Entre los mejores momentos del día, desde hace años, se repiten los treinta minutos que dedico cada mañana a la meditación. Sentado en un cojín, en la penumbra, erguido, atento a la respiración. Observando los pensamientos que surgen, de todo tipo, sin implicarme en ellos, sin desarrollarlos, sin seguir ninguno. Solo prestando atención a la respiración, esa presencia constante, familiar, íntima.
El bajo continuo que ha acompañado cada escena de mi vida, despierto o dormido. La respiración de niño, de joven, de adulto, la de ahora. La misma, la de siempre. La que será, hasta el final.
Durante estos treinta minutos, no hago nada más que respirar. No me muevo, no me rasco. No atiendo a lo que ha pasado ni me inquieto por lo que vendrá. Solo estoy ahí, en el cuarto, sentado, erguido, con las manos en el regazo, respirando. En silencio, en paz.
Todo puede esperar. Ha de esperar. O no.
Sea como sea, durante este tiempo no voy a moverme.
En realidad, pasarme, pasarme, no me pasa nada. Hoy me he dado cuenta de esto, de que todo lo que me pasa depende de cómo me relaciono con lo que sucede.
He observado esta idea.
Y he vuelto a la respiración.