domingo, 12 de octubre de 2025

Lo insoportable de “tener la razón”

 


Qué desgaste querer “tener la razón”.

En serio.

Cada vez me parece menos atractivo.

Y no por dudas sobre su relación con la verdad, no.

Sino porque tener la razón suele implicar tenerla contra alguien.

Una especie de deporte de contacto en el que el objetivo es demostrar que el otro se equivoca.

Tener la razón se convierte así en un arma contundente, una maza de convicción con la que se golpea —con elegancia o sin ella— a quienes todavía no han entendido “lo evidente”.

Una guerra a mazazos de razón, que nada tiene que ver con mazazos razonables.

Las personas que tienen la razón suelen tener, además, un punto de insoportables.

Están tan convencidas de su versión que la exhiben como un trofeo frente a quienes no la han ganado.

Reivindicar la razón que se tiene es, en el fondo, un acto narcisista: una forma de pedir reconocimiento.

Y lo peor es que quien tiene la razón se siente autorizado a reñir siempre:

—cuando la defiende, porque está en posesión de la verdad;

—y cuando se la reconocen, porque lo hacen tarde.

Y es curioso cómo incluso en ese momento solemne en que el mundo por fin les concede la razón, no pueden evitar coronar la escena con un gesto ofendido, como si dijeran: “ya era hora”.

Ya ves tú, tener la razón, con la multitud de razones que existen para cada cosa.

Porque —y aquí está el matiz que casi nadie ve— tener la razón no es lo mismo que tener razones.

Tener razones es algo profundamente legítimo, incluso necesario: son los argumentos, las experiencias y las convicciones que sostienen lo que uno piensa, decide o hace.

Tener razones es un acto de coherencia; tener la razón, en cambio, un acto de conquista.

Las razones se ofrecen; la razón se impone.

Yo, sinceramente, ya no discuto por quien tiene la razón. Paso. 

Prefiero tener solo mis razones: las que dan sentido a lo que pienso, hago o decido y que puedo compartir sin ánimo de convencer, para que cada cual tome lo que le sirva...o lo deje.

No me interesa ganar ninguna guerra dialéctica ni coleccionar cabezas de equivocación ajena. 

Porque en el fondo, cada uno tiene sus razones, sus heridas, sus aprendizajes y sus manías.

Y quizá la verdadera sabiduría no esté en tener la razón, sino en no necesitarla.

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La imagen es un detalle de "Breakfast Table Political Argument" [1948] de Norman Rockwell.


martes, 7 de octubre de 2025

La dimensión personal de liderar el cambio

 


Tanto las palabras líder como cambio forman parte del vocabulario habitual en cualquier ecosistema de management que quiera mantenerse en la onda verbal al uso.

Suenan bien. Son modernas, vibrantes, luminosas. Invitan a pensar en movimiento, energía, impulso, innovación, futuro. En definitiva, en todo aquello que parece necesario para no quedar fuera de juego en un entorno que se transforma sin descanso.

La evidencia de esa continua transformación de cualquier entorno —social, tecnológico, político, económico u organizativo— y la necesidad de adaptación que genera por parte de todo organismo que habite en él, ha perdido su invisibilidad primigenia. Lo que antes era una intuición o una hipótesis se ha hecho visible y concluyente. Negarlo, a estas alturas, sería una forma más de negacionismo contemporáneo.

Del discurso brillante a las preguntas básicas

Durante años, el liderazgo y la gestión del cambio se han convertido en lugares comunes del discurso organizativo. Son conceptos de moda, cargados de valores deseables y alineados con el espíritu de los tiempos.

Por eso, no es de extrañar que proliferen los modelos, metodologías y programas que tienen por objetivo facilitar o enseñar a “liderar el cambio”.

Sin embargo, cuando el discurso desciende a la práctica cotidiana, aparece una brecha entre lo que se dice y lo que realmente se hace. Del lenguaje moderno de la transformación se pasa, con demasiada frecuencia, a las constantes de siempre: la falta de tiempo, la impaciencia y las prisas vuelven a ocupar todo el escenario.

Y es ahí donde tiene sentido la reflexión que comparto en este artículo.

Antes de hablar de cambio, antes de planificarlo o comunicarlo, hay que preguntarse si realmente se cree en él, si se está dispuesto a sostenerlo y si se está preparado para dejarse transformar por él.

Este artículo propone, precisamente, tres preguntas necesarias —y profundamente personales— que debería hacerse toda aquella persona que pretenda iniciar un proceso de cambio.

1. ¿De verdad creo en el cambio que quiero impulsar?

Antes de comunicar el cambio, de convocar reuniones o de redactar planes de transformación, quien pretenda liderar un proceso de cambio debería hacerse una serie de preguntas personales que lo sitúen frente a sí mismo:

¿Creo realmente necesario el cambio para el futuro de mi organización o equipo?

¿Estoy seguro de que lo que me interesa del cambio es su impacto sobre el propósito del equipo o más bien se trata de un impulso imitativo o un deseo de marca personal, de vestirme de líder de cambio?

Estas preguntas son importantes y conviene responderlas medida y reposadamente. Porque sin una convicción real sobre la necesidad y el sentido del cambio, cualquier intento de liderarlo se convierte en pura escenografía.

2. ¿Estoy dispuesto o dispuesta a darle al cambio el tiempo que necesita?

Liderar un cambio supone tiempo: tiempo para diseñar, debatir, reflexionar, relacionarse, reorientarse y, a menudo, volver a empezar. Tiempo para detenerse, para pensar antes de actuar, para escuchar lo que aún no se ha dicho y para que las personas encuentren sentido a lo que se les propone.

Ese tiempo es incómodo para la lógica de las organizaciones que confunden la velocidad con la eficacia y que miden el compromiso en base a la cantidad de actividad y no a la calidad de las decisiones.

Pero el cambio no entiende de atajos. No puede comprimirse en cronogramas ni resolverse a golpe de plan de acción. Requiere maduración, contraste, elaboración y, sobre todo, convicción. Convicción para defender los espacios donde se gesta el sentido, incluso cuando otros los consideran una pérdida de tiempo.

Porque liderar el cambio también es sostener la impaciencia ajena: la de quienes quieren resultados inmediatos, la de quienes desconfían de lo que aún no se puede medir, la de quienes necesitan certezas antes de moverse. Y es asumir que esa defensa del tiempo necesario te situará a menudo en el lugar incómodo de quien parece ir más despacio que los demás, cuando en realidad está cuidando que el proceso no pierda profundidad.

El cambio exige constancia, presencia y una mirada larga. Requiere aceptar que habrá momentos de duda, retrocesos, correcciones y cansancio. Que a veces se avanzará sin saber muy bien hacia dónde, y que ese desconcierto forma parte de cualquier proceso de transformación real.

Por eso, liderar el cambio es un acto de fe en el tiempo: en el tiempo de las personas, de las conversaciones, de los vínculos, y en ese tiempo interior que cada uno necesita para integrar lo nuevo.

Aquí cabe hacerse las siguientes preguntas:

¿Estoy dispuesto o dispuesta a dar al cambio el tiempo que necesita, aunque eso signifique ir más lento de lo que desearía?

¿Sé distinguir entre el tiempo que se “pierde” y el que se “invierte”?

¿Estoy preparado o preparada  para sostener la presión de quienes piden resultados inmediatos?

¿Dispongo de la paciencia necesaria para acompañar los procesos humanos que el cambio implica?

Y, sobre todo: ¿creo lo suficiente en lo que quiero cambiar como para dedicarle mi tiempo, sin garantías de un éxito inmediato?

3. ¿Estoy preparado o preparada para cambiar yo también?

Liderar el cambio no consiste solo en mover piezas, sino en aceptar que el tablero también cambia, y que con él cambia la posición, la relación y la identidad de quien lidera. Cualquier modificación en el entorno o en el equipo transforma también la relación de ese entorno y de ese equipo contigo. Por coherencia, si el contexto cambia, tú también debes cambiar.

¿Estoy dispuesto o dispuesta a ello? ¿A cambiar mi rol, a modificar mis hábitos, a redefinir mis dependencias e independencias, a revisar mi identidad profesional y personal?

Porque liderar el cambio no es solo gestionar un proceso externo, sino gestionar la metamorfosis interior que desencadena. Puede implicar ceder protagonismo, compartir decisiones, dar autonomía, renunciar a ciertos privilegios simbólicos o a esa necesidad de control y reconocimiento que muchas veces satisface nuestro yo más narcisista.

Y ahí es donde el cambio se vuelve profundamente personal. La transformación de tu papel no es solo un efecto colateral del proceso: es una condición necesaria para que el cambio sea posible.

Los equipos no cambian por decreto ni por el efecto mágico de unas palabras bien articuladas; cambian porque ven un modelo de coherencia en quien los lidera. El cambio se hace creíble cuando se encarna.

Para acabar:

Quizá el gran reto de liderar el cambio hoy no sea metodológico ni técnico, sino profundamente personal: llegar a verse como parte del proceso que se pretende impulsar. Porque el cambio no empieza en la organización, sino en la persona que decide provocarlo o guiarlo.

Se trata, en definitiva, de dejar de hablar de cambio para empezar a serlo y de dejar de ejercer liderazgo para encarnarlo.

Solo entonces las palabras líder y cambio recuperan su sentido original: el de mover a alguien hacia adelante, empezando por uno mismo.

martes, 23 de septiembre de 2025

Liderazgo relacional: ¿Tiene algún sentido seguir hablando de ello?


Hace más de una década que imparto clases de liderazgo relacional a profesionales del ámbito del asesoramiento político. Mi participación se inició en un momento en el que parecía que este enfoque encajaba de manera natural con las dinámicas emergentes: se hablaba de abrir la gobernanza, de implicar a los agentes sociales, de incorporar la voz de la ciudadanía y de impulsar valores de colaboración. Era un clima en el que el liderazgo relacional se presentaba como la opción evidente.

 

Este año, sin embargo, me he visto en el dilema de preguntarme si todavía tenía sentido insistir en ello, dadas las condiciones políticas y sociales actuales a nivel mundial. Porque el escenario ha cambiado de forma vertiginosa. Hoy, apostar por el liderazgo relacional puede sonar incluso a gesto contracultural y uno se arriesga a que lo miren con cara de ¿qué me estas contando?

 

Conviene aclarar qué entendemos por liderazgo relacional. Como es de imaginar, no es un estilo que se base en la autoridad jerárquica ni en la imposición del relato, sino en la construcción de vínculos sólidos que permitan afrontar retos colectivos. Es un liderazgo que pone en el centro la calidad de las relaciones: cómo se comparte el poder, cómo se distribuye la voz, cómo se generan dinámicas de confianza y cómo se cuida la reciprocidad. En lugar de centrarse en controlar a las personas, busca crear las condiciones para que trabajen juntas de manera sostenible, confiable y corresponsable.

 

Pero, vivimos un tiempo en el que la palabra “ganar” se asocia a impactos inmediatos: titulares, control del relato o victorias electorales rápidas. En este contexto, el liderazgo relacional puede parecer poco efectista: no busca brillos instantáneos, sino legitimidad sostenida, confianza acumulada y adhesiones que resisten el paso del tiempo y las crisis.

 

La libertad, por ejemplo, se ha vaciado de su sentido comunitario para convertirse en un comodín al servicio de intereses particulares. Como advierte Joseph Stiglitz en Camino de libertad (2024), el término ha sido secuestrado por usos ideológicos que justifican desigualdades en lugar de ampliarlas, erosionando así el bien común y dificultando los pactos. El liderazgo relacional responde redefiniendo la libertad en clave de obligaciones compartidas: reglas que amplían la libertad colectiva, como sucede con la semaforización en el tráfico o con los estándares de transparencia que protegen a todos.

 

La desigualdad se ensancha y deja a la ciudadanía en posición de espectadora. La precariedad convierte el miedo en emoción dominante y favorece el refugio en liderazgos de protección inmediata y soluciones fáciles. Son respuestas que ofrecen calma en el corto plazo, pero que rara vez generan confianza duradera ni abren horizontes de transformación. El liderazgo relacional, en cambio, solo puede sostenerse si garantiza seguridad psicológica y compromisos mínimos de cuidado: tiempos previsibles, canales de escucha, reglas claras de trato y reparación.

 

Se premia la visibilidad por encima de la contribución, se normaliza la ética instrumental y el cortoplacismo social erosiona la paciencia necesaria para sembrar vínculos duraderos. Incluso la persona y sus derechos corren el riesgo de quedar reducidos a recursos útiles para agendas de poder.

 

En este marco, insistir en el liderazgo relacional puede parecer ir a contracorriente. Y sin embargo, es precisamente aquí donde cobra todo su sentido. Porque este tipo de liderazgo no se sostiene en modas ni en métricas de corto plazo, sino en principios éticos: cuidar los vínculos, redistribuir voz además de recursos, ritualizar la reciprocidad, situar a la persona en el centro y hacer de la integridad una práctica verificable.

 

Si en otros tiempos el liderazgo relacional podía presentarse como opción evidente, hoy se revela como opción necesaria. No porque los tiempos lo favorezcan, sino porque sin él, el desgaste institucional, la fragmentación social y la desconfianza seguirán creciendo. Y porque, en última instancia, gobernar desde el ego-sistema es una carrera hacia el agotamiento, mientras que hacerlo desde el eco-sistema es la única manera de perdurar.

 

En este sentido, cabe reconocer que sin liderazgo relacional la comunicación política corre el riesgo de seguir el camino de degradarse en propaganda y el marketing político en manipulación. Frente a los liderazgos de protección inmediata y las soluciones fáciles, el liderazgo relacional propone un camino más exigente pero también más duradero: cultivar vínculos, sostener la confianza y construir legitimidad compartida.

 

Por eso, después de tantas dudas, he llegado a la conclusión que sí: sigue teniendo todo el sentido impartir esta sesión de formación. Porque en un tiempo marcado por la desconfianza, convertir el liderazgo relacional en objeto de reflexión y de práctica es, en sí mismo, una herramienta de activismo. Una forma de resistir la crisis de confianza actual y de contribuir modestamente en la siembra de un horizonte político más ético, más sostenible y, en definitiva, a la altura de lo verdaderamente humano.



miércoles, 23 de julio de 2025

El tiempo que inviertes

 

En Haru, la más que recomendable novela de Flavia Company, hay una escena que parece sencilla pero encierra una profunda enseñanza. La maestra Kazuko pide a sus alumnos y alumnas que recorran el camino de regreso a casa —el de siempre, el ya sabido— dedicándole todo un día. Lo que normalmente se transita en unos minutos se convierte en una jornada entera. El resultado no es solo una forma distinta de caminar, sino una transformación del camino en sí: lo que antes era rutina se convierte en continuo descubrimiento; lo que parecía anodino se revela lleno de matices, detalles y vida. El camino que se recorre en una hora es distinto del que se recorre en un día entero, aunque el trayecto sea el mismo

Es cierto que casi todo puede hacerse en tiempos distintos. Deprisa o con pausa. A veces, ir deprisa es necesario: hay urgencias, imprevistos, momentos en que correr es lo más sensato o inevitable. Pero la velocidad no siempre es lo más eficaz, ni lo más recomendable. La rapidez no equivale a eficacia, como tampoco correr es sinónimo de aprovechar el tiempo. Con frecuencia, lo que se gana en velocidad se pierde en profundidad. Ir rápido impide corregir. Y cuando no controlamos el instante, es fácil que nos pasemos de frenada o acabemos estrellándonos.

Cuando corremos, nuestros ojos se clavan en lo que viene, no en el entorno que habitamos. En cambio, si nos detenemos —o al menos bajamos el ritmo—, emergen los detalles: lo que está pero no veíamos, lo que ocurre pero no escuchábamos, lo que podemos aprender pero ignorábamos por no prestar atención.

Robert Poynton, en su libro Pausa, nos invita a dejar espacio entre las cosas, a suspender la acción como forma de renovar la mirada, de ampliar la percepción, de permitir que emerjan posibilidades que el frenesí no nos deja ver. La pausa no interrumpe el camino: forma parte del camino y contribuye a crearlo. A menudo, es el único modo de comprender hacia dónde vamos y qué sentido tiene lo que estamos haciendo.

No se trata de condenar la prisa, sino de recordar que el tiempo no es una línea recta ni una carrera constante; cada proceso tiene su ritmo y requiere de su propio tiempo.

Algunas cosas solo se hacen bien si se hacen despacio. O si se hacen dos veces. O si se hacen después de haber parado.

Las organizaciones o la personas eficaces no son necesariamente las más rápidas, sino las que saben dónde detenerse para observar, comprender, aprender y decidir con sentido. Porque no es lo mismo avanzar que avanzar bien, sabiendo donde ponemos cada pie.

Para las personas que pretenden liderar equipos, esto implica incorporar conscientemente momentos de pausa. Pero no como tiempos perdidos, sino como tiempos fértiles, que nutren la acción y alinean al equipo con lo esencial, con un propósito claro.

  • Hay conversaciones que no conviene tener deprisa.
  • Hay reuniones que solo tienen sentido si se hacen con tiempo.
  • Hay decisiones que necesitan respirar antes de ser tomadas.
  • Hay vínculos que solo se tejen en la pausa.
  • Y hay caminos que no se revelan a quien los cruza corriendo.

A veces, lo más transformador no es correr más, sino saber cuándo y cómo detenerse.

 

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Imagen de Manfred Antranias Zimmer en Pixabay


jueves, 19 de junio de 2025

Hoy, cuídate. Mañana también


Invade mi campo visual la campaña de sensibilización sobre el cáncer en la que colaboran los autobuses de mi ciudad. En su lateral, enormes carteles me interpelan con frases como: ¿Me echarán del trabajo si digo que tengo cáncer? Y entre semáforos y frenazos, ahí sigue la pregunta, cada vez más incrustada en la retina, cada vez más normalizada en el discurso urbano.

No puedo evitar conectar esa frase con la desconfianza que sentimos hacia las organizaciones, ese carácter extractivo que se les atribuye —y que tantas veces se ganan—, como si todo en ellas respondiera a una lógica fría: producir más, rendir siempre, que no falle la maquinaria. ¿Tienes cáncer? Qué mal. Pero no olvides que esto no es personal: simplemente, no nos sales a cuenta. La ciudad no lo dice así, pero lo delega en una campaña bienintencionada que, sin quererlo, pone el foco en el miedo y no en el derecho, en la amenaza y no en el cuidado.

Sigo avanzando entre volantazos, cavilando sobre esa frase que me acaban de normalizar, cuando otro autobús me ofrece alivio económico: “Cámbiate de compañía de luz, paga menos”. Un hombre sonriente sostiene una taza de café humeante, como si el ahorro fuera un gesto íntimo, cálido, una finalidad en sí mismo, la solución a tanta extracción. La ciudad me repite sus eslóganes, sus prioridades: gasta menos, produce más, compra ahora, rinde siempre. Todo se traduce, todo se mide. La eficiencia y la eficacia como horizontes, la ansiedad y el miedo como combustible.

Y entonces me entran ganas de desobedecer.

De tapizar las marquesinas y rotular los autobuses con otros lemas. No para vender nada, sino para reequilibrar el relato. Para recordarnos que la vida no es un Excel, ni un ciclo de consumo, ni una promesa de ahorro.

Reivindico eslóganes como:

·      Mira el cielo, lo bonito que está.

·      No te olvides de regar las plantas. 

·      No pasa nada si hoy no puedes con todo.

·      Tal y como está, ya está bien.

·      No somos perfectos

·      Hay cosas que no salen bien.

·      No tienes que estar bien todo el tiempo.

·      Deberías conocer mejor a esa persona.

·      No siempre hace falta ser fuerte.

·      Hay días que solo se pueden atravesar, no arreglar.

·      No te olvides de sonreír.

·      Qué tengas un buen día

·      Lo que sientes, tiene sentido.

·      A veces descansar es más urgente que resolver.

·      No te olvides de respirar

·      Date tiempo para escuchar.

·      Está bien no saber qué hacer.

·      También esto pasará, aunque ahora no lo parezca.

·      Lo imperfecto también tiene valor.

·      También se vive en lo incierto.

·      No huyas de lo que duele, escúchalo.

·      Puedes parar sin rendirte.

Lemas que no se valoran por su eficacia comercial. Sin retorno de inversión. Pero con sentido. Con humanidad. Con la fuerza suave de lo que no busca conquistar, solo acompañar. Que nos recuerden que hemos de cuidar y de cuidarnos. Que hay otra forma de habitar la ciudad, el cuerpo, el tiempo.

Qué distinto sería poder leer en la trasera de un autobús:

“No te obsesiones con producir. Hoy, cuídate. Mañana también.”

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Imagen ficticia para ilustrar este artículo. No corresponde a una campaña real.



miércoles, 11 de junio de 2025

Moverse en la frontera del conocimiento


Quizás no sea casualidad que el lema que escogí en mi juventud fuera una frase extraída de Los tres impostores, de Arthur Machen: Omnia exeunt in mysterium  [Todo desemboca en el misterio]

Me atrajo entonces, y aún me reconozco en ella ahora, porque apelaba a una verdad que no puede demostrarse pero sí habitarse: la realidad, por mucho que lleguemos a creer conocerla, nunca deja de proyectar una sombra de indefinición, una grieta que escapa a las palabras, a las fórmulas, a las clasificaciones cerradas. Todo lo que se explica con precisión acaba rozando un límite donde empieza a asomar el misterio.

Mis inicios en la neuropsicología abonaron, sin saberlo, ese terreno incierto en el que siempre me he sentido más cómodo: el de las preguntas que no se cierran, los sistemas que no responden a esquemas simples, los fenómenos que desafían cualquier lectura unívoca. La mente, con su actividad impredecible, su plasticidad silenciosa y su persistente falta de linealidad, me mostró pronto que el conocimiento no es nunca una conquista definitiva, sino una aproximación frágil, situada, provisional.

Fue en ese contexto donde oí por primera vez la palabra "holístico", un término -en aquellos años- extraño, importado del inglés, difícil de traducir y aún más de explicar en nuestra lengua. Pero sugerente. Hablaba de una forma de ver el mundo que no fragmenta, no diseca, no reduce la complejidad a partes intercambiables, sino que concibe los fenómenos como un todo vivo, interrelacionado, donde cada elemento resuena con los demás. Una mirada que no pretende controlar, sino comprender; no simplificar, sino escuchar lo que late más allá de lo evidente.

Quizás por eso, con el tiempo, este modo de pensar se ha filtrado también en mi forma de acompañar a personas, equipos y organizaciones. No abordo los encargos como si se tratara de aplicar recetas, ni busco confirmar lo que ya se cree saber, sino explorar lo que aún no se ha dicho, lo que no encaja del todo, lo que resiste a los mapas previos. Mi tarea, en ese sentido, no es tanto diagnosticar como sostener preguntas, abrir posibilidades, afinar la escucha. Y aunque a menudo eso no dé respuestas inmediatas, sí ayuda a que emerjan comprensiones más fértiles. De alguna manera, todas y todos intuimos que cada luz proyecta sus sombras.

Nunca me he sentido cómodo en el campo de las certezas ni he querido quedarme mucho tiempo allí. Me aburre enormemente el dogma, me incomoda la repetición. Y aunque busco constantemente actualizarme y comprender mejor, sé que cada conocimiento que incorporo, lejos de darme seguridad, me acerca aún más a la frontera de lo que ignoro. Es como si cada respuesta abriera nuevas preguntas, como si cada certeza provisional me recordara la inmensidad de lo que aún no sé. Me muevo entre hipótesis, intuiciones, indicios y signos que no siempre conducen a afirmaciones claras, pero sí a comprensiones más amplias. Y eso me exige una convivencia constante con la duda, no como renuncia, sino como una forma de respeto profundo por aquello que todavía no entendemos del todo. No me refiero solo al conocimiento científico o formal, sino también a la experiencia humana, a los vínculos, a la organización de la vida en común, a la forma en que las personas buscamos sentido en lo que hacemos y compartimos.

Convivir con lo que es cierto y con lo que es incierto a la vez, sin precipitarse hacia conclusiones tranquilizadoras, conduce a una forma de vivir la realidad como una posible irrealidad continua. No en el sentido de alejarse del mundo, sino en el de no darlo nunca por cerrado, de mirarlo como un texto provisional, un relato en borrador, siempre susceptible de ser reescrito, corregido, ampliado o leído de otra manera.

Esta frontera del conocimiento no es un límite, sino una franja viva, un espacio de fricción y fertilidad donde se encuentran la ciencia y la poesía, la lógica y la intuición, la teoría y la vivencia. Un lugar donde lo analítico no excluye lo afectivo, y donde la razón no desactiva la mirada simbólica. Es aquí, en este terreno entre lo que sabemos y lo que intuimos, donde me siento más cerca de la verdad —si es que esa palabra aún tiene algún valor que no sea el de mantenernos despiertos, atentos, disponibles.

Quizás moverse en la duda sea, al fin y al cabo, una forma de relacionarse con el conocimiento sin quedar esclavizado por él. Y quizás también sea una manera de recordarnos que, por muchas respuestas que busquemos, todo —absolutamente todo— acaba desembocando en misterio.

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Imagen de 춘성  en Pixabay

lunes, 26 de mayo de 2025

Navegando el cambio: reflexiones sobre la alineación de la cultura organizativa con la evolución social

Vivimos tiempos líquidos. El cambio se ha vuelto continuo, el futuro impredecible y el presente, apenas abarcable. En este contexto de transformación profunda, la cultura organizativa —aquello que da forma a la vida interna de una organización— se enfrenta a un reto crucial: revisarse, alinearse y evolucionar al ritmo de la sociedad que la sostiene y de las personas que la habitan.

De VUCA a BANI: otra forma de nombrar la incertidumbre

Durante los últimos años, el entorno se ha descrito bajo el acrónimo VUCA: volátil, incierto, complejo y ambiguo. Un marco útil para entender la inestabilidad del mundo posterior a la Guerra Fría. Sin embargo, el presente impone una mirada diferente. Hoy hablamos de un mundo BANI: frágil (brittle), ansioso, no lineal e incomprensible.

Esta transición semántica no es menor. Supone pasar de una incertidumbre gestionable a una realidad que escapa a toda lógica esperada, en la que las respuestas lineales dejan de funcionar. BANI no apela a la fortaleza estratégica, sino a la flexibilidad emocional, la comprensión profunda y la apertura a nuevas formas de sentido para personas y organizaciones.

 Más allá de la resiliencia: construir culturas antifrágiles

En el imaginario organizativo, la resiliencia se erigió durante años como el ideal a alcanzar: resistir, sobreponerse, recuperar la forma. Pero el tiempo actual demanda una virtud aún mayor: la antifragilidad. Es decir, la capacidad no solo de resistir el cambio, sino de crecer y transformarse con él.

Según Nassim Nicholas Taleb, una cultura organizativa antifrágil es aquella que, al entrar en contacto con lo inesperado, se enriquece. No solo protege sus estructuras internas, sino que modifica sus supuestos. Abandona el control como mecanismo de estabilidad para abrazar la confianza como motor de adaptación. Sustituye la vigilancia por el compromiso y el cumplimiento por el sentido.

Como señala Linda Gratton, “en un entorno incierto, las organizaciones que sobreviven no son las más estructuradas, sino las más adaptativas: aquellas que aprenden rápidamente, movilizan la energía de las personas y redefinen sus prioridades sin perder su propósito”. Esta mirada refuerza la necesidad de abandonar la rigidez para cultivar entornos donde el cambio no se tolere, sino que se aproveche.

La antifragilidad ya no es una cualidad técnica, sino una orientación cultural que se construye día a día en las conversaciones, las decisiones y los vínculos. Supone confiar en que las personas no son un problema que hay que gestionar, sino una fuente inagotable de renovación si se las escucha, se las implica y se les reconoce el valor de su tiempo y su presencia.

Tecnología y humanismo: el giro pendiente

Los avances tecnológicos —especialmente la robotización y la inteligencia artificial— están transformando el trabajo de manera irreversible. Pero, en paralelo, provocan un efecto paradójico: revalorizan lo humano.Cuanto más eficientes son las máquinas, más se vuelve indispensable aquello que no pueden replicar: la creatividad, la sensibilidad, el juicio ético, la conversación profunda.

Sin embargo, muchas organizaciones aún funcionan con una lógica mecanicista: personas como engranajes, procesos como cadenas, decisiones como algoritmos. El salto pendiente es cultural: de la concepción de máquina a la de órgano. Es decir, de sistemas que obedecen a sistemas que se autorregulan, se nutren y se desarrollan desde dentro.

Como advierte Yuval Noah Harari en el último capítulo de 21 lecciones para el siglo XXI, titulado “Meditación”,el mayor reto de nuestro tiempo no es tecnológico, sino interior:

“Cuando las redes sociales, la inteligencia artificial y los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos, lo más urgente ya no es acumular datos sino profundizar en la conciencia.”

“La mayoría de las personas apenas se conocen. Cuando tratan de hacer contacto con su mundo interior, encuentran un campo de batalla.”

Harari propone reconquistar la atención y desarrollar la capacidad de observar lo que ocurre en nuestro interior sin ser arrastrados por ello. 

Aplicado al ámbito organizativo, este mensaje es claro: la tecnología debe ir acompañada de una cultura que cultive la atención, la conexión profunda y el sentido

La tensión entre individualidad y proyecto colectivo

Una de las transformaciones sociales más profundas es la nueva relación entre el individuo y el proyecto común. Ya no sirve que el compromiso sea exigido desde fuera. Nos guste o no, el mundo de hoy genera una convicción que resuena con fuerza:

“Si el proyecto colectivo no permite que mi individualidad se despliegue al máximo, no creo en él.”

Esta afirmación no responde necesariamente al egoísmo, sino a una nueva ética del trabajo. Las personas no están dispuestas a ofrecer su tiempo, su creatividad ni su energía vital a proyectos que no reconozcan su singularidad. Y, en paralelo, exigen que el trabajo tenga sentido para uno mismo y para los otros. Que esté vivo. Que importe.

Ahora bien, este legítimo deseo de realización personal solo puede sostenerse en entornos donde exista un sentido de “comunidad”: un tejido de relaciones basado en la confianza, el reconocimiento y el propósito compartido. Frente a la incertidumbre, la comunidad se convierte en un espacio protector y regenerador. Una estructura viva que da contención emocional y sentido colectivo al esfuerzo individual.

Pero la comunidad no se construye únicamente desde la afirmación de los derechos personales. Como advirtió Simone Weil, “lo más preocupante de nuestro tiempo es que las personas se creen con más derechos que obligaciones.” Cuando este desequilibrio se instala, el vínculo se degrada, y lo común se convierte en un campo de demandas sin compromiso.

Construir comunidad exige también asumir obligaciones compartidas: cuidar el proyecto, sostener a los demás, implicarse en la mejora del entorno común. Es precisamente esa reciprocidad —entre dar y recibir, entre expresarse y pertenecer— la que da fuerza al proyecto colectivo y lo hace digno del compromiso individual.

Una organización viva no es solo un espacio donde cada cual se realiza, sino un lugar donde esa realización individual encuentra eco, resonancia y utilidad para los demás. Y esa es, quizá, la forma más profunda de sentido: sentirse parte de algo que también se beneficia de lo que uno o una es.

El tiempo como dimensión política y cultural

En el centro de muchas tensiones laborales contemporáneas se encuentra la vivencia del tiempo. No se trata de una cuestión de productividad o de eficiencia, sino de algo más profundo: de cómo sentimos, habitamos y defendemos nuestro tiempo en un entorno que lo fragmenta, lo acelera y lo coloniza.

Podemos identificar tres narrativas que expresan esta experiencia compartida:

1.     “No tengo tiempo”: Vivimos aceleradamente, caminamos deprisa, hablamos rápido, resolvemos pendientes que se renuevan al instante. La urgencia se impone sobre el significado. El tiempo, como advierte Pascal Chabot, se ha convertido en una cinta de correr que no se detiene, y que obliga a todos a moverse aunque no sepan ya hacia dónde.

2.     “Mi tiempo no me pertenece”: Está gobernado por agendas externas, sistemas de notificaciones, exigencias cruzadas. La lógica de ocupación continua impide la pausa y la reflexión. Como describe Byung-Chul Han en El aroma del tiempo, hemos perdido la capacidad de demorarnos, de dejar que las cosas maduren, de experimentar un tiempo pleno y no simplemente lleno. La aceleración vacía de contenido la experiencia temporal.

3.     “Mi tiempo solo lo cedo si se me retribuye”: El tiempo se ha convertido en moneda de cambio. Pero la transacción es desigual, porque —como recuerda Pedro Bravo en Exceso de equipaje el tiempo ya no es oro: es vida. Y cambiar vida por dinero es, en muchos casos, un intercambio que deja una sensación de pérdida.

El mensaje es claro: “El tiempo que empleo tiene valor. Si no puede ser del todo retribuido, al menos ha de tener sentido para mí.” Marina Garcés lo resumía así: “Tiempo es poder.” No porque se ejerza sobre los demás, sino porque recuperar el propio tiempo es recuperar la soberanía sobre la propia vida.

Como apunta Diego Sztulwark, en el capitalismo contemporáneo el tiempo ya no se roba por la fuerza, sino que se absorbe a través del consentimiento y la interiorización de lógicas productivas. De ahí que las formas de resistencia ya no adopten la forma de protesta visible, sino de ausencia interior, de no implicarse, de limitarse a cumplir con lo mínimo

En definitiva, el tiempo no es un recurso neutral. Es una dimensión profundamente política y cultural. La forma en que una organización se relaciona con el tiempo de las personas revela su comprensión del valor humano

Y quizás nadie lo expresó con tanta delicadeza como Michael Ende en Momo. En esta fábula profunda y aparentemente infantil, los hombres grises —ladrones del tiempo— convencen a las personas de que deben ahorrar minutos, trabajar más, hacer rendir cada segundo. Pero cuanto más tiempo “ahorran”, menos tienen. Solo Momo, una niña que sabe escuchar de verdad, logra resistir: no porque luche frontalmente, sino porque cuida el tiempo de los otros con presencia, silencio y atención.

Como nos recuerda Ende, el tiempo no se acumula ni se compra: solo se vive cuando se comparte con sentido: “El tiempo reside en el corazón” Tal vez ese sea el mayor acto revolucionario de nuestro tiempo: recuperar el valor de estar plenamente en lo que hacemos y con quienes lo hacemos.

Comprender lo que ocurre: revisar creencias, repensar relatos

Pero, buena parte de las organizaciones no terminan de captar la profundidad del cambio porque siguen mirando con lentes antiguas. Hay creencias no cuestionadas, modelos mentales obsoletos, narrativas oficiales que no conectan con la experiencia real de las personas. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras.

Como plantea Simon Sinek, las personas no se implican realmente por lo que hacen, sino por el propósito que les mueve a hacerlo. Esta idea, nos obliga a revisar nuestros relatos institucionales: ¿estamos comunicando un propósito claro, inspirador, auténtico? ¿O simplemente estamos describiendo funciones, procedimientos y planes operativos?

Cuando falta el por qué, la cultura se vacía, el compromiso se desvanece y la adhesión se vuelve táctica, no emocional. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras. Un relato que no puede ser impuesto desde arriba, sino co-creado, convincente y sentido. Que permita a cada persona verse reflejada y reconocerse como parte activa de algo que la trasciende.

¿Cómo articular el cambio?

Cambiar no es sencillo, pero puede ser más posible si se activan ciertos resortes:

  • Rediseñar el liderazgo: facilitar en lugar de dirigir, inspirar y facilitar en lugar de mandar.
  • Ofrecer autonomía real: trabajar por objetivos no es solo medir resultados, sino habilitar espacios de decisión.
  • Cuidar la adherencia al equipo: no desde la presión, sino desde la pertenencia emocional.
  • Aprovechar las redes internas: generar conversaciones que enciendan nuevas miradas.
  • Fomentar el compromiso: desde la apropiación, la voluntariedad y la autogestión. 
  • Modificar los procesos de acogida: no basta con integrar; hay que ensamblar con sentido.

Pero antes de aplicar estas recetas, conviene hacerse una pregunta de fondo:
¿Hasta qué punto queremos cambiar?

¿Hasta qué punto queremos cambiar?

Toda transformación profunda comienza con una pregunta incómoda: ¿realmente queremos cambiar? No como gesto, no como discurso, sino como convicción encarnada en decisiones, renuncias y riesgos.

Porque cambiar no es solo adoptar nuevas herramientas o revisar procedimientos. Es cuestionar certezas, revisar inercias, renombrar lo que dábamos por hecho. Y eso implica atravesar umbrales de incomodidad, admitir límites, y también reconocer que no todo lo antiguo debe ser descartado: hay raíces que merecen permanecer.

La voluntad de cambio se mide en acciones, pero se origina en una decisión interna. Una decisión que, como organización, hemos de tomar colectivamente, explorando juntos cuánto estamos dispuestos a soltar, a escuchar, a confiar.

¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a darnos para que el cambio tenga profundidad y no solo sea un movimiento superficial e inocuo?

La convicción no es un punto de partida perfecto, sino una disposición activa que se fortalece a menudo que se avanza. No es necesario tener todo claro antes de empezar. Lo importante es empezar desde una autenticidad compartida, desde una escucha que no solo atienda lo que decimos, sino lo que sentimos, lo que vivimos y lo que anhelamos como organización.

Porque al final, cambiar no es lo difícil. Lo difícil es querer cambiar de verdad.

La cultura organizativa no es solo el entorno de trabajo. Es, también, el lugar donde muchas personas viven una parte importante de su vida. Que merezca la pena es, sin duda, uno de los sentidos más necesarios para el cambio.

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Esta reflexión es una síntesis de la conferencia ofrecida en Bilbao en 2023 para la Asociación para el Progreso de la Dirección [APD], en la que exploramos cómo alinear la cultura organizativa con los profundos cambios sociales, tecnológicos y humanos de nuestro tiempo.