Últimamente he dado un par de charlas sobre el punto de vista que han de adquirir los modelos de liderazgo a la luz de la realidad actual. Se trata de una de estas actividades que me gustan a la par que me suscitan muchas cuestiones, tantas como sospecho que deben despertarse en aquellas personas a las que me dirijo.
En una de estas intervenciones, una directora de recursos humanos comentó que lo que más le interesaba de todo lo que se había dicho era aquello de “gestionar la confianza en las personas” pero que no veía claro cómo hacerlo.
Este aspecto, el de los interrogantes que despiertan algunas ideas que propongo, me incomoda, no tanto por no aportar directamente respuestas a las preguntas, sino por la dificultad que supone encontrar soluciones a lo que quizás ya no son problemas por haber entrado en el campo de los misterios de los que no apetece desvelar.
Por mucho que insistamos actualmente en aspectos tales como que el conocimiento reside en las personas, la importancia de la conversación como potenciadora de la colaboración, la conveniencia de diluir el yo en el nosotros para ejercer un liderazgo distributivo, etc., el eje sobre el que pivotan todos estos principios se encuentra en la confianza que realmente se deposita en los equipos y en las personas. Y mírese como se mire, es en el ejercicio de esta confianza donde reside la verdadera clave para desarrollar estos modelos de gestión que tanto se aconsejan para intentar, al menos, navegar de ceñida en el momento actual.
Este es un aspecto crítico ya que, parece ser, la desconfianza suele instalarse en la mayoría de organizaciones como programa de inicio en las relaciones que suelen establecerse entre los directivos con sus equipos, por mucho que algunos de ellos intenten suavizarla con expresiones amables y guiños de complicidad.
Independientemente de valores morales al uso, la confianza no es más que la capacidad de depositar en otro la responsabilidad [y preocupación] sobre un fragmento del futuro que nos afecta. Y lejos de cualquier acto de fe, esta confianza se suele establecer sobre el conocimiento, directo o indirecto, de la forma de proceder de quien depositamos esta responsabilidad. Es decir, tener más o menos confianza no es más que una cuestión que depende tan sólo del grado de incertidumbre sobre lo que se nos pueda ofrecer y/o sobre la manera que se seguirá para conseguirlo. Este es un elemento crucial ya que, nos guste o no, la incertidumbre siempre genera, en más o menos medida, miedo.
Uno se pregunta a qué se le tiene realmente miedo para que este tema de la confianza genere tanta incomodidad y sea tan inabordable, si mediante mecanismos adecuados de selección, programas de desarrollo y una buena comunicación se pueden asegurar el “a dónde llegar y el cómo hacerlo”.
No se entiende cómo, a pesar de todo, se siguen tratando a los adultos como niños [eso sí, con distintos grados de maduración] sobre los que se ha de desplegar mecanismos de control, amputaciones varias en los sistemas de información y superestructuras jerárquicas [que ya no filtran sino que destilan las decisiones] que constituyen toda una oda dedicada a la suspicacia e interpretada a coro por una multitud ingente de responsables, mandos y cargos directivos.
Y da como en la nariz que se actúa, las más de las veces, de manera aprendida, con o sin motivos propios, pero que sobre todos pesa el mismo miedo primigenio a que se reproduzca aquel arquetipo en el que una mujer y un hombre desafiaron el poder de Dios comiéndose una manzana que sólo les abría al conocimiento y a la posibilidad de ser como Él.