sábado, 23 de diciembre de 2017

Breve reflexión sobre el cambio y el sentido de planificar



Aunque no nos lo propongamos las organizaciones cambian por si solas, sucede de manera espontánea, la trepidante dinámica evolutiva de su entorno las lleva a corregir el punto de apoyo, a mantener continuamente el equilibrio y permanecer erguidas ante aquellos retos que concentran su actividad.

La idea de que para cambiar se requiere de un Plan es engañoso, el cambio ocurre melódica y silenciosamente debido al carácter vivo de las organizaciones, a su componente orgánico, porque éstas son, en definitiva, personas y las personas evolucionan y cambian constantemente, sometidas, como están, al influjo de las dinámicas sociales del tiempo en el que viven, alterando de manera refleja aquellos entornos en los que influyen, transformando imperceptiblemente la cultura corporativa y despertando necesidades ahí donde antes no existían.

Sin un Plan que marque directrices, las organizaciones cambian igualmente, de manera natural, simplemente por reflejo con el entorno al que están conectadas. La necesidad de elaborar un Plan es paralela a la consciencia de cambio organizativo. De hecho, se planifica porque ya se ha cambiado, es el cambio quien determina la necesidad de planificar y no al revés, como solemos creer.

Porque al igual que las personas pueden desarrollar ligeras deformaciones en la columna, obesidad o problemas musculares a lo largo de su desarrollo debido a mantener posturas inadecuadas, falta de ejercicio o no observar una dieta adecuada, que una organización evolucione y se adapte a su entorno de manera natural no significa que lo haga de la manera más óptima para su salud.

Sobre todo cuando se pretende una vida larga y duradera, surge la necesidad de observarse, de evaluarse periódicamente, de chequearse y detectar estados anímicos contrarios, inflamaciones o posturas inadecuadas susceptibles de orientar el cambio organizativo hacia malformaciones que resten de aquel vigor necesario para decidir, en cualquier momento, el futuro que se quiere habitar

Por eso, lejos de lo que parece, el plan no es realmente el instrumento inspirador y generador del cambio, es necesario desposeerlo conceptualmente de este carácter e investirlo de lo que suele ser las más de las veces: la prótesis momentánea con la que se pretende gobernarlo.

--

La imagen corresponde a una obra de Filippo Palizzi titulada “grano maduro” [1863]. La imagen de la mujer entre las espigas crecidas me ha parecido una buena metáfora visual para esta breve reflexión.


domingo, 17 de diciembre de 2017

Empatía

Últimamente, empatía es una palabra que suele aparecer muchísimo en diferentes contextos de trabajo.

Es muy probable que este fenómeno está alimentado por una multitud de causas, muy actuales, que van desde las sobrecogedoras necesidades que diariamente se ponen de manifiesto en nuestro contexto político y social mundial, a la necesidad de nuestras organizaciones de aumentar la implicación de las personas transformando la clásica "gestión de los Recursos" en una verdadera "gestión de los Humanos", todo ello aliñado con la relevancia que en los últimos años han adquirido los componentes más emocionales para comprender la heurística cognitiva del cerebro.

Sea como fuere, la palabra empatía, aparece más a menudo que de costumbre como la pócima capaz de arreglar los más intrincados problemas que, desde siempre, amenazan la sintonía entre la disparidad de puntos de vista, ideas y personalidades que pueblan el género humano.

Cuando no se confunde y se utiliza como sinónimo, a menudo se asocia la empatía con la compasión, la caridad, el altruismo, la ternura o la piedad. Pero, la empatía, no se corresponde necesariamente con ninguno de esos atributos, se puede ser empático y no exhibir ninguna de esas cualidades, pensemos por ejemplo en un negociador o en un jugador de póker, necesariamente empáticos para poder captar el punto de tensión del otro o penetrar la facies inexpresiva de su oponente con el fin de elaborar una hipótesis sobre las cartas que lleva en la mano. Digamos que, la empatía, se lo pone fácil a las personas generosas, pero no por ser compasivo, caritativa o piadoso se es necesariamente empático.

Se suele decir que la empatía es la capacidad para ponerse en la piel o en los zapatos del otro. Esta definición suele llevar a algunas personas a pensar que se trata de la capacidad casi mágica de saber exactamente cómo se siente o en qué piensa el otro y eso no es del todo cierto, la empatía sólo permite establecer una hipótesis sobre el estado del otro que puede ser más o menos coincidente con la realidad de este estado.

¿De qué depende esta coincidencia? Generalmente de las experiencias previas, vividas directa e indirectamente, de las que dispone la persona y, por otro lado, de su capacidad de relacionarlas con la situación a la que está asistiendo. Esta combinatoria entre experiencia y capacidad de relacionarla con los estados que se observan es la que permite elaborar una teoría comprensiva, más o menos acertada, sobre el estado cognitivo o emocional en el que se halla otra persona.

Desde que Giacomo Rizzolatti, Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese descubrieran, en la circunvolución frontal anterior [área de Broca] y en el lóbulo parietal, una red de neuronas que interviene de manera determinante en la comprensión del comportamiento de otros individuos y a las que denominaron “neuronas espejo”, la empatía dejó de ser una cualidad específica atribuida a algunas personas particularmente sensibles para pasar a ser una capacidad compartida por cualquier ser humano.

Además de ser determinante en las conductas de imitación en las que se basa el aprendizaje, la actividad de las neuronas espejo, permite elaborar teorías mentales sobre las posibles razones y motivaciones de las actuaciones de otras personas o percibir, como si fueran propios, los sentimientos o sensaciones que puedan estar experimentando cada una de ellas.


En líneas generales se puede afirmar que, salvo que exista algún tipos de disfunción, la capacidad de empatizar es inherente a la naturaleza de cualquier ser humano, pero ¿significa esto que por poder ser capaces de serlo, normalmente somos empáticos?

Y es aquí donde tener capacidad de empatizar y ser empático no necesariamente han de conjugarse y darse por supuestas en la misma persona.

Porque el hecho de estar frente a alguien no significa que se le vea. Por decirlo de algún modo, hay muchas personas que toman a aquellas otras con las que se relacionan, como a "espejos" en los que reflejarse.

Para empatizar con otra persona ha de focalizarse la atención en ella, de lo contrario es muy improbable que llegue el mínimo de información necesaria para poder elaborar cualquier teoría que interprete su estado físico, cognitivo o emocional, pero hay quien se mira a través del otro y sólo ve en este otro aquellos rasgos que reflejan algo de sí mismo. Que sólo busca en descubrir en los ojos del otro cualquier indicio de admiración, deslumbramiento, fascinación, censura o reprobación hacia sí mismo.

A veces nos preguntamos: cómo aquella persona con la que estamos no se da cuenta de lo que nos transmite o nos produce, atribuyendo esa ignorancia a su falta de capacidad para empatizar cuando en realidad sólo se debe a que no nos ve a nosotros, sino que muy probablemente se esté viendo a través nuestro.

Para empatizar hay que vencer la presión del propio Ego para erigirse en el centro de toda atención, incluso de la nuestra, y es en este apagar el propio Yo cuando emerge ante nosotros el Otro y nos abrimos a la oportunidad de ser impactados por su presencia.

El secreto de la empatía reside en la capacidad de desalojar el propio Yo para que quepa cualquier Otro que pongamos en su lugar y, para ello, hay que proponérselo y esforzarse.

Ahí está la clave de la solución y la dificultad para resolver muchos de los males que nos aquejan.

--

  • La primera imagen es el Narciso de Caravaggio [1594-96]
  • La segunda imagen corresponde a Eco y Narciso de John William Waterhouse [1903]



martes, 21 de noviembre de 2017

Desarrollar la autogestión: la oportunidad de las CoP

Los nuevos modelos de gestión basados en hacer propietarias a las personas de las decisiones que conciernen a su ámbito de responsabilidad, de impulsar equipos autogestionados capaces de determinar el qué, el cómo y el cuándo de su actividad y en hacer del trabajo algo que contribuya de manera natural al crecimiento personal, al bienestar y, en definitiva, a vivir una Vida plena, plantean un importante reto a la mayoría de nuestras organizaciones.

La verticalidad de las estructuras de mando, la concepción industrial de la gestión de las personas o la percepción del trabajo derivada del castigo primigenio heredado de nuestra tradición judeocristiana son, entre otras cosas, algunos de los factores que alimentan unas culturas organizativas que fluyen impetuosamente en dirección, muchas veces, contraria a la necesaria para cultivar estos nuevos modelos.

A menudo, en escenarios donde se habla de cambio o se debate sobre modelos de gestión muy actuales, algunos directivos públicos comentan la dificultad de aplicar estos modelos y, en general, la imposibilidad de hacer cosas diferentes en el ámbito de la Administración.

Es cierto que la Administración tiene unos parámetros característicos que limitan sus posibilidades de actuar o de innovar, pero también es verdad que eso no le ocurre a ella sola. Cualquier organización, sea pública o privada, está sujeta a unos límites trazados por las características de su actividad y por el sistema de creencias, valores, conocimientos y manera de hacer que se destila de su cultura corporativa. Dificultades para el cambio las hay siempre, de hecho, se hallan en la naturaleza del cambio mismo.

Pero las organizaciones, sean del tipo que sean, suelen ser continentes que acogen en su seno microestructuras [departamentos, servicios, etc.], equipos y personas, cada una de ellos con su espacio e incluso una capacidad de acción propios, siempre dentro de los parámetros globales de la organización.

Lo que realmente debiera importarnos es cómo se gestiona el espacio de cada cual y si se hace todo lo posible para aprovecharlo al máximo. Es ahí donde se halla la piedra angular de la innovación, en impulsarla desde lo local, desde el espacio del que dispone cada uno, aprovechándolo hasta los límites, ejerciendo la suficiente presión sobre las barreras que circunscriben las posibilidades de la organización hasta ir ampliándolas, poco a poco.

En este escenario, en el de los equipos, es donde entra en juego la voluntad, el miedo y la capacidad de riesgo de sus directivos o mandos, porque de todos es sabido que, bajo los parámetros de una misma organización, con las mismas variables y recursos, hay quien hace más y lleva a su equipo al límite y hay quien hace menos, jibarizando su potencialidad y reduciéndola a un tamaño muy por debajo de sus posibilidades y de cualquier frontera impuesta.

Así pues, una primera conclusión a la que nos lleva esta reflexión es la de que, ante el cambio organizativo, hay que valorar primero la resistencia que opone nuestro miedo, ya que la dimensión de éste es inversamente proporcional a la capacidad de riesgo que estamos dispuestos a asumir.


Quizás uno de los temas más controvertido a la hora de asimilar los nuevos modelos organizativos sea el de cómo introducir la autogestión como modelo de trabajo de equipos y personas y no porque no se considere rico, atractivo o lógico, no, sino porque, de facto, es contrario a las creencias que justifican y dan sentido a la distribución vertical y ascendente de la responsabilidad y de la toma de decisiones en la mayoría de las organizaciones.

Suele ser este un pez que se muerde la cola ya que, a lo largo de su historia, la jerarquización de las decisiones ha impedido a su vez que las personas sean y se sientan propietarias de las funciones que llevan a cabo, lo cual ha llevado a una élite a creer necesario dirigir dichas actuaciones, dictar el modo de llevarlas a cabo y, finalmente, de controlar su grado de cumplimiento y rigor metodológico.

Los modelos culturales organizativos al uso han reforzado la existencia de unas estructuras de poder que son las que saben y deciden sobre lo que debe hacer el resto, lo cual, es crucial para explicar la escasa musculación del compromiso, el absentismo emocional de muchas personas y, en definitiva, el infantilismo estructural de algunas organizaciones.

El resultado de todo ello es, en gran parte, la desconfianza basal que se desprende de los poros de nuestras organizaciones y de que palabras como “autogestión” generen inquietud y dudas sobre la capacidad de los equipos para decidir, por si mismos, sobre qué trabajar y sobre cómo hacerlo.

Pero no se debe cejar en el empeño ya que del mismo modo que la confianza lleva a la autogestión, la implantación gradual de mecanismos de autogestión generan confianza, algo que hay que aprovechar ya que repercute directamente en la calidad de la relación entre las personas y, en consecuencia, en el compromiso con la organización y la vivencia que se obtiene del trabajo.

El momento actual ofrece muchas posibilidades para inocular, sin rechazo, la autogestión en la forma de trabajo de nuestras organizaciones, con la esperanza, además, de que a medio o largo plazo pueda llegar a ser en un rasgo más que caracteriza la cultura organizativa.

Para ello hay que evitar entrar en colisión directa con la estructuración jerárquica tradicional de la organización y no poner en tela de juicio la cultura que orienta las actuaciones y la toma de decisiones. Hay que tener en cuenta que las culturas corporativas no fluyen lenta y plácidamente, sino que discurren con mucha fuerza y son difíciles de remontar. Metafóricamente, son más parecidas a un torrente que arrastra todo lo que encuentra y por esto, se ha de evitar nadar a contracorriente.


La introducción de prácticas de autogestión no está reñida con la verticalidad de muchas organizaciones, la existencia de Comunidades de Práctica son la prueba de ello.

La Comunidad de Práctica es una fórmula de trabajo colaborativo que debe su éxito al grado en que sus miembros son propietarios del objetivo que centra su atención, se adscriben voluntariamente a participar y no sólo deciden qué hacer sino también cómo y cuándo hacerlo.

Por ello, las Comunidades de Práctica más exitosas son aquellas que nacen de propuestas de trabajo aportadas por alguno de sus miembros, con independencia del nivel jerárquico que ocupe en la organización.

La participación en Comunidades de Práctica potencia capacidades en la persona relacionadas con el trabajo colaborativo, la comunicación, la búsqueda activa de información y la autogestión tanto personal como de trabajo en equipo.

Pero las Comunidades de Práctica también aportan importantes beneficios para la organización que van más allá del aprendizaje de las personas y de los resultados que estas obtienen en materia de mejora continua o de innovación. En la práctica, esta tipología de trabajo colaborativo ofrece una alternativa a la verticalidad organizativa sin cuestionarla ya que actúan como un paréntesis en la organización, es decir, sin alterar el significado de la frase, pero enriqueciéndola.

Del mismo modo que las personas desarrollan competencias, la organización también desarrolla capacidades como la de convivir con modelos horizontales de trabajo de los cuáles también aprende nuevas maneras de aunar esfuerzos, de interrelación y de generar conocimiento.

Y lo más importante, la convivencia con equipos y comunidades de trabajo autogestionadas permite redescubrir a las personas, palpar su talento, su capacidad de trabajo y, en definitiva, recobrar la confianza olvidada y tan necesaria.

No es necesario someter a la organización a una operación a corazón abierto para transformar su modelo funcional y aproximarla a los extravagantes modelos culturales que caracterizan los paradigmas más actuales, basta con aprovechar el potencial y el efecto que generan dinámicas de trabajo colaborativo como las de las Comunidades de Práctica, aprovechar toda oportunidad para aplicar sus principios activos a otras modalidades de trabajo en equipo y, lo más importante: persistir en el empeño, narrarlo y esperar.

--
Asocio el trabajo colaborativo con las conversaciones y éstas con la imagen de los lavaderos y las lavanderas de antaño, de ahí las imágenes de este post:
  • La primera es una pintura de Andrés de Santamaría [1887] que lleva por título Las lavanderas del Sena.
  • La segunda y la tercera son de Martín Rico [1833-1908] una es un Boceto para las Lavanderas de La Varenne y la otra las Lavanderas de La Varenne.



domingo, 22 de octubre de 2017

Trabajo colaborativo, fractalidad organizativa y Momento Cero


Parece lógico pensar que cualquier grupo humano, reunido en torno a un objetivo común, agradece la existencia de alguien que coordine la actividad de todos y es muy posible que, junto al reparto de tareas, ésta sea la piedra angular de aquello a lo que solemos referirnos cuando hablamos de “organización”.

Llevar a cabo la coordinación de una comunidad o de un equipo requiere de cierta perspectiva del conjunto para poder armonizar y orquestar las diferentes acciones que se estén desarrollando. Este es el motivo por el cual, la coordinación, exige de cierta subordinación de las partes, las cuales han de someter su actividad a su acción reguladora, ya que, de otro modo, no tendría utilidad ni sentido.

Es muy probable que esta característica, la de tener que subordinarse y plegarse en torno a una figura que actúa como eje vinculador o dinamizador, sea el determinante de que, en nuestra organizaciones, se asigne la función de coordinación a puestos de trabajo que conlleven jefatura sobre equipos y que comparta espacio con otras funciones como pueden serlo la de representación o la de control sobre el desempeño de las personas. Así pues, es fácil que, en el imaginario de las personas, se asocie rápidamente coordinación con mando y, en consecuencia, con la responsabilidad sobre el objetivo en torno al cual se reúne un equipo concreto.

En el caso de la coordinación, este fenómeno tiene sus claroscuros ya que simplifica enormemente el reparto de roles en los equipos de proyecto pero, por otro lado, hace que esa función suela recaer automáticamente sobre el directivo o mando intermedio en virtud de su cargo y no por su idoneidad, invisibilizando y desaprovechando, de paso, la oportunidad de aprovechar y reconocer la capacidad o talento para la coordinación que pueda tener otra persona con un rol estructuralmente inferior.

Debido a la visión holística que le da el hecho de centralizar la información sobre la actividad que se lleva a cabo para así poder organizar recursos y esfuerzos, es natural ampliar el rol de coordinación con el de representación del equipo de trabajo, así pues, en muchas ocasiones, cabe esperar que aquella persona que lleva a cabo un rol permanente de coordinación sea también la portavoz del equipo y el nexo de relación con su entorno.

En cambio, relacionar coordinación con el control sobre las personas suele ser una proyección de la función directiva tradicional, transformando lo que era la NECESIDAD de subordinarse para facilitar la orquestación de la actividad del conjunto, en una OBLIGACIÓN que permita fiscalizar la actividad de cada cual.

Cuando la creación de un equipo de trabajo es de arriba-abajo se espera que se estructure alrededor de un mando o bien de alguien de quien también se espera esta función de coordinación-representación-control.

Esta lógica invita a pensar que la presencia de una persona que asuma el rol de líder [epíteto con el que se suele designar a quien asume este paquete de funciones “pseudodirectivas”] es la fórmula idónea para el buen funcionamiento de un equipo y quizás haya algo de razón en ello, por aquello de ser una buena manera de descargar la responsabilidad sobre la espalda de alguien que ya se las compondrá para poner a trabajar al equipo y velar por el logro del objetivo.

Pero esta manera de proceder responde, en gran medida, a la creencia de que las personas necesitan de algo más que coordinación, que también necesitan de alguien que tire de ellas, las persiga y les recuerde sus obligaciones, una manera de pensar que oculta en sus pliegues los rastros de una desconfianza basal y demasiado extendida del ser humano.

Por el contrario, los modelos organizativos más avanzados se caracterizan por desarrollarse en culturas corporativas basadas en la confianza, un total empoderamiento de los equipos y la práctica ausencia de mecanismos de control sobre las personas.


Sabemos que el compromiso con un objetivo es directamente proporcional a cómo de propio lo sienta quien lo ha de perseguir y que la desconfianza estructural que, de manera bastante generalizada, existe sobre el propósito que mueve a las personas a desarrollar sus funciones, suele ser la gran responsable del infantilismo organizativo, la falta de propiedad y el bajo compromiso de algunos equipos con sus objetivos de trabajo.

De lo dicho, podría inferirse que cuando la iniciativa de trabajar en equipo surge desde la base [bottom-up], tal y como puede ser el caso de algunos formatos de trabajo colaborativo como las Comunidades de Práctica, la distribución de roles es más horizontal, el control sobre las persona desaparece por innecesario y el rol de coordinación no conlleva asumir un liderazgo que se halla repartido entre todos los miembros del equipo debido a la propiedad y consecuente compromiso que adquieren sobre el objetivo. Pero, curiosamente, no suele ser así.

Las personas crean las culturas y la culturas transforman, a su vez, a las personas y puede que esta sea la razón por la que la estructura de esas comunidades o equipos de trabajo, suele tener una relación fractal con la de las organizaciones de las que emanan, es decir, siguen el mismo patrón a escala, concentrando la responsabilidad última sobre un individuo del cual se espera que tire del carro, motive y oriente al equipo hacia el tema.

Curiosamente, buscando alejarse de los clásicas estructuras verticales de las organizaciones a las que pertenecen, comunidades de trabajo colaborativo que emergen desde la base, replican la misma lógica piramidal que supuestamente rechazan, hasta el punto de que este es uno de los principales determinantes del deterioro de algunos programas de innovación basados en el trabajo colaborativo, el síndrome de burnout que con el tiempo desarrollan los moderadores de las comunidades debido al desequilibrio de responsabilidades y de compromisos en el seno del equipo de trabajo.

Por esta razón, no se debe dar por hecho de que un grupo de personas reunidas en torno a un objetivo van a escoger, de manera natural, un modelo de organización horizontal, de relación entre iguales, en el que cada cual asuma un rol sin que este exima a nadie, no tan sólo de su contribución, sino de su responsabilidad sobre el logro del objetivo. Lo más probable es que el grupo acabe “repitiendo” el modelo organizativo de la cultura de la que proviene y cada cual acabe preocupándose de su parcela, cediendo a una figura central la responsabilidad sobre el todo.

Para evitar que esto suceda y dar la oportunidad al equipo de trabajo o comunidad de contrarrestar la fractalidad organizativa, es conveniente abrir un espacio en el que se realice conjuntamente un análisis para determinar las características, condiciones y demandas que exige el logro del objetivo y escoger el modelo con el que desean relacionarse y colaborar.

Un Momento que denominamos “CERO” por hallarse en el origen de la formación del grupo, comunidad o equipo de trabajo, con el único objetivo de establecer una conversación orientada a unificar criterios, poner sobre la mesa las diferentes motivaciones, visualizar conjuntamente el camino a recorrer, dimensionar las capacidades del grupo y facilitar el que cada cual valore íntimamente su disponibilidad para contraer el nivel de compromiso que requiere el objetivo que se pretende conseguir.

--

• En la primera fotografía: fractalidad geométrica en tres dimensiones.
• La segunda imagen corresponde a una obra de Alexander Averin Nicolajevich titulada Jugando en la playa. Me ha parecido una bonita metáfora del componente de repetición a diferentes escalas que conlleva la fractalidad y una buena manera de despedir a la luz de verano que se ha mantenido hasta hace poco en este otoño que ya se está mostrando tal cual es.




miércoles, 4 de octubre de 2017

La capacidad de conjurar al conocimiento


Existe la anécdota de aquel niño que, observando a su padre mientras esculpía la figura de un caballo le preguntó cómo sabía que había un caballo en aquel bloque de piedra.

La historia arranca una sonrisa por su punto imaginativo y la contraposición a otro punto de vista, quizás más corriente, que consiste en ver la escultura como el proceso mediante el cual, se le da forma a un bloque de piedra a partir de la idea que quiere plasmar en ella el escultor o la escultora.

Como en tantas otras cosas, en caso de hacerlo, no se trata de escoger entre una aproximación u otra sino que ambos puntos de vista pueden ser válidos dependiendo del propósito de quien esculpe que puede ser el hacer emerger la forma de la piedra o bien el de reducir la piedra a una forma.

Utilizaré esta analogía para reflexionar sobre la creación de conocimiento en nuestras organizaciones a partir de una idea muy obvia pero no por ello carente de interés: la concepción que de las personas tienen las propias personas determina la actitud de estas hacia sus semejantes y explica el posible resultado de cualquier interacción.

En diversas situaciones, ya tengan estas una finalidad de aprendizaje o persigan la transferencia o creación de conocimiento, el enfoque está absolutamente determinado por las creencias que se tienen sobre las personas y su dinámica mental.

Cuando se trata de aprendizaje, quizás la concepción más conocida sea la de la persona vista como un recipiente más o menos vacío, dependiendo de factores diversos -normalmente académicos- y susceptible de ser completada vertiéndole más conocimiento externo por parte de alguien que sabe lo que ella no sabe.

Es un punto de vista que puede tener sentido cuando se trata de transferir un conocimiento nuevo de una persona a otra, pero cuando este enfoque deviene paradigma, explica fenómenos como la inercia a la que está abocada la formación más clásica, donde la fuente de conocimiento es siempre externa y el deber de quien aprende es prestar atención para poder asimilar aquello que se está impartiendo. O la pérdida constante, en nuestras organizaciones, de todo aquel saber que probablemente la persona no sabe que sabe por no haber tenido la oportunidad de explicitarlo transformándolo en conocimiento.

Porque hay otra concepción que se basa justamente en esta última idea, en que la persona, debido a multitud de factores que impactan en ella permanentemente, sabe más de lo que cree saber y que, al igual que ocurría con la anécdota de la escultura y el niño, muchas veces, de lo que se trata es de conjurar este saber desde la misma persona para que, al explicitarlo, lo transforme en conocimiento y facilitar que pueda aprender de sí misma.

A diferencia de la anterior, esta perspectiva sitúa la fuente de conocimiento en quien aprende y es especialmente interesante cuando se trata de articular mecanismos para poner en valor el conocimiento o para facilitar el aprendizaje de todas aquellas competencias profesionales de tipo transversal, de eficacia personal o relacionadas con la interrelación entre las personas.


Pero la capacidad de maniobrar entre estas dos concepciones depende, básicamente, del concepto que se tenga del ser humano ya que este determina las expectativas que se depositan sobre las personas y, en consecuencia, la manera escogida para relacionarse con ellas.

No podemos esperar iniciativas de participación sinceras o confianza en la potencia del trabajo colaborativo como herramienta para amplificar la inteligencia por parte de aquellas personas que, más o menos conscientemente, ignoran, no tienen en cuenta o no valoran lo suficiente el currículo cognitivo-experiencial que posee cualquier persona por el mero hecho de estar viva y conectada a una misma cultura profesional o social.

Esta es la razón por la que, junto al desarrollo metodológico y tecnológico que supone la Revolución del Conocimiento en nuestras organizaciones, es del todo necesario invertir recursos y esfuerzos en revisar y alinear el sistema de creencias y los valores de todos los profesionales que han de liderar, impulsar y dar forma a esta Revolución con la necesidad de suprimir los Egos para ceder más espacio a las personas.
--
Las obras con las que ilustro este artículo buscan trasladar a la imagen aspectos relacionados con “dar” o “recibir”:
  • La primera imagen corresponde a Danaides de John William Waterhouse [1903]
  • La segunda es de Sally Storch [1952]


sábado, 16 de septiembre de 2017

Valores


Los valores son los principios ideológicos o morales por los que se guían las personas y las sociedades.

Principio, moral” o “guiar” son componentes de la definición que delatan la importancia de los valores cuando se trata de explicar no tan sólo las actuaciones que las personas llevan a cabo sino también su estado de ánimo cuando estas actuaciones no se corresponden o son contrarias a sus principios morales.

Nuestros valores se hallan anidados en nuestra vida mental y actúan no sólo determinando los criterios a partir de los cuales decidimos nuestras actuaciones sino como parámetros a partir de los cuales nos sentimos más o menos satisfechos y orgullosos de nosotros mismos cuando tenemos la oportunidad de llevarlas a cabo.

El “actúa según tu consciencia” de nuestra niñez nos remetía directamente a estos valores y subvertirlos o traicionarlos comportaba el “remordimiento de consciencia” consecuente. Un estado de ánimo que determinaba el signo del día, si este era de satisfacción o, por el contrario, de malestar. Porque los valores son algo más que grandes conceptos y su importancia correlaciona directamente con las sensaciones y emociones que despiertan el seguirlos o ignorarlos.

Es común que las personas, a menos que se vean impelidas a hablar de ello, no sean conscientes de los valores que rigen sus decisiones o les cueste asociarlos con una palabra, pero esto no significa que no los tengan. Consciente o no, cada persona tiene sus valores y estos siempre están actuando, más o menos anónimamente, en el engranaje de su vida mental.

Aunque se relacione los valores con conceptos filosóficos, esto es, racionales y meticulosamente definidos, en la práctica suelen traducirse en criterios y pautas de actuación muy concretas y las más de las veces generalizables a la diversidad de situaciones ante las que se encuentra el individuo.

Los valores siempre tienen que ver con los principios que rigen la relación de la persona con su entorno, constituyen los parámetros sobre los que depositar las expectativas posibles sobre su comportamiento. De ahí la importancia que tiene para una comunidad transmitir e interiorizar los valores a la hora de asegurar un modo de hacer y reducir la incertidumbre sobre la manera de conducirse de sus individuos.

Todo lo dicho hasta ahora sobre los valores y su vivencia sirve en cualquier contexto humano, ya se trate del personal, del familiar del de un grupo de amigos, un equipo, una organización o una sociedad en la que sus miembros se reconozcan parecidos culturales.

Si un valor no influye en el concepto que las personas tienen de sí mismas y en cómo se sienten a partir de sus actuaciones, probablemente se trate de otra cosa, un querer ser, una fantasía o cualquier otra entelequia pero seguro que no nos hallamos ante un valor real. El valor es algo que se “valora” y, por lo tanto, ocupa un espacio psíquico importante en el autogobierno y el auto concepto de cualquier persona o comunidad.


Este tema es particularmente interesante en el caso de las organizaciones ya que los valores suelen estar descritos en sus webs como parte importante de su filosofía corporativa y, en teoría, orientan la actividad de la organización más allá de los objetivos que esta persigue.

Los valores debieran ser como los reflejos en el cuerpo y manifestarse ante cualquier estímulo, exudar de toda acción que se llevase a cabo por cualquier persona de cualquier punto de la estructura organizativa, ser determinantes en la toma de cualquier decisión, regular la relación entre las personas ya sean estas compañeras, proveedoras, clientas o usuarias, ser alta y sinceramente valorados y reconocidos por el conjunto de la organización porque se trata de eso, de lo que realmente se valora y se considera saludable, ético y coherente con lo que es y para lo que se está. Los valores debieran generar esa sensación de bienestar o de malestar que tan bien conocemos, a nivel personal, cuando somos coherentes o no y nos alejamos de lo que consideramos correcto.

Ante todo esto cabe preguntarse por la realidad de los valores en nuestros entornos organizativos, si realmente son “valores” y conectan con el hacer y el sentir de las personas o si, algunas veces, no van más allá de los documentos o páginas web en las que reposan sin aspirar a ser más que vallas publicitarias con las que vestir y camuflar el verdadero sistema de creencias de la organización, quizás menos innovador o vanguardista de lo que esta desea o considera conveniente aparentar.

Estas preguntas son tanto más pertinentes en la medida en que algunas realidades reflejan lo poco conocidos que son los valores por los miembros de la organización y no tan sólo por aquellas personas alejadas del foco estratégico pertenecientes a los estratos más operativos de la organización, no, sino incluso por sus cuadros directivos. Un tema, este, que debe ser tomado en especial consideración ya que la cultura organizativa se vehicula principalmente a través de la red arterial de todos aquellos cargos con influencia sobre el “por qué” y el “cómo” llevan a cabo y viven las personas su trabajo.

Respecto a los valores que queremos para nuestras organizaciones hay que decidir, tener y dejar claro si se trata de los que comparten la mayoría de las personas, es decir, que ya están integrados y rigen el sistema de decisiones para cualquier actuación que se lleva a cabo, tenga ésta el calado que tenga.

O bien si se trata de los valores que se quieren impulsar y, en un periodo más o menos largo de tiempo, han de constituir la guía a partir de la cual, cualquier miembro de la organización valora la adecuación de sus actuaciones y las de su entorno.

En este último caso deben establecerse mecanismos para activarlos y, de este modo, puedan orientar los propósitos de la organización, los criterios para la toma de cualquier decisión, el estilo de dirección, los mecanismos de reconocimiento, la manera de relacionarse tanto internamente como con el entorno y la valoración del grado de satisfacción de las personas respecto a su papel y participación en el mosaico de actuaciones, logros y percepciones que se desprenden de la actividad de la organización.

--

La primera imagen corresponde a “Juana de Arco” de Jules Bastien-Lepage [1879]. Se trata de una obra enorme tanto por lo que suscita como por el tamaño [100 x 110 cm]. Tuve ocasión de admirarla en el Metropolitan Museum de Nueva York de la mano de Javier Zanón y Mònica Pagès. La llamada a abandonarlo todo para darse a la causa que se desprende de la mirada de “Juana” me ha rondado durante la escritura de este artículo y he decidido utilizarla para encabezarlo. Estoy satisfecho con la decisión.

En la segunda imagen el Ulysses And The Sirens de John William Waterhouse [1891]. Se podría abrir una buena conversación sobre los valores que se desprenden de tan poderosa imagen.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Ser sin anhelar


La obsesión por decidir lo que ha de ser el Mundo y transformarlo según nos parezca o convenga, viene de largo. Ya el principal texto del que brota la cultura judeocristiana en la que, con más o menos consciencia y acuerdo, estamos todos inmersos, explica que una de las primeras acciones que hizo el Hombre fue la de poner nombre a todos los animales. Y, por lo que se intuye en el texto, no parece que el Hombre, en toda su reciente y desnuda adultez, tuviera en cuenta el parecer de los solícitos animales de entonces, no. Da toda la pinta de que, en su flamante rol de taxonomista, lo que pretendía era comprender y con ello someterlo todo al dictado de su palabra. La cuestión es que, con esa actuación, el Hombre, dejó de pertenecer al Mundo como un miembro más para pasar a tomar, desde aquel momento, posesión sobre él.

El cambio, la mejora, la evolución, el desarrollo o la innovación son los términos con los que promovemos, alentamos y justificamos actualmente la actividad transformadora en la que continuamos inmersos. Como apunta François Jullien, la voluntad de alterar el curso natural de las cosas está en la base del modelo de planificación occidental y aquello en los que nos ocupamos suele ser la principal seña de identidad con la que nos damos conocer. No hace mucho, en un encuentro de carácter lúdico, las personas convocadas se presentaron aludiendo a su profesión aunque ésta no tuvieran nada que ver con el motivo por el que habían sido convocadas, el hecho fue considerado normal y todos se dieron por presentados de la manera más natural.

Transformar el Mundo, ya sea éste con mayúsculas o en las minúsculas del mundo de cada cual, es para muchas personas la única razón de existir y el factor con el que seguramente evalúan y se creen evaluadas, en términos de éxito o fracaso, a lo largo de una vida hasta el final de sus días.


Es una posibilidad en la que vivir, pero no la única. Volviendo al ejemplo bíblico del principio, se me ocurre que los niños, libres de la necesidad de proyectar la sombra de su Yo en el mundo, en sus primeros balbuceos, denominan a los animales imitando los sonidos con los que estos se expresan y así los perros son “guaus” y los gatos “miaus”, no hay imposición, hay aceptación.

Y es como si hubieran dos maneras de vivir una vida, aquella en la que derramamos nuestro Yo buscando transformarlo todo en aquello que deseamos y otra en la que esforzándonos por tomar consciencia de la maravilla que nos rodea, tan sólo aspiramos a inhalarla para ser el mundo en el que vivimos. Como concluye Pablo d'Ors: “No aspiro a contemplar, sino a ser contemplativo, que es tanto como ser sin anhelar”.


--
La primera imagen corresponde a The Garden of Eden with the Fall of Man or The Earthly Paradise with the Fall of Adam and Eve [1617] de Peter Paul Rubens [las figuras] y de Jan Brueghel the Elder [la flora y la fauna].

La segunda imagen corresponde a una obra de Andrew Wyeth: “Wind from the Sea" [1947].


lunes, 28 de agosto de 2017

Valor aportado y pertenencia a la comunidad: una práctica sencilla.


Como en cualquier relación, la salud y el correcto funcionamiento del trabajo colaborativo reside en el acuerdo y encaje de las personas respecto al objetivo por el que están ahí.

Sabemos que cuanto antes se dé este alineamiento, mejor para el grupo ya que el vacío de acuerdo y encaje suele ocuparlo la diversidad de expectativas sobre el propósito y el prejuicio sobre las motivaciones del otro.

Respecto al acuerdo, dar por sentado que cada persona entiende lo mismo de un determinado objetivo y no dedicar el tiempo necesario para debatir y poner en común el propósito al que sirve, sus implicaciones y qué supone lograrlo, suele ser, demasiadas veces, un poderoso generador de ruido colaborativo, es decir, la principal causa de pérdida de tiempo y una fuente potencial de conflictos. De ahí el interés de realizar un encuentro previo para que las personas analicen y contrasten conjuntamente la naturaleza del trabajo a realizar y los compromisos que requerirá de cada una de ellas, un encuentro al que denomino “momento 0”.

Respecto al encaje entre las personas y quizás debido a la subordinación que sufre todo aquello que tiene que ver con la “relación” respecto a factores considerados menos veleidosos, más racionales y consecuentemente más importantes [como la claridad del objetivo, la metodología o la tecnología a utilizar], suele condicionarse a la tolerancia, talante y cintura de cada cual, cuando no al arbitrio del tiempo.

No obstante, descuidar este factor a la hora de impulsar grupos o comunidades de trabajo colaborativo entre personas que no se conocen, es un grave error y cualquier pseudo-pragmatismo que, por aquello de ir al grano y no perder tiempo, lo aconseje, es muy poco práctico ya que, entre humanos, el “encaje” entre las personas es determinante para que se desarrolle la confianza y el compromiso necesario en toda relación colaborativa.

Esta es la razón por la que, más allá de la definición, detección y asunción de roles para el trabajo en equipo propuesta por Belbin [1993], es aconsejable que, en el “momento 0”, una vez acordado el propósito y naturaleza del trabajo a realizar [y no antes], se formule abiertamente la pregunta:

¿Cuál es el valor que, puedo aportar a esta comunidad o equipo de trabajo?

Y cada participante primero se tome su tiempo para reflexionar sobre la experiencia, conocimiento, habilidades, relaciones, contactos o energía con las que puede y quiere contribuir; sobre las razones por las que vale la pena que la comunidad o el equipo apueste por su colaboración; un argumento de venta personal que identifique la singularidad de cada cual en el conjunto en términos de colaboración para pasar, luego, a exponerlo abiertamente ante los demás miembros.

De llevarse a cabo con seriedad, las bondades de esta sencilla práctica son, de largo, mucho mayores que el tiempo invertido en llevarla a cabo ya que es una oportunidad para chequearse, inventariar y conocer lo que se sabe, se sabe hacer y se quiere hacer, algo muy importante, puesto que lo que se “sabe” se transforma en “conocimiento” cuando la persona se ve impelida a explicitarlo, de lo contrario se corre el riesgo de que vague etéreo, diluyéndose en la vida mental hasta el punto de ser transformado o eliminado por ella misma sin que se sea consciente de ello. Conocer lo que se sabe es algo que no hay que dar por supuesto si no se formula antes la pregunta necesaria para poder conjurarlo, de ahí la oportunidad.

A lo anterior hay que sumar que, para poder aportar y compartir, es una ayuda inestimable echarle un vistazo al propio acervo, conocer de qué se dispone y decidir qué se puede, realmente, ofrecer.


Otro de los beneficios de esta práctica tiene que ver, más directamente, con el encaje entre las personas a partir de lo que comparten, lo que se aportan y cómo se complementan.

Sabemos por experiencia que, probablemente debido a la urgente necesidad de reducir la ansiedad que nos produce cualquier incertidumbre, cada cual tienen la tendencia automática a hacerse una rápida idea de cómo es aquella persona con la que se entra en relación.

Viene a ser cómo hacer un “boceto” rápido de la persona que permita prever sus posibles actuaciones y, de este modo, determinar las nuestras para orientar la relación hacia una determinada dirección.

En este “boceto” se busca adivinar cómo es el otro a partir de aquellos rasgos que encontramos familiares de otras personas que hemos conocido anteriormente, ya sea directamente, de manera personal o indirectamente a través de otros medios como, por ejemplo, la televisión o el cine.

El hecho de que tal o cual persona nos recuerde a alguna otra es suficiente como para elaborar una teoría de la mente que permita conjeturar la personalidad de nuestro interlocutor. De alguna manera, cotejamos cada rostro, risa, timbre de voz o prosodia del habla en nuestro CoDIS particular, a la búsqueda de alguna experiencia relacional similar que permita elaborar una hipótesis sobre la persona que queremos conocer.


Como sabemos, hay diversas maneras de gestionar estas conjeturas, desde quien sabe que se trata de eso, de una conjetura y de que se corre el peligro de sucumbir a un sesgo perceptivo que no de oportunidad a la persona a revelarse por ella misma. Estas personas estarían abiertas a contrastar y modificar su hipótesis en función de cómo se desarrolle la relación. Siguiendo el símil del boceto, vendría a ser como dibujar a lápiz sin presionar mucho, para que no quede marca si hay que borrar.

Pero también hay quien dibuja a boli y da por cierta su hipótesis supeditando la nueva relación a lo que determina su intuición. En esta época de relaciones superficiales y prisas, tristemente, esta tipología de personas abunda mucho.

En el caso de que los participantes no se conozcan anteriormente o se conozcan poco [como suele ser el caso de muchas Comunidades de Práctica], es normal que se llene el vacío de información con todo tipo de conjeturas respecto al sentido del porqué se está ahí o la personalidad de cada cual. Orientar la presentación de cada persona tomando como eje la aportación de valor que ofrece a la comunidad es la mejor forma y la más directa de evitar fabulaciones, construir identidades y centrar las expectativas sobre lo que cabe esperar de cada uno.

-------

Las tres imágenes con las que ilustro este post evocan poderosamente los matices del trabajo colaborativo:

  • La primera imagen corresponde a “At sea” del artista finlandés Albert Edelfelt.
  • La segunda es un detalle de “The lifeboat is taken the dunes” del pintor danés Michael Ancher.
  • La tercera también es de Michael Ancher y lleva por título “Fishermen by the Sea on a Summer’s Evening


sábado, 24 de junio de 2017

Transferir el conocimiento fundamental



La imagen que encabeza este texto corresponde a una pintura de Samuel Albrecht Anker [1884]. En esta obra, un anciano se dirige a un pequeño grupo de niñas y niños que le escuchan atentamente. De la escena se infiere que les está explicando algún cuento o alguna historia desgajada de su dilatada vida.

El conjunto evoca en nosotros un momento conocido, real o imaginado, en el que también asistimos, como esos niños, a extraños lugares donde tuvo lugar una historia que mereció ser contada por su singularidad, las cualidades exhibidas por su protagonista o por las consecuencias de haber tomado ciertas decisiones a partir de determinados principios o valores.

En cualquier caso, en estas situaciones y con más o menos consciencia o propósito de hacerlo, se consigue algo más que entretener con un cuento, se consigue transmitir la importancia de aquellas cualidades, principios o valores en la resolución de la trama en torno a la cual se teje la narración.

Probablemente, el mecanismo fundamental mediante el cual han sido transmitidos y hemos interiorizado nuestros fundamentos morales, han sido aquellos cuentos que nos explicaban de niños, ya que permiten trasladar un saber difícil de convertir en palabras mediante el ejercicio empático que conlleva identificarse con los personajes de la historia. Este es, sin lugar a dudas, el principio activo en el que basa su eficacia la "moraleja".

De hecho, la capacidad del lenguaje de expresar exactamente lo que se está pensando es siempre, en cierto grado, limitada. Las palabras ordenadas en frases no son otra cosa que pistas para delimitar el concepto, obligando siempre al receptor a adivinar lo que realmente quiere decir el emisor con ellas.

El lenguaje no es otra cosa que un pinta y colorea cuyo valor comunicativo depende de la capacidad descriptiva del emisor y de la capacidad empática del receptor para elaborar una hipótesis sobre las intenciones de este. De ahí que los cuentos, sean el mecanismo principal con el que se transfieren conceptos tan complejos y difíciles de delimitar como los valores religiosos o el canal con el que inoculamos las pautas de actuación básicas en nuestros niños.

Comento todo esto porque un tema que está preocupando muchísimo es el de cómo capturar y transferir el conocimiento de las personas que están a punto de jubilarse.


Esta preocupación se concentra en mayor medida en nuestras administraciones públicas donde la falta de renovación de personas sitúa la media actual de edad por encima de los cincuenta años.

Este factor hace temer -y con razón- la descapitalización de conocimiento experto que comportará la pérdida masiva de profesionales debido a la finalización de su relación laboral con la organización.

Desde hace ya unos años se están desplegando, en mayor o menor grado, diversas iniciativas destinadas a retener parte de este conocimiento. Algunos de estos proyectos consisten en explicitarlo documentando y enriqueciendo la definición de los procesos mediante la incorporación de referencias provenientes de la experiencia acumulada por las personas. Otras ideas consisten en transferirlo directamente mediante programas de formación interna o de mentoring.

A pesar de todo, la espita parece abierta y la sensación sigue siendo la de una pérdida continua e imparable de un tipo de saber del que se intuye fuertemente su existencia pero que es difícil de delimitar debido a su falta de relación a alguna situación específica.

Un saber que se considera fundamental porque no se ciñe a cómo se hacen las cosas ni a temas superficiales que puedan aprenderse con indicaciones o fórmulas magistrales, no, sino que tiene que ver con la toma de decisiones difíciles, singulares y probables y con la conveniencia de hacer las cosas de una determinada manera cuando nada nos indica u orienta sobre cómo debemos hacerlas.

Un saber del que se tiene absoluta consciencia pero que es difícil de diagramar y poner en palabras, que se deriva no tanto de la experiencia como de la manera con la que, a través de ella y a lo largo de los años, se han ido consolidando, ajustando o transformando las convicciones principios y valores que guían la toma de decisiones.

En este caso, lo que interesa, no es tanto clonar decisiones que, por su frecuencia o carácter general, puedan quedar recogidas en procesos o métodos, como obtener la materia prima de donde provienen aquellas resoluciones que se toman ante dilemas únicos, insólitos, singulares y que son, en definitiva, el verdadero valor diferencial que aportan las personas con su veteranía.


La famosa frase de que el “conocimiento reside en las personas” es, mayormente, una falacia. En las personas lo que reside es un "saber” susceptible de transformarse en conocimiento cuando la persona se ve impelida a hacerlo, de ahí lo constructivo e interesante de la escritura para la gestión del conocimiento ya que, hasta que no se habla o escribe, el saber vaga etéreo, ajeno a nuestra atención y diluyéndose en nuestra vida mental de la que participa activa y constantemente hasta el punto de ser enriquecido o transformado por ella misma sin que seamos conscientes de ello. En resumen, el conocimiento no es otra cosa que una línea melódica de saber explicitado y vuelto a almacenar.

La dificultad para capturar conocimiento experto reside en que este no existe hasta que se le convoca y esta dificultad se complica aún más cuando de lo que se trata es de emplazar aquel conocimiento fundamental que ha acabado conformando los principios y valores en los que se apoya la toma de decisiones y que son la base de los consejos que buscamos en los mayores.

Parte del trabajo que estamos impulsando con Isabel Iglesias y Iago González estos últimos años, se basa en esta hipótesis, en que en las organizaciones hay un saber fundamental, difícil de explicitar y que no se limita a una manera de actuar o metodología que se pueda añadir a las instrucciones de un procedimiento. Se trata de un saber basal que emerge y adquiere forma en los criterios que adoptamos para conducirnos en situaciones difíciles, donde cualquier alternativa es igual de buena o igual de mala y donde lo que cuenta son los valores que van a permitir ser aquella persona que queremos seguir siendo una vez hayamos adoptado la decisión.

Para ello nos apoyamos en la potencia del relato y se invita a la persona a que explique anécdotas relacionadas con su vida laboral, a que haga un cuento que permita acceder, a quien quiera escucharlo, al saber fundamental diluido en su trama.

--
- La primera imagen corresponde a una pintura de Samuel Albrecht Anker [1884]  

- La segunda imagen corresponde a The Boyhood of Raleigh Sir John Everett Millais (1871)

- La imagen posterior corresponde a The Storyteller of the Camp de Eastman Johnson [1824 – 1906]


domingo, 30 de abril de 2017

La propiedad del cambio

Los que nos dedicamos a ello sabemos que la principal resistencia al cambio, cuando éste afecta a la cultura de la organización y a las actitudes de las personas, la suelen ofrecer aquellas personas que han de liderarlo.

Viene a ser algo muy parecido a lo que sucede en determinadas situaciones terapéuticas donde la persona que busca resolver un problema se resiste a ponérselo fácil al profesional al que, curiosamente, ha acudido en búsqueda de ayuda.

A nivel de la organización, la resistencia al cambio por parte de quien quiere impulsarlo activa resortes que resultan muy similares a estas situaciones paradójicas que se dan entre terapeuta y paciente, tenerlos en cuenta resulta determinante para el cambio mismo.

Una de las fuentes principales de resistencia al cambio la constituye la consciencia súbita, diáfana e indiscutible de una máxima que suele exhibirse con más alegría que convicción y que dice que “el cambio comienza por uno mismo”.

La necesidad de interiorizar primero los valores que se quieren impulsar, de traducirlos en actitudes y conductas que sean coherentes, estén armonizadas y modelen las actitudes y conductas que se quieren desarrollar, es algo que parece obvio pero con lo que, sorprendentemente, no se suele contar.

Se trata de aquello tan conocido del “que cambie todo menos yo”, que parece tan superado pero que se halla anidado en nuestro deseo más íntimo, posiblemente debido al confort que nuestro cerebro se esfuerza en ofrecer para evitar la ansiedad que produce la incertidumbre de salirse del guion de siempre y explorar nuevos territorios.

Otra de las causas de resistencia es la propiedad sobre el cambio mismo.

Que el cambio lo hacen posible las personas y que el grado de implicación de éstas determina la calidad y profundidad de este cambio, es algo que parece estar universalmente asumido y que explica la creciente proliferación de procesos participativos.

Pero también debiera serlo que el grado de implicación de una persona en un objetivo, un problema o un proyecto está directamente relacionado con lo propietaria que sea de este objetivo, problema o proyecto y que esto es, sin duda, lo más importante para que pueda darse el cambio mismo. Las personas se preocupan por aquello que las interpela directamente y que sienten como suyo. Es algo que no solo ocurre en las organizaciones y que podemos reconocer en nosotros mismos en cualquier otra faceta de nuestra vida.

Se suele decir que hay que hacer propietarias a las personas del cambio pero esta afirmación tan generosa no deja de generar algún problema cuando se trata de llevarla a la práctica. Hacer propietario a alguien supone ceder, aunque sea en parte, esta propiedad y esto no es fácil de asimilar y genera recelo en culturas organizativas verticales, donde la propiedad es un valor vinculado al estatus y se desconfía de la capacidad y utilización que pudiera hacer de ella cualquier persona que no sea quien lidera el cambio.

De ahí también lo limitado de muchos de los procesos participativos para el cambio, ya que vienen a ser como el conocido “siéntete como en tu casa” donde el énfasis está en ese “como” que te recuerda que en verdad no se trata de tu casa, que puedes opinar, ayudar, contribuir, asumir y disfrutar de las decisiones que se toman en ella, pero no cambiar nada, la propiedad es de otro.

Ceder la propiedad del cambio a las personas que han de instrumentalizarlo es, las más de las veces, el principal reto de trasformación personal al que debe enfrentarse el líder del cambio si es que realmente apuesta por este cambio.

--

En la foto un muchacho austríaco recibe zapatos nuevos durante la Segunda Guerra Mundial.



domingo, 9 de abril de 2017

Estar a la altura de las propias ideas


Tener ideas está sobrevalorado. Las ideas, sobre todo si son buenas, puede que tengan valor pero el mérito que se le atribuye al hecho de tener ideas es exagerado.

La idea viene sin que nadie la traiga, como mucho aparece producto de una estimulación más o menos provocada en una mente excitable. Es cierto que puede ser indicador del grado de obertura, desinhibición, información o de la capacidad simbólica y de relación de la persona, todas estas características o capacidades ayudan pero no aseguran que se pueda tener una idea cuando se la necesita, las ideas aparecen sin saber muy bien cómo, espontáneas, diáfanas y seguidas de la correspondiente estela de endorfinas que las suele acompañar y les confiere este sabor festivo tan propio que las caracteriza.

En un humano, tener ideas es consustancial a su naturaleza, producto de su capacidad de interrelacionar y destilar el valor funcional o simbólico de lo que percibe. Es tan inherente e ingobernable como el color de los ojos o el latir del corazón.

Cualquier persona puede tener una idea si puede expresar lo que piensa y goza de la perspectiva necesaria como para poder escucharse. Del mismo modo, una idea es más o menos conocida en la medida en que este fenómeno –el de expresarse y escucharse- se da ante más o menos público. Quizás sea esta una de las razones por las que, en muchas organizaciones, suele asociarse la capacidad de tener ideas con personas que poseen el suficiente estatus como para exhibirlas [e imponerlas].

Nuestra dependencia de las ideas sobrevalora a quien las tiene como también sobrevaloramos ciertos atributos físicos sin que ello suponga mérito alguno por parte de la persona que los exhibe.

Lo que realmente tiene mérito y no es connatural a la persona es estar a la altura de sus propias ideas y esto va más allá de tenerlas, supone también la capacidad de contenerse para no sepultarlas y asfixiarlas en un alud creativo, poder singularizarlas y dotarlas del espacio suficiente como para que germinen y tengan la más mínima posibilidad de desarrollarse. Todavía hay quien se jacta de tener muchas ideas y confunde inteligencia con incontinencia.

Tener la idea no siempre va parejo con desarrollarla. Cuando las propias ideas las ha de desarrollar otra persona se ha de ser capaz de no agobiar al personal e invertir el tiempo necesario para fertilizar esa otra mente con la propia idea y esperar a que enraíce, enriquezca y crezca vigorosa con los nutrientes ideológicos que le aportará indefectiblemente quien haya de llevarla a cabo.

Estar a la altura de las propias ideas supone, también, ser capaz de compartir la propiedad con aquellas personas que contribuyen de manera definitiva a hacerlas posibles.



domingo, 26 de febrero de 2017

El "MOMENTO ZERO" del trabajo colaborativo

Hay un fenómeno que se repite de manera constante a la hora de impulsar una Comunidad de Práctica o cualquier otro formato de trabajo colaborativo y es el del paso directo de la idea que genera la iniciativa a la acción para desarrollarla.

Son escasas las ocasiones en las que se tiene suficientemente en cuenta y se invierte el tiempo necesario en reflexionar sobre las condiciones que se deben de dar en el equipo de trabajo para el logro de los objetivos. A lo sumo se decide sobre la plataforma a utilizar o el calendario de hitos a cumplir, temas que se consideran “útiles” y suficientes como para que cualquier persona responsable se haga a la idea y pueda ponerse manos a la obra.

Es difícil rastrear las causas y acertar con los factores que determinan este pasar rápidamente a la acción sin primero dimensionar y dejar claro el nivel de compromiso que se requiere por parte de las personas y lo que ello comporta, una omisión que, dicho sea de paso, suele darse de manera recurrente en muchas otras esferas de nuestras vidas.

Sea por lo que fuere, dar por supuesta la unidad de criterio sobre los objetivos, no anticipar las cargas de trabajo, dejar de calcular la capacidad para incluir una nueva actividad en nuestra agenda, comparar la sintonía de las propias motivaciones con las de las otras personas o no evaluar la capacidad personal para contener el ego y contribuir al logro de un objetivo común suelen ser la causa del fracaso de muchos de estos proyectos.

Es muy probable que este ejercicio no se lleve a cabo por dar por supuesto que cada persona, en cuanto a adulta y responsable, tiene en consideración cada uno de estos factores, por lo demás de lo más obvios, a la hora de comprometerse con un colectivo en un proyecto determinado y se considere redundante e innecesario detenerse en ello, pero no es así.

Aunque sea difícil reconocerlo, la experiencia nos demuestra todo lo contrario: la inercia del discurso mental interno de cada cual suele ser un poderoso distorsionador a la hora de formular objetivos comunes, muchas personas sobrevaloran a primera vista la capacidad de su agenda, cada cual tiene sus propias razones para querer participar en un proyecto y estas razones no tienen por qué coincidir e incluso pueden ser antagónicas con las de otras personas, tristemente los individuos suelen confundirse con los egos que han construido de si mismos y la ilusión necesaria para perseguir con determinación un proyecto suele diluirse en la sobre estimulación y complejidad del día a día.

En el caso de ciertas tipologías de trabajo colaborativo como pueden serlo las Comunidades de Práctica, este fenómeno suele evidenciarse en el desgaste que muestran aquellas personas que llevan a cabo [de manera voluntaria] la moderación del grupo y que acaban resintiéndose de la sobrecarga funcional que conlleva recuperar el compromiso de las personas y asumir personalmente los huecos que éste va dejando dedicándole recursos propios en forma de tiempo y esfuerzo.

De hecho, el abandono creciente de personas que a raíz de experiencias previas, rehúsan asumir el rol de moderación es uno de los datos principales que me hacen cuestionar algunas de las bondades con las que se suele presentar, en los últimos años, los éxitos de las Comunidades de Práctica como logros del trabajo colaborativo y que me han llevado a la reflexión y propuesta metodológica que planteo en este artículo.

Entre la génesis de una idea y el inicio de un proyecto colaborativo para desarrollarla es necesario abrir un momento y dedicarle un tiempo a que las personas analicen y debatan conjuntamente sobre la naturaleza del trabajo que van a emprender y las exigencias que requerirá de cada una de ellas.

A este momento lo denomino “MOMENTO ZERO” ya que no aporta un valor directo a la idea que da sentido y a partir de la cual se ha creado al grupo de trabajo sino que se orienta a unificar objetivos y motivaciones, visualizar conjuntamente el camino a recorrer, dimensionar las competencias o recursos necesarios y, en definitiva, a generar información para que cada cual valore no tan solo su voluntad sino la disponibilidad necesaria para contraer el nivel de compromiso que requiere el objetivo que se propone la Comunidad.

El MOMENTO ZERO es la oportunidad de mantener un idilio previo con el proyecto para decidir consciente y conjuntamente el nivel de compromiso que se requiere y el que la persona está dispuesta a ofrecer.

En la práctica, el MOMENTO ZERO se traduce en uno o varios encuentros previos al inicio de la Comunidad donde los participantes conversan y debaten sobre diferentes aspectos que inciden de manera directa en el desarrollo del proyecto y, sobre todo, en los determinantes de la salud del trabajo colaborativo.

El número de estos encuentros es variable y suele estar sujeto al tiempo del que se dispone para analizar y debatir sobre cada uno de los temas a tratar. No obstante es importante insistir en la singularidad y trascendencia de este momento y en que el tiempo que se invierta ha de ser el necesario para despejar dudas, escuchar posiciones, aunar ideas, promover confianza mutua y calibrar de manera equitativa el papel de cada persona en el conjunto de la Comunidad.


Para facilitar el objetivo de este MOMENTO ZERO es importante que el equipo cuente con una orientación sobre los temas a analizar, debatir y acordar. En diferentes proyectos he utilizado plantillas [canvas] que permiten al equipo trabajar sobre un mismo lienzo, seguir un itinerario que aporte equilibrio a la reflexión y tener a la vista aquellos aspectos que se van concluyendo.

La adaptación gráfica de las plantillas que utilizo está inspirada en la del Business Model Canvas de Alexander Osterwalder [2011] aunque su aplicación a este contexto, estructura, recorrido y guía de utilización es mía y suelo ajustarla a las características y particularidades de cada comunidad.

Entre los factores que suelo tratar en este MOMENTO ZERO están los siguientes:
  • La propuesta de valor: Qué resuelve la Comunidad. Cuál es el valor añadido que aporta a otras acciones o productos que ya existen o se están ofreciendo.
  • El resultado: En qué se ha de concretar el trabajo realizado por la Comunidad de Práctica. Cuál ha de ser el producto final.
  • Las actuaciones: Qué tipología de actividades deberán llevar a cabo los miembros de la Comunidad de Práctica. Tanto las referidas al logro de los resultados como a aquellas que sean necesarias para favorecer el trabajo colaborativo.
  • Los escenarios: De qué forma se comunicaran e intercambiaran conocimiento los miembros del equipo. Qué tecnología es la necesaria y que se requiere para poder utilizarla.
  • Los bloqueos: Qué factores o variables puede dificultar el trabajo colaborativo, la fluidez de la conversación, el bienestar, el clima de trabajo y, en definitiva, el desarrollo armónico de la vida de la Comunidad de Práctica.
  • Los compromisos: A qué se han de comprometer los miembros para superar o evitar estos bloqueos y garantizar la salud de la Comunidad.
  • El seguimiento: De qué manera, cuándo y cómo se seguirán los compromisos adoptados y qué tipo de decisiones deberán tomarse ante posibles desviaciones.
  • Los roles: Cuáles son los roles básicos de la Comunidad y cuáles sus funciones. De qué manera puede aligerar el conjunto de la Comunidad la carga de trabajo que conllevan.
  • Qué me motiva: Visto lo visto, qué motiva personalmente a cada una de las personas a querer participar en esta Comunidad de Práctica.
Los beneficios que conlleva incluir un MOMENTO ZERO en el inicio de cualquier Comunidad de Práctica van más allá del propósito inicial de vacunar al equipo con la dosis de consciencia de lo que significa trabajar en colaboración que ha de tener toda aquella persona que pretenda hacerlo, ya que este ejercicio también contribuye poderosamente al sentimiento de propiedad que las personas han de tener sobre el propósito, naturaleza y características de la comunidad a la que pertenecen.

Para finalizar conviene no olvidar el potente valor pedagógico del MOMENTO ZERO como oportunidad para reflexionar -en la práctica- sobre los factores determinantes y las implicaciones de la colaboración y del trabajo en equipo.

----
- La primera imagen corresponde a una pintura de Ramón Casas, Sardanes a la Font de Sant Roc a Olot [1901]. Tanto el autor como la población [Olot] están muy vinculadas afectivamente a mi vida y la escena de la sardana siendo observada por las dos mujeres me ha parecido una buena alegoría del MOMENTO ZERO de cualquier comunidad.

- La segunda imagen es un collage con diferentes grupos trabajando con modelos del CANVAS_MOMENT_ZERO de [cumClavis].