazgos temporales o distribuidos que eviten la concentración prolongada de poder en una misma persona, pueden ser un primer paso para oxigenar la organización y abrir vías hacia el cambio.

Siguiendo con la metáfora del billar, no se trata de meter la bola 8 —aquella que debe mantenerse siempre en equilibrio— en la tronera al final de la partida, sino al principio. Este movimiento inicial, tan disruptivo como necesario, despoja a las personas de su cotidianeidad, las obliga a reconectarse de nuevo con su realidad, a rearticular sus relaciones y a renovar su rol, experimentando en primera persona la necesidad y la posibilidad del cambio.

Es precisamente en esta dinámica viva y oxigenada donde los referentes cobran sentido y donde un plan estratégico, la formación o cualquier orientación externa tienen posibilidades de encontrar por fin tierra fértil en la que germinar.

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Imagen de Luna4 en Pixabay