No pasa nada: se trata de algo muy extendido. La falta de tiempo se ha convertido en una coartada socialmente aceptada para justificar la falta de atención a asuntos que -al menos en teoría- consideramos importantes.
Es cierto que hay momentos en los que el tiempo simplemente no alcanza. Las obligaciones se encadenan, los márgenes desaparecen y apenas queda espacio para cumplir con lo esencial. Hay etapas en las que el tiempo no se elige, sino que se padece.
Y también hay veces en que no es tiempo lo que falta, sino energía: llegamos al final del día saturados, con la mente agotada, y aunque quede una hora libre, no queda combustible para nada que requiera atención o profundidad. El tiempo útil no se mide solo en horas, sino en la energía que podemos poner en ellas.
Tampoco siempre decidimos sobre nuestro propio tiempo. En muchos entornos de trabajo, las urgencias, las reuniones y las demandas inmediatas colonizan el espacio de lo que creemos realmente importante.
Pero lo curioso es que, más allá de estas circunstancias reales, el “no tengo tiempo” se ha convertido en una fórmula automática. Una expresión que utilizamos sin pensar demasiado, casi como una respuesta reflejo, que suena razonable y nos deja a salvo. Detrás de ella, sin embargo, puede que se escondan motivos menos evidentes.
Encubre, por ejemplo, que no todo lo importante lo es en el mismo grado. Hay cosas importantes… y otras más importantes. Y, cuando toca decidir, el tiempo se reparte de acuerdo con lo que realmente valoramos, aunque no siempre lo reconozcamos así.
Encubre también que nunca tenemos todo el tiempo ocupado. Una realidad incuestionable. A lo largo del día siempre hay momentos; a lo largo de la semana también y a lo largo del año tenemos semanas o días que dedicamos sin dudar a aquello que pueda aparecer y que sí consideramos importante.
El problema, en realidad, no es el tiempo: es el valor que asignamos a cada cosa.
A veces, aquello que decimos que es “muy importante” quizás no lo sea tanto para nosotros. Pero admitirlo resulta incómodo. No queda bien decir que no nos apetece o que, sencillamente, no lo valoramos tanto como otras cosas. Por eso recurrimos al argumento del tiempo: suena razonable, nos libra del conflicto y, con el tiempo, incluso llegamos a creérnoslo.
Así es como desarrollamos discursos defensivos sobre nuestras prioridades, hasta confundir lo que decimos valorar con lo que realmente valoramos. Y así, entre excusas bienintencionadas, se nos escapa la sinceridad más simple y liberadora: admitir que no es que no tengamos tiempo… es que no queremos.
--
Foto de Who’s Denilo ? en Unsplash



100% de acuerdo. Para lo que nos importa, encontramos el tiempo. Para lo demás, encontramos la excusa.
ResponderEliminar