viernes, 24 de octubre de 2025

“Es muy importante… pero no tengo tiempo”


Seguro que has oído esta respuesta. Puede que incluso haya sido la tuya ante alguna invitación o sugerencia que no formaba parte de tu rutina habitual.

No pasa nada: se trata de algo muy extendido. La falta de tiempo se ha convertido en una coartada socialmente aceptada para justificar la falta de atención a asuntos que -al menos en teoría- consideramos importantes.

Es cierto que hay momentos en los que el tiempo simplemente no alcanza. Las obligaciones se encadenan, los márgenes desaparecen y apenas queda espacio para cumplir con lo esencial. Hay etapas en las que el tiempo no se elige, sino que se padece.

Y también hay veces en que no es tiempo lo que falta, sino energía: llegamos al final del día saturados, con la mente agotada, y aunque quede una hora libre, no queda combustible para nada que requiera atención o profundidad. El tiempo útil no se mide solo en horas, sino en la energía que podemos poner en ellas.

Tampoco siempre decidimos sobre nuestro propio tiempo. En muchos entornos de trabajo, las urgencias, las reuniones y las demandas inmediatas colonizan el espacio de lo que creemos realmente importante.

Pero lo curioso es que, más allá de estas circunstancias reales, el “no tengo tiempo” se ha convertido en una fórmula automática. Una expresión que utilizamos sin pensar demasiado, casi como una respuesta reflejo, que suena razonable y nos deja a salvo. Detrás de ella, sin embargo, puede que se escondan motivos menos evidentes.

Encubre, por ejemplo, que no todo lo importante lo es en el mismo grado. Hay cosas importantes… y otras más importantes. Y, cuando toca decidir, el tiempo se reparte de acuerdo con lo que realmente valoramos, aunque no siempre lo reconozcamos así.

Encubre también que nunca tenemos todo el tiempo ocupado. Una realidad incuestionable. A lo largo del día siempre hay momentos; a lo largo de la semana también y a lo largo del año tenemos semanas o días que dedicamos sin dudar a aquello que pueda aparecer y que sí consideramos importante.

El problema, en realidad, no es el tiempo: es el valor que asignamos a cada cosa.

A veces, aquello que decimos que es “muy importante” quizás no lo sea tanto para nosotros. Pero admitirlo resulta incómodo. No queda bien decir que no nos apetece o que, sencillamente, no lo valoramos tanto como otras cosas. Por eso recurrimos al argumento del tiempo: suena razonable, nos libra del conflicto y, con el tiempo, incluso llegamos a creérnoslo.

Así es como desarrollamos discursos defensivos sobre nuestras prioridades, hasta confundir lo que decimos valorar con lo que realmente valoramos. Y así, entre excusas bienintencionadas, se nos escapa la sinceridad más simple y liberadora: admitir que no es que no tengamos tiempo… es que no queremos.

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Foto de Who’s Denilo ? en Unsplash

domingo, 12 de octubre de 2025

Lo insoportable de “tener la razón”

 


Qué desgaste querer “tener la razón”.

En serio.

Cada vez me parece menos atractivo.

Y no por dudas sobre su relación con la verdad, no.

Sino porque tener la razón suele implicar tenerla contra alguien.

Una especie de deporte de contacto en el que el objetivo es demostrar que el otro se equivoca.

Tener la razón se convierte así en un arma contundente, una maza de convicción con la que se golpea —con elegancia o sin ella— a quienes todavía no han entendido “lo evidente”.

Una guerra a mazazos de razón, que nada tiene que ver con mazazos razonables.

Las personas que tienen la razón suelen tener, además, un punto de insoportables.

Están tan convencidas de su versión que la exhiben como un trofeo frente a quienes no la han ganado.

Reivindicar la razón que se tiene es, en el fondo, un acto narcisista: una forma de pedir reconocimiento.

Y lo peor es que quien tiene la razón se siente autorizado a reñir siempre:

—cuando la defiende, porque está en posesión de la verdad;

—y cuando se la reconocen, porque lo hacen tarde.

Y es curioso cómo incluso en ese momento solemne en que el mundo por fin les concede la razón, no pueden evitar coronar la escena con un gesto ofendido, como si dijeran: “ya era hora”.

Ya ves tú, tener la razón, con la multitud de razones que existen para cada cosa.

Porque —y aquí está el matiz que casi nadie ve— tener la razón no es lo mismo que tener razones.

Tener razones es algo profundamente legítimo, incluso necesario: son los argumentos, las experiencias y las convicciones que sostienen lo que uno piensa, decide o hace.

Tener razones es un acto de coherencia; tener la razón, en cambio, un acto de conquista.

Las razones se ofrecen; la razón se impone.

Yo, sinceramente, ya no discuto por quien tiene la razón. Paso. 

Prefiero tener solo mis razones: las que dan sentido a lo que pienso, hago o decido y que puedo compartir sin ánimo de convencer, para que cada cual tome lo que le sirva...o lo deje.

No me interesa ganar ninguna guerra dialéctica ni coleccionar cabezas de equivocación ajena. 

Porque en el fondo, cada uno tiene sus razones, sus heridas, sus aprendizajes y sus manías.

Y quizá la verdadera sabiduría no esté en tener la razón, sino en no necesitarla.

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La imagen es un detalle de "Breakfast Table Political Argument" [1948] de Norman Rockwell.


martes, 7 de octubre de 2025

La dimensión personal de liderar el cambio

 


Tanto las palabras líder como cambio forman parte del vocabulario habitual en cualquier ecosistema de management que quiera mantenerse en la onda verbal al uso.

Suenan bien. Son modernas, vibrantes, luminosas. Invitan a pensar en movimiento, energía, impulso, innovación, futuro. En definitiva, en todo aquello que parece necesario para no quedar fuera de juego en un entorno que se transforma sin descanso.

La evidencia de esa continua transformación de cualquier entorno —social, tecnológico, político, económico u organizativo— y la necesidad de adaptación que genera por parte de todo organismo que habite en él, ha perdido su invisibilidad primigenia. Lo que antes era una intuición o una hipótesis se ha hecho visible y concluyente. Negarlo, a estas alturas, sería una forma más de negacionismo contemporáneo.

Del discurso brillante a las preguntas básicas

Durante años, el liderazgo y la gestión del cambio se han convertido en lugares comunes del discurso organizativo. Son conceptos de moda, cargados de valores deseables y alineados con el espíritu de los tiempos.

Por eso, no es de extrañar que proliferen los modelos, metodologías y programas que tienen por objetivo facilitar o enseñar a “liderar el cambio”.

Sin embargo, cuando el discurso desciende a la práctica cotidiana, aparece una brecha entre lo que se dice y lo que realmente se hace. Del lenguaje moderno de la transformación se pasa, con demasiada frecuencia, a las constantes de siempre: la falta de tiempo, la impaciencia y las prisas vuelven a ocupar todo el escenario.

Y es ahí donde tiene sentido la reflexión que comparto en este artículo.

Antes de hablar de cambio, antes de planificarlo o comunicarlo, hay que preguntarse si realmente se cree en él, si se está dispuesto a sostenerlo y si se está preparado para dejarse transformar por él.

Este artículo propone, precisamente, tres preguntas necesarias —y profundamente personales— que debería hacerse toda aquella persona que pretenda iniciar un proceso de cambio.

1. ¿De verdad creo en el cambio que quiero impulsar?

Antes de comunicar el cambio, de convocar reuniones o de redactar planes de transformación, quien pretenda liderar un proceso de cambio debería hacerse una serie de preguntas personales que lo sitúen frente a sí mismo:

¿Creo realmente necesario el cambio para el futuro de mi organización o equipo?

¿Estoy seguro de que lo que me interesa del cambio es su impacto sobre el propósito del equipo o más bien se trata de un impulso imitativo o un deseo de marca personal, de vestirme de líder de cambio?

Estas preguntas son importantes y conviene responderlas medida y reposadamente. Porque sin una convicción real sobre la necesidad y el sentido del cambio, cualquier intento de liderarlo se convierte en pura escenografía.

2. ¿Estoy dispuesto o dispuesta a darle al cambio el tiempo que necesita?

Liderar un cambio supone tiempo: tiempo para diseñar, debatir, reflexionar, relacionarse, reorientarse y, a menudo, volver a empezar. Tiempo para detenerse, para pensar antes de actuar, para escuchar lo que aún no se ha dicho y para que las personas encuentren sentido a lo que se les propone.

Ese tiempo es incómodo para la lógica de las organizaciones que confunden la velocidad con la eficacia y que miden el compromiso en base a la cantidad de actividad y no a la calidad de las decisiones.

Pero el cambio no entiende de atajos. No puede comprimirse en cronogramas ni resolverse a golpe de plan de acción. Requiere maduración, contraste, elaboración y, sobre todo, convicción. Convicción para defender los espacios donde se gesta el sentido, incluso cuando otros los consideran una pérdida de tiempo.

Porque liderar el cambio también es sostener la impaciencia ajena: la de quienes quieren resultados inmediatos, la de quienes desconfían de lo que aún no se puede medir, la de quienes necesitan certezas antes de moverse. Y es asumir que esa defensa del tiempo necesario te situará a menudo en el lugar incómodo de quien parece ir más despacio que los demás, cuando en realidad está cuidando que el proceso no pierda profundidad.

El cambio exige constancia, presencia y una mirada larga. Requiere aceptar que habrá momentos de duda, retrocesos, correcciones y cansancio. Que a veces se avanzará sin saber muy bien hacia dónde, y que ese desconcierto forma parte de cualquier proceso de transformación real.

Por eso, liderar el cambio es un acto de fe en el tiempo: en el tiempo de las personas, de las conversaciones, de los vínculos, y en ese tiempo interior que cada uno necesita para integrar lo nuevo.

Aquí cabe hacerse las siguientes preguntas:

¿Estoy dispuesto o dispuesta a dar al cambio el tiempo que necesita, aunque eso signifique ir más lento de lo que desearía?

¿Sé distinguir entre el tiempo que se “pierde” y el que se “invierte”?

¿Estoy preparado o preparada  para sostener la presión de quienes piden resultados inmediatos?

¿Dispongo de la paciencia necesaria para acompañar los procesos humanos que el cambio implica?

Y, sobre todo: ¿creo lo suficiente en lo que quiero cambiar como para dedicarle mi tiempo, sin garantías de un éxito inmediato?

3. ¿Estoy preparado o preparada para cambiar yo también?

Liderar el cambio no consiste solo en mover piezas, sino en aceptar que el tablero también cambia, y que con él cambia la posición, la relación y la identidad de quien lidera. Cualquier modificación en el entorno o en el equipo transforma también la relación de ese entorno y de ese equipo contigo. Por coherencia, si el contexto cambia, tú también debes cambiar.

¿Estoy dispuesto o dispuesta a ello? ¿A cambiar mi rol, a modificar mis hábitos, a redefinir mis dependencias e independencias, a revisar mi identidad profesional y personal?

Porque liderar el cambio no es solo gestionar un proceso externo, sino gestionar la metamorfosis interior que desencadena. Puede implicar ceder protagonismo, compartir decisiones, dar autonomía, renunciar a ciertos privilegios simbólicos o a esa necesidad de control y reconocimiento que muchas veces satisface nuestro yo más narcisista.

Y ahí es donde el cambio se vuelve profundamente personal. La transformación de tu papel no es solo un efecto colateral del proceso: es una condición necesaria para que el cambio sea posible.

Los equipos no cambian por decreto ni por el efecto mágico de unas palabras bien articuladas; cambian porque ven un modelo de coherencia en quien los lidera. El cambio se hace creíble cuando se encarna.

Para acabar:

Quizá el gran reto de liderar el cambio hoy no sea metodológico ni técnico, sino profundamente personal: llegar a verse como parte del proceso que se pretende impulsar. Porque el cambio no empieza en la organización, sino en la persona que decide provocarlo o guiarlo.

Se trata, en definitiva, de dejar de hablar de cambio para empezar a serlo y de dejar de ejercer liderazgo para encarnarlo.

Solo entonces las palabras líder y cambio recuperan su sentido original: el de mover a alguien hacia adelante, empezando por uno mismo.