domingo, 14 de marzo de 2021

La conversación a la que me refiero

Hace ya unos años que incluyo, habitualmente, en mi discurso, la importancia de la conversación para la creación y transmisión del conocimiento. 

El tema empezó así: súbitamente me di cuenta de que trabajar concentrado en un proyecto no era suficiente para aprender, es más, si los ritmos eran muy fuertes y no tenía espacios de pausa en mi actividad, aprendía más bien poco. Tomé consciencia de que era en las conversaciones que tenía con aquellas personas con las que colaboraba donde construía mi conocimiento; era en estas conversaciones y a través de la interacción con la otra persona, en la necesidad de explicar, complementar o responder, donde hallaba el estímulo para formularme, a mí mismo, cuestiones que emergían en aquel momento o donde verbalizaba lo que eran impresiones y sensaciones, que se habían mantenido anónimas en mi mente hasta entonces y que, a través de la conversación, cobraban forma y sentido. Hablaba, me oía y, a la vez que elaboraba e intercambiaba, aprendía.

Fue entonces que me di cuenta de que, en una conversación, no sólo se me abría la maravillosa oportunidad de aprender de la otra persona, sino que también aprendía muchísimo de mí mismo porque me oía decir cosas que no sabía que sabía y, al hacerlo, adquiría clara consciencia de ellas, incorporándolas como conocimiento. 

Este blog es, mayormente, una consecuencia de ello, ya que mucho de este conocimiento lo he ido sistematizando, en los artículos que escribo y, los momentos en los que disminuye el ritmo de las publicaciones suelen coincidir con una escasez de estas conversaciones, es así, tal cual, pocas cosas he generado por mí sólo [por no decir ninguna], sino que la mayor parte se la debo a estas conversaciones que he mantenido con los colegas, clientes, colaboradoras y colaboradores y otras personas de mi entorno con las que he ido compartiendo mi día a día.

Tomar consciencia de la importancia de las conversaciones en la transmisión y actualización de conocimiento entre las personas y grupos humanos fue de la mano con esta revelación. Tan preocupados como estábamos por diseñar mecanismos, metodologías y técnicas para estimular la transferencia de conocimiento y ya lo teníamos ahí, delante de nuestras narices, donde ha estado siempre, entre el tejido natural de nuestras relaciones.

Las personas, nos guste o no, conversan y en estas interacciones se transfieren opiniones, puntos de vista y maneras de hacer, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, sin la intención de enseñar ni de aprender nada, como formando parte de la cotidianeidad y este ha sido, junto a la observación intencionada o no, la manera genuina y más potente de transferirnos conocimiento desde que la Humanidad tiene recuerdo de sí misma.

En este contexto interactivo de la conversación, para mí germinaron con facilidad otros modelos basados en lo paradójicamente colectivo de la inteligencia individual, muchos importados de la Antropología y que defienden la existencia de un exocerebro simbólico-cultural compartido, prolongación del cerebro biológico, y que forma parte intrínseca de nuestra consciencia y de cada una de las decisiones que tomamos como individuos.

Hace unos pocos años, hablar de la necesidad de favorecer las conversaciones en el marco de lo profesional no era lo habitual, estaban poco menos que proscritas y exiliadas al país de lo ocioso e inútil. Conversar era lo que hacían las personas fuera del trabajo, una actividad lúdica y una de las maneras de perder el tiempo cuando de lo que se trata es de ser productivo.


Conversar, hablar, estar de cháchara, formaban parte del mismo campo semántico y tenían una connotación frívola no desprovista de una lectura de género vejatoria, que contrastaba abiertamente con otros conceptos más dignos y masculinos como: debate, discusión, controversia o foro, mucho más serios, académicos y profesionales.

En las jornadas y congresos sobre Gestión del Conocimiento se hablaba de comunidades, de competencias clave, de nuevos roles, de transferencia de buenas prácticas y de tecnología aplicada al trabajo colaborativo, todo muy cuantificable, medible, valorable y explicable con impactantes y solidos diagramas que daban cuenta de los logros conseguidos, pero no se hablaba de conversaciones, hacerlo te definía como alguien raro, un antisistema, subjetivo, poco fiable, un soñador.

Las cosas han cambiado, al menos aparentemente, en los últimos años la conversación ha ido ganado espacio en nuestros foros, normalmente de la mano de algún gurú anglosajón que, en nuestra cultura, todavía siguen siendo los que tienen más predicamento y en el último congreso internacional EDO del 2020 hubo incluso un simposio dedicado a “La transformación de la organización a través de las conversaciones”. 

Pero nuestro sistema es poderoso por su capacidad de fagotizar a sus enemigos y reconvertir cualquier disidencia en un producto comercializable que sea controlable y que de rendimiento en mor del mismo sistema, ya se trate de un movimiento político, de un rapero, de la siesta o de la conversación.

De este modo, hoy se habla mucho de conversaciones, sí, pero de conversaciones domesticadas, con objetivos claros, límites y una estructuración concreta y predeterminada, de poca duración, que no den miedo y que encajen o  no desentonen con el utilitarismo lineal, cortoplacista e industrial de nuestras organizaciones. 

Pero las conversaciones a las que me he referido siempre no son esas, son las que se dan entre personas que se lo pasan bien compartiendo, abiertamente, sin objetivos, sin ningún propósito aparente que no sea el de relacionarse y pasar un momento agradable, aquellas en las que se habla de lo que apetece, saltando de un tema a otro, las que no terminan sino que se interrumpen, las genuinas, las de siempre.

 

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La primera imagen corresponde a mi intervención en el TED Plaça del Fòrum del 2015.

En la segunda imagen conversando con Yago González, con quien aprendo siempre.

lunes, 1 de marzo de 2021

Pedagogía del tiempo

 

Momo es un libro de lectura y relectura obligada para cualquier persona interesada en la relación de consultoría.

De manera sencilla y fresca, en esta deliciosa obra, Michael Ende va tocando temas muy y muy complejos, algunos de los cuales siguen abiertos e incluso con cierta relevancia hoy en día, 43 años después.

Así, por ejemplo, al principio de la novela se nos revela la gran cualidad de Momo y el porqué de lo balsámica de su presencia para las gentes de la pequeña ciudad en la que se instala, y es que la pequeña Momo tiene una capacidad poco común ya que cualquiera que acuda a ella, encuentra la respuesta o la solución a sus problemas; incluso aquellas personas que tienen diferencias entre si llegan a puntos de encuentro cuando van a ver a Momo.

Y, ¿A qué se debe eso? ¿Es que la niña es tan sabia o tiene tanta información, experiencia y capacidad de respuesta como para tener un buen consejo para cualquiera? ¿Es una experta en complejas metodologías de análisis y solución de problemas o en técnicas de mediación y gestión del conflicto?

Nada de eso, nos dice el autor, lo que Momo hace como nadie es, simplemente, escuchar, algo que muy pocas personas saben hacer de verdad:

“Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba a la otra persona con sus grandes ojos negros y la persona en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en ella.”

Un pasaje impresionante que desvela sensaciones que cualquiera de nosotras o de nosotros hemos experimentado, que pone de manifiesto el respeto que merece cualquier persona, que nos hace ver cómo inhibimos e invisibilizamos habitualmente a esas personas con rápidas, superficiales o maliciosas valoraciones y, sobre todo, revela el gran poder tractor de la escucha genuina a la hora de generar pensamiento y conocimiento, cómo la escucha, en sí misma inspira las ideas más brillantes a la vez que es un portal fabuloso a la autoconsciencia y a la autoestima: escuchar es, en realidad un regalo.

Pero lo que sostiene ese pasaje y, en definitiva, lo que constituye el eje en torno al cual gira toda la novela, es el impacto del tiempo que nos damos en la calidad de las relaciones que mantenemos, porque si una cosa ofrece Momo es tiempo; nadie que no tenga tiempo puede escuchar tal y como lo hace ella; la impaciencia está en las antípodas del hecho humano, de todo lo que es emergente y delicado.

En Momo, Ende expone magistralmente la paradoja del tiempo que caracteriza nuestro momento actual, cómo con el propósito de ganar tiempo ahorrándolo de cualquier aspecto contemplativo, estético, espiritual o relacional y orientándolo hacia el cortoplacismo utilitario y productivo, nos quedamos, cada vez más, sin tiempo para nada.

Decía al principio que Momo es una novela para consultoras y consultores no tanto por la importancia de saber escuchar, que también, sino por la relevancia que tiene el tiempo en nuestros proyectos, tanto el tiempo que nos exigen, como el que realmente necesitamos para dar una respuesta correcta, como el tiempo que nos damos para poder ser en el proyecto.

La consultoría se desarrolla en un espacio atemporal del tiempo organizativo, no porque no requiera de tiempo sino porque el tiempo que precisa es distinto del tiempo que transcurre para la organización, de ahí la falta de correspondencia que con tanta frecuencia se da entre el tiempo que exige la organización y el tiempo que necesita el proyecto desde la perspectiva de la consultora o del consultor, se trata de algo normal y, como tal, hay que aceptarlo para poder intervenir en ello.

Puede que haya quien, por aquello del empirismo con el que nos forzamos a valorarlo todo, crea que esta afirmación del transcurrir distinto y de la atemporalidad del tiempo no dejan de ser giros literarios para  definir lo que simplemente son desacuerdos entre cliente y proveedor sobre el tiempo necesario para el proyecto, que el tiempo es lo que miden relojes y que, por lo tanto, es igual para todo el mundo, aquí o en Pekín, restándole, claro, las [7] horas de diferencia.

Pero no es así, en lo que respecta al discurrir sólo hay que refrescar los trabajos desde la mecánica cuántica de Carlo Rovelli sobre la ralentización del tiempo y, sobre la atemporalidad, no sólo nos ilustra Ende en la famosa frase que encabeza este artículo, aquella de “existe una cosa muy misteriosa…” y que termina grandiosamente con aquel “porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón”, sino que también amplían este concepto autores como Byung- Chul Han o Luciano Concheiro cuando nos anima a liberarnos de la aceleración en la que vivimos instalándonos en la atemporalidad del “instante”, por ejemplo.

 

La consultoría, decía, se desarrolla en un espacio atemporal; se trata de una pausa en la linealidad ininterrumpida del tiempo de la organización que ésta necesita para poder transitar y hacer efectivo el cambio; sin pausa, no hay cambio.

Pero pausar no significa necesariamente parar, una colaboración de consultoría es, en sí misma una placenta en la organización, un espacio no agresivo ni invasivo, integrado en el cuerpo y ritmos de la organización pero separado de ella por unas condiciones particulares que permitan que, en su interior, germine y se desarrolle un proyecto de cambio en el cual la organización confía su futuro; el tiempo y el silencio amniótico necesario para el desarrollo de este germen de cambio es el que la organización ha de aprender e integrar en su propio tiempo corporativo, no al revés.

Pero querer cambiar no conlleva, necesariamente, saber hacerlo, por esto, en cualquier proyecto de consultoría, siempre se ha de insistir en una pedagogía “de oficio” destinada a frenar la impaciencia y que contribuya a tomar conciencia de que el tiempo que se le ha de dedicar a las cosas, no ha de ser ni mucho ni poco, sino el necesario para el propósito que se pretende.

Un aprendizaje que no se limita simplemente a los tiempos del proyecto, sino que se pretende que se extienda a otros ámbitos de la vida organizativa y actúe como un desacelerador que permita, súbitamente, contemplar, con más nitidez, los objetos, paisajes y personas que antes no daba tiempo a ver y, con ello, ganar en capacidad de decisión, innovación y relación. La colaboración, en consultoría es, en sí misma, cambio.

El conjunto de lo que quiero exponer aquí se ejemplifica a la perfección en el relato de Mary Poppins, que es contratada sólo para cuidar de un par de niños y termina su colaboración dejando a la familia Banks jugando en el parque, juntos como no lo habían estado nunca y cada cual donde realmente quiere estar, pero eso es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión.

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Este post fue publicado por primera vez en el blog de la Red de Consultoría Artesana #REDCA