Hay muchas maneras de viajar sólo, uno puede hacerlo en cuerpo, eso es, realmente “solo” o acompañado de sí mismo, en cuerpo y alma como se suele decir. También cabe contemplar aquellos viajes en los que sólo se traslada el alma, muy corrientes en alguien como yo, tan dado a la ensoñación y a la fantasía.
Sea como fuere, algunos sabemos que un viaje es muy distinto dependiendo de la variante de soledad con la que se realice, ya que ésta determina la densidad de la presencia y la intensidad del viaje.
Contaba mi buen amigo Javier Z., que de esto sabe mucho y parafraseando a no sé quién, que el alma viaja más lenta que el cuerpo, siendo ésta la razón de que suela llegar un poco más tarde cuando se viaja un poco rápido. Quizás sea éste el motivo de la somnolienta desanimación que ha marcado los últimos días y de que hoy, una semana después de un viajecito que me ha llevado a Bilbao y a Vitoria, me haya despertado con esa sensación estupenda y brillante de estar de nuevo en mí, totalmente presente, entero, aquí, escribiendo.
Me cuesta encontrar las palabras exactas con las que valorar este viaje. Tan sólo la inesperada y sincera calidez y la compañía con la que me envolvieron aquellos asuntos profesionales que me llevaron hasta allí, ya reportaron beneficios visibles a mi maltratado estado de ánimo. Soy yo una de estas personas con una mirada analítica y demoledora, de gran utilidad cuando se proyecta hacia fuera pero que puede hacerme añicos cuando la vuelvo hacia dentro. Estoy absolutamente convencido de que es la propia alegría, la animosa, aquella que se contagia a través del brillo de los ojos, la que fertiliza el entorno posibilitando proyectos y creando oportunidades. Sea como fuere, nada más llegar a Barcelona se activó una propuesta de trabajo que ya creía en un coma profundo. Me gusta, y no quiero evitar, que mi parte de pensamiento supersticioso elabore conexiones entre una cosa y otra.
Pero, al margen de estas cuestiones y de la belleza de estas ciudades, tan difícil de escindir de la cordialidad abierta de su gente y que, ya de por sí, imprime el signo de cualquier viaje sea éste profesional o no, quiero resaltar ciertos momentos que contribuyen de manera decisiva a la irrealidad onírica en la que se ha instalado este viaje:
Todo empezó con aquel “¡Manel Muntada!” inesperado, abaritonado, alegre y con aquel abrazo profundo, amplio y cordial con el que apareció de repente Asier Gallastegui al descubrirme casualmente, en plena calle, en mi formato más gris [desorientado, transpuesto, con maleta y buscando mi alojamiento] y en el que me ofreció, junto a su amigo Iñaki, una copa de vino con la que sumergirme y encontrar mi sitio en la cálida placenta de la ciudad.
Hay momentos en los que uno se siente confortablemente bien con uno mismo debido a la compañía con la que se encuentra y aquél fue uno de esos momentos. Una sensación que, como un bajo continuo, siguió pulsando, armonizando perfectamente con la jornada del día siguiente, hasta que pudimos reanudar, cenando en el Puerto viejo de Getxo y con el mejor servicio de mesa que cabe imaginar, la conversación en la que estamos embebidos con Asier desde hace ya unos años.
Otro de los momentos es el encuentro con Julen. Todavía lo recuerdo subiendo con paso decidido, zigzagueando entre las personas hacia la esquina en la que habíamos quedado. Me ocurre con Julen que es una de estas [pocas] personas con las que podría permanecer callado, relajado y sintiéndome en perfecta compañía. Aquellos que la conocen saben que se trata de una sensación muy cómoda y agradable de experimentar.
Los breves encuentros que he tenido con Julen siempre han supuesto un viaje exploratorio a mi propia orografía abisal. Aunque él realmente no se lo proponga, atender a su conversación tiene en mí el efecto de un sonar que me devuelve el eco de algunas de mis inquietudes basales. Intentando describir la magia de Julen se me ocurre, adaptando la clasificación que en su día hiciera Milan Kundera para los amantes, que se trata de un investigador/consultor lírico, de aquellos que persiguen, entre proyecto y proyecto, el hacer ideal que querrían acabar haciendo. Algo muy distinto de aquella consultoría épica que buscaría, en cada proyecto, el matiz que lo distinga metodológicamente de cualquier otro. Quizás sea esto lo que invite a sumergirme en esa duda inteligente continuamente renovada y de la que es afortunadamente tan difícil encontrar respuesta.
Por último, el paso por Vitoria me permitió poner voces y rostros a Emosfera, un equipo que está haciendo cosas muy interesantes en torno a las claves para elaborar la argamasa emocional imprescindible que vincula a las personas a un equipo y a aquellos retos que éste se proponga acometer.
Hace muy pocos años que he descubierto que a lo largo de la vida se abren como “portales” que delimitan un “antes y un después” y que, al cruzarlos, uno sale transformado, sintiéndose alguien realmente mejor. Pero no “mejor” en el sentido de que seas más como se supone que debes ser, no; sino mejor respecto a ti mismo, como si tuvieras la absoluta certeza de parecerte más a aquél que deberías acabar siendo para sintonizar con la rotación de la Tierra sobre su propio eje.
En mi caso eso me ha sucedido unas pocas veces y la última ha sido en este viaje el cual todo ha contribuido a llevarme ante el “portal” del encuentro con Pau, Anne, Marta y Luís [Emosfera] y del que he salido exultante, bañado de la cálida autenticidad de su compañía.
Porque, al final, buscamos [al menos yo], entre el inmenso bosque de rostros con el que nos cruzamos en nuestra vida, a aquellas personas capaces de hacernos sentir realmente grandes y orgullosos de nosotros mismos por confirmarnos, tan sólo, la sospecha de que el ser humano existe y es realmente bello.
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En la foto: nave para atravesar la densa Emosfera de Galarreta [Vitoria]. El secreto de su efectividad reside en el diseño estilizado y sencillo.