sábado, 6 de diciembre de 2014

El propósito



I

Un par de colegas conversan sobre la rareza y la dificultad de articular encuentros entre consultores, donde se debata abiertamente sobre temáticas comunes.

Hurgando entre las posibles causas comento la diversidad que encierra el concepto de consultoría, diversidad de actuaciones pero, sobre todo, diversidad de propósitos. Hay consultores que buscan ganar dinero, otros ganarse tan sólo la vida, algunos buscan hacerse famosos, capitalizar admiraciones, otros dicen que buscan ayudar, etc. Para mí, por ejemplo, la consultoría procura los escenarios, las conversaciones y el método para poder seguir investigando.

Necesito, evidentemente, ganar dinero para poder vivir mi vida y no me sienta nada mal algo de notoriedad para darme a conocer. También busco que mi trabajo sirva a la demanda de quien lo contrata y me esmero en aportar el máximo de valor que esté en mis manos procurar, pero el propósito que me impulsa e inspira mis actuaciones es la investigación en torno a la cual gira, como en un vórtice, todo aquello que hago. Y es cuando encuentro a alguien con el mismo propósito cuando la conversación fluye inevitablemente.


II

En el marco de una acción formativa, una participante sugiere que la diferencia en la dirección de personas, entre controlar y supervisar, viene a ser lo mismo ya que ambas actuaciones buscan corregir las deficiencias o desviaciones respecto de alguien que ha hecho o está haciendo algo.

Le respondo que quizás con las dos actuaciones se obtengan resultados similares [que no lo creo] pero que no persiguen lo mismo. La diferencia fundamental entre control y supervisión está en su propósito: el control busca reducir la incertidumbre y la consiguiente ansiedad de quien controla. La supervisión busca reducir la incertidumbre y la ansiedad de quien lleva a cabo la acción. En este sentido la supervisión [a diferencia del control] es un servicio que se presta desde la experiencia y el conocimiento a quien expresa una necesidad de ayuda. En cambio el control es un ansiolítico que busca beneficiar a quien lo lleva a cabo, sea necesario o no para la persona sobre la cual recae.

Añado que también es cierto que hay mucho control disfrazado de supervisión como también hay mucho “mandar” disfrazado de “dirigir” o “liderar”. Paradójicamente, la desconfianza forma parte de nuestra cultura pero es políticamente incorrecta y busca formas sutiles de manifestarse.

La manera de ejercer el liderazgo no es cuestión de carácter o de estilos, tiene más que ver con este propósito al que me refiero. El estilo se desprende de “lo que se pretende”. Si el propósito es la admiración seguramente se adoptará un determinado estilo. Si se trata de tranquilizarse y apagar los miedos se adoptará otro y si lo que se pretende es servir, dar apoyo o reforzar y complementar el estilo será muy distinto a los otros dos.

Actuar por inercia o siguiendo moldes aprendidos suele ser el origen de muchas actuaciones fallidas. Tener claro el propósito es la mejor forma de invocar el estilo que se quiere desarrollar.


III

Comento con un joven colega que una de las causas principales que determinan la efectividad de una acción de formación se halla en el propósito que tenga el docente.

Si el propósito es mostrarse, ya sea divirtiendo, exhibiendo el conocimiento que se posee o manifestando su infalibilidad en responder a aquellas preguntas que le puedan ser planteadas, el resultado será el de concentrar en su propia persona toda la atención de los participantes, los cuales permanecerán admirados, divertidos o, en todos los casos, ajenos a sí mismos. Se conseguirá, como máximo, enseñar.

En cambio, si lo que se persigue es que aprendan, es decir, que se vean reflejados y tomen consciencia de su necesidad de cambio, entonces el propósito del docente no puede ser otro que el de invisibilizarse al máximo y convertirse en espejo.



domingo, 30 de noviembre de 2014

Reflexiones en torno al REGAL


Quizás, estimulado por las limitaciones que presenta cualquier metodología cuando ésta llega a la frontera de sus posibilidades, a principios de año, Jesús Martínez me invitó desde el Centre d’Estudis Jurídics i Formació Especialitzada [CEJFE] a colaborar en un proyecto en el que se proponía añadir una capa más a la sistematización del aprendizaje en el puesto de trabajo conseguido a través de las Comunidades de Práctica que, desde hace años, vienen desarrollando.

Partiendo de la figura que modera esas Comunidades de Práctica, se planteaba ir más allá hasta definir un rol profesional que se aplicase en potenciar, favorecer y facilitar el aprendizaje informal en el seno de la organización.

Debería tratarse de alguien que pudiera dedicar parte de su tiempo a conectar conocimiento y personas y a construir el sustrato necesario para convertir a la organización en un escenario de aprendizaje y desarrollo profesional continuado, al margen –claro está- de la valiosa contribución que tradicionalmente pueda seguir ofreciendo la formación convencional a la que tan acostumbrados estamos.

Esta idea estaba en parte inspirada por la existencia, en el Departament de Justícia de la Generalitat de Catalunya, de moderadores de CoP que ya habían trascendido a su papel y diversificado su actividad con iniciativas que franqueaban los márgenes de las Comunidades de Práctica que estaban impulsando. Se trataba pues de apoyarse en esas iniciativas, sumarlas e hibridarlas hasta dar con un compuesto que llegase a los más recónditos rincones del aprendizaje informal de la organización.

Fue así como surgió el proyecto de definición del REGAL [Rol de l’emoderador/a com a Gestor/a d'Aprenentatge en el Lloc de Treball], en torno al cual hemos trabajado a lo largo de siete meses unas 30 personas todas ellas moderadoras de Comunidades de Práctica o relacionadas con la formación y el desarrollo profesional de sus organizaciones.

Un proyecto nada fácil y con un nivel de incertidumbre muy elevado ya que no se trataba de dibujar reproduciendo un modelo expuesto sino de pintar un paisaje desconocido a partir de lo que se sabía, se había visto o de lo que se intuía. Vaya, del tipo de proyectos que sólo se sacan adelante cuando el nivel de compromiso, la atención a la diversidad y la flexibilidad metodológica de las personas que participan son elevados.

Las primeras conclusiones sobre ese trabajo fueron expuestas en el marco de la IX Jornada Compartim del pasado 25 de Noviembre. José Antonio Latorre ha realizado una muy buena síntesis de esa Jornada en el Blog de Formación de la Diputación de Alicante.


De las múltiples conversaciones que hemos mantenido con Jesús a lo largo de este proyecto, hemos llegado a la conclusión de que los retos de crecimiento, eficiencia y adaptación continua que se les están planteando a las organizaciones, apuntan a que en un futuro no muy lejano no se requerirá tanto de un perfil profesional concreto como de que el global de trabajadoras y trabajadores añadan a sus capacidades profesionales las de ser conductores, receptores y generadores del conocimiento experto que circula de manera ininterrumpida en la organización.

La capacidad de trabajar en equipo que se le reclama hoy en día a cualquier profesional no será suficiente y deberá combinarse con la capacidad de formar parte activa de una red inteligente contribuyendo a vehiculizar el conocimiento y a facilitar los aprendizajes, así como conectando a las personas desde la perspectiva que le ofrece su propio ámbito de actuación.

Los modelos de coworking y de gestión del conocimiento que se requieren para afrontar los desafíos que ya plantea el momento actual exigen que las personas no sean tan sólo autónomas a la hora de decidir qué, cómo y cuándo aprender sino que además aporten valor como facilitadoras del aprendizaje de aquellas otras personas con las que están relacionadas.

Esta reflexión marcó un punto de inflexión importante en el enfoque futuro del proyecto ya que el REGAL pasaba de convertirse en un fin a ser parte del proceso. El propósito debe ser el de "regalizar" a las personas y desplegar este perfil en la organización es, seguramente, una de las mejores formas de empezar a hacerlo.

La inercia de los sistemas organizativos actuales, la resistencia a apostar por modelos basados en la autonomía y confianza en las personas y el camino que también han de recorrer éstas para contribuir y facilitar a esta transformación cultural de las organizaciones marcan dos de los grandes cometidos que el REGAL ha de lograr mediante su actividad:

  • Por un lado el de constituirse en la prótesis que momentáneamente conecte los recursos de conocimiento con el aprendizaje natural de las personas y que amase, en la práctica, una cultura organizativa basada en la elaboración, conexión y transferencia de conocimiento entre las personas
  • Y por el otro, el de ser el catalizador del proceso de regalización de la organización, acelerando una evolución normalmente lenta mediante el modelado de actitudes, la creación de escenarios, la elaboración de herramientas y transfiriendo sus capacidades y roles a otras personas. De hecho, sobre la mesa reposa la idea de que el despliegue del REGAL cuente, entre otras formas, la de la gemación del perfil dentro de la organización. Es decir, periódicamente cada REGAL debe identificar a alguien a quien capacitar y tutorizar en el desarrollo de ese Rol.
En fin, que esto no ha hecho más que empezar.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Repensar la organización: un enfoque

Lo más habitual es pensar y diseñar la estructura de la organización desde la lógica de las funciones que desempeñan las personas y de los ámbitos de actuación en las que éstas pueden agruparse. Y estas funciones y ámbitos suelen pensarse desde lo que se hace, de lo que se sabe hacer y, también, aunque esté feo decirlo, desde la mejor perspectiva para controlar a los que lo hacen. Estos son los fundamentos en los que se basan la mayoría de los organigramas.

Así pues, normalmente el diseño organizativo obedece a criterios internos del mismo modo que se diseña y amuebla el interior de una casa persiguiendo la mayor comodidad de los que han de vivir en ella y sin que se suela tener muy en cuenta las variables de la calle en la que se encuentra. Como mucho, pensaran algunos, para buscar el lugar más apartado y silencioso en el que instalar el dormitorio.

Este diseño organizativo, tan lógico desde la perspectiva íntima de la comodidad de quien se organiza, parece que no tiene ningún sentido cuando de lo que se trata es de organizarse con vistas a conseguir unos objetivos o a impulsar un proyecto determinado.

De la misma manera que el orden de una batalla o la alineación de un equipo de futbol dependen de la estrategia que se quiera desarrollar ante un contrincante determinado, en el ámbito de las organizaciones, lo más natural sería que estos retos o proyectos a los que nos referíamos inspirasen la estructuración organizativa desde la que perseguirlos.

Pero, por muy incomprensible que pueda parecer, lo más habitual es disociar el cómo nos organizamos de lo que hacemos y, sobre todo, del para quién lo hacemos. Las organizaciones suelen pensarse para los que las habitan y esto lleva inevitablemente a adaptar el entorno a sus necesidades, a encajar su actividad en el confort de lo que se sabe hacer [especialización de las personas] y al reparto de poder en la toma de decisiones.

En relativamente poco tiempo, he tenido la oportunidad de colaborar en dos proyectos distintos en los que la finalidad era fundir, en una única entidad, a una serie de organismos que abarcaban un mismo ámbito desde perspectivas diferentes y con una oferta de servicios en algunos puntos muy distinta, lo cual implicaba inevitablemente repensar la estructuración del conjunto con el propósito de conseguir una aleación y no la simple suma de las entidades.

Con el fin de evitar la inercia umbilical que conlleva la reflexión sobre la nueva organización basada en los aspectos internos de las diferentes realidades, el enfoque de estos proyectos se basó en alejar a las personas de su contexto actual mediante una reflexión compartida que los apartara del día a día y se originase en el cliente/usuario al que se dirigían.

Esta reflexión estuvo estructurada en cinco fases:

> De la identificación de públicos a determinar sus necesidades y expectativas: Esta primera fase persigue determinar los públicos usuarios, desconectar de las diferentes culturas corporativas para revisar la perspectiva del usuario desde la óptica situacional determinada por su propio entorno y detectar aquellas necesidades susceptibles de ser atendidas por la organización. Para destilar las necesidades y expectativas de los diferentes públicos utilizamos la metodología de los mapas de empatía, una manera sencilla de reflexionar holísticamente desde la persona.

> De las necesidades identificadas al papel que ha de jugar la organización: En esta fase se contrapone a las necesidades detectadas, la razón de ser de la organización identificando aquellos servicios susceptibles de atender a estas necesidades. Esta identificación ha de referirse tanto a los productos o servicios que ya se estén realizando cómo a aquellos que podrían ampliar la actual oferta. Esta propuesta es muy interesante de cara a innovar y a crear el marco de actuación propio de la nueva organización. También es útil para depurar la cartera de servicios de la oferta que no se ajusta a la realidad de los públicos a los que se dirige.

> De las expectativas a los atributos de calidad: En este punto se trata de relacionar las expectativas de las personas usuarias respecto de los servicios que se ofrecen con aquellos atributos de calidad susceptibles de satisfacerlas [agilidad, accesibilidad, personalización, confidencialidad, disponibilidad, etc.]. Esta fase facilita el tránsito de la reflexión sobre “qué hacemos” a la antesala del diseño organizativo que no debiera ser otra que el “cómo lo hacemos”.

> De los atributos a los bloqueos actuales para llevarlos a cabo: Una vez llegados a este punto ya se está en disposición de analizar la organización en busca de aquellas variables [coordinación, metodologías, tecnología, capacitación, estructuración, etc.] que pueden bloquear o que ya están obstruyendo la prestación de los servicios con la calidad que se desea.

> De los bloqueos al modelo de organización que necesitamos: El diagnostico obtenido en la fase anterior constituye el andamiaje sobre el que diseñar el modelo organizativo que estamos buscando.


Los beneficios que ha reportado este enfoque en aquellos proyectos a los que ha sido aplicado son:
  • Abduce a las personas de la cultura corporativa que determina su día a día laboral para convocarlas a reflexionar y a conversar desde la realidad de los públicos a los que se dirigen. En el caso de procesos de fusión, este aspecto es importante en la medida en que estos públicos puede que sean el único punto de encuentro en el que coinciden las diferentes organizaciones.
  • El análisis de las necesidades actuales pone en cuestión la oferta de servicios y estimula inevitablemente la innovación. Esto es sumamente útil para romper rutinas y revitalizar la ilusión de los equipos.
  • Lejos del planteamiento funcional, egocéntrico y distante de los diseños pensados desde la organización, este diseño organizativo se inspira en las necesidades y expectativas de las personas a los que se dirige la oferta de servicios.
  • Pensar la organización desde las personas, los servicios y los atributos de calidad es una de las maneras más efectivas y ricas para contrastar perspectivas, unificar criterios de actuación, alinear enfoques y, en suma, recrear de manera conjunta una cultura corporativa orientada a generar valor.
En cuanto a los posibles inconvenientes sólo veo el de siempre, que no es otro que aquél que se deriva de la resistencia a dedicar, a las cosas importantes, el tiempo que realmente merecen.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Este blog cumple 6 años.

Dice Béla Hamvas que “el orden es la clave del Universo. Cuando pongo orden en las cosas, cuando cada una está en su sitio, restituyo el sentido del mundo”. En cambio, no puedo dejar de pensar que cualquier sentido posible hay que buscarlo en el orden natural en el que se hallan las cosas antes de que cualquier humano las reordene con el único propósito de contener su ansiedad y alimentar el sueño de tenerlo todo bajo control.

Comentaba hace un tiempo que establezco una clara y particular distinción entre progresar y evolucionar. El progreso es, para mí, esa sensación vertiginosa de avance que sentimos cuando controlamos nuestro entorno y aseguramos nuestro confort.

Este afán de progreso está directamente relacionado con la necesidad de reducir la incertidumbre y ello conlleva, generalmente, poner orden y ya se sabe que, el orden humano, suele traducirse en puro desorden en un mundo que ya nos ha venido dado de fábrica con sus equilibrios resueltos.

El afán de progreso nos lleva pues a imponer un orden que suele ser causa inevitable del desorden natural que provocamos y del que tan sólo podemos sacar provecho si vemos en él la oportunidad de aprender alguna cosa: generalmente aquello que realmente somos y lo que jamás debimos hacer.

Evolucionamos en la medida que aprendemos de nuestros errores, de ahí que en el algún momento haya afirmado que el progreso viene a ser, las más de las veces, una avanzadilla alocada de la evolución y que ésta, de realizarse, lo hace muy lentamente, si es que se llega alguna vez a realizar. Ya se sabe que hay quien puede progresar de manera ininterrumpida. De hecho, se puede vivir toda una vida progresando muchísimo sin aprender nada.

Como un boomerang que impacta en nuestra propia frente, evolucionar está pues muy relacionado con el recorrido de ida y vuelta de nuestros progresos. Si no nos concedemos con cierta frecuencia el tiempo necesario para recapacitar y vernos en perspectiva, menos oportunidades nos damos para aprender aquellas lecciones que vamos adquiriendo y, por lo tanto, de crecer.

Estoy cada vez más convencido que la sabiduría tiene que ver con reconocerse en el crío que alguna vez fuimos y del cual buscamos apartarnos obsesivamente mediante este ansia por progresar que, paradójicamente, también es ingrediente fundamental para poder llegar de vuelta a él. 


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Este blog es una pieza importante en mi proceso evolutivo ya que se ha transformado en algo más que en un espacio en el que proyectar y compartir mis ideas. A lo largo de este tiempo, escribir aquí se ha convertido en el andamiaje a través del cual empaqueto mi pensamiento y construyo mi propio conocimiento. Hoy cumple seis años y he querido celebrarlo con esta reflexión.

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Las fotografías son de Sebastião Salgado.


domingo, 26 de octubre de 2014

La ignorancia de la razón



Esta pintura lleva por título “Lección de clínica en La Salpêtrière” [1887] y pertenece a Aristide Pierre André Brouillet. Representa una de las famosas clases impartidas por el Dr. Jean-Martin Charcot, padre de la neurología y creador de la primera cátedra de esta disciplina en el mundo.

Todas las figuras que aparecen son reales siendo algunos de ellos muy conocidos como el que sujeta a la paciente que no es otro que el Dr. Babinski, el mismo que identificó el reflejo cutáneo plantar o el Dr. Gilles de la Tourette, famoso por el aparatoso síndrome que lleva su nombre y que podemos encontrar con delantal y muy atento al principio de la fila de abajo por la derecha.

Por aquel entonces, Charcot estaba especialmente interesado en demostrar las diferencias entre la epilepsia y las crisis histéricas, estas últimas sin causa neurológica aparente que las pudiera justificar. La mujer sobre la que recae la atención es pues, muy probablemente, alguien diagnosticado de histeria y por lo que parece se halla bajo los efectos de un episodio convulsivo tal y como lo demuestran el desvanecimiento y la posición contraída y agarrotada de sus brazos y manos. El autor ha prestado especial atención en resaltar este aspecto incluyendo en la pintura una representación del “arco histérico” que puede verse reflejado en el dibujo que figura expuesto al fondo de la sala, en el margen izquierdo de la pintura.

El motivo por el que traigo esta obra aquí es porque para mí refleja, en cada uno de sus matices, el pensamiento que hemos heredado, una forma de explicar la realidad que se remonta al pensamiento mecanicista derivado de la Física del siglo XVII. Un enfoque basado en una ordenación lineal y lógica de relaciones de causa-efecto, que se extendió a todas las áreas de conocimiento y desconectó e invisibilizó, como en el caso de la histeria, el permanente influjo de la dimensión emocional a la hora de comprender la complejidad del comportamiento humano.

Como los doctores de la imagen, la forma racional que hemos aprendido de aproximarnos al mundo, busca reducir todo aquello que se pretende comprender a relaciones mecánicas, mensurables, previsibles y ordenables descartando cualquier variable que no pueda acreditarse en esos parámetros e infravalorando cualquier explicación alternativa que no se ajuste a este canon.

De hecho, hoy en día, siguen valorándose las decisiones por la frialdad con la que han sido tomadas, sigue considerándose la falta de empatía como un activo importante a la hora de establecer relaciones y juicios objetivos y cualquier razonamiento suele ser más cierto en la medida en que está desconectado de cualquier emoción.

Durante siglos, la razón se ha relacionado con la luz, la verdad, el poder y lo masculino relegándose la emoción al submundo de la noche, lo subjetivo, el engaño, lo débil y lo femenino. Esta lectura de género también se halla fabulosamente presente en la pintura de Brouillet donde llama la atención la siniestra cohorte de doctores que analizan y observan fríamente el exótico e incomprensible espectáculo que ofrece la mujer enferma.

Utilizo esta obra como portal a la hora de tratar temas relacionados con el factor humano [liderazgo, comunicación, conocimiento, etc], me sirve para ilustrar dónde se halla uno de los principales bloqueos a la hora de entender por qué cuando se trata de personas y de comprender lo que determina su comportamiento, pocas veces dos y dos suman cuatro.


domingo, 28 de septiembre de 2014

Innovar desde la incertidumbre

Quizás la creencia más generalizada es que esculpir no es otra cosa que dar forma a un material a partir de una idea previa de lo que se quiere obtener de él.

La escultura sería pues el resultado de un sueño capaz de inspirar a la mano hasta convertirse en realidad.

Pero hay puntos de vista que ofrecen una visión ligeramente distinta, como la de aquel niño que viendo a su padre esculpiendo un caballo le preguntó que cómo había sabido que dentro del bloque de piedra se hallaba aquel animal. Un enfoque basado en que la realidad incluye cualquier sueño posible y donde esculpir es una de las maneras de descubrirlo si se tiene especial habilidad en despojarla de lo sobrante hasta liberar la forma de todo aquello que la oculta.

La escultura vista como transformación de la realidad o como el descubrimiento visionario, casi arqueológico, de lo que esta realidad esconde lleva a otra asociación, esta vez relacionada con la escena de una película en la que un detective experimentado se dispone a registrar el escenario de un crimen acompañado por su ayudante menos experto que, llegado el momento, le pregunta al detective por lo que están buscando, a lo que este último responde que “no lo saben pero que cuando lo encuentren lo reconocerán sin ninguna duda”.

Suele asociarse la innovación con la necesidad de gestionar ciertas dosis de incertidumbre, normalmente pequeñas y muy relacionadas con el parecido que los resultados llegarán a tener con aquella idea que los inspira. Suele tratarse, en este caso, de una innovación de taller, donde cualquier sospecha recae en la utilidad de los resultados, en la habilidad de la persona para poder materializar la idea que se propone o en ambas cosas a la vez. Es muy importante en este tipo de innovación, tener clara la idea que se persigue para tomarla como modelo al cual recurrir a la hora de controlar y corregir posibles desviaciones en el proceso de concreción para, de este modo, gestionar la incertidumbre.

Pero no siempre es así, últimamente estoy colaborando con Jesús Martínez en un proyecto relacionado con la definición de un perfil que estimule y facilite el aprendizaje en el puesto de trabajo vehiculizando el conocimiento experto que circula por la organización de manera ininterrumpida. Se trata de un proyecto donde la complejidad no reside tanto en su diseño metodológico como en la necesidad de dar forma a una figura capaz de superar el lógico rechazo al trasplante que cabe esperar de algunas culturas corporativas.


En este tipo de proyectos, la innovación requiere que las personas se sumerjan en escenarios muy parecidos a los de nuestro detective, situaciones en las que la respuesta a una determinada necesidad exigen zambullirse en la complejidad e indagar con la absoluta convicción de que reconoceremos lo que buscamos una vez lo encontremos. Se trata de proyectos basados en fuertes dosis de esperanza y en la creencia de que la escultura irá emergiendo poco a poco de la piedra mientras retiramos y barremos pacientemente, de su superficie, todo aquello que la mantiene oculta.

Entre aquellos aspectos que considero más importantes para innovar desde la incertidumbre tomo especial nota de estos tres:

> Tener claro y creer en el propósito para persistir y hacer frente al lógico desasosiego que resulta de la duda que asalta constantemente.

> Inhibir la mirada evitando anclarla en nada concreto para -de este modo- “ver más” permitiendo que sea la realidad la que se acerque al ojo.

> Elaborar el relato de tal modo que sean los hitos a los que vamos llegando el que lo vaya dictando ya que, sin duda alguna, las respuestas que aguardan son mucho más interesantes y poderosas que las preguntas con que, a menudo, pretendemos invocarlas.

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En la foto superior Camille Claudel en su taller (1887).

sábado, 6 de septiembre de 2014

Lo individualmente colectivo

Probablemente hemos sufrido la experiencia de no poder rescatar de la memoria algo que, por otro lado, solemos evocar, normalmente, de manera rápida. Y no me refiero al olvido momentáneo del nombre de una escritora o de un actor o al título de tal o cual película o libro, no. Me refiero a la amnesia generalizada de un paquete de información de uso habitual.

Poniendo un ejemplo, recuerdo que, en aquellos tiempos en los que sabíamos de memoria los números de teléfono de aquellas personas con las que teníamos una relación más estrecha, tuve, en una ocasión, la angustiosa experiencia de no recordar el número de teléfono de mi casa al que llamaba frecuentemente debido a mis constantes desplazamientos. Reflexionando sobre el suceso llegué a la conclusión que tenía que ver con el lugar en el que me encontraba, un entorno que geográfica, social y simbólicamente no tenía nada que ver con el que me desenvolvía normalmente. Nada de lo que había a mí alrededor podía ayudarme a evocar aquellos dígitos, como si la información requiriera también de ganchos externos para ser extraída y que no dependiera siempre de mecanismos internos.

Si no se ha tenido jamás esa vivencia seguro que cualquier persona ha tenido la oportunidad de comprobar el mismo fenómeno en sentido inverso, es decir, cuando una palabra oída, un pasaje leído, un sabor, una imagen, una melodía o un olor son capaces de desencadenar recuerdos que creíamos olvidados y que, sin ese “marcador” externo, posiblemente hubieran seguido ahí, durante algún tiempo, ignorados.

La influencia del entorno, no ya tan sólo en cuanto a proveedor de estímulos a los que responder, sino a su influencia en la consciencia de las personas es algo que ha venido preocupando y despertando una viva polémica entre científicos y filósofos [Chomsky, Lewontin, Searle, Popper, Eccles, Gazzaniga, Damasio, etc.] siendo causa y a la vez efecto del avance espectacular que el ámbito neurocientífico ha registrado en los últimos 20 años. Un avance que desvela, proporcionalmente a la luz que arroja, poderosos interrogantes en temas tan peliagudos como pueden serlo los determinantes de la autoconsciencia o la existencia del libre albedrío.

La incorporación progresiva de diferentes disciplinas científicas está contribuyendo a dar respuesta a alguna de estas cuestiones como es el caso de Roger Bartra quien, desde la antropología, ofrece un enfoque holístico a la comprensión del funcionamiento de la mente delatando la importancia que en ello juega el conglomerado simbólico que conforma la cultura en la que estamos inmersos.

La cultura sería, según nos explica este autor, algo más que un entramado externo al cerebro, ya que, aunque haya sido creada por el ser humano tiene una influencia directa y transformadora en el propio individuo. La necesidad que se tiene de ella para conducirse socialmente, la revela como una continuación imprescindible del cerebro para su funcionamiento cotidiano, normal y sano. Así pues sugiere que la evolución y desarrollo del ser humano se debe a la prolongación de ese cerebro que se halla en el interior de la cavidad craneal [el endocerebro] en un exocerebro constituido por los símbolos y mecanismos culturales que, a través del lenguaje o la expresión artística, alimentan la cognición y con ello, la aprehensión del mundo, el pensamiento moral y la consciencia de la persona. Es decir aquello que hace de los humanos, humanos.

Una hipótesis bellísima como no podía ser de otra manera viniendo, como viene, de un enfoque científico tan integrador y completo como el de la Antropología, pero también muy valiente, ya que, como dice el autor: “implica aceptar que la mente y la consciencia se extienden más allá de las fronteras craneanas y epidérmicas que definen a los individuos”.


En la misma línea Robert A. Wilson plantea la consciencia como un proceso extendido en el tiempo, que dura más que unos pocos segundos y que se encuentra sostenido por un andamiaje ambiental y cultural externo. Este proceso, dice Wilson, se encarna en un cuerpo [el endocerebro] que se halla empotrado en un medio ambiente.

Frente a una concepción privada de la mente y de la consciencia en el que la comunicación simplemente es un canal de transmisión de dentro a fuera, estos nuevos modelos defienden que “si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos. Pero como los humanos no somos seres aislados, sino individuos hablantes que no cesamos de comunicarnos, sabemos qué pensamos y nos damos cuenta de que pensamos.”

Una reflexión que le da una dimensión diferente a otro “Wilson” pero esta vez el de la película Náufrago [2000], una pelota de voleibol que Tom Hanks convierte, dado su aislamiento, en su interlocutor habitual. Una prótesis ambiental que sustituye a la falta de contacto social y, a través del cual, el personaje, no tan sólo protege su salud generando un mecanismo de ida y vuelta para la construcción de su propio pensamiento sino que logra establecer una relación afectiva atribuyéndole un carácter antropomórfico capaz de despertar profundas emociones incluso en el espectador. Muy, pero que muy interesante y relacionado con el tema que estamos desarrollando,  indagar en las causas de la sacudida emocional que experimenta el público de la película cuando Wilson, hasta hace poco tiempo tan sólo una pelota, desaparece poco a poco flotando en el océano por un descuido del protagonista.


Al margen de la solidez de estas hipótesis, en continuo crecimiento y sujetas siempre a la vertiginosa evolución que, como ya se ha dicho, se está dando en el ámbito neurocientífico, el avance de este enfoque armoniza y le confiere sentido a una serie de aspectos que resuenan en mi experiencia profesional en particular:

> La propiedad de lo que pensamos y de lo que se deriva de esta vida mental lo es en la medida en que se admita la intervención [imprescindible] del entorno en el que se halla y, con ello, todas aquellas variables culturales y sociales que posibilitan nuestras “experiencias”. Por decirlo de otra manera y con un ejemplo, este post se debe a muchos factores entre los que se incluyen lo que me he escuchado decir mientras conversaba, depuraba y elaboraba este pensamiento con otras personas al margen de lo que ellas aportasen directamente. Es obvio que mi interlocutor determina, por sí mismo, parte del andamiaje de mi discurso, como lo determina aquella persona que lo ha de leer en el futuro y a la que he convocado, una y otra vez, en mi imaginación para estructurar el texto y escoger el vocabulario o los ejemplos con los que ilustrar las diferentes ideas. Como decíamos antes: si no lo explicamos a nadie, jamás sabremos lo que pensamos aunque sepamos qué pensamos…[Roger Bartra, 2014].

> Enlazado con lo anterior, además de bombardear con información, el entorno actúa como un alambique a través del cual depuramos y destilamos aquello que, al final, acabamos sabiendo. Personalmente, me he dado cuenta de que es realmente en las conversaciones con mis clientes, colaboradores y alumnos donde aprendo de mí mismo, tengo las ideas más ricas y elaboro un conocimiento que suelo considerar como propio. De la misma manera, he constatado que los momentos más estériles son aquellos en los que me hallo aislado de estas conversaciones, aunque esté enfrascado en un proyecto. De hecho lo que aprendo de mis proyectos se cocina en aquellas conversaciones que pueden darse a lo largo de su desarrollo. En este sentido, considero que profesionalmente lo que hago me aporta valor añadido cuando tengo oportunidad de establecer una relación, digamos, P2P con aquellas personas con las que interacciono [insisto, sean éstas clientes, colaboradores o alumnos].

> Para finalizar, esta investigación básica está iluminando aspectos que deben tenerse en cuenta a la hora de aplicarlo a las organizaciones en aquello que se le ha dado en llamar “Gestión de conocimiento”. Pensar en la responsabilidad que la cultura organizativa desempeña como parte del exocerebro de cada una de las personas que participan de ella, es un buen punto de apoyo para comprender y gestionar sus actitudes, valores y compromisos.

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- La primera fotografía es de Margaret Bourke-White y lleva port título “Hats in the Garment District” [New York, 1930]

- La pintura es de Alexander Mark Rossi [1897] y se titula Forbidden Books.

- La segunda fotografia es de Wayne Miller y lleva por título “Children in a movie theater” [USA, 1958]

sábado, 26 de julio de 2014

Nuevos paradigmas y viejas amenazas


La Gestión de Conocimiento vuelve a estar de moda lo cual es, por un lado, una buena noticia ya que ello supone más dedicación hacia un aspecto extremadamente importante y que ha recibido escasa atención [cuando no ha sido ninguneado directamente] y, por otro lado, cabe esperar que, como corresponde a toda moda, sea pasajera, limitada de recursos y utilizada para fines más cosméticos que los que se desprenden de su esencia.

La gestión del conocimiento está de moda decía y viene marcada, en muchos aspectos, con curiosos matices tribales en los que se adivinan los ecos de antiguas prácticas que resuenan, como mucho, con un lenguaje nuevo en la nueva tecnología que los soporta.

Así pues, en el ámbito de la transferencia de conocimiento experto resuenan el mentoraje, el aprendizaje colaborativo, las conversaciones productivas, el learning by doing o el storytelling que no son otra cosa que un desempolvar y volver a poner en circulación las formas de aprendizaje que caracterizaron un momento evolutivo dado antes de que la poderosa idea de juntar a una serie de individuos en un mismo espacio para impartir -de una sola vez y de manera industrial- un mismo contenido, fuera el estándar de formación esperado.

A mi juicio, cuando se explora la viabilidad o se pretenden comprender los resultados que en nuestras organizaciones obtienen estos nuevos paradigmas de gestión de conocimiento o de aprendizaje debieran tenerse en cuenta un par de variables que normalmente permanecen emboscadas prestas a saltar sobre este tipo de iniciativas.

La primera de esas variables está relacionada con el tiempo disponible, es decir, hasta qué punto se tiene tiempo. Y es que la prisa disfrazada de eficiencia es una, por no decir la principal, variable por la que algunos entornos organizativos no tienen ninguna posibilidad de lograr con éxito los retos que se plantean.

Los nuevos discursos requieren de un tiempo que el modelo capitalista en el que emergen no suele permitir. Porque si en otro tiempo la narración y el cuento fueron mecanismos poderosos de transmisión del saber se debe, entre otras cosas, a que cuando alguien tenía algo que decir también había quien disponía de tiempo para escuchar. Cuando aprendiz y maestro se aplicaban a transferir habilidades o conocimiento experto lo hacían sobre una base temporal que no tiene nada que ver con los plazos que actualmente se le conceden al aprendizaje. Hoy en día, la sensación es de que hay demasiada prisa por aplicar o por enseñar como para tomarse primero el tiempo necesario para aprender.

La segunda variable es el concepto que la organización y, concretamente, los equipos directivos tienen del ser humano. Este tema no es menor ya que se relaciona directamente con aquello que cabe esperar de las personas, con lo que se les puede exigir, con la confianza que se deposita en ellas y, por ende, con la capacidad de riesgo y la inversión de recursos dispuesta a realizarse [entre otros, el tiempo al que nos referíamos en el apartado anterior].


En algunos entornos organizativos suele darse el caso que las personas tienen un concepto del otro muy distinto del que suelen tener de ellas mismas. No es algo de lo que necesariamente se sea consciente, pensar que las personas son una cosa y que nosotros somos diferentes forma parte del sinsentido con el que se enfocan muchos programas de liderazgo y motivación. A poco que se preste atención podemos darnos cuenta, en la informalidad de cualquier conversación, cómo oculto entre los pliegues de un lenguaje políticamente correcto se esconde una concepción infravalorada de la inteligencia y de la capacidad de autorregulación, de la responsabilidad o iniciativa del ser humano y que, en consecuencia, se supedita toda confianza a un control que, más o menos amablemente, suele llevar a la rutina, la asfixia o la apatía que tan bien conocemos, cuando no al desapego y a la deserción.

Impulsar modelos de gestión basados en la capacidad de autogobierno o en el sustrato cognitivo y emocional, sea este individual o colectivo, que tienen las personas exige no dar por supuesta la unidad de criterios que, al respecto, existe en el seno de la organización y abrir espacios para conjurar aquellos arquetipos y miedos que distorsionan la imagen y las expectativas que pueden y deben depositarse en cualquier persona consciente de sus responsabilidades. Pero para ello se necesita, claro está, tiempo



lunes, 30 de junio de 2014

La individualidad dependiente


De esta pintura, me llama poderosamente la atención cómo el equilibrio de la composición no se ve alterado por la asimetría de la escena, la desproporción de la cual puede, incluso, pasar desapercibida en un primer momento, al fin y al cabo se trata, tan sólo, de una escena familiar íntima y sencilla.

Pero el autor [Knut Ekwall] parece haberse propuesto algo más ya que ha tenido la habilidad de iluminar con un mismo punto de luz a la figura femenina en torno de la cual se arremolinan los niños manteniendo fuera de la luminiscencia al hombre que, sumido en su propia lectura, se halla al margen de la actividad que desarrollan los otros miembros con los que comparte la mesa. El individuo transmite, sin que parezca ser consciente de ello, una gran soledad.

El título de la obra, “The Reading Lesson”, acentúa todavía más esta percepción de aislamiento ya que subraya la actividad compartida de la mujer y de los niños e ignora la del hombre que se halla ahí también, leyendo y donde su ensimismamiento le hace todavía más ajeno a la animación y al calor de la actividad que se desarrolla en el otro extremo de la mesa. Si a todo esto le añadimos que el niño mayor le da la espalda, la comunión de las miradas de la mujer y los niños respecto al objeto de su atención y la postura ligeramente ladeada de los cuerpos que se hallan en el primer plano, la fractura es total.

Esta imagen adquiere una lectura determinada si se la relaciona con lo que Almudena Hernando describe extraordinariamente en La fantasía de la individualidad.

La autora sostiene que en un principio hombres y mujeres tomaban su identidad de la relación con la comunidad a la que pertenecían, la cual les aportaba seguridad [algo que todavía ocurre abiertamente en algunas sociedad primitivas actuales].

Pero lo que en un principio fuera un reparto de tareas [crianza, caza, exploración, etc.]  sin relación con el poder entre géneros, “fue proporcionando a los hombres una individualidad que iba creciendo en la misma medida con la que podían explicar de manera racional y controlar técnicamente el mundo que les rodeaba”. A medida que lo hacían, más diferenciados se vieron del grupo del que provenían, más identificados se encontraron con sus pares y más firmeza cobró la convicción de que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad. De este modo la razón se vinculó a la independencia y se relegó la emoción a un submundo inferior habitado por seres ignorantes y, por ello, frágiles y necesitados de la relación.

Una creencia a todas luces falsa pero que permite negar o invisibilizar en el discurso social al uso la vulnerabilidad y la consecuente necesidad de vínculo por parte de los hombres. Un discurso que se ha mantenido hasta la actualidad por haber camuflado esta necesidad relegándola a una relación de género en la que la mujer se ha encargado históricamente de mantener este vínculo. De ahí que la autora se refiera a esta individualidad como “dependiente”.

Algo que Knut Ekwall parece empeñado en poner en evidencia en su obra, como en esta otra que sigue y que lleva por título “A happy family”, por si hubiera alguna duda…





miércoles, 25 de junio de 2014

Sobre aprender y querer hacerlo

En las organizaciones, el tipo de formación que conocemos está cediendo el paso, al menos sobre el papel, a un nuevo modelo basado fundamentalmente en la autonomía de las personas a la hora de decidir qué, cómo y cuándo aprender; en la suscripción a la acción formativa frente a la prescripción estándar, en la transferencia de conocimiento entre pares [P2P] y en el establecimiento de escenarios de aprendizaje lo más distantes posibles del aula tradicional en la que ha estado confinada hasta el momento y que, a ser posible, faciliten los puntos anteriores [entornos colaborativos, comunidades de práctica, autoaprendizaje, escenarios informales de intercambio de conocimientos, etc.].

Nada que decir al respecto salvo que no tiene nada de nuevo y de que viene a ser, como suele suceder cada cierto tiempo, un regurgitar de viejas inquietudes que emergen periódicamente en momentos críticos, que dan lugar a lucideces también periódicas y que se diluyen, como espejismos, en bonanzas posteriores debido el uso indiscriminado y poco ético de aquellos que se apuntan al carro de la moda sin profundizar en los principios que la sustentan. Algo parecido sucedió ya hacia mediados de los 80 con el aprender a aprender y el aprender haciendo en el que se puso tanto énfasis en la formación para el trabajo y que se corrompió por su utilización masiva y poco honesta, tanto en el propósito como en los métodos con que se desarrollaba. Ahora estos "aprenderes" son poco más que frases erosionadas que han perdido, hace ya tiempo, toda su adherencia al terreno en el que debían rodar.

De hecho siempre se ha sabido que la práctica laboral, la búsqueda de información llevada a cabo por la propia persona y el conocimiento transferido a través de la observación o las conversaciones informales entre colegas son los pilares básicos del aprendizaje profesional, pero también es verdad que requieren de un tiempo, de una tolerancia al error y de una capacidad de riesgo que no suelen encontrarse entre los rasgos de identidad de las culturas organizativas al uso, para las cuales, el formato clásico de formación en aula, aunque nunca haya sido la solución idónea a todos estos aspectos, siempre ha sido la menos mala de las opciones.

De todo lo dicho y sin pretender restarle importancia al nuevo paradigma basado en un aprendizaje más autónomo e informal, no quiero pasar a la siguiente reflexión sin antes subrayar dos factores que han influido poderosamente en el auge de estos nuevos modelos de desarrollo y en el descrédito al que se ha visto sometida la formación tradicional:

> Por un lado la reducción drástica de recursos orientados a la formación, consecuencia de las políticas de austeridad a las que se han visto sometidas muchas organizaciones han revelado, de manera harto evidente, la importancia real que tiene el desarrollo profesional, poniendo de manifiesto unos valores muy parecidos a los que están determinando las políticas de educación de este país. Esta reducción de los recursos ha obligado sin lugar a dudas a maniobrar a aquellos gestores más comprometidos y a buscar nuevas oportunidades para el aprendizaje en una gestión más inteligente e ingeniosa del conocimiento organizativo.

> Por otro lado, la impopularidad actual de la formación tradicional no hay que buscarla tanto en su esencia como en el uso y abuso que de ella se ha hecho por parte de organizaciones, gestores y una amplia gama de pseudodocentes que la han subvertido sin ningún tipo de escrúpulos. La formación tradicional, al igual que la exposición como método formativo [o la conferencia magistral], tienen su propio lugar y pueden ser lo más indicado en algunas ocasiones, siempre y cuando obedezcan a un propósito real de aprendizaje y sean llevadas a cabo por profesionales competentes que tengan realmente algo que aportar y, sobre todo, sepan cómo hacerlo.


No incluyo el auge de la tecnología 2.0 entre los factores determinantes de ese cambio de modelo porque su influencia y capacidad de impacto forma parte más del discurso apocalíptico de aquellos que proclaman su inevitable adviento que de la realidad de los entornos organizativos donde, los más de ellos, siguen buscando la manera de parametrizarlos y ejercer un super control sobre su uso, cuando no de inmunizarse directamente de su influjo levantando muros o confinándolos al ámbito de lo no profesional. Además, la hiperconectividad que pueda darse en el ámbito privado, coexiste de facto con la gran dificultad que todavía existe para trasladar las mismas actitudes al ámbito tecnológico de lo laboral, lo cual enlaza con la siguiente reflexión.

Y es que el factor determinante en el hecho de que los modelos de aprendizaje autónomo e informal hayan demostrado a lo largo de la historia ser realmente más efectivos que cualquier otro es porque la persona que los lleva a cabo lo hace porque quiere hacerlo. El motor de la voluntad, el querer aprender es, sin lugar a dudas y con distancia, el factor clave del éxito en el aprendizaje sea éste del tipo que sea, formal o informal. De hecho es un factor de éxito tan importante en todo que cuesta entender el gap que todavía existe entre el cómo se enfoca la gestión de las personas y esta realidad implacable.

En el caso de la formación es habitual establecer una linealidad entre la necesidad y la voluntad. Se supone lógicamente que si la persona es consciente de que necesita algo, esta consciencia despertará su voluntad de adquirirlo. Este pensamiento subyace, al menos teóricamente, en el análisis de necesidades que suele realizarse previamente a planificar la formación y en aquella autocrítica basada en que la formación que se prescribe no genera suscripción por alejarse de las necesidades de las personas.

Esta idea, aunque lógica [o quizás por ello], no responde a la realidad que conocemos. A pesar de la cantidad de literatura en torno a la motivación, la luz que se proyecta todavía no disipa las sombras que se ciernen sobre muchos de sus componentes y aunque siga estableciéndose una linealidad entre querer y necesitar, sabemos por experiencia que esta correspondencia no se da de manera inequívoca ya que la gran mayoría de nosotr@s queremos multitud de cosas que no necesitamos como necesitamos tantas otras que no queremos.

A esto hay que sumar que, aunque el plan de formación respondiera realmente a necesidades detectadas hay otro factor que actúa como uno de los antídotos más poderosos contra la voluntad de hacer: la prescripción, es decir indicar lo que se debe o se puede hacer. Inexplicablemente sólo hace falta que se deba de hacer algo [ir a clase, llamar a alguien, leer un libro, conectarse a internet…] para que, lo que en otra situación hubiera podido ser un estímulo inevitable para procrastinar, pase a ser inmediatamente una carga pesada que se añade a la mochila de aquellas obligaciones que oscurecen la luz del día.

El aprendizaje autónomo o informal lo es [autónomo o informal] porque es llevado a cabo por decisión de la persona a partir de su propia voluntad de hacerlo, responda esta voluntad a una necesidad o no. Impulsar este tipo de aprendizaje sin considerar estas variables es condenar cualquier alternativa a las mismas -o a más- dificultades que ha tenido la formación tradicional ya que aprendizaje informal y aprendizaje autónomo suponen obviamente informalidad y autonomía dos componentes capaces de generar un shock anafiláctico en la más pintada de las organizaciones de nuestro mundo conocido.

Es muy posible que la dificultad para impulsar estos nuevos modelos de aprendizaje venga dada por la capacidad de la organización de:

  • Pasar del análisis de necesidades formativas al análisis de “voluntades de aprendizaje” con lo que ello supone en cuanto a articular mecanismos de participación e implicación de las personas en llevarlo a cabo.
  • Hacer de la informalidad algo tan normal como lo formal bloqueando, en este caso, cualquier intento de limitarla, gestionarla y controlarla.
  • Pasar del cultivo de aprendizajes a generar el “sustrato” necesario para que estos puedan darse cuando las personas quieran y decidan hacerlo.
  • Evaluar capacidades y empoderar a las personas de cómo adquirirlas, exigiendo resultados y responsabilizándolas de su propio aprendizaje.

Algo muy relacionado con la filosofía, los valores y el concepto que se tiene de las personas y, por ello, difícil de metabolizar para muchas culturas organizativas, pero no imposible de conseguir. Quizás debiéramos volver a analizar el caso de Summerhill para inspirarnos .

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La fotografía superior la he encontrado aquí.

La fotografía inferior lleva por título “Texting in Class” (1944) me ha parecido graciosa por ejemplificar gráficamente la presencia inevitable de lo informal dentro de lo formal y la he encontrado aquí.


martes, 17 de junio de 2014

La utilidad del tiempo perdido

Los principales obstáculos al cambio en las organizaciones no suelen emerger en el momento en que éste va a producirse, ni mucho menos, sino que suelen estar presentes ahí, desde siempre, inoculados en el torrente de la cultura organizativa y bombeados rítmica y periódicamente hacia cada rincón de la organización a partir de aquellas inercias, hábitos y comentarios que se realizan de manera normal y espontánea.

Las más de las veces, suelen formar parte del mantra de la organización, de los tics comportamentales, de lo que se dice y se dice que se hace, tenga que haber cambio o no, y normalmente están muy relacionados con aquello por lo que se valora y reconoce a las personas en aquel entorno.

De ahí que la principal resistencia al cambio suela venir, aunque parezca paradójico, de parte de quienes deberían liderarlo.

Esta familiaridad dota a estos obstáculos de la invisible evanescencia de lo cotidiano y los hace muy difíciles de detectar o de tomar clara consciencia de ellos, ya que suelen formar parte de los componentes nutritivos del líquido amniótico en el que flota la organización.

De hecho, normalmente, por no existir no existe ni la acción de resistirse al cambio sino que es el cambio el que acaba disolviéndose inocuamente por una narrativa organizativa que lo ignora sin necesidad de poner empeño en ello. De hecho, al igual que sucede con las personas, cada organización, lejos de estar condenada al aislamiento, goza de su propio lugar en el mundo y tiene quien le quiere tal y como es.

La clave para entender la dificultad ante cualquier cambio hemos de buscarla, pues, en ese relato en el que la organización cree, en el que se inspira, en el que fundamenta todos sus argumentos y a partir del cual, aquellos y aquellas que lo proclaman en voz alta obtienen más influencia dentro de ella.

Evidentemente, en este aspecto, cada organización tiene sus singularidades, pero hay algunos rasgos compartidos en las culturas de gran parte de las organizaciones de este hemisferio.

Entre esas peculiaridades, quizás una de las que tienen más relevancia, es el supuesto pragmatismo que suele utilizarse para argumentar que el valor del tiempo empleado es directamente proporcional a la utilidad inmediata de aquello que se obtiene.


El culto a la utilidad evidente e inmediata ha llevado a que una conversación sobre filosofía corporativa, una reunión que acabe sin unas conclusiones “aplicables”, debatir sobre un concepto o reflexionar sobre ideales futuros, sea visto y vivido como una gran pérdida de tiempo y que practicarlo sea un deporte de riesgo para aquellos equipos y personas que ven en ello una necesidad.

Pero, desde un punto de vista práctico, cultivar aquellos aspectos relacionados con atender a la diversidad de formas de pensar, establecer un lenguaje común, debatir sobre los valores reales que han de determinar la vida corporativa o unificar criterios respecto a los propósitos que han de orientar las actuaciones, son la clave para cosechar una utilidad insospechada que genera rendimientos sólidos y permanentes en la salud organizativa.

Dejar de hacerlo es abocar a la organización a la superficialidad del discurso, al desconocimiento mutuo, a la disparidad de actuaciones, a la inmadurez, al conflicto, a la falta de motivos, a la ignorancia conceptual, a la veneración de lo inmediato, a la ausencia de propósito y al tristemente conocido no tener tiempo que perder para decidir sobre nada nuevo que no forme parte de la liturgia de siempre.

Una extendida y mal entendida orientación a resultados es la responsable de que actualmente se ignore, abiertamente y sin ningún pudor, que se requiere de tiempo que perder para que pueda ser de provecho.

Algo tan importante y común como difícil de hacer ver y de cambiar.

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La segunda imagen corresponde a Alice in Wonderland [1879] de George Dunlop Leslie



domingo, 1 de junio de 2014

De los espacios a los sistemas de coworking

Las personas construyen las culturas y las culturas determinan, a su vez, cómo son las personas. A partir de esta premisa básica, es obvio deducir que culturas distintas generan y son el reflejo de personas también diferentes.

Ésta es una de las tesis a partir de la cual Almudena Hernando teje su fantástica aportación sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno y en la que señala la importancia que ha tenido y sigue teniendo la individualización en la cultura occidental. Una cultura que cifra gran parte de sus logros en la creación de espacios personales a partir de objetos individualizados que, a través de su uso continuado, contribuyen a su vez a la individualización creciente de las personas.

Un hecho que, aunque sea más visible recientemente por el espectáculo que ofrecen grupos enteros de personas aisladas entre si y capturadas por sus smartphones, ha estado siempre ahí desde el momento en que, compartiendo mesa, lo hacemos con un plato y cubiertos propios o nos rociamos con perfumes y desodorantes para hacernos tolerar y soportar la cercanía o el contacto de cualquier persona extraña. Unas expectativas y unos comportamientos que parecerían, como mínimo, extraños, a otras personas de otras culturas donde el contacto personal o el compartir la comida de un mismo recipiente forma parte de la manera de sentirse protegido, acompañado y realmente a gusto.

Hace unos años, Yochai Benkler anteponía a la clásica concepción basada en la teoría del gen egoísta, investigaciones recientes donde se demuestra que, contrariamente a lo que se ha venido creyendo, la evolución humana se ha realizado sobre la selección de aquellos individuos colaborativos frente a los competitivos y que estos últimos habrían obtenido peores resultados en todos aquellos aspectos clave implicados en la supervivencia.

Estas teorías han sido refrendadas por los avances en el conocimiento del cerebro humano en el que ya se han localizado zonas específicas que intervienen en la comprensión del comportamiento de otros individuos, que permiten percibir como propias las sensaciones que puedan estar experimentando otras personas y que son determinantes en el aprendizaje humano. Estos descubrimientos están arrojando una luz intensa sobre el sustrato fisiológico y neuropsicológico de la inteligencia colectiva y del impulso que mueve a la colaboración entre las personas.

Pero después de todo lo dicho, el hecho de que exista una base biológica para la colaboración no implica que ésta aparezca invariablemente, que surja espontáneamente a la menor oportunidad y ni tan sólo que llegue a darse en algún momento de la relación.


Enterrado en capas y capas de cultura tradicionalmente individualizadora, el impulso colaborativo puede permanecer paralizado, algo que recuerda a lo que ocurre con reflejos como el de succión, el de Babinski o incluso la Sinergia de Moro, que siempre han seguido allí, sepultados en materia gris, tal y como lo demuestra el que vuelvan a aparecer en los estadios más involutivos de la demencia cuando la persona es explorada y debidamente estimulada.

Es cierto que, a diferencia de estos reflejos primarios, nuestro escenario actual ha puesto a prueba nuestra capacidad de colaboración y ha demostrado hasta qué punto esta potencialidad es capaz de cobrar forma y traducirse en la multitud de experiencias y proyectos de índole colaborativa que se han dado de manera espontánea en nuestra sociedad para hacer frente a situaciones difíciles. Pero esto no permite suponer que se dé en la misma intensidad cuando se relaja la atmosfera y se cierne sobre nosotros una cultura que sigue cifrando el progreso y el éxito en función del grado de individualización y autonomía al que llegue la persona.

Los espacios de coworking, a diferencia de los hoteles o los viveros de empresa, son espacios pensados para ir más allá de proporcionar unos precios asumibles, incubar un proyecto profesional bajo la atenta mirada de personas expertas o abandonar el aislamiento de trabajar en casa. El coworking tiene entre sus propósitos el de facilitar la colaboración entre los profesionales allí reunidos en todos aquellos aspectos en los que podemos descomponer lo que algunas personas llaman trabajo y otras prefieren denominarlo proyecto profesional.

Compartir un mismo espacio quizás no sea una de las variables necesarias pero sí que es un factor que facilita de manera muy potente la relación entre las personas y por ende el conocimiento mutuo, el establecimiento de relaciones de confianza y la colaboración. Y más cuando este espacio es diáfano, libre de obstáculos y se preocupa por habilitar escenarios que provoquen encuentros entre las personas que lo habitan.


Pero la colaboración, tal y como se desprende de todo lo que se viene diciendo en este artículo, no es tan sólo un tema de espacios. En nuestra cultura occidental tenemos la tendencia aprendida y sabemos perfectamente cómo aislarnos en multitud. Para hacer emerger la colaboración de una manera habitual y efectiva se requiere, además, de un sistema que la muscule y permita definirla de entre las telas y vestidos que tienden a disimularla. Viene a ser, por encontrar un ejemplo sencillo, como marcar bíceps, cualquier persona los posee pero sólo lo percibimos en aquellas personas que se esfuerzan e invierten tiempo y paciencia en desarrollarlos.

Para contrarrestar la inercia a la individualidad, los espacios de coworking han de crear sus propios gimnasios de la colaboración y ofrecerlos como el valor más importante a aquellos profesionales que trabajan en ellos. De la misma manera que han de buscar el compromiso de estos mismos profesionales en contribuir activamente al sistema de colaboración del que también se sirven.

Un sistema de coworking puede [debiera] ir más allá de la participación espontánea en proyectos conjuntos y ampliar la colaboración a todo el espectro del proyecto profesional estableciendo, por ejemplo:

  • Mecanismos de co-vigilancia que fomenten la observación colaborativa del entorno y una curación de contenidos que responda a las necesidades de los coworkers.
  • Mecanismos de co-prescripción que permitan ampliar la oferta de servicios a través de las diferentes redes de relación.
  • Escenarios para la transferencia de conocimiento y metodologías de trabajo.
  • Escenarios de innovación que favorezcan la serendípia y faciliten la hibridación y la co-creación de productos y servicios.
  • Mecanismos que integren la diversidad de especialidades para potenciar el acceso a proyectos de especial complejidad.

Lo ideal es que este sistema sea creado, seguido y valorado con la participación de los mismos coworkers y que responda, como cualquier cosa que aspire a ser útil, a criterios de sencillez y de factibilidad ajustándose a las posibilidades de sus integrantes y manteniéndose en un beta-orgánico que lo permita madurar y adaptarse a las diferentes situaciones y voluntades que vayan emergiendo en el colectivo.

Algunos pueden ver en ello un esfuerzo más que sumar al desarrollo del propio proyecto profesional y es cierto, supone necesariamente un plus que añadir a la cotidianeidad. Pero nuestra historia evolutiva y la experiencia avalan de sobras esta inversión, tan sólo se trata de confiar en ello y comprobarlo.


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La foto superior lleva por título A monday washing [NYC, 1900], desconozco la autoría así como la de la que le sigue. Ambas son impresionantes.

La foto inferior fue tomada en el transcurso de una charla sobre colaboración, innovación y emprendizaje a la que fui invitado por Laia Benaigues Monné, impulsora del espacio de coworking Espai La Magrana que se halla en Valls [Tarragona].