jueves, 23 de agosto de 2012

Tiempo al tiempo

Me ha atrapado la lectura de Rescate de David Malouf, una joya de menos de doscientas páginas, delicadamente escrita y capaz de estimular el goce estético que tan sólo produce la buena Literatura.

Se trata de una novela corta que se detiene en el fragmento de la Ilíada, donde Príamo, rey de Troya, cruza personalmente las líneas aqueas para arrodillarse ante Aquiles e implorarle lo que queda del cuerpo de Héctor, su hijo, a quien hace once días que el héroe ha dado muerte y que para escarnio de los troyanos yace todavía en el campo, sin haber recibido una sepultura digna de su rango.

La historia, en sí misma, ya posee una belleza descarnada pero David Malouf logra, sin abandonar su contexto épico, escarbar entre sus estratos y realzar los contornos y grandeza de sus personajes sin más material que la humanidad de sus miedos, ambiciones, dudas y pasiones, todo mediante un estilo deliciosamente exquisito de tan natural y sencillo.

De todo aquello que explora y se destila en esta novela sólo pretendo traer aquí la claridad diáfana con la que expone la dualidad sobre la que puede erigirse toda una vida. Una dicotomía construida a base de superponer a la simpleza de existir la exigencia de diluirse hasta la confusión y llegar a transformarse totalmente en el rol que se desempeña.

De cómo el desarrollo de un papel llega a influir tanto en la persona como para embozarla en una identidad que la suplanta, hasta el punto de llegar a hacer que ignore lo más básico, lo realmente auténtico.

De cómo este fenómeno se esfuma como un espejismo cuando deja de atribuírsele cualquier función al tiempo y de cómo ese mismo tiempo obsequia, sólo de ese modo, con la riqueza que contiene cada instante.

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Yo quería escribir sobre el tiempo y más concretamente sobre su pérdida en ese afán actual por aprovecharlo. Posiblemente la tonalidad en la que ya sonaban mis pensamientos ha influido de manera determinante en la lectura de esa novela.

Pero pensaba en lo distintas que eran muchas cosas cuando, por ejemplo, nos escribíamos cartas, de aquellas que te tomaban un par de días en escribirlas porque cualquier cambio de idea transformaba el escrito en un borrador que requería ser pasado a limpio. Pensaba en el tiempo del que se disponía para escribir, un tiempo acorde con el que podía esperar aquella persona a la que iba dirigida la carta. Un tiempo que no dependía tan sólo del escritor sino en el que intervenían además los cuatro días mínimos, de rigor, que el correo necesitaba para circular hacia su receptor. Un tiempo al que además debía añadirse aquel que se necesitase para descifrar el mensaje y que, a diferencia de ahora, no era de minutos sino que cabía la posibilidad de que fuera de días, ya que cierta correspondencia requería de más de una lectura para que llegasen a dibujarse entre sus pliegues aquellas palabras que no se conocían o no se querían pronunciar pero que sí se querían decir.

Luego el proceso volvía a comenzar y el que fuera lector se transformaba en escritor y se tomaba a su vez el tiempo necesario para recrear una respuesta, para pasarla a limpio, para esperar. Y durante toda esta cantidad inmensa de tiempo se era intensamente consciente de muchísimas cosas, de la distancia, de la magnitud esférica de la Tierra, de disponer de tiempo para hacer las cosas. Y todo adquiría un carácter más singular, tenía como más importancia, era más acorde con la rotación del planeta. Como decía antes, el tiempo obsequiaba con cada instante.

El momento en el que vivimos me lleva a pensar que junto a todas sus ventajas, en el progreso anida siempre una pérdida a la que somos insensibles por no incidir directamente en aquellos objetivos que perseguimos pero que contribuye de algún modo a la capacidad de gozar de nuestra propia existencia.

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Foto de [cumClavis]: El Far de Sant Sebastiá [Llafranc, Girona], todo un símbolo de esta quietud impuesta en la que transcurre la irrealidad del mes de Agosto.



sábado, 4 de agosto de 2012

El error

Sucedió hace algunos años que dos amigos se disponían a repintar algunos detalles de una barca sencilla que tenían varada en la playa. Se trataba de pintar sobre el casco una línea roja que la recorriera longitudinalmente de proa a popa. Así pues, los dos amigos se repartieron el trabajo y, desde estribor y babor respectivamente, cada uno se aplicó concienzudamente a la tarea mientras hablaban y se ponían al día de sus asuntos.

Pasados unos minutos uno de los jóvenes, el propietario de la barca, advirtió al otro de que fuera con especial cuidado con la cantidad de pintura que recogiese con la brocha, no fuera que, por estar demasiado empapada, el brochazo dejase caer gotas que chorreasen sobre el blanco del casco.

Entonces, de manera inesperada, el otro se levantó súbitamente dirigiéndose de manera decidida hacia el lado de donde venía la advertencia:

- ¿A dónde vas? Le increpó su amigo impidiéndole el paso, visiblemente contrariado.
- A comprobar si te ha ocurrido a ti.
- ¿El qué? Seguía preguntando el compañero medio sonriendo e insistiendo en obstaculizar el paso de su amigo.
- Quiero comprobar si me adviertes porque te acaba de suceder a ti.

Y así era…

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Sucede que la poca confianza que depositamos en los demás no es otra que aquella que, sin saberlo, creemos que los demás deberían depositar realmente en nosotros. En otras palabras, tememos en los otros nuestra propia capacidad de errar. Vaya, que en resumidas cuentas son nuestros propios errores y las medidas que necesitamos tomar para evitarlos lo que nos hace sospechar de la infalibilidad de cualquiera. Resulta paradójico que, siendo así, cada persona exija que se deposite una confianza en ella muy superior a la que suele depositar ella en las demás.

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Foto: [cumClavis]
Ilustración: El gran Quino