Suele sucederme que a veces una idea me viene de manera recurrente y cobra sentido en contextos distintos en los que me encuentro. Dudo entre si es cada uno de estos contextos quien me sugiere la misma idea o simplemente se trata de que va reverberando y estoy sencillamente más atento a las oportunidades que tengo de drenarla. Aunque quizás me incline más por la segunda opción ya que soy poco dado a creerme ciertas sobrenaturalidades como podrían serlo el hecho de que situaciones dispares se alineen en torno a un mismo eje conceptual…mucha casualidad.
Últimamente, en distintos escenarios de trabajo ha venido a cuento el hecho de señalar a personas con las que colaboro la idea de que, en gran medida, el cansancio con el que se suele terminar la jornada laboral, no es un cansancio debido a hacer aquello que constituye el motivo del trabajo y que suele coincidir con lo que se sabe hacer, sino que es agotamiento mental, puro destilado de sufrimiento psíquico debido a la incertidumbre y tensión relacional con la que se regalan inconcebible y desconcertantemente las personas que trabajan juntas en una organización.
Estoy totalmente convencido de que hasta la composición del sudor debe ser distinta y que, frente a los efectos de lo que pudiera ser una jornada productiva, suelen fermentarse estas emanaciones frías y ácidas al olfato que se diluyen con todo tipo de reflexiones oscuras y amargas que invaden los sueños y que suelen ser la base y fuente de inspiración de estas pesadillas descafeinadas propias del adulto, más marcadas por la angustia que por el miedo.
Este es un hecho tanto más incomprensible en cuanto a que estas actuaciones que se dan en los entornos laborales no suelen beneficiar a nadie ya que repercuten de una manera demoledora en los pensamientos y en los sentimientos de cada uno, como un tóxico con el que se envenena, día a día, el único sentido que para un ser vivo debería de tener la vida.
Siempre me ha parecido curioso que muchos venenos, en pequeñas dosis, tengan efectos afrodisiacos por aquello de que lo mismo que te hace feliz puede llegar a matarte y también por lo contrario, es decir, que aquello que debería matarte, en dosis calculadas puede darte alguna que otra alegría. Pero este veneno relacional no produce ningún efecto psicótropo como no sea el de anestesiar nuestra consciencia e ignorar la pobreza mental en la que nos hundimos y en la que inevitablemente sumimos, la mayor parte de las veces muy poco a poco, a los que nos rodean.