Hay combinaciones que, lejos de equilibrarse, se potencian hasta crear algo mayor que la suma de sus partes. La unión entre narcisismo y autoritarismo es una de ellas. En esta alianza, la necesidad de afirmación personal del narcisista y la búsqueda de control del autoritario se entrelazan para formar un tipo de poder que se sostiene a sí mismo, se alimenta de sí mismo y, lo más grave, se legitima a sí mismo.
No es un fenómeno nuevo, pero sí es más visible y cada vez más preocupante.
Narcisismo y autoritarismo comparten un mismo principio operativo: el otro solo es valioso si engrandece mi identidad.
Cuando la aportación ajena no refuerza la propia imagen, se descarta, se minimiza o, directamente, se desprecia. No importa la calidad del argumento ni lo acertado de la idea: Si no suma al brillo del líder, si no refuerza su relato, si no contribuye a su centralidad, entonces no existe.
Lo que subyace aquí no es solo falta de reconocimiento, sino un profundo desprecio por la alteridad, por la diferencia, por la riqueza que aporta todo aquello que no soy yo. Narcisismo y autoritarismo transforman la diversidad en amenaza y la colaboración en un riesgo.
En el fondo, esta minusvaloración del otro se sostiene sobre una fantasía estructural: la creencia de que uno es capaz de abarcarlo todo.
Como señala Almudena Hernando, nuestra cultura ha construido una fantasía de la individualidad que se sostiene sobre la negación de la interdependencia. Cuanto más se niega nuestra necesidad de los otros, más se idealiza la autosuficiencia. Y cuanto más se idealiza la autosuficiencia, más terreno gana el narcisismo.
El autoritarismo aparece entonces como el mecanismo que permite que esa fantasía opere sobre los demás: yo soy el centro, mi mirada traduce la realidad, mi criterio sustituye al de todos y el mundo será como yo digo porque yo lo digo.
El narcisista se recrea en su grandeza; el autoritario se asegura de que los demás la acaten. Esta fantasía de omnipotencia —tan seductora para quien la padece— genera una ignorancia, una ceguera. Ceguera para ver los propios límites, para aceptar los errores, para ceder protagonismo, para escuchar y para empatizar.
Posiblemente se trate de una patología. No la tomamos como tal porque está demasiado extendida y, al estarlo, se mimetiza con la normalidad. Vivimos rodeados de múltiples manifestaciones de esta ceguera y, al acostumbrarnos, dejamos de ver su naturaleza corrosiva. Para algunos, incluso, se ha convertido en un valor: el signo inequívoco de quienes “ganan”, de quienes imponen, de quienes no dudan. Una supuesta virtud que distingue a los triunfadores de los demás. Pero, en realidad —y no es una metáfora ni una exageración— esta incapacidad para reconocer límites y aceptar la alteridad funciona como un tóxico lento para la inteligencia colectiva y para cualquier forma de vida en común. Actúa como un agente que debilita los pilares mismos sobre los que se construyen las sociedades humanas: la cooperación, la confianza y la reciprocidad. Cuando estos pilares se erosionan, lo que queda es una estructura frágil, sostenida más por inercias que por vínculos reales.
Los sistemas políticos contemporáneos —sin distinción clara de ideologías— muestran un auge preocupante de esta alianza entre narcisismo y autoritarismo. Se multiplican los liderazgos personalistas, las narrativas que desprecian la deliberación y los discursos que convierten el desacuerdo en enemigo.
Lo preocupante no es solo que esto ocurra, sino que la ciudadanía lo legitime como si fuera fortaleza. Se confunde visión con narcisismo y liderazgo con imposición.
Lo que debería ser un ejercicio colectivo de construcción se convierte en un concurso de omnipotencias individuales.
Las organizaciones no suelen ser impermeables a estas dinámicas. La pregunta es: ¿hasta qué punto las jerarquías organizativas reproducen esta misma lógica narcisista y autoritaria?
La respuesta puede ser que lo es más de lo que reconocemos.
Se manifiesta en líderes que no escuchan y quedan atrapados en monólogos disfrazados de diálogo, en quienes absorben el mérito y diluyen la contribución del equipo, en culturas donde solo se reconoce aquello que refuerza el relato del poder, en procesos de decisión donde escuchar es una concesión y no un hábito, en estructuras donde la jerarquía pesa más que la razón y en evaluaciones que premian la visibilidad individual por encima del trabajo real.
El narcisista necesita ser visto; el autoritario necesita ser obedecido. Ambos se sostienen sobre una misma fractura: la incapacidad para reconocer al otro como sujeto pleno.
Cuando la mirada se utiliza para reafirmarse y no para comprender, el respeto desaparece. Sin respeto no hay vínculo, no hay cooperación, no hay comunidad posible. Solo queda una colección de individuos alineados por miedo, conveniencia o resignación. Y una organización así puede ser eficiente, pero nunca será inteligente. Puede obtener resultados, pero jamás generará compromiso.
Reconocer esta alianza entre autoritarismo y narcisismo no es un ejercicio teórico: es una necesidad práctica. No basta con diagnosticarla; hay que comprender cómo actúa, cómo se infiltra en las estructuras y cómo condiciona silenciosamente la calidad de nuestras decisiones. Cualquier intento de desarrollar modelos de liderazgo capaces de amplificar la inteligencia de una organización exige cultivar los componentes emocionales que generan compromiso: la escucha auténtica, el reconocimiento mutuo, la humildad para dejar espacio, la valentía de aceptar que no lo sabemos todo y la capacidad de construir desde la diferencia. Nada de esto es posible cuando quienes ocupan posiciones de responsabilidad están atrapados en un narcisismo que solo les permite relacionarse con el espejo que devuelve su propia imagen, cuidadosamente ajustada a cómo desean verse. Un líder así no ve personas, sino superficies reflectantes; no construye comunidad, sino que reproduce su propio eco. En un entorno gobernado por esta dinámica, cualquier promesa de inteligencia colectiva se desvanece antes de nacer, porque la organización queda condenada a orbitar alrededor de una ficción individual que jamás será capaz de sostener un proyecto común.
Es difícil abordar esta situación. Desde luego, no se resuelve con másteres de liderazgo ni con coachings personalizados que prometen transformaciones rápidas y que, en demasiadas ocasiones, alimentan precisamente aquello que dicen querer corregir. La industria del liderazgo, con su obsesión por el rendimiento individual, no hace sino reforzar la ficción narcisista de la autosuficiencia. Multiplica certificaciones, modelos y discursos que, lejos de contrarrestar estos rasgos, parecen amplificarlos, como si cada intervención añadiera una capa más de autosatisfacción y blindaje. Al final, quienes más necesitarían cuestionar su mirada acaban, paradójicamente, más convencidos de su infalibilidad. Y así, lo que debería abrir espacios de conciencia termina reforzando la rigidez de la máscara. Por eso el reto no es seguir creando espacios exclusivos para la formación de líderes, sino desarmar los mecanismos culturales que sostienen la fantasía de grandeza formando a esos líderes sin separarlos de sus equipos. No se trata de seguir acompañando al narcisista en su viaje de autocontemplación, sino de reconstruir colectivamente la cultura que hace posible que su sombra se convierta en norma. Mientras no atendamos esto, seguiremos llamando liderazgo a lo que no es más que una sofisticada forma de ceguera —por lo que ya sabemos— sumamente perniciosa.

