Los nuevos modelos de gestión basados en hacer propietarias a las personas de las decisiones que conciernen a su ámbito de responsabilidad, de impulsar equipos autogestionados capaces de determinar el qué, el cómo y el cuándo de su actividad y en hacer del trabajo algo que contribuya de manera natural al crecimiento personal, al bienestar y, en definitiva, a vivir una Vida plena, plantean un importante reto a la mayoría de nuestras organizaciones.
La verticalidad de las estructuras de mando, la concepción industrial de la gestión de las personas o la percepción del trabajo derivada del castigo primigenio heredado de nuestra tradición judeocristiana son, entre otras cosas, algunos de los factores que alimentan unas culturas organizativas que fluyen impetuosamente en dirección, muchas veces, contraria a la necesaria para cultivar estos nuevos modelos.
A menudo, en escenarios donde se habla de cambio o se debate sobre modelos de gestión muy actuales, algunos directivos públicos comentan la dificultad de aplicar estos modelos y, en general, la imposibilidad de hacer cosas diferentes en el ámbito de la Administración.
Es cierto que la Administración tiene unos parámetros característicos que limitan sus posibilidades de actuar o de innovar, pero también es verdad que eso no le ocurre a ella sola. Cualquier organización, sea pública o privada, está sujeta a unos límites trazados por las características de su actividad y por el sistema de creencias, valores, conocimientos y manera de hacer que se destila de su cultura corporativa. Dificultades para el cambio las hay siempre, de hecho, se hallan en la naturaleza del cambio mismo.
Pero las organizaciones, sean del tipo que sean, suelen ser continentes que acogen en su seno microestructuras [departamentos, servicios, etc.], equipos y personas, cada una de ellos con su espacio e incluso una capacidad de acción propios, siempre dentro de los parámetros globales de la organización.
Lo que realmente debiera importarnos es cómo se gestiona el espacio de cada cual y si se hace todo lo posible para aprovecharlo al máximo. Es ahí donde se halla la piedra angular de la innovación, en impulsarla desde lo local, desde el espacio del que dispone cada uno, aprovechándolo hasta los límites, ejerciendo la suficiente presión sobre las barreras que circunscriben las posibilidades de la organización hasta ir ampliándolas, poco a poco.
En este escenario, en el de los equipos, es donde entra en juego la voluntad, el miedo y la capacidad de riesgo de sus directivos o mandos, porque de todos es sabido que, bajo los parámetros de una misma organización, con las mismas variables y recursos, hay quien hace más y lleva a su equipo al límite y hay quien hace menos, jibarizando su potencialidad y reduciéndola a un tamaño muy por debajo de sus posibilidades y de cualquier frontera impuesta.
Así pues, una primera conclusión a la que nos lleva esta reflexión es la de que, ante el cambio organizativo, hay que valorar primero la resistencia que opone nuestro miedo, ya que la dimensión de éste es inversamente proporcional a la capacidad de riesgo que estamos dispuestos a asumir.
Quizás uno de los temas más controvertido a la hora de asimilar los nuevos modelos organizativos sea el de cómo introducir la autogestión como modelo de trabajo de equipos y personas y no porque no se considere rico, atractivo o lógico, no, sino porque, de facto, es contrario a las creencias que justifican y dan sentido a la distribución vertical y ascendente de la responsabilidad y de la toma de decisiones en la mayoría de las organizaciones.
Suele ser este un pez que se muerde la cola ya que, a lo largo de su historia, la jerarquización de las decisiones ha impedido a su vez que las personas sean y se sientan propietarias de las funciones que llevan a cabo, lo cual ha llevado a una élite a creer necesario dirigir dichas actuaciones, dictar el modo de llevarlas a cabo y, finalmente, de controlar su grado de cumplimiento y rigor metodológico.
Los modelos culturales organizativos al uso han reforzado la existencia de unas estructuras de poder que son las que saben y deciden sobre lo que debe hacer el resto, lo cual, es crucial para explicar la escasa musculación del compromiso, el absentismo emocional de muchas personas y, en definitiva, el infantilismo estructural de algunas organizaciones.
El resultado de todo ello es, en gran parte, la desconfianza basal que se desprende de los poros de nuestras organizaciones y de que palabras como “autogestión” generen inquietud y dudas sobre la capacidad de los equipos para decidir, por si mismos, sobre qué trabajar y sobre cómo hacerlo.
Pero no se debe cejar en el empeño ya que del mismo modo que la confianza lleva a la autogestión, la implantación gradual de mecanismos de autogestión generan confianza, algo que hay que aprovechar ya que repercute directamente en la calidad de la relación entre las personas y, en consecuencia, en el compromiso con la organización y la vivencia que se obtiene del trabajo.
El momento actual ofrece muchas posibilidades para inocular, sin rechazo, la autogestión en la forma de trabajo de nuestras organizaciones, con la esperanza, además, de que a medio o largo plazo pueda llegar a ser en un rasgo más que caracteriza la cultura organizativa.
Para ello hay que evitar entrar en colisión directa con la estructuración jerárquica tradicional de la organización y no poner en tela de juicio la cultura que orienta las actuaciones y la toma de decisiones. Hay que tener en cuenta que las culturas corporativas no fluyen lenta y plácidamente, sino que discurren con mucha fuerza y son difíciles de remontar. Metafóricamente, son más parecidas a un torrente que arrastra todo lo que encuentra y por esto, se ha de evitar nadar a contracorriente.
La introducción de prácticas de autogestión no está reñida con la verticalidad de muchas organizaciones, la existencia de Comunidades de Práctica son la prueba de ello.
La Comunidad de Práctica es una fórmula de trabajo colaborativo que debe su éxito al grado en que sus miembros son propietarios del objetivo que centra su atención, se adscriben voluntariamente a participar y no sólo deciden qué hacer sino también cómo y cuándo hacerlo.
Por ello, las Comunidades de Práctica más exitosas son aquellas que nacen de propuestas de trabajo aportadas por alguno de sus miembros, con independencia del nivel jerárquico que ocupe en la organización.
La participación en Comunidades de Práctica potencia capacidades en la persona relacionadas con el trabajo colaborativo, la comunicación, la búsqueda activa de información y la autogestión tanto personal como de trabajo en equipo.
Pero las Comunidades de Práctica también aportan importantes beneficios para la organización que van más allá del aprendizaje de las personas y de los resultados que estas obtienen en materia de mejora continua o de innovación. En la práctica, esta tipología de trabajo colaborativo ofrece una alternativa a la verticalidad organizativa sin cuestionarla ya que actúan como un paréntesis en la organización, es decir, sin alterar el significado de la frase, pero enriqueciéndola.
Del mismo modo que las personas desarrollan competencias, la organización también desarrolla capacidades como la de convivir con modelos horizontales de trabajo de los cuáles también aprende nuevas maneras de aunar esfuerzos, de interrelación y de generar conocimiento.
Y lo más importante, la convivencia con equipos y comunidades de trabajo autogestionadas permite redescubrir a las personas, palpar su talento, su capacidad de trabajo y, en definitiva, recobrar la confianza olvidada y tan necesaria.
No es necesario someter a la organización a una operación a corazón abierto para transformar su modelo funcional y aproximarla a los extravagantes modelos culturales que caracterizan los paradigmas más actuales, basta con aprovechar el potencial y el efecto que generan dinámicas de trabajo colaborativo como las de las Comunidades de Práctica, aprovechar toda oportunidad para aplicar sus principios activos a otras modalidades de trabajo en equipo y, lo más importante: persistir en el empeño, narrarlo y esperar.
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Asocio el trabajo colaborativo con las conversaciones y éstas con la imagen de los lavaderos y las lavanderas de antaño, de ahí las imágenes de este post:
- La primera es una pintura de Andrés de Santamaría [1887] que lleva por título Las lavanderas del Sena.
- La segunda y la tercera son de Martín Rico [1833-1908] una es un Boceto para las Lavanderas de La Varenne y la otra las Lavanderas de La Varenne.
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ResponderEliminarUn tema interesante a la hora de pensar tanto en grandes empresas como en aquellas en formación.
ResponderEliminarSaludos.
www.leandroeelias.com
Gracias, Leandro :)
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