No hace tanto que las organizaciones eran las placas de Petri que reflejaban los estratos, jerarquías, relaciones y mecanismos desde las que entender lo social.
Por esos tiempos, las organizaciones también eran el lugar por excelencia en el que obtener la información que necesitábamos así como aquellos recursos y tecnología para gestionarla. La oficina era el escenario donde estaba el ordenador, teníamos conexión, recogíamos el correo, podíamos hacer la fotocopia y hallábamos desde el papel hasta el clip que necesitábamos para sujetarlo.
Incluso, las primeras conexiones domésticas y el teletrabajo no consiguieron desplazar el marco de relación que se daba dentro de la organización y que se oponía abiertamente al supuestamente aislamiento desértico y autista de los que preferían confinarse y trabajar en casa.
La organización era por aquel entonces, el marco ideal en el que podía encontrarse un calco en miniatura de lo que cabía esperar en la calle y era el lab en los que algunos de nosotros investigábamos y encontrábamos respuestas a la complejidad de los sistemas humanos.
Pero en poco tiempo han cambiado radicalmente las cosas. El momento actual ha tomado la forma de una curva muy cerrada donde la calle ha cogido la delantera y deja velozmente atrás la posición vanguardista que siempre ocupó la empresa en cuanto a foco de actividad e inspiración psicosocial. Un aspecto que hay que tener en cuenta ya que no es ajeno a los desafíos o, como a veces prefiere verse, los nuevos problemas con los que se enfrentan las organizaciones.
En los últimos diez años, la tecnología que posee una importante mayoría de personas es superior a la que se le suele ofrecer en el marco de la empresa tipo y nada indica que aquellas organizaciones que han optado por desarrollar políticas consecuentes para que los empleados vayan con sus propios dispositivos y puedan trabajar con ellos [bring your own device (BYOD)] dejen de ser la excepción que confirma la regla.
Hoy en día es un hecho comprobado que muchas personas gozan de mejor y mayor conectividad en sus espacios privados de la que les ofrecen sus entornos laborales. Éstos,en cambio, siguen invirtiendo en desarrollar sistemas de información acompañados de mecanismos inmunológicos con el propósito de controlar los accesos y desconectar a las personas de cualquier re[d]lación que no sea endogámica y claramente productiva.
El carácter orgánico, multidireccional, serendípico y vivo de la conversación que puede darse en la calle contrasta abiertamente con la linealidad estructural y la comunicación normalmente vertical de la gran mayoría de las organizaciones, las cuales siguen conduciéndose de manera más o menos torpe e inoportuna a través de canales radiales, formales y rígidos.
El bottom-up social que ha surgido al margen de autoridades y organismos para hacer frente a problemas acuciantes y graves de índole social, económica y política, no sólo ha puesto de relieve la inoperancia y obsolescencia de las formas de gobierno de siempre, sino que destaca la capacidad de organización y colaboración de la ciudadanía así como la importancia que en ello juega un liderazgo basado en la participación, compromiso y confianza en las personas.
La calle es, hoy en día, el verdadero laboratorio donde se conceptualizan, prototipan y se ponen a prueba las posibilidades de los grupos humanos conectados y organizados y es en ella donde se muestra la potencialidad y capacidad de las personas a la par que se hace visible el concepto liliputiense que de ellas ha tenido siempre la empresa.
El desarrollo evolutivo de la empresa no es lo suficientemente rápido como para adaptarse y sacar provecho de la tecnología, conectividad, valores y liderazgo apreciativo que conocen y esperan muchas personas, y esa falta de adaptación hace visible los valores, miedos y obsolescencias que determinan la cultura y los sistemas de las organizaciones y para las que, el principal reto, hoy en día, debiera ser el abrir sus puertas y llegar a ser como la calle.