Quizás no sea casualidad que el lema que escogí en mi juventud fuera una frase extraída de Los tres impostores, de Arthur Machen: Omnia exeunt in mysterium [Todo desemboca en el misterio]
Me atrajo entonces, y aún me reconozco en ella ahora, porque apelaba a una verdad que no puede demostrarse pero sí habitarse: la realidad, por mucho que lleguemos a creer conocerla, nunca deja de proyectar una sombra de indefinición, una grieta que escapa a las palabras, a las fórmulas, a las clasificaciones cerradas. Todo lo que se explica con precisión acaba rozando un límite donde empieza a asomar el misterio.
Mis inicios en la neuropsicología abonaron, sin saberlo, ese terreno incierto en el que siempre me he sentido más cómodo: el de las preguntas que no se cierran, los sistemas que no responden a esquemas simples, los fenómenos que desafían cualquier lectura unívoca. La mente, con su actividad impredecible, su plasticidad silenciosa y su persistente falta de linealidad, me mostró pronto que el conocimiento no es nunca una conquista definitiva, sino una aproximación frágil, situada, provisional.
Fue en ese contexto donde oí por primera vez la palabra "holístico", un término -en aquellos años- extraño, importado del inglés, difícil de traducir y aún más de explicar en nuestra lengua. Pero sugerente. Hablaba de una forma de ver el mundo que no fragmenta, no diseca, no reduce la complejidad a partes intercambiables, sino que concibe los fenómenos como un todo vivo, interrelacionado, donde cada elemento resuena con los demás. Una mirada que no pretende controlar, sino comprender; no simplificar, sino escuchar lo que late más allá de lo evidente.
Quizás por eso, con el tiempo, este modo de pensar se ha filtrado también en mi forma de acompañar a personas, equipos y organizaciones. No abordo los encargos como si se tratara de aplicar recetas, ni busco confirmar lo que ya se cree saber, sino explorar lo que aún no se ha dicho, lo que no encaja del todo, lo que resiste a los mapas previos. Mi tarea, en ese sentido, no es tanto diagnosticar como sostener preguntas, abrir posibilidades, afinar la escucha. Y aunque a menudo eso no dé respuestas inmediatas, sí ayuda a que emerjan comprensiones más fértiles. De alguna manera, todas y todos intuimos que cada luz proyecta sus sombras.
Nunca me he sentido cómodo en el campo de las certezas ni he querido quedarme mucho tiempo allí. Me aburre enormemente el dogma, me incomoda la repetición. Y aunque busco constantemente actualizarme y comprender mejor, sé que cada conocimiento que incorporo, lejos de darme seguridad, me acerca aún más a la frontera de lo que ignoro. Es como si cada respuesta abriera nuevas preguntas, como si cada certeza provisional me recordara la inmensidad de lo que aún no sé. Me muevo entre hipótesis, intuiciones, indicios y signos que no siempre conducen a afirmaciones claras, pero sí a comprensiones más amplias. Y eso me exige una convivencia constante con la duda, no como renuncia, sino como una forma de respeto profundo por aquello que todavía no entendemos del todo. No me refiero solo al conocimiento científico o formal, sino también a la experiencia humana, a los vínculos, a la organización de la vida en común, a la forma en que las personas buscamos sentido en lo que hacemos y compartimos.
Convivir con lo que es cierto y con lo que es incierto a la vez, sin precipitarse hacia conclusiones tranquilizadoras, conduce a una forma de vivir la realidad como una posible irrealidad continua. No en el sentido de alejarse del mundo, sino en el de no darlo nunca por cerrado, de mirarlo como un texto provisional, un relato en borrador, siempre susceptible de ser reescrito, corregido, ampliado o leído de otra manera.
Esta frontera del conocimiento no es un límite, sino una franja viva, un espacio de fricción y fertilidad donde se encuentran la ciencia y la poesía, la lógica y la intuición, la teoría y la vivencia. Un lugar donde lo analítico no excluye lo afectivo, y donde la razón no desactiva la mirada simbólica. Es aquí, en este terreno entre lo que sabemos y lo que intuimos, donde me siento más cerca de la verdad —si es que esa palabra aún tiene algún valor que no sea el de mantenernos despiertos, atentos, disponibles.
Quizás moverse en la duda sea, al fin y al cabo, una forma de relacionarse con el conocimiento sin quedar esclavizado por él. Y quizás también sea una manera de recordarnos que, por muchas respuestas que busquemos, todo —absolutamente todo— acaba desembocando en misterio.
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