Todo empezó una vez que, de pequeño, mi madre me pidió que trajera la caja de colores, una de esas Alpino de veintitantos colores, para ayudarme con unos deberes de la escuela. Yo creo que ella ya andaba un poco mosca por mi particular manera de pintar cielos, tejados y árboles, pero creo que fue en aquel momento, al ver que salvo cuatro o cinco lápices, el resto estaban intactos, cuando certificó que algo no iba bien en mi relación con los colores.
Me doy cuenta que el daltonismo da forma a una parte importante de mi manera de conducirme socialmente. Ser consciente de ese desajuste entre lo que veo [o no] y lo que la mayoría dice percibir con toda normalidad hace que me sienta la persona menos autorizada para emitir una opinión sobre cualquier aspecto que tenga un componente cromático y es la principal causa de mis circunloquios cuando se trata de colores o de que adorne una posible opinión con aquella duda crónica que utilizo para rastrear el rostro del interlocutor buscando su validación. Esa es una de las razones por las que no suelo hablar de colores, dibujo sin pintar y siempre me refiero a las cosas como más o menos oscuras.
Todo eso viene a cuento porque cuando se trata de opinar sobre temas de género experimento las mismas sensaciones sociales que con mi daltonismo. Independientemente del contexto y sea cual sea la opinión que emito, hay algo que emerge de mi propia condición que me hace dudar de que el enfoque sea realmente el acertado, de que no resuene, aunque sea de manera lejana, algún eco de mi educación patriarcal, y ahí es donde me encuentro espiando en los rostros de aquellas mujeres que están presentes, la serenidad de una aprobación que nunca me parece del todo suficiente. Tal es la duda que el daltonismo ha sembrado en mí y que hace que sospeche que no se halle de una manera u otra, extendido a otros ámbitos de mi percepción.
Pensando en aquellos valores en los que creo que ha de afirmarse el liderazgo actual y que de alguna manera busco y espero tanto en el plano organizativo como en el político y social, he evocado un recuerdo que creía olvidado y en el que me parece que se halla escondida una clave de lo que pienso ya que no acertar con el nombre de los colores no me impide disfrutar de las sensaciones que me produce el estar rodeado de ellos.
A lo largo de mi vida he viajado lo suficiente en avión como para que ya no me haga ninguna gracia hacerlo. Evidentemente mi trabajo me lleva a coger aviones, pero mentiría si dijera que me es indiferente ya que normalmente anida en mí una pequeña dosis de ansiedad que va siendo directamente proporcional a la desconfianza que voy desarrollando ante la infalibilidad de lo humano. No se trata de un tema puntual y focalizado a este medio de transporte, sino que trasciende a otros ámbitos como el de la medicina en los que normalmente he depositado una confianza ciega que ha caído hecha pedazos ante la evidencia de la gran presencia de error que existe por cada acierto. Separar la gran evolución del pensamiento y el progreso tecnológico y científico al que haya podido llegar la Humanidad de la veleidad con la que las personas suelen tratar, en su día a día, aquello que creen tener por la mano, es una de las consecuencias menos gratas a las que me ha llevado la edad.
Dicho esto, en uno de mis viajes, mientras el avión se ponía en movimiento para encarar la pista de despegue y la tripulación hubo dado mecánicamente las explicaciones de siempre, oí la voz de una mujer que se presentó como la comandante y nos daba la bienvenida para desearnos el mejor de los viajes. La voz que emergía subversiva y cantarina con unas octavas más alta de las que nos tiene acostumbrados la ancestral masculinidad de la cabina, compartió alegremente que aquél era el primer viaje después de una baja por su reciente maternidad.
De poder describir el porqué del abanico de sensaciones que experimenté en aquel momento tendría resuelto lo que quiero exponer en este post ya que inmediatamente me invadió una sensación de confianza y de descanso que ahora relaciono con la certeza de unos valores que, pese a mi daltonismo, le supuse a la piloto en virtud de su género.
Supongo que ahí proyecté aquella seguridad y autonomía a prueba de retos y ridículos desafíos masculinos, la contención de la impaciencia que se desprende de la tolerancia a la frustración y del cálculo del riesgo para la estabilidad y el bienestar de otros, la tenacidad discreta de quien antepone aquello que persigue a la admiración que despierta, la capacidad de escucha y la fortaleza suficiente para aceptar sugerencias y cambiar una decisión sin que se resquebraje por ello el yo. Algo que ya sé que no necesariamente ha de corresponderse con lo que cabe esperar de una persona por el mero hecho de ser mujer, pero que no por ello deja de tener su interés por referirse al arquetipo que tanto echo de menos en estos tiempos en los que reclamo y exijo otro liderazgo que se inspire e impulse unos valores distintos a aquellos que nos han llevado hasta dónde estamos y que creo más posibles des de lo femenino.