Los que nos dedicamos a ello sabemos que la principal resistencia al cambio, cuando éste afecta a la cultura de la organización y a las actitudes de las personas, la suelen ofrecer aquellas personas que han de liderarlo.
Viene a ser algo muy parecido a lo que sucede en determinadas situaciones terapéuticas donde la persona que busca resolver un problema se resiste a ponérselo fácil al profesional al que, curiosamente, ha acudido en búsqueda de ayuda.
A nivel de la organización, la resistencia al cambio por parte de quien quiere impulsarlo activa resortes que resultan muy similares a estas situaciones paradójicas que se dan entre terapeuta y paciente, tenerlos en cuenta resulta determinante para el cambio mismo.
Una de las fuentes principales de resistencia al cambio la constituye la consciencia súbita, diáfana e indiscutible de una máxima que suele exhibirse con más alegría que convicción y que dice que “el cambio comienza por uno mismo”.
La necesidad de interiorizar primero los valores que se quieren impulsar, de traducirlos en actitudes y conductas que sean coherentes, estén armonizadas y modelen las actitudes y conductas que se quieren desarrollar, es algo que parece obvio pero con lo que, sorprendentemente, no se suele contar.
Se trata de aquello tan conocido del “que cambie todo menos yo”, que parece tan superado pero que se halla anidado en nuestro deseo más íntimo, posiblemente debido al confort que nuestro cerebro se esfuerza en ofrecer para evitar la ansiedad que produce la incertidumbre de salirse del guion de siempre y explorar nuevos territorios.
Otra de las causas de resistencia es la propiedad sobre el cambio mismo.
Que el cambio lo hacen posible las personas y que el grado de implicación de éstas determina la calidad y profundidad de este cambio, es algo que parece estar universalmente asumido y que explica la creciente proliferación de procesos participativos.
Pero también debiera serlo que el grado de implicación de una persona en un objetivo, un problema o un proyecto está directamente relacionado con lo propietaria que sea de este objetivo, problema o proyecto y que esto es, sin duda, lo más importante para que pueda darse el cambio mismo. Las personas se preocupan por aquello que las interpela directamente y que sienten como suyo. Es algo que no solo ocurre en las organizaciones y que podemos reconocer en nosotros mismos en cualquier otra faceta de nuestra vida.
Se suele decir que hay que hacer propietarias a las personas del cambio pero esta afirmación tan generosa no deja de generar algún problema cuando se trata de llevarla a la práctica. Hacer propietario a alguien supone ceder, aunque sea en parte, esta propiedad y esto no es fácil de asimilar y genera recelo en culturas organizativas verticales, donde la propiedad es un valor vinculado al estatus y se desconfía de la capacidad y utilización que pudiera hacer de ella cualquier persona que no sea quien lidera el cambio.
De ahí también lo limitado de muchos de los procesos participativos para el cambio, ya que vienen a ser como el conocido “siéntete como en tu casa” donde el énfasis está en ese “como” que te recuerda que en verdad no se trata de tu casa, que puedes opinar, ayudar, contribuir, asumir y disfrutar de las decisiones que se toman en ella, pero no cambiar nada, la propiedad es de otro.
Ceder la propiedad del cambio a las personas que han de instrumentalizarlo es, las más de las veces, el principal reto de trasformación personal al que debe enfrentarse el líder del cambio si es que realmente apuesta por este cambio.
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En la foto un muchacho austríaco recibe zapatos nuevos durante la Segunda Guerra Mundial.