A menudo se señala la verticalidad de las organizaciones como si fuera, por sí sola, un problema, un lastre estructural que obstaculiza el progreso. En contraposición, se idealiza la horizontalidad como la cúspide evolutiva de la organización moderna, un modelo al que deberíamos aspirar con devoción y que, sin embargo, no logramos alcanzar debido al empecinamiento conservador de las formas jerárquicas.
En realidad, solemos hablar de horizontalidad sin saber muy bien de qué hablamos. Cada cual la imagina como un paraíso de colaboración espontánea, respeto mutuo y libertad compartida. Lo curioso es que rara vez nos preguntamos si contamos con las capacidades, la madurez emocional o los valores colectivos necesarios para funcionar eficazmente en un entorno donde realmente todas las personas estén en igualdad de condiciones para decidir, contribuir y sostener el equilibrio común.
Mi experiencia me dice que no. Cada vez que he intentado impulsar equipos o comunidades horizontales, he visto cómo, con mayor o menor disimulo, emergía fractalmente la verticalidad aprendida por cada uno de sus miembros. Como si lo jerárquico fuera más serio, más seguro, más fiable, los más natural. Y cualquier alternativa horizontal se percibiera como un experimento moderno, deseable pero siempre inoportuno, reservado para momentos informales, festivos o marginales.
Lo cierto es que lo vertical —como lo horizontal— no es bueno ni malo en sí mismo. Todo depende de cómo se aplique, en qué contexto y con qué propósito. Lo mismo ocurre con la acción de mandar frente a la de dirigir: mandar no es algo esencialmente negativo. Es más, hay situaciones donde es imprescindible que alguien tome decisiones rápidas y otros las ejecuten con agilidad. Lo que resulta problemático es mandar por necesidad personal —para sentirse superior, para calmar una inseguridad, para imponer sin argumentos— y no porque la situación lo exija de forma razonada y puntual.
Lo mismo ocurre con la verticalidad. Esta deviene problemática cuando existe para mantener rangos y se erige sobre más estratos de los que en realidad son necesarios, cuando prescinde del conocimiento distribuido a lo largo de toda la organización en sus procesos de decisión; cuando adopta un enfoque paternalista o centralizador; cuando limita o desincentiva la iniciativa individual o colectiva; cuando interpreta las propuestas alternativas como una amenaza; cuando basa las relaciones en mecanismos de premio y castigo; cuando pierde de vista que su razón de ser es aportar valor a cada nivel de la estructura; o cuando busca perpetuar jerarquías y se convierte en una forma de marcar distancias artificiales entre estratos, como si fuera necesario preservar una separación simbólica entre lo "noble" y lo "plebeyo". Es entonces cuando la verticalidad se transforma en un instrumento de exclusión, de ocultamiento y de empobrecimiento colectivo; en una torpeza organizativa; en un atavismo tribal.
Pero la verticalidad, cuando conecta a las personas y amplifica la inteligencia, cuando está orientada a aportar valor, a facilitar y a proveer de recursos, puede ofrecer claridad, eficiencia y compromiso. Es un modelo organizativo probado, tan válido como cualquier otro cuando se ejerce con responsabilidad y con la voluntad de ser útil a la estructura a la que sirve.
Cuando los niveles altos del organigrama comprenden que los vectores de aportación de valor han fluir de arriba hacia abajo y asumen que su papel es sostener, facilitar y cuidar, entonces la verticalidad deja de ser un problema para convertirse en una opción organizativa útil.
La dificultad surge cuando ocurre justo lo contrario: cuando se instala —de forma explícita o implícita— la creencia de que las bases existen para sostener a quienes están arriba. Es ahí donde empieza a gestarse el malestar organizativo, la desconexión emocional, la resistencia pasiva y, en última instancia, la desconfianza. Cuando la verticalidad deja de ser un canal de servicio para convertirse en pedestal, distorsiona los vínculos, empobrece las decisiones y diluye el sentido de pertenencia. Y es entonces cuando deja de ser de ayuda para convertirse en obstáculo.
La verticalidad no está reñida con la horizontalidad. Cuando las circunstancias exigen fluidez, cocreación o espacios de igualdad —propios de las dinámicas horizontales—, una organización vertical puede habilitarlos sin necesidad de renunciar a su forma estructural. Existen mecanismos para ello. En otros artículos he hablado de las placentas organizativas: entornos protegidos y nutrientes, creados dentro de estructuras jerárquicas, que permiten el desarrollo de equipos autogestionados, la colaboración transversal y la inteligencia compartida. Comunidades de práctica, equipos de innovación o equipos motores son ejemplos de estas zonas de excepción funcional, diseñadas para que lo horizontal emerja allí donde hace falta, sin entrar en conflicto con la lógica vertical del conjunto. No se trata de elegir entre un modelo u otro, sino de saber combinarlos con sentido, inteligencia, intención y respeto por las personas que los habitan.
No, la verticalidad no constituye un riesgo por sí sola, ni es la causa directa del acartonamiento estructural ni de la esclerotización funcional que suelen atribuírsele. El problema está en las personas que ocupan posiciones de poder y en los mecanismos que emplean para conservarlo, blindarlo o justificarlo. La rigidez no nace del organigrama, sino de la manera en que se interpreta y se vive. Es la actitud de quien confunde jerarquía con privilegio, liderazgo con control, o responsabilidad con superioridad la que convierte una estructura útil en un corsé que asfixia. Es el miedo a perder influencia, la falta de confianza en el criterio ajeno o la creencia de que todo debe pasar por uno mismo, lo que endurece las relaciones y detiene los flujos naturales de la inteligencia organizativa.
El problema no es la verticalidad en sí, sino cuando esta se convierte en excusa para decidir en solitario, para acumular información, para ocultar vulnerabilidad o para sostener dinámicas de dependencia. Ahí es donde lo vertical deja de ser un lugar de servicio a la colectividad y se transforma en trinchera de individualidades.
Coincido plenamente, Manel. Es más, creo que la verticalidad puede ser la fórmula más apropiada cuando las responsabilidades tienen que permitir delimitar consecuencias y actuar.
ResponderEliminarPero, claro, como dices en el último párrafo, no se puede confundir con la excusa para decidir en solitario y generar dependencias, mientras se elude toda responsabilidad y se disparan las culpas al resto.
Por cierto, veo que estás leyendo sobre un gran hombre. Estoy esperando a que lo saquen en digital, pero aprovecho para recomendarte la película sobre él: "La noche de 12 años". No tengo palabras para describir lo que me ha aportado. :-)