En una de sus
charlas, Simon Sinek expone
cómo los navy seals eligen a sus líderes. No buscan
únicamente a quienes obtienen el mejor rendimiento individual, sino a quienes
generan más confianza dentro del equipo. Prefieren a alguien con un desempeño
medio pero altamente fiable, antes que a alguien que nadie quiere tener cerca
en una situación de riesgo. Para ellos, el liderazgo no se mide sólo por las habilidades
técnicas, sino principalmente por la capacidad de inspirar, cohesionar y
fortalecer al equipo.
Sin embargo, en muchas organizaciones, especialmente en el ámbito público, la
selección de personas con responsabilidades directivas no suele basarse en su
capacidad de liderazgo ni en su habilidad para gestionar equipos. En lugar de
ello, los criterios de selección responden a una lógica diversa y, en algunos
casos, arbitraria: la antigüedad, el dominio de conocimientos técnicos
específicos o, simplemente, la confianza que generan en su superior inmediato
por su aparente capacidad de garantizar estabilidad, evitar conflictos y
asegurar la obtención de resultados con el mínimo ruido posible.
Esta realidad
provoca una paradoja organizativa: quienes deberían inspirar, cohesionar y
potenciar el talento de sus equipos son elegidos sin que se evalúe su capacidad
real para generar confianza, fomentar el compromiso o gestionar la diversidad
de estilos y motivaciones dentro del grupo. La falta de mecanismos formales
para medir estas competencias agrava el problema, ya que la idoneidad de una
persona para el liderazgo queda, en el mejor de los casos, supeditada a la
intuición de quien conduce el proceso de selección.
A menudo, es el
futuro superior jerárquico quien tiene la última palabra en la elección de los
directivos intermedios. Sin embargo, este criterio introduce un nuevo sesgo: el
de la afinidad personal o el llamado “olfato” del seleccionador, que no necesariamente
responde a criterios objetivos ni a las verdaderas necesidades del equipo que
será liderado. Además, nada garantiza que quien toma la decisión posea, a su
vez, las competencias necesarias para evaluar el liderazgo en otros. De este
modo, el proceso de selección de directivos termina reproduciendo dinámicas de
confort, redes de confianza personal y esquemas de autoridad que priorizan la
estabilidad por encima del desarrollo organizativo y del bienestar de los
equipos.
Esto no significa
que todas las personas que ocupan estos cargos carezcan de la capacidad para
liderar. Como en todo, hay de todo. Existen equipos que cuentan con
responsables realmente comprometidos, que se autoevalúan, se exigen mejorar y
asumen su rol con una vocación clara de servir al equipo. Sin embargo, el
problema radica en que este tipo de liderazgo no suele ser reconocido ni
incentivado dentro de la organización. Estas personas no son necesariamente
vistas como referentes ni son seleccionadas como modelos a seguir dentro de la
estructura directiva.
En realidad, el
estilo directivo no responde a un criterio organizativo definido, sino a la
sensibilidad, el propósito y la orientación ideológica de la persona que ocupa
el cargo. Esto implica que la calidad del liderazgo dentro de una organización
puede depender más del azar —de quién accede a cada puesto— que de un diseño
intencionado para garantizar que los equipos cuenten con líderes capacitados y
comprometidos con su desarrollo.
Cuando se habla
de este problema, normalmente en conversaciones informales, existe un consenso
generalizado sobre su impacto devastador. Se reconoce que la falta de criterios
claros en la selección de directivos y la ausencia de una cultura que valore el
liderazgo generan ineficiencia, desmotivación, malestar y pérdida de talento.
Sin embargo, cuando este tema logra llegar al seno de la organización —si es
que llega—, rara vez se aborda como un asunto estratégico y urgente. Nadie
parece sentirse con la capacidad o la voluntad de ponerle el cascabel al gato
y, los altos cargos, absorbidos por sus propios intereses políticos y por una
agenda repleta de urgencias, suelen estar demasiado alejados de las dinámicas
reales de los equipos como para concederle importancia o siquiera parte de su
valioso tiempo. En lugar de ser tratado como una prioridad organizativa, se
acepta como una variable estructural con la que simplemente hay que aprender a
convivir.
A lo sumo, la
mayoría de organizaciones destinan recursos para aquellas personas que
consideran que necesitan reforzar sus capacidades de liderazgo. Estos recursos
suelen adoptar la forma de cursos, másteres costosos o, en algunos casos,
sesiones de coaching y otras fórmulas de acompañamiento con nombres sofisticados.
Pero aquí surge una paradoja: las personas que se acercan a estos recursos de
manera voluntaria suelen ser precisamente las más sensibles al tema, las que ya
poseen una inquietud real por mejorar su capacidad de liderazgo. En cambio,
aquellos cargos que consideran que estas cuestiones son secundarias o incluso
irrelevantes tienden a ignorarlas por completo.
El resultado es
un círculo vicioso: se refuerzan las competencias de quienes ya tenían
sensibilidad y predisposición para mejorar, mientras que los perfiles que más
necesitarían desarrollar habilidades de liderazgo simplemente evitan hacerlo.
Así, la organización perpetúa una estructura donde la excelencia en la
dirección de equipos sigue dependiendo más de la voluntad individual que de un
diseño intencional para garantizar que quienes lideran realmente sepan hacerlo.
Aunque necesaria,
la formación no es la panacea que acaba con la deficiencia de estilos,
comportamientos y actitudes directivas . Se trata sólo de un recurso más y
mucho me temo que no de los más importantes a la hora de poner orden y enfocar
este aspecto tan importante para el desarrollo funcional de una organización
que aspire a ser eficaz, eficiente y gozar de unas cotas de bienestar que
aseguren el compromiso, el bienestar y la calidad en la prestación de servicio
de las personas que colaboran en ella.
Hacia una dirección
intencionada
Para revertir esta situación, es imprescindible adoptar un enfoque
estructurado que garantice que las personas en posiciones de liderazgo
realmente cumplan con su papel. Algunas acciones clave son las siguientes:
1. Definir expectativas claras sobre el liderazgo: Es fundamental dejar en
negro sobre blanco qué se espera de quienes ocupan cargos de responsabilidad,
ya sean directivos, mandos intermedios o jefes de proyecto. No basta con exigir
resultados o tener determinados puntos; es necesario definir qué
comportamientos, actitudes y valores deben guiar su actuación. Estas
expectativas deben ser claras, es decir: comprensibles, concretas y no sujetas a
interpretaciones ambiguas.
2. Basar la selección en estas expectativas: Los procesos de
selección deben sustentarse en criterios alineados con las expectativas de
liderazgo. No se trata solo de evaluar competencias técnicas, sino de valorar
la capacidad de liderar equipos, generar confianza, fomentar el compromiso,
comunicar y gestionar la diversidad. Para ello, es crucial profesionalizar la
selección y disponer de herramientas de evaluación -que las hay- que permitan
identificar estas habilidades.
3. Desarrollar programas de formación y acompañamiento continuos: El liderazgo no es una
habilidad estática ni un conocimiento adquirido de una vez y para siempre. Más
allá de la formación inicial, es necesario ofrecer recursos permanentes de
desarrollo, como talleres, sesiones de buenas prácticas, asesoramiento y espacios
de codesarrollo entre directivos. El aprendizaje en liderazgo debe integrarse
en la dinámica organizativa, facilitando la reflexión sobre la propia práctica
y el aprendizaje entre pares. Un liderazgo efectivo requiere de una cultura
organizativa que haga evidente la importancia que le concede a la dirección consciente
de los equipos.
4. Evaluar el liderazgo de manera periódica: Es imprescindible
realizar un seguimiento sistemático del desempeño directivo para verificar su
alineación con los criterios organizativos. Esta evaluación no debe ser un
trámite burocrático ni una simple revisión de indicadores de rendimiento, sino
un proceso continuo que permita identificar tanto buenas prácticas como áreas
de mejora. Las evaluaciones 360°, las encuestas de clima organizacional y el
análisis de indicadores de bienestar y desempeño de los equipos pueden ser herramientas
indicadas para ello.
5. Intervenir en casos disfuncionales: No todas las personas en
posiciones de liderazgo cumplen con los estándares esperados, y la organización
debe contar con mecanismos para abordar estos casos. Es necesario establecer
procedimientos claros para intervenir cuando una dirección es perjudicial para
el equipo, ya sea mediante un refuerzo formativo, acompañamiento especializado
o, si es necesario, la sustitución de la persona que ocupa el cargo directivo.
No se trata de sancionar el error, sino de garantizar que los equipos cuenten
con profesionales de la dirección que realmente contribuyan a su desarrollo y
bienestar. En última instancia, proteger a los equipos del impacto de una
dirección ineficaz es una responsabilidad que ninguna organización debiera
eludir.
El desafío, por tanto, no es menor. Si se quiere contar con directivas
y directivos capaces de potenciar a sus equipos, es imprescindible redefinir
los criterios de selección, diseñar metodologías específicas para evaluar la
capacidad de liderazgo y establecer sistemas que garanticen que quienes ocupan
posiciones de responsabilidad no solo sean técnicamente competentes, sino
también hábiles en la gestión de personas y en la construcción de confianza.
De lo contrario, se perpetuarán estructuras jerárquicas ineficaces,
donde el liderazgo seguirá dependiendo del azar, la inercia o los intereses
particulares. Y mientras esto ocurra, la organización se verá atrapada en un
ciclo donde el talento seguirá abandonando los equipos y la desmotivación y la
falta de compromiso continuarán minando la productividad, el compromiso y
haciendo que las personas deseen que se acabe la jornada cuanto antes.
--
Imagen de Jose Antonio Alba en Pixabay
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