lunes, 30 de diciembre de 2024

Lo que suelo echar de menos en los planteamientos de cambio organizativo.


A diferencia de lo que sostienen algunos respetados colegas, no tengo nada en contra de la planificación estratégica. Tampoco me inclino por defenderla a ultranza. Para mí, es simplemente una herramienta, y, como tal, su utilidad o inutilidad depende de cómo se utilice. Al hablar de la forma en que se usa, no me refiero únicamente a la metodología, sino también al propósito, al por qué o para qué se emplea. Y es en este último punto donde, en muchos casos, coincido con aquellos colegas que critican la eficacia limitada o incluso nula de ciertos planes estratégicos.

En cuanto al propósito, sabemos que la planificación estratégica no siempre persigue objetivos de adaptación, mejora, cambio o transformación de la organización. En muchos casos, estos planes no son más que documentos que cumplen un propósito de "acicalamiento organizativo", actuando como un guion que da contenido a un discurso político que se desea proyectar. Un claro indicador de este enfoque se encuentra en la falta de conocimiento que los propios miembros de la organización tienen sobre el plan estratégico. No son pocos los contextos donde se desconoce por completo la visión, misión o valores, e incluso los propios objetivos, que figuran en estos planes.

En cuanto al método, no es tanto la ortodoxia en la aplicación de la metodología lo que determina si un plan es una herramienta válida o no. La mayoría de los planes estratégicos son asesorados por empresas o profesionales de la consultoría, o incluso dirigidos por departamentos internos dedicados exclusivamente a ello y tienen una estructuración impecable. De hecho, lo que parece común en los planes actuales es que se asemejan a mecanismos de relojería, donde cada pieza encaja perfectamente en el engranaje de las demás, siendo cada una la causa que mueve a la siguiente. Un plan estratégico al uso, busca evocar simetría, erradicar la incertidumbre que genera el cambio, como si tuviera que cuadrar de forma precisa, como la contabilidad de la organización. Esa sensación monolítica, de lógica infalible, suele deberse precisamente a este planteamiento  racional del plan, donde lo cuantitativo debe determinar el sentido del fiel de la balanza y lo cualitativo suele servir como información de relleno, un toque de maquillaje para resaltar sensibilidad hacia lo subjetivo. 

Pero lo que realmente echo de menos en un plan estratégico concebido como una herramienta de cambio son varios elementos esenciales para que realmente cumpla su propósito de transformación organizacional.

SINCERIDAD Y CONVICCIÓN

El plan estratégico debe ser el reflejo de una decisión genuina de cambio, no un ejercicio superficial ni un simple programa de comunicación política. Cuando un plan se formula solo para cumplir con una obligación externa o para dar la apariencia de estar alineado con las tendencias de la moda organizativa, tiene poco futuro. El cambio debe ser una respuesta a una convicción interna profunda de la necesidad de transformación, un proceso que nazca de una reflexión sincera sobre el estado actual y las posibilidades futuras de la organización.

La convicción es el pilar fundamental de la sinceridad en el proceso de cambio. Un plan que no surge de una convicción profunda, respaldada por una comprensión clara de lo que se necesita transformar, está destinado a fracasar. Esta convicción no es simplemente una creencia abstracta, sino una certeza compartida que debe impregnar toda la organización, desde la alta dirección hasta el último miembro del equipo. La falta de convicción, o la falta de un propósito claro y compartido, es una de las principales razones por las que los planes estratégicos no logran el impacto deseado. Sin convicción, el cambio no es más que un mandato vacío, una orden que los demás perciben como algo ajeno o impuesto que afecta gravemente al compromiso.

La convicción tiene un impacto directo en la capacidad de asumir riesgos y en la tolerancia a la frustración. Los planes estratégicos que son percibidos como auténticos y respaldados por una convicción firme pueden abrir la puerta a la innovación y a la toma de riesgos necesarios para el cambio. Los riesgos son inherentes a todo proceso de transformación, pero la confianza en que ese cambio es el adecuado, y la certeza de que es lo que la organización necesita, permite que los líderes y los equipos se enfrenten a la incertidumbre con determinación. 

La potencia comunicativa de un plan también depende de esta sinceridad y convicción. La comunicación sobre el cambio no puede ser una mera difusión de información técnica o una explicación superficial de objetivos. Cuando el cambio es convencido, la comunicación se convierte en un acto de inspiración que conmueve a las personas. La comunicación efectiva de un plan sincero no solo informa, sino que también influye y conecta emocionalmente con los receptores. Un plan estratégico sincero y respaldado por una fuerte convicción tiene la capacidad de generar esta conexión. 

VITALIDAD

Uno de los errores más comunes es pensar que el cambio comienza con el plan. Se empieza a cambiar cuando se decide cambiar y esto hay que tenerlo claro para empezar a gestionar el cambio desde este primer momento. 

Sin embargo, en muchos casos, el cambio se embotella en los planes estratégicos que están impregnados de una ortodoxia mecanicista que los convierte en documentos fríos y estáticos. Esta falta de vitalidad es lo que, en gran medida, les impide evolucionar con coherencia y dinamismo. La mayoría de los planes estratégicos parecen ser frankensteins organizativos: siluetas y movimientos que no encajan, artificiales y ajenos al orden natural de las cosas. En lugar de inspirar cambio, parecen forzarlo desde fuera, como una estructura impuesta, que no responde a la realidad del contexto en el que se ejecuta.

A pesar de los rigurosos análisis, los gráficos detallados, la precisión de los datos y la obsesión por la compartimentación y la jerarquización de los objetivos, estos planes intentan dotarse de una lógica e infalibilidad que, en la práctica, se revelan completamente desconectadas de la realidad. La complejidad del cambio no puede ser contenida en cuadros rígidos ni en mediciones estrictas que buscan encontrar una respuesta lineal ante un fenómeno profundamente dinámico. Esta visión tan lineal del cambio ignora la naturaleza compleja de las organizaciones, que rara vez se ajustan a los movimientos predecibles de un engranaje. En lugar de un mecanismo perfectamente aceitado, las organizaciones son entidades vivas, multifacéticas, interdependientes, y su cambio es un proceso que no puede preverse de manera estricta ni controlarse con precisión.

El cambio organizacional, por su propia esencia, es un proceso mucho más complejo, impredecible y, sobre todo, profundamente humano. Es emocional, pasa por las percepciones, las resistencias, los impulsos y los compromisos de las personas involucradas. No puede ser reducido a un conjunto de indicadores que se siguen al pie de la letra. El cambio verdadero nace del interior de la organización, desde las personas que la componen, y tiene que ser acompañado de una energía viva que lo impulse, que lo haga sentir como una necesidad genuina y no como una imposición ajena.

Por pequeño que sea el cambio, su planteamiento debe ser como el de una gran ola que se forma con todo lo que la empuja y con todo lo que atrae, una ola que arrastra con fuerza todo lo que quiere cambiar. No es un proceso de simple corrección o ajuste, sino una transformación profunda que afecta todo lo que está a su paso. Esa ola no es rígida ni mecánica, sino fluida y dinámica, adaptándose constantemente a lo que encuentra en su camino y evolucionando conforme avanza. Esta es la vitalidad que un plan estratégico debe tener: no puede ser un conjunto de piezas inamovibles, sino una corriente de acción que se adapta a las circunstancias, que inspira, que tiene energía, que conmueve.

Es en esta vitalidad donde reside la coherencia del cambio. Un plan que no tiene esta chispa vital está destinado a quedar atrapado en la burocracia y el conformismo, sin lograr movilizar a las personas ni generar la energía necesaria para la transformación. La vitalidad es lo que convierte un plan en algo realmente transformador: un proceso dinámico que respira, que crece, que fluye de acuerdo con las necesidades y oportunidades del momento. Solo cuando el cambio se vive con esa vitalidad, como una ola que no se puede contener, es cuando realmente se producen resultados sostenibles y significativos.



LA CONEXIÓN EMOCIONAL CON LOS ACTORES DEL CAMBIO

El cambio solo tiene vitalidad cuando se percibe como propio. Para que este cambio sea efectivo, debe ser algo que las personas no solo acepten, sino que deseen activamente. Las personas deben sentir que el cambio vale la pena, no solo para los usuarios o los clientes, sino también para la organización como entidad y para quienes la componen. Esta conexión emocional no solo se trata de cómo se comunica el cambio, sino de cómo se vive dentro de la organización. El cambio no puede limitarse a una dinámica participativa superficial, a un cuestionario para el análisis DAFO o a una jornada de comunicación que se quede en lo simbólico. Si el proceso de cambio se reduce a estas herramientas sin un compromiso real de involucrar a las personas en su ejecución y en su propósito, pierde su capacidad de generar una transformación real en la organización.

Cuando las personas se sienten parte del cambio, el proceso de transformación deja de ser una imposición y se convierte en una decisión compartida. Este sentido de pertenencia y compromiso emocional es crucial para que el cambio se viva con autenticidad, no como una tarea más, sino como una oportunidad colectiva para crecer y mejorar. Esta conexión emocional es clave para vencer la resistencia natural al cambio, que suele estar generada por la incertidumbre. La incertidumbre crea miedo, y solo cuando se establece un lazo emocional fuerte entre el cambio y los individuos es posible que este miedo se transforme en motivación y acción. Este proceso no puede ser únicamente un ejercicio formal, sino que debe estar impregnado de un compromiso real, donde cada miembro se vea útil y necesario para el cambio.

EL LIDERAZGO ES UN RECURSO ESENCIAL

Para que esta conexión emocional sea efectiva, el liderazgo no puede localizarse exclusivamente en la cúpula. De nada sirve que solo alguien de ahí arriba crea en el cambio si no se logra impulsar esa creencia a través de toda la organización. Si el liderazgo se limita a una capa superior, corre el riesgo de no ser efectivo, ya que el cambio necesita ser vivido y entendido en cada nivel de la organización para generar un verdadero impacto. 

Los diferentes niveles estructurales no pueden ser un tapón en el proceso de cambio, ni puede continuar actuando como si nada sucediera, ajenos a las transformaciones que están ocurriendo a su alrededor. Cada directivo, directiva o mando tiene que creer en la necesidad del cambio y estar convencido o convencida de que su papel no es solo ejecutar y controlar, sino conectar emocionalmente a las personas de su equipo con ese cambio. 

El papel del liderazgo en el Plan Estratégico no debe limitarse a tímidas menciones a la programación de acciones de formación en habilidades denominadas "blandas" para el personal directivo y los mandos intermedios, sino que debe ocupar un apartado relevante o incluso propio y diferenciado. Los planes son ejecutados por las personas, no por planteamientos teóricos. Estas personas necesitan recursos adecuados para poder llevarlo a cabo. El liderazgo ha de abandonar su posición de privilegio estructural para ocupar su verdadero lugar como recurso esencial al servicio de las personas.

Para que un plan estratégico sea posible, es fundamental que ponga el foco en la implementación de mecanismos de soporte y acompañamiento a todos los niveles directivos y de mando, proporcionándoles las herramientas y el apoyo necesarios para desarrollar su capacidad de gestionar el cambio de manera efectiva. Esto incluye, claro está formación específica, pero también un entorno en el que puedan compartir experiencias, recibir feedback constante y estar acompañados en su propio proceso de cambio. 

La evaluación continua del estilo de liderazgo es clave. El liderazgo debe ser constantemente monitoreado para garantizar que está alineado con los objetivos del cambio y que está respondiendo adecuadamente a las necesidades del equipo. Igualmente, debe haber un sistema de corrección de desviaciones, que permita ajustar comportamientos, ofrecer apoyo adicional y, si es necesario, realizar cambios en los responsables para garantizar que el cambio siga su curso.

Solo así, el liderazgo podrá cumplir su verdadera misión: ser el motor que impulsa la transformación, asegurando que todos los miembros de la organización estén comprometidos, capacitados y motivados para hacer realidad los objetivos del cambio.

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La primera Imagen es de Kanenori en Pixabay

La segunda imagen corresponde a La gran ola de Kanagawa



martes, 17 de diciembre de 2024

¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones?


La respuesta a esta pregunta parece sencilla: “el cambio siempre es posible. Claro está, siempre y cuando se den las condiciones necesarias para que pueda prosperar.”

Nos quedamos entonces tranquilos, pensando que solo es cuestión de crear esas condiciones. Nos viene a la mente la imagen del jardinero que prepara el terreno, siembra, fertiliza y riega con cuidado, confiando en que todo siga su curso natural. O, quizás, la del ingeniero que diseña un plan preciso: una secuencia lineal y coordinada en la que una diversidad de recursos converge hacia la construcción de algo nuevo.

Pueden existir otras imágenes, todas ellas con un patrón común: la figura del artífice del cambio. Como el jugador de billar, que calcula el ángulo, mide la fuerza y da el toque justo con el efecto preciso, logrando que las esferas —redondas, pulidas y ligeras— se deslicen suavemente para ocupar un nuevo lugar en el tablero. Una nueva disposición, llena de posibilidades, a la espera del próximo golpe de taco.

Esta imagen es la que da pie a tantos discursos sobre liderazgo: se habla de liderazgo transformador, inspirador, orientado al cambio. Se simplifica la ecuación y se apuesta todo a la capacidad del líder para generar un propósito que logre ser compartido y asumido por quienes deben hacerlo realidad. Y ¿qué duda cabe? para que el cambio sea efectivo, debe existir un propósito potente y, a la vez, compartido por aquellos que han de materializarlo. Para ello, lo más efectivo es invitar a las personas a participar en la construcción de este propósito, a dar su opinión, a aportar sus perspectivas. Y, de esta forma, se espera que las bolas se deslicen suavemente sobre la mesa impactando entre sí, encontrando su lugar y generando nuevas posiciones y posibilidades.

Hay mucha literatura y se siguen publicando numerosos artículos, ampliamente aplaudidos, que lo cifran todo, básicamente, en la capacidad del líder de la organización para alinear liderazgos hacia un propósito común, subrayando aspectos de indudable importancia como el ejemplo y la coherencia, la confianza, la empatía, el aprovechamiento del talento, la comunicación efectiva o la gestión de la incertidumbre, entre otros. Esto ha dado lugar a una proliferación de acciones formativas de todo tipo —másteres, acompañamientos, coaching, intercambios— que persiguen desarrollar estas competencias y dotar a los líderes de herramientas que les permitan enfrentar los retos actuales y futuros de las organizaciones con mayor eficacia y humanidad. 

Actualmente, la mayor parte de los esfuerzos y recursos destinados a gestionar el cambio se concentran en tres ámbitos principales: el comunicativo, el formativo y el tecnológico.

Pero, ¿está siendo efectivo este enfoque? ¿Existe una correspondencia directa entre la comunicación, la formación de lideres o la inversión tecnológica, y un cambio real en el porqué, en las maneras de hacer o en la vida cotidiana de las personas que integran los múltiples equipos, colectivos y grupos dentro de una organización?

Es cierto que no se puede negar su impacto. Por ejemplo, la tecnología actual y las posibilidades de teletrabajar han generado cambios incuestionables en las formas de trabajar, en la presencia física y en la calidad y cantidad de las relaciones profesionales. Sin embargo, resulta difícil afirmar categóricamente que estos esfuerzos sean suficientes. En gran medida, esto se debe a que son aún escasos las narrativas y las formaciones que logran penetrar de manera efectiva en el subsuelo productivo de la organización: ese espacio donde se forjan las dinámicas reales de trabajo, las creencias compartidas y las conductas cotidianas que sostienen —o frenan— cualquier proceso de cambio. 

En muchas organizaciones, especialmente en aquellas de gran tamaño, el plan estratégico parece tener vida únicamente en el ámbito supra-directivo. Los valores definidos, las líneas estratégicas, los objetivos generales, los esfuerzos en gestión del conocimiento, los procesos de acogida o desvinculación, el impulso de la innovación o incluso la importancia de las personas y el liderazgo en todo ello, suelen percibirse como algo lejano e irreal.

Se ignora —o se percibe como ajeno— todo aquello que no conecta directamente con la realidad cotidiana del puesto de trabajo, del equipo o del servicio. Para muchas personas, el Departamento o la Dirección se convierte en una realidad difusa, lejana, casi inexistente en su día a día. De este modo, conceptos fundamentales como liderazgo, valores u objetivos estratégicos se desdibujan y pierden su sentido práctico, quedando relegados a un ámbito abstracto que poco o nada impacta en la experiencia diaria del trabajo.

Para la mayoría de las personas de a pie, la vida de la organización se reduce a la dinámica de su pequeño equipo de trabajo: a la relación con sus compañeras y compañeros, a la que tiene con quien ejerce la función de dirección o mando y a cómo todo ello influye en su tiempo y en la organización y desarrollo de su labor diaria.

Sin embargo, estas relaciones tienden a perder flexibilidad con el tiempo debido a la solidificación de los roles que cada uno adopta o asume, a las inercias relacionales que le dan a cada cual un papel y un lugar. A medida que los roles se vuelven más rígidos, se limitan las posibilidades de adaptación y cambio, haciendo que la dinámica del equipo se vuelva cada vez más predecible y menos capaz de creer una posibilidad de cambio desde estas personas.

Esta es la realidad, sino de todos, sí de un sinfín de equipos que anidan en la gran colmena de estas organizaciones que se plantean el cambio en su cultura de trabajo. Se proponen conceptos tan brillantes como el liderazgo transformador, la autogestión responsable, el compromiso, la iniciativa y la generosidad en la creación e intercambio de conocimiento; la escucha activa, el respeto, la apertura a la diversidad de criterios y opiniones para favorecer la innovación, entre otros muchos ideales. Sin embargo, todos estos aspectos chocan irremediablemente contra el caparazón impenetrable de las rutinas, determinadas por el rol que cada persona ocupa. Un rol del que resulta difícil desprenderse porque está en constante actualización a través de la red de relaciones que lo sostiene y lo refuerza día a día.

Y volviendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones? La respuesta sigue siendo la misma: "El cambio siempre es posible, siempre y cuando se den las condiciones necesarias". Pero, ¿cuáles son entonces estas condiciones?

Por supuesto, un propósito con sentido compartido y las herramientas adecuadas para alcanzarlo continúan siendo elementos fundamentales. Pero no son suficientes. Es necesario quebrar la rigidez de los roles, esa estructura que captura y encadena a las personas en dinámicas relacionales perpetuas, sostenidas por expectativas inamovibles sobre sus capacidades y aspiraciones.

Liberar a las personas significa permitirles desplazarse con mayor libertad en el tablero del cambio: reinventarse, recolocarse y refrescarse cuando sea necesario. Pero esta libertad se ve truncada en organizaciones donde los puestos de dirección o mando se perpetúan, haciendo que una misma persona pueda ser responsable del mismo equipo durante gran parte de su vida laboral. Esta rigidez no solo limita la evolución individual, sino que también anquilosa las dinámicas colectivas, dificultando cualquier posibilidad de transformación real.

Si queremos quebrar estas inercias, existen herramientas que, aunque no sean centrales en este artículo, podrían facilitar el proceso. Medidas como sistemas de rotación interna que fomenten la flexibilidad, la creación de espacios de diálogo, asesoramiento mutuo y experimentación para revisar y redefinir el papel de directivos y mandos o el impulso de liderazgos temporales o distribuidos que eviten la concentración prolongada de poder en una misma persona, pueden ser un primer paso para oxigenar la organización y abrir vías hacia el cambio.

Siguiendo con la metáfora del billar, no se trata de meter la bola 8 —aquella que debe mantenerse siempre en equilibrio— en la tronera al final de la partida, sino al principio. Este movimiento inicial, tan disruptivo como necesario, despoja a las personas de su cotidianeidad, las obliga a reconectarse de nuevo con su realidad, a rearticular sus relaciones y a renovar su rol, experimentando en primera persona la necesidad y la posibilidad del cambio.

Es precisamente en esta dinámica viva y oxigenada donde los referentes cobran sentido y donde un plan estratégico, la formación o cualquier orientación externa tienen posibilidades de encontrar por fin tierra fértil en la que germinar.

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Imagen de Luna4 en Pixabay

martes, 10 de diciembre de 2024

Lecciones de la relación entre cuerpo y mente en la práctica meditativa


La meditación, especialmente en retiros donde se mantiene la postura meditativa varias veces al día durante largos periodos (una hora o incluso hora y media, en cuatro sesiones diarias), puede traer consigo dolor en áreas como las rodillas, los empeines o la zona lumbar. Este malestar suele ser consecuencia de la falta de costumbre de sostener dicha postura por tanto tiempo, algo comparable a permanecer de rodillas y sentado sobre los talones durante un largo rato. Gran parte de esta incomodidad está ligada a los hábitos sedentarios del estilo de vida occidental. Sin embargo, con la práctica, el cuerpo se adapta: se producen los estiramientos necesarios, las caderas se abren, las tensiones musculares disminuyen y la postura se vuelve más relajada, natural y serena.

A pesar de ello, durante la meditación, el cuerpo sigue reaccionando a la agitación mental y a las preocupaciones que puedan surgir, provocando nuevos desequilibrios posturales y tensiones musculares. Meditar no es un ejercicio reflexivo orientado a una comprensión intelectual ni un viaje imaginativo para calmar el sufrimiento cotidiano. Es, más bien, un ejercicio de silencio, una práctica vivencial de uno mismo que parte de la autoconsciencia de estar justo aquí. Ni en lo que has hecho antes, ni en lo que vendrá después, sino en el momento presente.

La postura desempeña un papel esencial en la meditación. Sentarse en un cojín con las piernas cruzadas, las rodillas firmemente apoyadas en el suelo y la espalda erguida, como si se empujara el cielo con la coronilla, involucra activamente al cuerpo en el acto meditativo. Una postura demasiado cómoda, lejos de ser conveniente, puede favorecer el ensimismamiento, propiciar un estado de ensoñación o incluso inducir el sueño. La postura adecuada es exigente, ya que no solo mantiene al practicante alerta, sino que también le ancla al presente. Al estar aquí y ahora, el cuerpo asume un papel protagonista que, junto con la respiración consciente, ayuda a establecer una conexión profunda entre mente y cuerpo.

La atención en la postura es crucial, pues aleja a la mente de las distracciones generadas por la red neuronal por defecto, responsable de pensamientos automáticos, recuerdos y divagaciones mentales. Las exigencias físicas de la meditación contrarrestan estas distracciones, promoviendo una mayor atención y facilitando una experiencia más profunda. De esta forma, la postura no solo condiciona la calidad de la meditación, sino que también establece un marco perfecto para enfrentar la incomodidad física y las distracciones mentales.

Si el dolor aparece durante la meditación, se desencadena una dinámica cognitiva que puede apoderarse de la experiencia. La mente se focaliza en la incomodidad, surgen dudas sobre la necesidad del dolor, si no estaremos cayendo en un sufrimiento innecesario y se desea terminar la sesión. Estas preguntas forman parte de los mecanismos mentales para justificar el abandono de la postura en favor de una experiencia más cómoda. Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, la incomodidad también puede convertirse en un recurso para explorar la relación entre cuerpo y mente.

El dolor en la meditación nos lleva a un punto donde las distracciones mentales se intensifican, haciendo emerger pensamientos, emociones y deseos que en condiciones normales pasarían desapercibidos. En lugar de evitarlos, la práctica meditativa nos invita a observarlos y aceptarlos como parte de la experiencia, desarrollando la habilidad de no reaccionar automáticamente ante ellos.

La postura meditativa, con sus demandas físicas, se convierte en un marco ideal para enfrentar la agitación interna con mayor claridad. No se trata de eliminar el dolor, sino de transformar nuestra relación con él. Esta aceptación nos enseña a no huir ni reaccionar impulsivamente, una capacidad que constituye una de las lecciones más profundas de la meditación.

Lo que experimentamos durante la práctica meditativa, especialmente el dolor físico o la incomodidad, no difiere tanto de lo que enfrentamos en la vida cotidiana. Al igual que la postura meditativa nos desafía a no escapar de la incomodidad, el día a día nos confronta constantemente con retos emocionales y situaciones que preferiríamos evitar, como el estrés, las frustraciones o la incertidumbre. De la misma manera que la meditación nos enseña a observar el dolor físico sin reaccionar de forma impulsiva, podemos aplicar esa misma actitud ante las dificultades cotidianas. Ante el estrés o las emociones negativas, podemos hacer una pausa, tomar conciencia de lo que sentimos y, después, elegir de manera consciente cómo actuar, en lugar de dejarnos arrastrar por la inercia de nuestras emociones.

Este principio fundamental de la meditación es perfectamente aplicable a nuestra vida diaria: no siempre podemos cambiar las circunstancias que nos rodean, pero sí podemos transformar nuestra actitud frente a ellas.


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Imagen de SnapwireSnaps en Pixabay


martes, 3 de diciembre de 2024

La certeza incierta: reflexión sobre “Los límites de la ciencia” de Javier Argüello




Existe una brecha enorme entre el conocimiento y las incertidumbres que caracterizan al pensamiento científico actual y las certezas con las que la mayoría de las personas interpretan, trabajan y se relacionan con el mundo. Esta distancia se debe a múltiples factores, entre ellos, la complejidad de los avances científicos y su limitada divulgación, así como a la resistencia humana a cuestionar creencias profundamente arraigadas.

Paradójicamente, mientras la ciencia avanza en la comprensión de los fenómenos que nos rodean y de nuestra propia naturaleza, gran parte de este conocimiento sigue siendo desconocido o incomprendido por la mayoría, que continúa aferrada a formas de comprensión del mundo propias del marco científico del siglo XVII. Esta desconexión no solo responde a la falta de acceso a información, sino también a la comodidad que ofrecen las explicaciones tradicionales, basadas en lógicas mecanicistas. Estas lógicas prometen una sensación de seguridad al plantear un mundo físico y tangible donde todo es medible, predecible y controlable, desde el nivel subatómico hasta las dinámicas del universo entero. 

Dentro de esta visión mecanicista, también se incluye, de manera reduccionista, la comprensión de la mente humana y la consciencia. Estos aspectos, profundamente complejos y aún rodeados de interrogantes para la ciencia, quedan atrapados en este intento de encajarlos dentro de esquemas lineales, materiales y deterministas.

Sin embargo, esta visión mecanicista choca con la realidad de un universo lleno de incertidumbre y complejidad, donde la predicción absoluta es una ilusión. La fantasía de poder anticipar cada comportamiento, cada reacción, queda constantemente desafiada por los descubrimientos científicos, que nos invitan a aceptar la incertidumbre y la subjetividad como parte inherente del conocimiento y la existencia. 

Para Javier Argüello, los límites de la ciencia se encuentran en aquellos caminos que, tras convertirse en cuellos de botella, terminan por revelarse como callejones sin salida. Estas situaciones plantean la necesidad de un cambio de paradigma, un cuestionamiento profundo sobre las hipótesis que buscamos validar y los métodos con los que lo hacemos. Hemos construido una cultura centrada en el análisis y la especialización como formas predominantes de comprensión, donde el conocimiento de las partes se asume como capaz de explicar el todo y donde todo debe ser abordado de manera evolutiva y lineal. Sin embargo, los avances en física desafían esta perspectiva al sugerir que el todo existe como una entidad independiente de las partes, y que estas no son más que constructos explicativos a través de los cuales se nos revela. Algo que ya intuían los antiguos y que es asumido como dogma por la mayoría de corrientes espirituales.

Este cambio de paradigma requiere una transformación en nuestra forma de entender el conocimiento, integrando la incertidumbre y la complejidad como principios fundamentales. Pero no es un proceso sencillo. Supone replantear no solo nuestra relación con el conocimiento, sino también cómo este se incorpora en nuestras prácticas cotidianas y en la visión que tenemos del mundo. Abrazar esta nueva forma de pensar implica soltar certezas, aceptar la riqueza de lo incompleto y avanzar hacia una comprensión más integral y conectada de la realidad.

Los límites de la ciencia” es un bombón que recomiendo encarecidamente a aquellas y aquellos que sienten que trabajan desde lo pequeño y necesitan desembarazarse de la estrechez de las certezas absolutas para abrirse a nuevas maneras de comprender y conectar ideas. Es un libro para quienes buscan salir del reduccionismo y abrazar la complejidad, para quienes sospechan que el conocimiento no solo se encuentra en lo que se mide y se prueba, sino también en aquello que se intuye y se experimenta. 

Este libro recoge la conferencia que Javier Argüello ofreció en noviembre de 2021 en San Sebastián. El evento, reunió a físicos, escritores, neurocientíficos y humanistas para explorar el papel de la belleza como faro en las distintas búsquedas humanas. Se trata de una obra breve pero profundamente inspiradora, que invita a repensar nuestras herramientas conceptuales y nuestras formas de aproximarnos al mundo.

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En la imagen se muestran dos momentos distintos, pero profundamente conectados, en la búsqueda del conocimiento: a la derecha, Richard Feynman, en un seminario en el CERN tras haber recibido el Premio Nobel de Física, en 1965; a la izquierda, una representación clásica de las musas, hijas de la memoria y guardianas de la inspiración. Las musas, según la mitología, ofrecían verdades profundas a través de la belleza, ya que solo lo bello podía abrir el corazón humano al conocimiento eterno.