En Haru, la más que recomendable novela de
Flavia Company, hay una escena que parece sencilla pero encierra una profunda
enseñanza. La maestra Kazuko pide a sus alumnos y alumnas que recorran el
camino de regreso a casa —el de siempre, el ya sabido— dedicándole todo un día.
Lo que normalmente se transita en unos minutos se convierte en una jornada
entera. El resultado no es solo una forma distinta de caminar, sino una
transformación del camino en sí: lo que antes era rutina se convierte en
continuo descubrimiento; lo que parecía anodino se revela lleno de matices,
detalles y vida. El camino que se recorre en una hora es distinto del que se
recorre en un día entero, aunque el trayecto sea el mismo
Es cierto que casi todo puede hacerse en tiempos
distintos. Deprisa o con pausa. A veces, ir deprisa es necesario: hay
urgencias, imprevistos, momentos en que correr es lo más sensato o inevitable.
Pero la velocidad no siempre es lo más eficaz, ni lo más recomendable. La
rapidez no equivale a eficacia, como tampoco correr es sinónimo de
aprovechar el tiempo. Con frecuencia, lo que se gana en velocidad se pierde en
profundidad. Ir rápido impide corregir. Y cuando no controlamos el instante, es
fácil que nos pasemos de frenada o acabemos estrellándonos.
Cuando corremos, nuestros ojos se clavan en lo que
viene, no en el entorno que habitamos. En cambio, si nos detenemos —o al menos
bajamos el ritmo—, emergen los detalles: lo que está pero no veíamos, lo que
ocurre pero no escuchábamos, lo que podemos aprender pero ignorábamos por no
prestar atención.
Robert Poynton, en su libro Pausa, nos
invita a dejar espacio entre las cosas, a suspender la acción como forma de
renovar la mirada, de ampliar la percepción, de permitir que emerjan
posibilidades que el frenesí no nos deja ver. La pausa no interrumpe el camino:
forma parte del camino y contribuye a crearlo. A menudo, es el único
modo de comprender hacia dónde vamos y qué sentido tiene lo que estamos
haciendo.
No se trata de condenar la prisa, sino de
recordar que el tiempo no es una línea recta ni una carrera constante; cada
proceso tiene su ritmo y requiere de su propio tiempo.
Algunas cosas solo se hacen bien si se hacen
despacio. O si se hacen dos veces. O si se hacen después de haber parado.
Las organizaciones o la personas eficaces no son
necesariamente las más rápidas, sino las que saben dónde detenerse para
observar, comprender, aprender y decidir con sentido. Porque no es lo mismo
avanzar que avanzar bien, sabiendo donde ponemos cada pie.
Para las personas que pretenden liderar equipos,
esto implica incorporar conscientemente momentos de pausa. Pero no como
tiempos perdidos, sino como tiempos fértiles, que nutren la acción y alinean al
equipo con lo esencial, con un propósito claro.
·
Hay conversaciones que no conviene tener deprisa.
·
Hay reuniones que solo tienen sentido si se hacen con tiempo.
·
Hay decisiones que necesitan respirar antes de ser tomadas.
·
Hay vínculos que solo se tejen en la pausa.
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Y hay caminos que no se revelan a quien los cruza corriendo.
A veces, lo más transformador no es correr más,
sino saber cuándo y cómo detenerse.
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Imagen
de Manfred Antranias Zimmer en Pixabay
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