Esta entrada está inspirada en una aportación de Jordi Güell, una de estas personas con las que la colaboración y la conversación suelen ir de la mano.
A propósito de las variables que determinaban el éxito y el fracaso en la utilización de una misma metodología de autoaprendizaje [el CoachingOurselves] por parte de dos grupos de directivos distintos, Jordi Güell comentaba, hace poco, que entre los factores que influyeron decisivamente en el resultado de estas experiencias, se encontraba el que, así como en uno de los grupos las personas llevaban problemas y dificultades en sus manos, en el otro grupo, lo que traían era posibilidades, experiencias, maneras de pensar y formas distintas de hacer las cosas.
Una vez más se hace evidente que el principal factor que incide en el cambio, sea este personal o de cualquier otra índole, es el deseo “real” de cambiar. Un factor que, a fuerza de obviarlo o darlo por hecho, invisibiliza la verdadera dificultad en el impulso y desarrollo de muchos proyectos. Y es que el rechazo al cambio puede permanecer oculto entre los pliegues de la consciencia incluso para aquellas personas que abogan y creen apostar por él.
Nuestra identidad y la imagen que deseamos proyectar, entendidas cada una de ellas como lo que somos y cómo pretendemos que nos vean, no tienen por qué ir de la mano, es más, pueden estar en las antípodas, a juzgar por lo que se suele observar tanto en procesos de cambio personal como organizativo. Ante una petición de colaboración para el cambio, a la pregunta ¿qué quieres cambiar?, no pocas veces se obtiene explícita o veladamente un “…nada…”, inquietante, paradójico y sordo. Es difícil, muy difícil, reconocer lo que realmente se desea. Lo natural es que, ante esta pregunta, se disparen todos los resortes de aquello políticamente correcto en lo que nos queremos reconocer aunque estemos lejos de querer actuar en consecuencia.
Impulsar el cambio significa subirse a lomos de él y ello exige, de manera incuestionable, querer fervorosamente hacerlo; ya que éste sigue una evolución próximo-distal, de dentro a fuera, empezando en el ámbito de lo imaginado y propagándose a los propósitos que se plantean, las actitudes y los propios comportamientos antes de incidir directamente en el entorno en el que nos hallamos y sobre el cual pretendemos intervenir.
Cualquier cambio supone de manera irremediable una renuncia y ésta es la razón de que sea conveniente alimentar de manera continuada el deseo de transformación, explorando las ventajas y estimulando que emerjan aquellas oportunidades que lo hagan posible.
Hacer lo contrario, es decir, detenerse en los obstáculos o invocar de manera continuada aquello que imposibilita al cambio es una de las formas más comunes de erigir barreras y construir argumentos que justifiquen la imposibilidad o inconveniencia de moverse de donde se está. A poco que observemos, en algunos procesos de cambio, veremos en la batería de cuestiones racionales y sesudas de algunas personas su incomodidad, falta de riesgo, miedo o pereza a emprender el camino hacia algún lugar muy distinto del que ya se encuentran.
La sobrevaloración del cambio a la que nos lleva el momento actual incide de manera determinante en esa confusión entre lo que se quiere y lo que se debe querer. Cambiar no es, en todos los casos, necesariamente mejor que no hacerlo. Cambiar es tan solo armonizar el lugar en el que se está con aquél, soñado, en el que se quiere estar. Si no hay un sueño es difícil articular grandes cambios.
De ahí que ante el cambio, y a modo de disolvente de todos aquellos espejismos que nos empujan a afirmar cosas en las que no creemos, sea útil -siguiendo la metáfora de Jordi- saber qué llevamos en las manos, ya que aquello con lo que acarreemos nos dirá lo que sinceramente queremos y a lo que realmente podemos optar.
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Las fotografías son de Masao Yamamoto