Hace ya unos años que incluyo, habitualmente, en mi discurso, la importancia de la conversación para la creación y transmisión del conocimiento.
El tema empezó así: súbitamente me di cuenta de que trabajar concentrado en un proyecto no era suficiente para aprender, es más, si los ritmos eran muy fuertes y no tenía espacios de pausa en mi actividad, aprendía más bien poco. Tomé consciencia de que era en las conversaciones que tenía con aquellas personas con las que colaboraba donde construía mi conocimiento; era en estas conversaciones y a través de la interacción con la otra persona, en la necesidad de explicar, complementar o responder, donde hallaba el estímulo para formularme, a mí mismo, cuestiones que emergían en aquel momento o donde verbalizaba lo que eran impresiones y sensaciones, que se habían mantenido anónimas en mi mente hasta entonces y que, a través de la conversación, cobraban forma y sentido. Hablaba, me oía y, a la vez que elaboraba e intercambiaba, aprendía.
Fue entonces que me di cuenta de que, en una conversación, no sólo se me abría la maravillosa oportunidad de aprender de la otra persona, sino que también aprendía muchísimo de mí mismo porque me oía decir cosas que no sabía que sabía y, al hacerlo, adquiría clara consciencia de ellas, incorporándolas como conocimiento.
Este blog es, mayormente, una consecuencia de ello, ya que mucho de este conocimiento lo he ido sistematizando, en los artículos que escribo y, los momentos en los que disminuye el ritmo de las publicaciones suelen coincidir con una escasez de estas conversaciones, es así, tal cual, pocas cosas he generado por mí sólo [por no decir ninguna], sino que la mayor parte se la debo a estas conversaciones que he mantenido con los colegas, clientes, colaboradoras y colaboradores y otras personas de mi entorno con las que he ido compartiendo mi día a día.
Tomar consciencia de la importancia de las conversaciones en la transmisión y actualización de conocimiento entre las personas y grupos humanos fue de la mano con esta revelación. Tan preocupados como estábamos por diseñar mecanismos, metodologías y técnicas para estimular la transferencia de conocimiento y ya lo teníamos ahí, delante de nuestras narices, donde ha estado siempre, entre el tejido natural de nuestras relaciones.
Las personas, nos guste o no, conversan y en estas interacciones se transfieren opiniones, puntos de vista y maneras de hacer, la mayor parte de las veces de manera inconsciente, sin la intención de enseñar ni de aprender nada, como formando parte de la cotidianeidad y este ha sido, junto a la observación intencionada o no, la manera genuina y más potente de transferirnos conocimiento desde que la Humanidad tiene recuerdo de sí misma.
En este contexto interactivo de la conversación, para mí germinaron con facilidad otros modelos basados en lo paradójicamente colectivo de la inteligencia individual, muchos importados de la Antropología y que defienden la existencia de un exocerebro simbólico-cultural compartido, prolongación del cerebro biológico, y que forma parte intrínseca de nuestra consciencia y de cada una de las decisiones que tomamos como individuos.
Hace unos pocos años, hablar de la necesidad de favorecer las conversaciones en el marco de lo profesional no era lo habitual, estaban poco menos que proscritas y exiliadas al país de lo ocioso e inútil. Conversar era lo que hacían las personas fuera del trabajo, una actividad lúdica y una de las maneras de perder el tiempo cuando de lo que se trata es de ser productivo.
En las jornadas y congresos sobre Gestión del Conocimiento se hablaba de comunidades, de competencias clave, de nuevos roles, de transferencia de buenas prácticas y de tecnología aplicada al trabajo colaborativo, todo muy cuantificable, medible, valorable y explicable con impactantes y solidos diagramas que daban cuenta de los logros conseguidos, pero no se hablaba de conversaciones, hacerlo te definía como alguien raro, un antisistema, subjetivo, poco fiable, un soñador.
Las cosas han cambiado, al menos aparentemente, en los últimos años la conversación ha ido ganado espacio en nuestros foros, normalmente de la mano de algún gurú anglosajón que, en nuestra cultura, todavía siguen siendo los que tienen más predicamento y en el último congreso internacional EDO del 2020 hubo incluso un simposio dedicado a “La transformación de la organización a través de las conversaciones”.
Pero nuestro sistema es poderoso por su capacidad de fagotizar a sus enemigos y reconvertir cualquier disidencia en un producto comercializable que sea controlable y que de rendimiento en mor del mismo sistema, ya se trate de un movimiento político, de un rapero, de la siesta o de la conversación.
De este modo, hoy se habla mucho de conversaciones, sí, pero de conversaciones domesticadas, con objetivos claros, límites y una estructuración concreta y predeterminada, de poca duración, que no den miedo y que encajen o no desentonen con el utilitarismo lineal, cortoplacista e industrial de nuestras organizaciones.
Pero las conversaciones a las que me he referido siempre no son esas, son las que se dan entre personas que se lo pasan bien compartiendo, abiertamente, sin objetivos, sin ningún propósito aparente que no sea el de relacionarse y pasar un momento agradable, aquellas en las que se habla de lo que apetece, saltando de un tema a otro, las que no terminan sino que se interrumpen, las genuinas, las de siempre.
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La primera imagen corresponde a mi intervención en el TED Plaça del Fòrum del 2015.
En la segunda imagen conversando con Yago González, con quien aprendo siempre.