sábado, 31 de diciembre de 2022

Darle un lugar al ego y poner el ego en su lugar, un ejercicio de responsabilidad.

El ego es una de aquellas cosas que gozan, a partes iguales, de una excelente salud y de muy mala fama, parece ser una paradoja de nuestro tiempo ya que expresiones como egoísta, egocéntrico o construcciones como “tiene un ego enorme”, suelen situar al ego a la altura de los delincuentes más peligrosos y buscados que amenazan la convivencia y la paz social, pero en realidad, nuestro sistema social y económico se estructura, por entero, en torno al ego, a las relaciones de poder y de dependencia que origina o al consumo que se genera en torno a él.

El ego es una mezcla de quienes creemos ser, de recuerdos selectivos e invenciones sobre nosotras o nosotros mismos, de roles que desempeñamos y expectativas de los otros que creemos que debemos satisfacer, de cómo queremos vernos y de cómo queremos que nos vean, una imagen que proyectamos en nuestro entorno social y que es tanto o más cierta en la medida en que es corroborada constantemente por los demás, mediante una interminable búsqueda de atención y de aprobación social  sin la cual, esta imagen, se evaporaría.

No tiene ningún sentido tener ni mantener un ego en soledad, como una imagen reflejada en un espejo, el ego necesita del reconocimiento de los otros para poder existir, en este sentido, el entorno social funciona como el espejo en el que se contonean y buscan su dosis de admiración todos los egos, pugnando por captar el máximo de atención para evitar ser ninguneados y desvanecerse en el “nadie”.   

Pero el ego es sólo eso, el relato proyectado de uno mismo, tal y como lo recordase el maestro Tozan Ryokai [807-869] cuando, al asomarse al puente que cruzaba y ver su reflejo en el agua, exclamó: “verdaderamente este reflejo soy yo, pero yo no soy ese reflejo”, aceptando como propia su proyección y siendo a la vez consciente de ser algo distinto de ella.

Una de las consecuencias más comunes de la demonización del ego, es buscar reducirlo hasta eliminarlo, borrarlo, como si sólo con su ausencia, la persona, se deshiciese de todas las cadenas y pudiera moverse libre y anónima por el mundo, pero esta es una idea absurda, el ego no es malo ni dañino en sí mismo, necesitamos ser alguien para poder relacionarnos, el ego tiene su utilidad en el juego social ya que permite identificarnos y ser reconocidos por todos aquellos otros egos con los que entramos en relación, el problema surge cuando, a diferencia de Tozan, nos confundimos con la imagen que proyectamos.

La ignorancia de confundirse con el propio ego es tan común y está tan normalizada que, en realidad, no se considera un problema, la mayoría de las personas somos como el rey desnudo, felices o desgraciadas en la medida en que recibimos atención, reconocimiento y halagos de nuestro entorno; quedarse a solas con uno mismo, puede llegar a ser un verdadero suplicio del que urge evadirse inmediatamente.

Las consecuencias de esta ignorancia socialmente compartida son devastadoras: el individualismo, la desconfianza, la falta de flexibilidad ante las propias opiniones y la lucha por tener la razón, la invisibilidad del otro y la falta de consideración consecuente, los malos entendidos, la adicción al poder, la suspicacia, la envidia o los celos y la falta total y absoluta de perspectiva para identificar el origen de todas estas pústulas psicológicas y sociales, son parte del legado del sometimiento al ego.

El sometimiento al ego es el orígen de los problemas que aquejan a la humanidad ya que retiene a la persona en una burbuja imaginaria, alejándola de su verdadera esencia y, con ello, desvinculándola del planeta del que forma parte consustancial junto al resto de seres vivos y elementos que lo componen; la filosofía y la ciencia nos advierten continuamente de este alejamiento y, desde el principio de los tiempos, recordar quienes realmente somos, ha sido el cometido de cualquier tradición espiritual, como aquellos aguadores del desierto, que se desplazaban con asnos cargados con alforjas llenas de agua y que levantaban un espejo ante aquellos viajeros sedientos para recordarles su condición simple y mortal.

Pero la inercia egoica de nuestra cultura social es tal que, como en Matrix, cualquier opción personal parte de la oportunidad de poder elegir entre la pastilla azul o la pastilla roja, es decir, seguir creyendo en la realidad de nuestras fantasías y habitar en ellas plácidamente inconscientes de sus consecuencias, o pasar a la acción y hacer todo lo necesario para adquirir la perspectiva suficiente que permita distinguir entre aquello que forma parte de mi ego y aquello que soy realmente, un ejercicio de autoconocimiento y de responsabilidad social y medioambiental no exento de su dosis de sufrimiento, ya que, como cualquier adicción, conlleva superar la amenaza del síndrome de abstinencia que supone abandonar la promesa hedónica a la que estamos enganchados para sumergirnos en la humildad de una existencia interdependiente e interconectada.

2 comentarios:

  1. Lo curioso es que cuando consigues atravesar esa barrera y desprenderte le las múltiples capas de cebolla que nos atosigan, descubrimos que hay mucha felicidad ahí dentro, esperando simplemente a que, disfrutando de ella, podamos seguir aportando a las personas que nos rodean, y al resto de la sociedad.

    ¡Uy! Que filosófica me he puesto.

    Disfrutemos 😊 Una abraçada molt forta Manel!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya lo dijeron los griegos cuando reivindicaron la eudaimonia frente la hedonia. Muy necesarios y útiles tus apuntes filosóficos Isa.
      Disfrutemos ;-)

      Eliminar