Es habitual que en algún momento de la formación que imparto sobre “liderazgo y cambio”, algún participante subraye el hándicap que padecen como directivos o mandos intermedios debido a cómo las administraciones públicas seleccionan a las personas que acaban integrándose en sus equipos.
Comentan que los procesos selectivos no valoran aspectos funcionales de la persona candidata relacionados con el puesto de trabajo que ha de ocupar o con el equipo en el que se ha de integrar y que tiene excesivo peso la capacidad memorística para recitar textos legales, alejados de la naturaleza intrínseca de las funciones que se han de desarrollar. Esta observación suele acompañarse con la consabida comparación con el sector privado en el que, supuestamente, las personas son escogidas por sus competencias profesionales y donde, además, peligran de perder su trabajo en el caso de que, a lo largo de la vida laboral, el desempeño no responda a las expectativas depositadas.
Seguramente es muy cierto que los procesos selectivos en las administraciones públicas están trasnochados y responden a realidades organizativas y funcionales muy distintas de las que caracterizan el momento actual, como también lo es que la relación laboral en la Administración tiene una tolerancia de banda ancha. Pero este aspecto no es suficiente para explicar las disfunciones que puedan existir en un equipo de trabajo.
Por ejemplo, otro factor también pudiera ser el de que los directivos y mandos de las administraciones públicas, tampoco suelen ser designados para este tipo de puestos por sus capacidades para liderar equipos. Los criterios por los que alguien asume responsabilidad sobre un equipo de trabajo en una administración pública suelen obedecer a criterios curriculares la mayor parte de las veces ajenos a sus competencias directivas o, en el mejor de los casos, donde estas competencias tienen poco peso sobre la valoración global. Un fenómeno curioso por ser un indicador interesante de las expectativas que la cultura de estas organizaciones deposita en estos perfiles.
Pero ahondar en las particularidades e idoneidad de los procesos selectivos en la Administración no deja de ser algo poco práctico para cualquier directivo o mando debido, básicamente, a su escasa capacidad de influencia sobre los procedimientos reglamentados por la Función Pública y, en el caso de mis sesiones de formación, no puedo evitar interpretarlo, algunas veces, como una resistencia al cambio, como si la persona dijera: “es igual como actúe, haga lo que haga, con ciertas personas es imposible, no hay tácticas, no hay fórmulas, no hay nada…”
Y puede que sea cierto, pero en ningún caso, este hecho debe justificar la resignación del directivo o mando y dejar de cejar en el empeño de que la actividad del equipo tenga sentido para aquellos a los que se dirige, el entorno con el que interacciona y también para cada una de las personas que la llevan a cabo, ya que este es, en definitiva, su trabajo.
También hay que tener claro que en la calidad de una relación cada implicado tiene su papel y es responsabilidad de cada cual dedicarse con empeño al suyo. El infantilismo estructural de algunas organizaciones, no sólo públicas, explica por qué muchos adultos creen que la calidad del trabajo en equipo viene determinada, básicamente, por las actuaciones de sus directivos y, del mismo modo, muchos directivos creen que son absolutamente responsables de las ganas y de la ilusión con la que las personas hacen su trabajo. En resumen, una dirección aplicada es muy necesaria, pero no es suficiente, es necesario también que cada cual ponga de su parte.
Como decía, divagar sobre la idoneidad de los procesos selectivos no resulta práctica ni útil. Además, tampoco sirve para explicar, en todos los casos, por qué las personas se comportan de determinado modo en algunos entornos ya que, a nadie se le escapa, que una persona puede ser muy distinta en un contexto o en otro y es muy arriesgado afirmar taxativamente que alguien es de tal o cual manera, simplemente porque en un escenario se comporte de una manera determinada. Nosotros mismos podemos ponernos como ejemplo y reconocernos con una motivación y un rendimiento distinto no sólo cuando hemos cambiado de actividad, sino trabajando con otros equipos o bajo la dirección de otras personas.
En todo caso, podemos estar de acuerdo en que una persona, en un contexto determinado suele comportarse de una determinada manera y sólo esa forma de plantearlo, no sólo dignifica a la persona, algo muy importante para poder empatizar con ella, sino que abre a otras interpretaciones sobre su actitud y conducta que van más allá de las competencias y habilidades profesionales con las que ingresa en la organización ya que nos lleva a reconocer que las personas crean las culturas y, curiosamente, esas mismas culturas acaban transformando a las personas.
Al margen del propósito y de las capacidades de la persona en el momento de su incorporación es conveniente tener en cuenta que la cultura del equipo en el que se incorpora, es decir, las creencias, códigos de actuación, formas de relacionarse y valores harán aflorar o inhibirán potencialidades y modelarán lo que acabarán siendo los rasgos característicos de aquella persona. Todos conocemos casos -y nosotros mismos podemos volver a ser un ejemplo- de cómo en mayor o menor grado, las personas son arrastradas por la corriente de la cultura corporativa y de cómo ésta puede estimular lo mejor o lo que no es tan bueno de cada cual.
Del mismo modo que con los procesos de selección, a veces se comenta que la cultura de la organización, así, en general, está fuera del alcance de la influencia del directivo o mando intermedio y es cierto, pero en una misma cultura organizativa suelen habitar tantas subculturas como equipos tiene la organización y, aunque todas ellas suelen tener algún rasgo en común, no tienen por qué coincidir en mucho más entre sí, de todos es conocida la diversidad de formas de hacer, satisfacción de las personas, ánimos y posibilidades que encierran los diferentes equipos de una misma organización y del deseo de muchas personas de migrar de un equipo a otro para mejorar condiciones de trabajo imperceptibles pero altamente importantes para el bienestar profesional y personal.
Sea como fuere y al margen de cómo sea la organización, la cultura del equipo determina cómo las personas viven y se comprometen con su trabajo. Es responsabilidad del directivo, pues, analizar los factores que determinan esta cultura e impulsar todas aquellas acciones que la alineen con los objetivos del equipo y el bienestar de las personas. Un aspecto que suele fallar porqué normalmente se le concede menos tiempo del que realmente necesita.
Relacionando la importancia de la cultura en la transformación de las personas con los procesos selectivos con los que empieza este artículo, conviene prestar especial atención a los mecanismos utilizados para integrar las personas a esta cultura, lo que comúnmente se denomina “plan de acogida”, ya que tan importante como poseer las capacidades son las expectativas y los modelos de trabajo con los que la persona se encuentra cuando ingresa en la organización y en el equipo. Es aconsejable revisar la coherencia del relato de la acogida con la realidad y los mensajes que, de manera informal, es probable que reciba de la organización.
El camino de la realización profesional puede ser más o menos largo pero siempre es complejo, conviene empezar por el principio.
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Los primeros pasos de una persona en una organización me han evocado el juego de la gallinita ciega, de ahí las imágenes con las que he ilustrado este post:
- La primera es de José Jiménez Aranda, La gallinita ciega (1889).
- La segunda corresponde a una obra de Pierre Jean Edmond Castan, Blind Man's Buff (1817).
- La tercera corresponde a un detalle de La gallinita ciega (1789) de Francisco de Goya.
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