En un retiro de meditación, llegado el momento, se propuso guardar silencio hasta que terminara el retiro. Sorprendido, alguien preguntó, “¿es que está prohibido hablar?”, le respondieron que no, que no estaba prohibido hablar, sólo que se pedía que antes de hacerlo, se valorase la utilidad o la necesidad que tenían los otros de escuchar lo que fuera a decir. Si no era así, si consideraba que no aportaba valor a la relación ni a la otra persona, sino que era prescindible o se debía, tan sólo, a “su necesidad de hablar”, entonces es cuando se le sugería contenerse y respetar el espacio de silencio de los otros para que cada cual decidiera ocuparlo como más creyera conveniente.
Suele considerarse que hablar, aunque sólo sea para romper el silencio, genera riqueza relacional y une a las personas y que el silencio es contrario a la relación, genera tensión interpersonal e individualiza a las personas lo cual, hasta cierto punto, no deja de ser cierto, aunque por ello, tampoco es del todo verdad, ya que, como sabemos, hay distintos tipos de habla y de silencios dependiendo, sobre todo, del propósito que se halla detrás.
Por ejemplo, habría un silencio introspectivo con el que la persona busca aislarse para bucear en sí misma, para concentrarse en algo, pasar desapercibida, fundirse íntimamente con alguien o simplemente descansar del ruido que ocasiona el parloteo inútil. Pero también hay un silencio con un propósito comunitario orientado a someter el ego y diluirse con el grupo respetando el tiempo, el espacio y el silencio de los demás.
Del mismo modo también hay un habla comunicativa y relacional cuyo propósito puede ser aportar información necesaria y útil, rebajar tensión, mejorar relaciones o afianzar vínculos y otra con un carácter más ansiolítico, destinada a eso, a reducir la ansiedad de quien habla debido a la incapacidad de esa persona para quedarse a solas con ella misma o a la necesidad irreprimible de reafirmar su identidad capturando la atención de los otros.
Un tipo de habla, este último, voraz e insaciable como suele serlo todo aquello relacionado para alimentar el ego y de la cual también nos habla Byung-Chul Han cuando advierte que, hoy en día, predomina una comunicación sin comunidad, refiriéndose a aquella comunicación orientada a atraer la mirada hacia uno mismo con el miedo, más o menos consciente, de perder relevancia social en la medida en que no se reciben los suficientes likes a la exposición de cualquier opinión o idea lanzada para recrearse en el espejo de la admiración del propio público.
Expresada de esta forma puede parecer que esta necesidad de hablar egoísta y, por extensión, poco empática, se limita al ámbito reducido y propio de la patología psicosocial de algunas personas, pero no es así, la necesidad de hablar para reafirmar el ego infecta el tejido social poniendo el foco en el individuo en detrimento de la comunidad, y se filtra en nuestras organizaciones diluyendo la consciencia de equipo, impidiendo el trabajo transversal, triplicando el tiempo de nuestras reuniones y contaminando la química necesaria para una relación interpersonal basada en la admiración y respeto mutuo.
En su obra L’Enracinement, [1943] Simone Weil advertía de la preponderancia que estaba adquiriendo en la sociedad, los derechos de las personas frente a las obligaciones de estas para con los otros, en esta línea, el derecho a hablar que tan a menudo se esgrime, va de la mano con la obligación, por parte de quien lo ejerce, de guardar a su vez silencio para que otras personas también puedan hacer uso de este derecho común.
Sólo con imaginarse una reunión donde cada cual fuera consciente y ejerciese responsablemente este derecho y esta obligación, aquel momento y escenario serían mucho más cálido y habitable.
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La imagen corresponde a una pintura de Eastman Johnson [1824 – 1906]