La clave para que una organización funcione está en la fortaleza de su estructura directiva. Cualquier ámbito —ya sea innovación, producción o aspectos como la resiliencia y la capacidad de adaptación al cambio— depende en gran medida de la capacidad directiva de sus líderes.
Está claro que el equivalente de un tumor en una organización estaría localizado en aquel punto donde existe una dirección incapaz de aportar valor. Una dirección mediocre o ausente suele actuar como un “núcleo tóxico” que propaga efectos negativos en cascada a lo largo de toda la estructura. Estos puntos negros no solo bloquean el crecimiento y el desarrollo de los equipos, sino que también generan una carga emocional y operativa extra. Los miembros del equipo pueden sentirse atrapados en dinámicas torpes, aburridas o poco productivas, lo que a menudo se traduce en altos niveles de estrés, desmotivación y agotamiento.
Un directivo o mando incompetente, genera mucho trabajo extra porque su equipo termina enfrentando dos retos: el de cumplir con las exigencias de una gestión ineficaz y el de buscar sentido en su propio trabajo, intentando llenar los vacíos dejados por la falta de liderazgo. Esta situación es la que provoca un desgaste adicional, ya que se vive una desconexión entre el esfuerzo diario y el impacto o propósito real del trabajo.
LA SELECCIÓN PARADÓGICA
La elección de líderes en puestos de dirección debería ser uno de los procesos más rigurosos en cualquier organización, ya que de ella depende, en gran medida, el éxito y la cohesión del equipo. Sin embargo, la realidad muestra que, paradójicamente, este proceso suele tratarse con una ligereza que contrasta con su relevancia. Con frecuencia, las prácticas de selección privilegian criterios superficiales —como la antigüedad, la productividad individual o una formación técnica específica—, sin valorar aspectos críticos como la capacidad de inspirar, gestionar conflictos o promover una cultura colaborativa. Esta falta de atención a las competencias clave para el liderazgo no solo limita el potencial de crecimiento del equipo, sino que compromete el desarrollo de la organización en su conjunto, perpetuando una estructura de mando más orientada al control que a la cooperación y el avance colectivo.
Cuando los criterios para la selección de directivos se reducen a cumplir con formalidades o logros puntuales, se corre el riesgo de colocar en posiciones de influencia a personas que, aunque competentes en tareas específicas, carecen de las habilidades para liderar y motivar a otros. Esta falta de rigor en la elección de líderes tiene efectos profundos: frena la innovación, genera ambientes de trabajo rígidos y, en definitiva, dificulta que la organización pueda adaptarse y responder de manera ágil a los desafíos del entorno.
Además, parece haber una tendencia automatizada a perpetuar patrones de selección y promoción que se apoyan en sesgos organizacionales y en una mentalidad centrada en la jerarquía, en lugar de en el liderazgo y la cooperación. Así, aunque se reconoce que una dirección bien capacitada reduciría significativamente los problemas organizativos, a menudo se replica un sistema que, por diseño o inercia, prioriza principios alejados del liderazgo eficaz y de la creación de un entorno de trabajo saludable.
LA FORMULA MÁGICA DE LA FORMACIÓN
La formación suele ser la fórmula mágica a la que se acude para resolver la brecha competencial directiva que presentan muchas personas con esta responsabilidad. Esta solución puede ser realmente efectiva cuando va acompañada de una exigencia organizativa de aplicar los conocimientos adquiridos en la práctica diaria. Es decir, que vaya seguida de un sistema de seguimiento que garantice que las personas con responsabilidades de liderazgo sean evaluadas periódicamente en sus competencias directivas y en su impacto real en la organización. Sin embargo, esta integración es poco común. Los programas de formación directiva suelen ser permitidos y aprobados por la Dirección, pero rara vez cuentan con el respaldo sólido que necesitan los departamentos de Formación o Recursos Humanos, que son quienes generalmente impulsan y apuestan, hasta donde pueden, por estas iniciativas.
Más bien, la formación suele ofrecerse como un recurso opcional, un instrumento al que los directivos pueden acceder en función de sus preferencias personales y siempre que les resulte cómodo y “tengan tiempo”, sin que ello vaya ligado a la exigencia de una verdadera obligación o integración en la cultura de la organización. Esta falta de compromiso organizacional limita el impacto de la formación y convierte lo que debería ser un potente mecanismo de cambio de cultura en una herramienta menor e infrautilizada.
LA VOLUNTAD (Y CAPACIDAD) DE APRENDER
Además, la formación en sí misma no garantiza el éxito del aprendizaje. Formar a alguien no es lo mismo que asegurar que esa persona aprenda. Para que la formación sea realmente efectiva, quienes la imparten deben considerar cuidadosamente todos los aspectos didácticos y pedagógicos que faciliten la asimilación y aplicación de los conocimientos por parte de los participantes.
Pero con esto no es suficiente, es necesario que la persona que participa de esta formación tenga un propósito real de aprendizaje. Este compromiso con el cambio implica estar dispuesta o dispuesto a cuestionar hábitos arraigados y abrirse a nuevas perspectivas, manteniendo una actitud esperanzada y de mejora continua incluso cuando el proceso de aprendizaje es desafiante o incómodo. Es decir, la persona ha de querer aprender, sin esta predisposición al aprendizaje, cualquier esfuerzo de formación quedará vacío, sin resonancia ni efecto en la persona, en el equipo o en la organización.
Algunas personas consideran que el liderazgo está determinado por la personalidad e incluso creen que tiene una base genética, como un rasgo inherente, similar al color de los ojos o al timbre de la voz. En contraposición, están quienes sostienen que el liderazgo no es algo innato, sino que puede aprenderse y desarrollarse.
Personalmente, no me alineo con ninguno de estos extremos, aunque me inclino hacia la idea de que el liderazgo puede cultivarse, siempre y cuando la persona reúna ciertos elementos esenciales: existencia de mecanismos de autoconocimiento, una capacidad crítica hacia sí misma que no influya en su seguridad ni en su autoestima, flexibilidad cognitiva para valorar seriamente otros puntos de vista, una voluntad auténtica de mejorar y la habilidad de “cocinar el cambio”. Esto último implica dedicar a cada nuevo aprendizaje y experiencia el tiempo necesario para integrarlos de manera natural en el estilo de trabajo de la persona y en la dinámica del equipo. No es solo una cuestión de tiempo, sino de armonizar ingredientes con cuidado y paciencia, sin prisas, con táctica y pensando a medio y largo plazo.
Si te fijas bien, estas cualidades no solo permiten aprender a desenvolverse en un rol de dirección, sino que son las que, en última instancia, se hallan en la base del liderazgo.
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Imagen de JACKSON FK en Pixabay
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